Trinidad (115 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

BOOK: Trinidad
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—¡Basta ya, Roger! —gritó Caroline—. ¡Cállate! Molly O'Rafferty es una criaturita exquisita y delicada, ciegamente enamorada de nuestro hijo. No digas mentiras. Habla con ella, ve a conocerla; pero, por amor de Dios no digas mentiras.

—¿Es mentira que sea católica romana?

—Se convertirá en un minuto.

—¡Se convertirá! ¡Se convertirá! ¡Qué amable! Nosotros no somos trabajadores de los astilleros de Belfast que cambian de esposa, de barrio o de religión.

—Busca en tu corazón, Roger, el argumento para doblegarte, te lo suplico.

—No —respondió él llanamente—, no.

—Roger…

—Aunque tuviera ese argumento en el corazón…, aunque la chica fuese la mitad de lo que sostienes, quedaría fuera de discusión, por completo.

—Pero ¿por qué?

—Hemos saltado a la arena para la lucha a muerte. La guerra por este país estallará en el intervalo de nuestras vidas. ¿Crees de veras que puedo imponer a las personas cuya lealtad es vital para nuestra existencia una violación de sus creencias?

Caroline abrió la boca y vio al hombre por primera vez en su vida. No parecía abrigar ni una brizna de compasión por los dos jóvenes cogidos en la tela de araña urdida por él, ni un rastro siquiera de facultad de ceder. Caroline se asustó.

—En algún punto del recorrido —dijo con voz temblorosa—, tendremos que concertar la paz. Si no lo hacemos, Jeremy y Christopher, y sus hijos, tendrán que recomenzar la misma lucha una y otra vez. Todo lo que habremos conseguido al final será aplazar un Harmagedon y transmitir esta locura a los que vengan detrás de nosotros. ¿No podríamos dar un pequeño primer paso mediante el sencillo recurso de dejar que dos jóvenes enamorados demuestren que en este suelo puede existir el amor?

—Me estás fastidiando, Caroline…

—Y tú me asustas, Roger.

—¡Y eres una hipócrita!

—¿Cómo te atreves?

—Este liberalismo gladstoniano de última hora está muy fuera de tono —dijo él, poniéndose en pie y moviendo los brazos en un amplio ademán—. Si la memoria no me falla, fue lady Caroline la que nos animaba, plantada en el fondo del Long Hall cuando Randolph Churchill jugó la Carta de Orange. ¿Y dónde estabas cuando tu padre, y yo, y nuestros compinches cortábamos Irlanda como un pastel? ¿Dónde estabas cuando nosotros escondíamos las heces después del incendio de la fábrica de camisas? Ah, tú estabas presente, claro, tú estabas metida en el ajo hasta aquí arriba, porque creías en lo que hacíamos. ¿Y por qué? Porque querías tu millón de libras para remozar Rathweed Hall y Hubble Manor y adquirir arte y cultura y convertirte en una dama importante y poderosa. Ah, sí, tú estabas allí, efectivamente, porque tu precioso dinero y tu precioso poder venían de la misma experiencia imperial que ahora te hace levantar las manos y lloriquear: «Oh, Roger, ¿por qué no podemos convivir con esa gente?» Tú, señora, que en tus momentos mejores has gastado semanalmente más dinero del que cobraban entre todos los hombres de Weed Ship & Iron Works y la fábrica de camisas juntos. Ni podrás absolverte tú misma, ni podrá hacerlo esa basura de católicos que guardas en prenda, como tampoco podréis traspasar convenientemente a tu marido y a tu padre los pecados que has cometido tú.

Roger había sobrepasado el límite a partir del cual ya no se podía retroceder, ni entonces ni nunca…

—¿Qué harás con ellos? —gritó Caroline.

—Ya está hecho.

—Roger, ¿qué?

—El brigadier y Herd, que te pareció tan desagradable, han enfrentado a Jeremy con el testimonio de dos amigos suyos que han jurado haber tenido comercio sexual con Molly O'Rafferty.

Caroline no lograba dominar los temblores que sacudían todo su cuerpo. Paseó una mirada semidemente por la habitación; luego se lanzó hacia el teléfono.

—Freddie… —gritó en un aliento de voz.

—No te molestes en llamar. Freddie está completamente de acuerdo conmigo. También comprende que es probable que te pongas sentimental hasta el histerismo por Jeremy.

—Pero esa chica… Molly…

—Se le está preparando una compensación adecuada.

—¿Y el niño, Roger? ¡Tu propio nieto! Ya sabes qué hacen con los expósitos. ¡No pueden sobrevivir! ¿Y Molly? ¡Una muchacha tan preciosa! La condenarán como a una ramera vulgar, poco faltará para que la quemen en la hoguera como a una bruja.

—Si la damita es sensata aceptará nuestro ofrecimiento de que se marche del país, donde se tomarán disposiciones para que el niño pueda ser adoptado sin que se sepa su identidad. A ella se le dará dinero suficiente para que pueda vivir mucho tiempo sin privaciones.

—¿Quién eres tú? ¿Dios? ¡Manipular la vida de tu hijo como si se tratar de un animal sin seso! ¡Roger, eres un monstruo sanguinario!

—¿De veras, Caroline? ¿De veras? Tu queridito hijo Jeremy ha preferido creer que esa señorita O'Rafferty le había sido infiel. ¿A estas profundidades llega su amor? Ya ves, Jeremy habría podido plantarse como un hombre por una vez en la vida y mandarnos a todos al diablo. En tal situación, no habríamos tenido más remedio que aceptar a la muchacha. De modo que puedes echar a Jeremy junto al resto de la carnada que de pronto te parece tan indecente.

Caroline se derrumbó, llorando copiosamente y por largo rato, sin el consuelo de su marido, sólo con la estatua de Roger mirándola con ojos llameantes.

—¿Qué será de nosotros dos? —preguntó ella por fin.

—Cuando supe qué tenía que hacer, comprendí el riesgo que entrañaba para ti y para mí. Pero comprendí también que al final no se me podría hacer responsable de destruir a mi familia. Cuando hayamos desaparecido, ¿qué importará realmente cómo hayamos terminado nuestro tiempo juntos?

El tono frío, incisivo, completamente desapasionado de Roger paralizó a Caroline.

—Hay una cosa que no sé —dijo—. No es posible que haya vivido con un hombre veinticinco años y no haya notado la fuerza del odio que percibo en ti ahora. Tú me odias, y odias a Jeremy. ¡Quiero saber por qué!

—¿Qué importa ya la causa? —dijo él en voz baja.

—Quiero saber por qué. ¿Qué hemos hecho? ¿Por qué… cuándo…? He de saberlo, Roger.

Roger fue hasta la puerta del dormitorio como en un trance. Su voz sonaba lejana, como si hablara en un túnel…

—Sucedió ahí… en esa cama… tú estabas tendida en ella… brillando de sudor y retorciéndote con los dolores del alumbramiento… y entonces apareció un chorro de sangre entre tus piernas, y gritaste en el momento de nacer Jeremy… Gritaste llamando… a tu padre…

4

El fuego de turba brillaba despidiendo un aroma delicioso; yo tenía whisky en el vaso, y Conor Larkin estaba de pie delante de mí. Por el aspecto exterior, había entrado en la madurez con toda la fuerza y la belleza que habían caracterizado su adolescencia y su edad viril. Ninguna mujer se habría apartado de él, y pocos hombres habrían querido retarle. Había en su persona una suavidad, una miel que sólo adquiere el hombre que ha soportado terribles sufrimientos. Ahora muchos gestos y maneras de hacer y decir suyos me recordaban a su padre, Tomas.

Pero ¿y la cicatriz? ¿Todavía manaba sangre en las horas de meditación? ¿Se había formado en ella un tejido tan denso como para cerrar los recuerdos dolorosos? ¿Qué defensas había criado para situarse aparte de nuestro dolorido suelo? ¿Se había insensibilizado hasta convertirse en otra persona, que no se notaba en el exterior, en un Conor nuevo, cuyo espíritu, cuya poesía, cuya cólera y cuya tremenda fuerza de voluntad se hubieran disipado?

¿Seguía siendo el Conor de siempre, después del año pasado en América?

—Eso ha sido un ir a buscar unas bolsas de oro muy lejos —me decía—, pero valía la pena emprender el viaje. Un país como no los hay, Seamus. ¿Puedes imaginarte una sola nación con cuatro husos horarios distintos y cuarenta y seis estados, cada uno de ellos más grande y populoso que nuestras cuatro mezquinas provincias? Me asombra pensar, mientras corría por aquellas tierras, que hasta la última milla de vía de ferrocarril había sido extendida por peones irlandeses. Sí, pero ahí está, el peor suburbio de chozas era mejor que lo que habían dejado aquí. Entonces, por supuesto, el sueño americano se les planta ante los ojos como una contemplación del Santo Grial. ¡Estira el brazo, nada más, y cógelo! He ahí lo que les decían desde la cuna. ¡Es tuyo! ¡Cógelo! Y todos aquellos tiburones de empresa que se abrieron camino por sus propias manos tratando de peer más alto de lo que permitían sus irlandesas nalgas, llenando oscuras iglesias con rosetones vulgares de vidrio policromado en recuerdo de unos padres y madres que en realidad quieren olvidar.

Yo había dejado el vaso vacío a fuerza de sorbitos y sorbitos, y él se apresuró a llenármelo de nuevo.

—El problema que se me planteaba era que los pocos que se acordaban de sus comienzos querían ganarse la entrada en el cielo por medio de donativos a la Hermandad. Pero no les gusta hacerlos en secreto. Quieren pregonarlos a los cuatro vientos, como si Dios no se enterase.

—Para mis propios y egoístas propósitos, me alegra verte de regreso, aunque ello signifique que tengas que vivir a salto de mata —dije—. El periódico clandestino aparece quincenalmente, gracias a los fondos que has recaudado, y los británicos no han encontrado nuestras imprentas.

—¿Os escucha alguien, Seamus?

—Quizá si. Somos objeto de ataques desde fuentes que solían ignorarnos. Fastidiamos a ciertas gentes, no cabe duda.

Conor se mordió el labio con gesto pensativo y dejó el vaso.

—¿Por qué me ordenaron que volviese? —preguntó.

—Dan Sweeney ha dado aviso de que se empiece a formar unidades. Te mandará que busques granjas amigas por todo el país y te encargues de la organización y la instrucción. Estarás al mando de todo lo de fuera del sector de Dublín.

Conor emitió un leve silbido.

—Lord Louie ha consentido en dejarnos utilizar DUNLEER como nuestra primera base de entrenamiento.

—Sí, está muy bien; pero ¿por qué he de ser yo? En el Concejo Supremo tenéis un buen número de personas con más méritos.

—¡Ay de mí! —exclamé—. Aquel augusto organismo está notablemente falto de soldados expertos, así como de políticos prácticos. Los soñadores están en primera fila. Dan se harta de ellos en ciclos periódicos de dos semanas. No una sola vez, sino docenas de veces ha golpeado la mesa con el puño, al discutirse un problema delicado, y ha expresado en voz alta el deseo de que estuvieras otra vez en Irlanda.

Conor levantó los hombros y murmuró una frase de una modestia que no venía al caso.

—He advertido en ti una mirada de desencanto, al entrar hoy en la casa —le dije.

Él se parapetó detrás de una sonrisa defensiva.

—¿Quizá esperabas que Atty apareciese conmigo? —pregunté.

—Si te quemara por tonto me quedarían cenizas de listo —contestó.

—Es curioso. Atty tenía la misma expresión en el semblante cuando me ha despedido en la estación del ferrocarril. Mientras me alejaba del andén, iba pensando si no era extraño que una mujer pusiera aquella cara, teniendo en cuenta que en seis meses no ha recibido ni una carta tuya.

—De acuerdo, peque —me dijo—, te escucho.

—Entonces, ¿qué?

Conor permaneció un rato observando el fuego.

—Había un viejo carcelero llamado Hugh Dalton que estaba conmigo cuando sucedió lo de Shelley. Cuando hube llegado al fondo, me explicó que en aquel instante de agonía suprema, todos los hombres toman la decisión de vivir, o la de morir. No es una decisión consciente, sino que la toma el espíritu de uno. Al parecer ya tomé la decisión de seguir viviendo… bajo una forma u otra. Desde entonces la cuestión ha sido… ¿en qué medida se puede vivir? ¿Qué cantidad de mi propio yo reposa en la tumba de Shelley? La respuesta no la sé.

—Acaso habría que realizar más pruebas —dije—. ¿Echabas de menos a Atty?

—Sí, muchísimo.

—Eso te dice algo, ¿verdad?

—En efecto. Mira, amigó, Atty y yo compartimos una experiencia horrible y desacostumbrada. Ella se negó a dejarme morir. Ella me vio en momentos negros en los que ningún hombre ni mujer alguna me había visto jamás, ni volverá a verme. De una u otra forma, yo vuelvo a ser Conor, y ella vuelve a ser Atty. Aquí en DUNLEER, por aquellas fechas, éramos dos personas distintas.

—¿O acaso la misma persona, sólo que de mayor talla? —sugerí—. Quizá la persona toda entera, toda puesta al descubierto, y no la persona estudiada que ofrece al mundo una versión calculada de sí misma.

—Dios sabe que durante mi estancia en América he pensado muchísimo en ella —dijo Conor—. Lo que Atty encontraba tan atractivo en mí, al comienzo, era mi energía y el poder que tenía sobre ella. Creo que ningún otro hombre lo había tenido, hasta entonces. Cuando vino a DUNLEER a estar conmigo, después de lo de Shelley, encontró un cachorrillo débil, bajo. Débil, como todos y cada uno de los hombres que había conocido. Y después de haberme visto en aquel estado, sabe que soy capaz de volver a ser débil. Y creo que si un día Atty huele que un hombre es débil, sucede lo mismo que cuando un lobo huele la sangre de un alce herido. Con el tiempo nuestra relación terminaría en un enfrentamiento entre mi fuerza y la suya. Pero aun así, ¿qué encontraríamos, cualquiera de los dos, en una relación íntima? Por su parte, ¿la mitad del hombre que conoció en otro tiempo? Por la mía, ¿el espectro de Shelley rondando, irritado, sobre los dos?

—Amigo mío —le dije—, la realidad del caso es que en lo sucesivo la vida de cada uno de ambos discurrirá poderosamente entrelazada con la del otro. ¿No piensas que esa mujer ya sabe que nunca reemplazará a Shelley?

Y como él se ponía inquieto, insistí más.

—De acuerdo —dijo por fin—. ¿Qué piensas?

—Pienso que eres el único hombre que yo conozco capaz de pasar de un gran amor a otro gran amor. Una variedad de amor muy diferente de la primera; pero un gran amor, a pesar de todo. Son muchísimos los lazos que te unen con Atty. Hasta el saber que cada momento puede ser el último de vuestras vidas os une. Pertenecerías a la peor especie de tonto si no lo descubrieras.

—Quizá lo descubra —murmuró él.

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