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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Trinidad (16 page)

BOOK: Trinidad
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—Sigue, Pitkin.

—Con tanto ir y volver, y con la cantidad de hijos que suelen hacerles… ea, nunca se puede estar seguro de cuántos son en realidad. ¿Verdad que no?

El rostro de Hamilton Walby adquiría otra vez aquel color horrendo. Ordenó a gritos a su yerno que volviera al Castillo de Dublín y abordase de nuevo el asunto de los límites con la comisión. Y entonces Pitkin dejó caer el otro zapato.

—Lo cierto es, señor, que me puse en contacto con ellos inmediatamente.

—¿Y…?

—Y me dijeron que sería mejor que lo dejáramos todo tal como estaba —murmuró.

—¿Qué has dicho?

—He dicho que me indicaron que era mejor lo dejáramos tal como estaba.

—¿El Castillo te dijo eso?

—Mire, señor, parece que la única manera que tendríamos de ampliar nuestros límites para incluir más vasallos leales sería la de llegar hasta los mismos arrabales de Londonderry. Y el conflicto está en que Londonderry quiere llegar hasta Ballyutogue, con el mismo objetivo. Comprenda, los liberales son capaces de olerse todo eso, y venir a Irlanda a investigar si… pues… si se cometen irregularidades.

—¿Irregularidades? ¿Qué irregularidades? El maldito enredo lo armaron los malditos liberales, en primer lugar, con su condenada reforma. Esto es el fin del Imperio; sí, lo es.

Después de un acaloramiento, Hamilton Walby solía entregarse a sus asuntos con fría eficiencia. Pitkin recibió orden de pedir audiencia al obispo católico Gerald Nugent. Considerándolo una política práctica, lord Hubble hacía generosos donativos para las buenas obras del obispo, política suscrita también por el mayor. Ni al reverendo obispo Nugent ni al cardenal de Armagh había necesidad de recordarles que la legislación favorable a la Iglesia estaba en manos de Walby y Hubble. Y sólo se podía contar con su apoyo a dicha legislación si se mantenía un
quid pro quo
.

Pitkin presentó una doble petición al señor obispo, el cual dio pruebas de un espíritu de colaboración muy satisfactorio. Se necesitaba un censo bien hecho, y la mejor manera de obtenerlo era sirviéndose de los párrocos de Su Ilustrísima. En segundo lugar, había que ordenar a dichos párrocos que informaran a los feligreses, sin ambigüedad de ninguna clase, que todo coqueteo con agitadores fenianos se consideraría pecado.

El censo llegó sin demora, poniendo en evidencia, a pesar de los mangoneos realizados en el distrito, unas cifras capaces de serenar un poco al más entusiasta. La diferencia entre católicos con derecho al voto y protestantes en las mismas condiciones era sólo de unos pocos centenares. Pitkin trató de suavizar al mayor con el argumento de que los católicos sentirían poco interés por utilizar el derecho al sufragio, además de que el mensaje del obispo Nugent llegaría pronto a nivel parroquial.

—Todo el mundo sabe —declaró— que esa gente hace lo que le ordenan sus curas.

Hamilton Walby no estaba tan seguro. Además, los viejos días pasados en el Ulster Rifles le habían enseñado que no se puede cejar nunca frente al enemigo. ¡Que le colgaran si alguien le obligaba a cambiar de postura! Continuaría como siempre, asistiendo a algunas ferias y haciendo visitas formularias a las congregaciones anglicanas del distrito. Sin embargo, incluso mientras practicaba una testaruda despreocupación, no conseguía librarse por completo de la sensación de que uno de los bienes hereditarios de la familia, su escaño en los Comunes, acaso estuviera en peligro. Dios quisiera que no fuese el primer Walby que lo perdía después de la Ley de Unión.

La situación llegó a su apogeo en la feria de Buncrana, importantísimo acontecimiento anual al que asistían casi todos los moradores de la península de Inishowen. Aunque el sector era predominantemente católico, la feria reunía a muchos labradores presbiterianos de Ballyutogue. Mientras el señor hacendado realizaba su número habitual de juzgar flores y caballos, Kevin O'Garvey celebraba una reunión de simpatizantes en el extremo más alejado del terreno.

La curiosidad que les inspiraba aquel feniano de la Liga Campesina atrajo a docenas y docenas de presbiterianos hasta las cercanías de la tribuna del orador, sólidamente guardada por la gente de Tomas Larkin. Era más que probable que surgiera un altercado, puesto que los
constabulary
se habían negado a proteger al orador, alegando que el permiso para el acto que tenía O'Garvey no estaba en regla. A pesar de la posibilidad de un tumulto, Kevin decidió celebrar la reunión, sabiendo que no se le ofrecerían muchas ocasiones de hablar a los protestantes.

Subió, pues, a la tribuna escoltado por un grupo de labradores fornidos, muchos de los cuales habían participado en las antiguas incursiones nocturnas. En medio de ellos parecía todavía más bajo de lo que realmente era. Pero esta imagen de pequeñez se esfumó cuando él abordó sin rodeos el mismo meollo de los asuntos que afectaban a todos los labradores del sector. Era miembro de la Liga Campesina y procurador de los tribunales, y sabía todos los trucos de los administradores de fincas y los propietarios. Los manejos utilizados de cara a los protestantes eran mucho más sutiles que los empleados contra los arrendatarios irlandeses, tales como la manipulación de los precios del lino, que les sacaba dinero del bolsillo a todos y a cada uno de los hombres que le estaban escuchando.

Todo propósito que pudiera existir de estorbar el acto o provocar una estampida de los oyentes se transformó en arrebatada atención cuando O'Garvey retó a Hamilton Walby a que subiera a la tribuna y explicara cómo proveían de dinero a los prestamistas para que éstos lo prestaran a los campesinos a réditos exagerados. Después de sumir en las deudas a un centenar de granjas presbiterianas por culpa de los precios del lino, los agentes de Walby les habían concedido préstamos, y como después los deudores no habían podido pagar, el mayor agregó a sus propiedades centenares y centenares de acres. Acres presbiterianos.

Cuando transmitieron al gran hacendado el mensaje del discurso de O'Garvey, las legiones de incondicionales tuvieron la enorme sorpresa de ver cómo el mayor y su séquito se marchaban al galope de la feria dejando inacabadas sus tareas como jueces.

La acusación había quedado sin respuesta, y entre los protestantes leales.

Luke Hanna, un tiparrajo anguloso de la edad del mayor, poco más o menos, había dirigido la hilandería de lino de lord Hubble durante veinte años. A. J. Pitkin acompañaba a Luke a través del perfumado esplendor del jardín del hacendado cuando de pronto tuvo que detenerse ante la presencia de un par de
bull-terriers
, unos perrazos de mal catadura siempre dispuestos al ataque, propiedad de Walby. El mayor, que estaba cavando, levantó la vista, pacificó a los animalitos, dejó las herramientas a un lado y se quitó los guantes.

—Ha sido muy amable al venir, Hanna.

Los tres hombres se dirigieron a la glorieta. Walby sabía que Luke sólo practicaba la templanza a temporadas, y por ello pidió unos tentempiés nutritivos. Un perro alegó ciertos derechos sobre el regazo del mayor, fijó la mirada en Luke y gruñó hasta por el menor movimiento del forastero.

—Dispare, Hanna —dijo Walby—. Le he invitado a venir porque quiero utilizarle como caja de armonía. Como usted sabe, las próximas elecciones tendrán algunos aspectos nuevos.

Luke Hanna levantó las manos en un gesto de súplica y extrañeza.

—Yo no soy político.

—Ah, pero es diácono de su iglesia y gran maestre de su Logia de Orange. Usted sabe lo que dicen y piensan los muchachos.

—¿Qué quiere averiguar, exactamente, señor?

—Hummm, todo susurro de descontento; cosas así.

—¿Debo ser liso y llano?

—La sinceridad está en el orden del día aquí, ¿no, Pitkin?

—Exactamente —corroboró el yerno.

El hacendado arqueaba la ceja mientras Luke buscaba las palabras, y el perro recibía multitud de caricias, hasta que dejó de gruñir por lo bajo.

—Los muchachos están pensando que ha llegado ya, y de sobra, la hora de que nos diga por dónde andamos —sentenció Luke.

—Creo que debería explicarse mejor —dijo Pitkin.

—Pues, por ejemplo, tomemos el incidente ese de la feria de Buncrana. Allá se lanzaron acusaciones de bastante calibre, señor. Quizá hubiera sido mejor contestar a ellas.

—¡Tonterías! —espetó Walby—. Usted no esperará de veras que intervenga en un campeonato de insultos— con una cuadrilla de camorristas. ¿O acaso sí?

Luke encogió los hombros y se atrincheró.

—Mire, Hanna —dijo Pitkin en tono indignado—, nadie cree de veras aquel montón de embustes de un feniano.

—El caso es el siguiente, caballeros. A nuestros muchachos no hay quien les mueva. Nada de lo que Kevin O'Garvey les diga va a cambiar ni un solo voto. Nuestros muchachos son leales hasta el fin. No obstante, ya empiezan a pensar que usted habría de corresponder un poco a esa lealtad suya.

Walby y el perro gruñeron juntos, con bien ensayado compás. Pitkin y él habían examinado la posibilidad de reclutar orangistas que alteraran las reuniones de O'Garvey. La cosa parecía un tanto arriesgada, puesto que habían de quedar al margen de todo lo que pudiera atraer la atención del exterior. Un motín que atrajese periodistas podía muy bien poner al descubierto el asunto de los cambios de límites de las circunscripciones electorales.

—¡En verdad, no estará sugiriendo que el señor no ha defendido los intereses de los leales en el Parlamento! —soltó Pitkin.

—Bien, veamos si sé explicarles lo que deseo que entiendan —replicó Luke—. Nosotros hemos estado siempre al lado del mayor, sin falta ni titubeos. Los tiempos han cambiado de tal modo que ahora quizá el mayor necesite tanto de nosotros como nosotros necesitamos de él. De modo que lo que les estoy diciendo a ustedes es lo siguiente: En el pasado no se tomaron nunca la molestia de dedicarnos unos elogios, y creo que, en el futuro, les convendría considerar la relación entre ustedes y nosotros. El simple hecho de que no seamos anglicanos no significa que no seamos buenos y leales protestantes.

—Comprendo —dijo Walby.

Luke consiguió disimular su regocijo. El caso amenazaba convertirse en un penoso imprevisto para el mayor, que se vería obligado a salir de su burguito encantado para cortejar a los mismos hombres que había ignorado toda la vida. Naturalmente, ellos eran leales y también protestantes; pero Luke sabía cómo los consideraba Walby. Como disidentes. Todo no anglicano era un disidente, un inferior.

—Descubrirán ustedes que la mejor manera de influir en esos muchachos es a través de los sacerdotes, que no permiten que nuestra gente olvide nunca sus deberes con la Corona, lo mismo en el templo que en la Orden de Orange. A mi parecer, usted debería tomar parte en el 12 de Julio y en las fiestas de los aprendices, este verano. Cuide de que le vean por ahí, si entiende lo que le digo.

Cuando convenía a sus objetivos, Hamilton Walby sabía ponerse lívido. En los demás casos, poseía una mente extraordinariamente despierta, capaz de llevar a cabo evaluaciones en pocos instantes y con gran acierto. De modo que siguió con su aire plácido, porque lo que Luke acababa de decirle era de una claridad meridiana.

—¿No se le ocurre que debido a la falta de contactos personales en el pasado, los muchachos de usted quizá piensen que esa súbita racha de apariciones mías puede ser un tanto… un tanto… pues… transparente?

—Creerán que significa que usted reconoce por fin la importancia que tienen ellos también —contestó Luke sin rodeos—. Es el nuevo orden político de cosas, podríamos decir.

Percibiendo el disgusto de su dueño, el perro emitió unos gruñidos sordos, y en premio a su interés fue expulsado del regazo. A Walby no le gustaba aquella maldita alianza, ni pizca. ¿Que pasaría si se negaba a portarse como un asno desfilando por ahí con los risibles atuendos que usaba aquella gente? En efecto, ¿qué pasaría? ¿Por quién votarían? ¿Por el feniano?

Como si le estuviera leyendo el pensamiento, Luke sonrió y asestó el golpe:

—Si no sale a desfilar con los muchachos, quizá éstos presenten un candidato suyo propio.

Oída esta respuesta a su no formulada pregunta, el mayor se volvió hacia Pitkin y con el aire de un comandante de veras le ordenó que empezara a esbozar un programa de apariciones en público.

—Como he dicho al entrar —prosiguió Luke—, yo no soy político, pero también convendría que usted tuviera en cuenta el hecho de que su demarcación se ha dilatado —Luke levantó el pulgar en dirección a las montañas.

—¿Está sugiriendo, Hanna, que el señor suba allá arriba y se mezcle con los católicos?

—¿No sería llevar un poquitín demasiado lejos eso de la democracia? —interrogó Walby.

—Esté bien o esté mal, les han concedido el voto —respondió Hanna—. Yo creo que sería una prueba de buen temple por parte de usted encararse con ellos de hombre a hombre, haciéndoles saber que usted lo es y tiene sus convicciones propias.

—¡Pero esa gente no tiene ni la más remota idea del juego limpio! —objetó Pitkin—. Provocarían un desastre.

—No puedo estar de acuerdo —replicó Hanna—. Toda la vida he tratado con ellos, sin ningún contratiempo.

—¡Jamás, señor mío, jamás! —estalló Hamilton Walby.

—Calma, calma —decía, como un eco, Pitkin.

Él JAMÁS se convirtió en tres días de angustias mortales.

Las nuevas exigencias que le imponía a uno la práctica del igualitarismo por primera vez en su vida dejaban aturdido a cualquiera.

Los presbiterianos se habían esforzado durante generaciones por situarse en pie de igualdad con los anglicanos. Este capítulo particular de la historia dejaba bien sentado que en el comienzo del dominio del Ulster los presbiterianos se aliaron con los católicos. Se pasaron al bando de la Corona cuando convino a sus propósitos, y desde entonces habían tratado continuamente de hacerles sorber a los anglicanos el brebaje de la alianza.

Walby detestaba el carácter celosamente evangélico de la Iglesia presbiteriana, considerándolo grosero, pomposo, degradante y terriblemente fantasioso. Y había distribuido su tiempo, con mucho cuidado, de manera que en verano, durante la temporada de desfiles de los presbiterianos, él estuviera en Inglaterra, ahorrándose la vocinglería orangista.

Ahora, y a pesar de sus deficiencias, Walby sabía reconocer que se podía pechar muy bien con aquella gente. En la actualidad eran completamente leales. Eran británicos, en cierto sentido de la palabra. Y protestantes. De clase baja, fíjense bien, pero protestantes a pesar de todo. Era preciso llegar a un arreglo con ellos si se quería conservar las propiedades de Irlanda a salvo para la Corona. Y en East Donegal ese deber y esa responsabilidad pesaban sobre sus hombros.

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