Trinidad (27 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

BOOK: Trinidad
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Al sur de Summer Cove galoparon por unos prados cubiertos por una alfombra de florecillas amarillas. En Rinncurran las peñas y la cúspide se llenaban de ladrillos y yedra del Charles Fort, cuyas defensas daban sobre un angosto paso hacia el mar libre. El fuerte había sido construido a mediados del siglo XVII sobre el emplazamiento de un castillo de Barry Og y en el transcurso de las generaciones muchos nuevos dueños lo habían ampliado hasta hacer de él un inmenso conjunto de edificaciones. Parte de las mismas se aprovechaba todavía para albergar a la guarnición británica. La guardia reconoció a lord Arthur y, con ceremonioso ademán, le invitó a franquear la entrada. Padre e hijo dirigieron las cabalgaduras hacia un barracón abandonado, que empezaba a desmoronarse, y las dejaron libres en un cercado cubierto de hierbas y matas; luego subieron los peldaños de la pared de un baluarte del perímetro exterior. Con la esperanza de poner a Roger a la defensiva, lord Arthur le pasó la carta de Glendon Rankin. Roger la leyó y se la devolvió.

—Me temo que al viejo Rankin le ha llegado el turno —dijo Roger en tono que no admitía réplica—. Quería, hablarte de su acomodo.

Arthur se quedó atónito y sin argumentos.

—Yo no me precipitaría… evidentemente, yo me he descansado muchísimo en ti; pero dominar todas las complejidades requiere tiempo, un largo tiempo, y la familia Rankin lleva en ello más de un siglo.

—Glendon Rankin no tiene ni la más brumosa idea de lo que está ocurriendo hoy —contestó Roger en tono seco.

—Lo que yo digo, Roger, es que cuando te hayas impuesto por completo en las empresas Foyle tu intervención crecerá en la misma medida. Sencillamente, no podemos echar por la borda el siglo y pico de experiencia de los Rankin.

Roger pasaba como una locomotora sobre las cautelosas advertencias de su padre.

—En el último decenio ha habido tres grandes leyes de reforma —dijo— y después de las próximas elecciones se desatará la locura de una reforma total. Glendon Rankin no es más que un recaudador de rentas. No tiene ni sombra de cualidad alguna para hacer frente a las nuevas leyes ni a la Liga Campesina, ni puede seguir abriéndose camino con sus anticuados métodos de matón.

—Vamos, Roger, es demasiado pronto para que tú sepas todas las soluciones.

Roger le explicó su proyecto de dirigirlo todo, desde el semillero hasta la tela terminada y a punto para ser embarcada en los barcos de Hubble y vendida en las tiendas de Hubble. Era su proyecto que se extendía además, y de manera similar, a la lana, el ganado y las minas. Se estaba librando de millares de acres de tierras de poco rendimiento y los convertía en grandes ranchos. En el terreno de la industria, Londonderry era una población ideal porque sufría una escasez crónica de empleos y la mano de obra seguía siendo la más barata de todas las islas británicas.

Las explicaciones de Roger quedaban, en gran parte, fuera del alcance del padre. Por lo demás, éste había tenido noticia de la amistad y la camaradería de su hijo con Frederick Weed y abrigaba sus dudas. Sabía que Weed era un fanfarrón y un pirata. La aparente ingenuidad de Roger con respecto a Weed le angustiaba.

Lord Arthur se golpeó la palma de una mano con lo fusta de montar y siguió caminando a lo largo de la muralla.

—La dirección en que te lanzas encierra muchos azares.

—O nos libramos de la condición de simples terratenientes, o nos hundimos con ella —contestó Roger—. Esta es la realidad de los tiempos.

—Francamente, Roger, descubro que ciertos aspectos sociales de este movimiento en conjunto me entristecen más y más.

—No sé si lo entiendo bien —contestó su hijo.

—Estamos llegando al final de un siglo en el que hemos sido testigos de… cómo lo diría… una gran cantidad de ilustración. Estos días he leído bastante, he examinado algunas de las filosofías nuevas que nos llegan del continente. Esa revolución industrial tiene, toda ella, un fondo oscuro. No se trata tan sólo de lo que Rankin dice de los vicios y males de la urbanización. Francamente, a mí no me gusta demasiado el feo espectro de aprovechar el trabajo de niños, huérfanos y mujeres, y contribuir a través de nuestras fábricas a la suciedad de las ciudades.

El pequeño lord se sintió más desahogado después de haber dicho esto. Era una declaración valiente, que denotaba su recta conciencia social. Ahora estudiaba el desconcierto reflejado en el semblante de su hijo haciendo chasquear la lengua de contento. «Conviene bajarle los humos —pensaba Arthur—. Está demasiado seguro de sí mismo. Necesita que le enmienden la plana.»

—¿Sabes qué pienso, padre? —dijo Roger.

—¿Sobre qué?

—Sobre tus escrúpulos de conciencia y tu nueva ilustración mundana. Pienso que eres un hipócrita redomado.

—Perdona, ¿qué dices?

—He dicho que eres un hipócrita redomado. Nuestra fortuna arranca de una colonización despiadada, de apropiarnos tierras de otros y de explotar la mano de obra más barata del mundo. ¿Qué salario crees que dan a un niño católico de nueve años que trabaja de pastor, y qué crees que cobra una campesina para la fabricación casera de lienzos?

—Hay una diferencia, Roger.

—¿Qué diferencia?

—El campo y el campesinado son un estilo de vida natural que perdura inalterado desde hace siglos. No importa a quién pertenezcan las tierras, el campesino es el mismo en todas partes. Las fábricas y las ciudades son obra del hombre, y todo lo malo que hay en ellas es obra del hombre. En esto Rankin dice verdad.

Roger perdía la paciencia.

—¡Dios mío, hombre, Dios mío! No doy crédito a lo que estoy oyendo. Tú pretendes ilustrarte. Bien, será mejor que te ilustre sobre lo que he descubierto estudiando los documentos de la finca. ¿Tienes la más vaga idea de lo que contienen?

—Rankin ha representado siempre los intereses del condado…

—Tú no estás enterado porque te has apartado de aquellos libros como de la lepra. Pero el hecho de que hayas nombrado un delegado tuyo no te absuelve de las porquerías que ha hecho en tu nombre.

—Pr… pr… pr… prohíbo que continúe esta conversación.

—Lo prohíbes, ¿verdad? —repitió el hijo, dando un rodeo para plantarse delante de su padre—. Pues no te separarás de esta muralla hasta que me hayas oído —le gritó con el cuello hinchado de rabia—. Tu asignación, tu sed de placeres nos han tenido clavados a la pared desde el mismo instante en que pasaste a ser conde de Foyle. Un cochino despilfarro acumulado sobre otro despilfarro indecente. Dos establos de carreras que no valían un pito, una villa en el sur de Francia, las escandalosas rachas de compras de Clara, yates de diez mil libras; con sólo la cuenta de tu sastre se vestiría a medio Londonderry. Pero todo eso estaba muy bien, porque tú no sabías lo que Glendon Rankin tenía que hacer para que siguieras recibiendo tu asignación. Arrancaba el pellejo a tus arrendatarios, he ahí lo que hacía. Por cada diez libras de simiente que vendía en primavera, recogía cincuenta en otoño. En cada arriendo que terminaba, exigía sobornos si querían renovarlo. Estaba en contubernio con todos los prestamistas de Donegal, beneficiándose de unos intereses escandalosos y manipulando los precios de los frutos del campo. ¿Tienes la menor idea de cómo se ha lanzado de sus casas a mucha gente bajo tu humanitario gobierno? ¡Oh, hay más, padre, muchísimo más…!

Arthur levantó la fusta, pero Roger la detuvo con el brazo sin sufrir ningún daño.

—Te estás poniendo en ridículo, padre. Pegas como una mujer. —Arthur se convirtió en una masa temblorosa mientras su hijo le cogía por las solapas y le gritaba en pleno rostro—. Tú no eres mejor que yo, ni que tu padre, el conde del hambre, a quien tanto desprecias. No eres mejor, nada en absoluto; de modo que en el futuro ahórrate tus tontas filosofías.

—¿Has… has te… te… terminado del todo?

—¡No! A partir de hoy, yo dirijo la empresa… todo. Tú recibirás tu maldita asignación; pero no quiero que te entrometas. O te decides por mí, o puedes ir a colgarte con Glendon Rankin.

—Roger —gimoteó Arthur—, Roger —gritó cogiéndose desesperadamente a los brazos de su hijo—. Hijo mío, tú no hablas en serio…

Roger apartó de sí, con firmeza, las manos de su padre.

—Me temo que insisto en que pongamos este convenio por escrito.

—Mi propio hijo… ¡Es una estafa!

—En verdad que no, padre. Dimitiré inmediatamente. Y lo haré con la gozosa certidumbre de que Glendon Rankin te habrá llevado a la bancarrota antes de tres años.

—Muy bien…, muy bien… —susurró Arthur—. Lo pensaré. Te daré la respuesta.

—No, padre. Te has pasado la vida sin pensar nada y esquivando la realidad. Me darás la respuesta aquí, ahora mismo.

—¡Estoy asombrado, asustado, total y completamente atónito!

—No deberías estarlo —atajó fríamente Roger—. Esto se te venía encima desde que me hiciste poner pantalones de hombre mucho antes de lo que requería mi edad. Tú me has empujado hasta aquí, padre. Tú me has empujado hasta aquí para poder tener el escalón de delante de tu puerta limpio de sangre.

Arthur no tenía salida alguna, excepto la de arrojarse muralla abajo. Un cuerno del fuerte hendió el aire, aumentando el frenesí que le dominaba. Hasta ellos llegaban los ecos de un sargento soltando una exagerada andanada de órdenes. Roger continuaba imperturbable, sin jactancia ni irritación. Aquello era una limpia operación de cirujano. El poco espíritu de lucha que su padre hubiera tenido se había disipado. Ahora la voz de Arthur era como un lloriqueo.

—¿Qué diablos le diré a Glendon Rankin?

—Un simple documento con tu firma bastará. Del resto me encargo yo.

—Muy bien. —El pequeño lord pasó por delante de su hijo como el hombre que ha salido de una trampa y busca aire para respirar.

—Padre, hay otra cuestión. —Arthur se volvió—. La perspectiva política es fea. En Belfast me pidieron si podían contar contigo para aparecer en público durante las festividades del 12 de Julio. Yo acepté, condicionalmente, en tu nombre.

—No tenías derecho a comprometerme.

—He dicho que la perspectiva es fea.

—Hace quince años que no voy a Belfast para la fiesta del 12 de Julio. Además, ¿qué demonios haría yo un mes entero hasta el día de los Aprendices?

—Hamilton Walby se encuentra en un grave aprieto. Necesitan tu presencia allá todo el mes.

En la última boqueada de independencia que daría jamás ante su hijo, Arthur Hubble se puso todo lo colérico que pudo. Roger sabía que la protesta nacía de la resistencia a perderse lo mejor de la temporada de sociedad de Kinsale y a incurrir, además, en las iras de Clara.

—No voy a someterme —dijo con énfasis lord Arthur— a un mes de paranoico redoblar de tambores, discursos pedantes y un histérico aullar himnos. ¡Yo… no… iré!

Después de decir esto, bajó los desmoronados escalones del baluarte y montó su caballo.

Roger le siguió, bajando la mano para levantar el cerrojo de la puerta.

—Saldremos pasado mañana —anunció como cosa que no admite vuelta de hoja—. He cablegrafiado a mi madre, en Londres. En atención a las apariencias, seria mejor que ambos cumplierais juntos vuestros deberes públicos, durante este período. Lady Edna se reunirá con nosotros en Belfast. Te recomendaría que organizaras un viaje a París o a Italia para Clara.

Roger picó espuelas y se fue, dejando a padre y caballo inmóviles.

9

Al final, lord Arthur fue allá, sosegadamente.

El 12 de julio, en Belfast, participó en un largo desfile de carruajes abiertos llenos de aristócratas descendientes de ingleses en un deliberado recordatorio de los lazos que unían al Ulster con la madre patria. Miles de orangistas pertenecientes a centenares de logias militares al son de docenas de bandas por un bien cuidado recorrido hasta Finaghy Field donde se estableció la ominosa atmósfera de todos los años y el Belfast protestante se excitó una vez más hasta no distar de un motín sino por el grueso de un cabello.

El regreso a Belfast significó una amarga desilusión para Roger, que se prometía una reanudación de la guerra de terciopelo trabada con Caroline. Esta se había ido a París. Y la idea de que se estaría revolcando entre los Claude Moreau le ponía fuera de quicio.

Terminado el glorioso 12 de Julio, los Hubble se retiraron a su cubil, donde Roger y Arthur se dedicaron a la tarea de apuntalar las aspiraciones de Hamilton Walby y de desembarazarse de Glendon Rankin.

Rankin recibió aviso bajo forma de una carta fría, impersonal. Se le pasaría una pensión vitalicia razonable y podría vivir en un retiro veraniego propiedad del conde, en Escocia. Exilio sin enfrentamiento. La misma táctica que había utilizado él para limpiar el condado de arrendatarios indeseables y de enemigos.

Rankin sabía qué vendría luego. Ahora desenterrarían del pasado muchos crímenes no castigados y atropellos contra arrendatarios y se los atribuirían a él, en un esfuerzo por limpiar el historial. Cuando estuviera lejos, se harían circular rumores aludiendo a sus fraudes. Después, Roger Hubble procedería a una magnánima declaración pública, diciendo que no quería hundir en el deshonor a una familia que había servido fielmente al condado y que echaría tierra al asunto sin llevar a cabo ninguna investigación. Glendon Rankin, antiguo verdugo, sabía que a la víctima no le quedaba ninguna posibilidad, aun cuando la víctima fuera él mismo. Al final, también se fue calladamente como los demás. Al aparecer en el horizonte el día de los Aprendices, en los terrenos de Hubble Manor se levantaban tiendas de hospitalidad y albergue, y Londonderry preparaba el escenario para renovar la batalla por el Ulster. La corriente submarina de hervores veraniegos burbujeaba en la superficie, subiendo de profundos manantiales de ira justiciera, dispuesta a extenderse por todas partes durante el aniversario orangista más santo de todos.

Cuatro días antes del gran acontecimiento, Inishowen recibió los azotes de una tormenta que duró tres días y que parecía indicar que el mismísimo Todopoderoso había tomado nota de la situación en el Ulster y expresaba a rugidos su sincera aprobación. Hubble Manor cerraba puertas y ventanas bajo la azotaina, mientras zigzagueantes centellas casi a ras de tierra y fuertes estrépitos de truenos resucitaban todas las historias de fantasmas que hubieran circulado jamás relacionadas con el castillo.

Lord Roger trabajaba en la biblioteca sin que le molestaran explosiones ni ruidos, pero levantó los ojos al advertir por fin que alguien llamaba insistentemente a la puerta.

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