Trinidad (30 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

BOOK: Trinidad
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Me están mirando, todos, pensaba. Se preguntan, ¿no es verdad?, qué puede decirles este hombrecito. Pues esperad un poco, sólo un poco, queridas almitas, esperad un poco.

—… Con gran placer yo cederé hoy el pulpito para que pronuncie el mensaje del día de los Aprendices al hermano Oliver Cromwell MacIvor, que ha venido de Belfast para esta trascendentalísima solemnidad —dijo con voz cascada el obispo anglicano, y se retiró del pulpito.

Oliver Cromwell MacIvor se puso en pie. Su corta estatura y su aspecto adolescente levantaron un murmullo. Él avanzó despacio, pensativamente hacia su destino. Frederick Murdoch Weed le hizo una rápida señal de vía libre, levantando el pulgar, dio una palmadita en el hombro a Roger y guiñó el ojo.

MacIvor llevaba una levita y unos pantalones de corte austero, según una moda secular, la de un sobrio predicador escocés inundado de celo reformador y devoción. MacIvor miraba a su auditorio con gesto cansado, manipulándolo con unos gestos teatrales. Cuando hubo conseguido centrar una atención total sobre su persona, tronó de repente…

—¡Reina la apostasía! —bramaba su voz, retumbando a oleadas sobre la congregación, trastornándola—. En el estudio de la historia de los antiguos hebreos hallamos una repetida narración de apostasía y resurgimiento. En nuestra propia historia, desde los tiempos de la Reforma, hubo igualmente una lucha continua contra la tiranía y luego, cuando nos hallábamos ya sobre el filo del cuchillo, Dios intervino para resucitar la verdad, para resucitar la libertad, para resucitar nuestras maneras de obrar sencillas y sanas.

Las dudas se disiparon. Con unas rodantes erres de Reforma y el martillazo de Dios, salía de su pecho un ritmo, cortado con deliberadas entonaciones en un acento enteramente inventado e introducido por O. C. MacIvor. Con un poder narrativo anonadador, urdió un folklore fascinante, levantando la bondad de la Reforma contra la maldad católica en ese juego de reyes y reinas en lucha por el trono inglés. A Roger todo aquello le parecía un poco pedante, pero estaba igualmente desconcertado por el dominio del auditorio que poseía MacIvor.

—… Cuando el Papa intentó una vez más traer otro reino de tinieblas y roña, Dios nos envió a Oliver Cromwell para que nos libertase, nos envió la gran fuente de santidad puritana y la divina alma redentora de ese hombre.

MacIvor se apartó del pulpito, yendo de una punta del altar a la otra, volviéndose para mirar a la fila de notables, retorciéndose las manos e inclinando la cabeza en gesto de humildad personal, invocando las iras de Dios, ablandándose hasta admitir a los oyentes en su confianza, como amigos e iguales, para despreciarlos luego. Los tenía preguntándose: ¿Pegará duro, o flojo? ¿Elogiará o condenará? Parecía tener poder para todo, un poder inusitado, un poder absorbente, un poder que trituraba y amansaba.

—Toda la codicia…, todo el libertinaje…, todo el poder del clero…, todas las tinieblas retornaron. Porque donde gobierna Roma ¡impera la tiranía! Donde gobierna Roma ¡impera la ignorancia! Donde gobierna Roma, ¡impera la depravación! Donde gobierna Roma ¡imperan las tinieblas eternas! Yo os digo, dejad que el perro vuelva a lamer lo que ha vomitado, pero que los habitantes del Ulster, temerosos de Dios, no retornen jamás a los días de felonía papal que imperaban antes de nuestra gloriosa Reforma. ¡No puede haber libertad si hay vaticanismo!

Su voz descendía de las alturas, hundiéndose en unos tonos bajos que obligaban a los oyentes a esforzar el oído. Con aquellos párrafos pronunciados en un semimurmullo, Oliver Cromwell MacIvor manifestaba, confidencialmente, que él estaba en una relación especial con Dios y que la mejor manera, si no la única, de redimirse era por su mediación. El excelente entrenamiento vocal y dramático y toda la experiencia recogida en sus giras de propaganda baptista evangélica por la América del Sur se aunaban para lograr un brillante resultado.

—Pues bien, amigos —decía con acento pacificador—, en el silencio de mis meditaciones hubo veces que recibí comunicaciones inconfundibles. Una cosa sé, amigos. Sé por qué estáis aquí. ¿Sabéis por qué estáis aquí? ¿Creéis que estáis por casualidad? —Se interrumpió, señalando hacia el centro de la catedral—. ¿Lo sabéis? —Y de pronto, señaló a Roger Hubble—. ¿Lo sabe usted? —Roger y el obispo se pusieron colorados. Ahora, habiendo destacado, aislado del conjunto a un hombre poderoso, el puño de MacIvor se abatía contra el pulpito—. ¡Tú y tú y tú y tú estáis en el Ulster porque Jehová os necesita! ¡Jehová me ha manifestado que necesita un pueblo singular! ¡Un pueblo redimido! ¡Un pueblo lavado con sangre! ¡Un pueblo escogido! ¡Jehová os ordenó que vinierais aquí para continuar la lucha que ha de salvar su noble creación, la REFORMA! ¡Sois los guerreros elegidos por Dios!

Las lágrimas acudieron a los ojos de Oliver Cromwell MacIvor.

—¡Qué bien escogió el lugar para su batalla! El sitio de Derry de 1689 no representa un momento trivial de la historia. Dios puso detrás de las murallas de Derry a unos protestantes sencillos, honrados, trabajadores, devotos, redimidos por la Reforma, y les dijo: «Aquí está mi causa.» Dios hizo que aquellos trece santos aprendices cerraran la puerta ¡en las mismas narices del ejército papista! Y… dentro de estas murallas manchadas de sangre santa…, los hijos… morían en brazos de sus madres. Las madres… en brazos de sus maridos, y los viejos en los brazos de los jóvenes. Los jóvenes, de alma angelical y corazón puro, levantaban los ojos a Dios y las últimas palabras que pronunciaban sus labios eran para ensalzar a Dios. Miles de nuestros adorados antecesores perecieron en aquel cruel e inhumano ultraje papal. A pesar de la traición del apóstata Lundy, que negoció con el enemigo, se negaron a dejarse destrozar. A pesar del hambre, a pesar de un viento y una lluvia terribles, ellos… SABÍAN… que habían de permanecer firmes y librar la batalla de Dios.

Y Dios miró y dijo:…Sí…, vosotros sois míos y yo soy vuestro. Y vosotros ya sabéis qué hizo Dios entonces, ¿verdad que sí? Dios quebró la avalancha sobre el río Foyle, poniendo fin al bloqueo ¡y libertando a su pueblo!

Por primera vez en aquella venerable y antigua casa del Señor sonaban los aplausos y la gente se ponía en pie.

—… Y más tarde, amigos —continuó MacIvor, surcando las olas de entusiasmo que había levantado—, en el río Boyne, donde Jacobo y sus hordas papistas aguardaban la batalla ¡surgió nuestro rey Billy! Herido en la mano derecha y sangrando, levanto la espada con la siniestra mano y sobre un corcel color de alabastro se abrió paso hasta el corazón del enemigo. Y Jacobo, que no tenía valor para un combate, y sus hordas papistas y enemigas de Dios huyeron, ¡y aquella huida señaló el final de las monarquías papales y de la tiranía papal, para siempre, en las islas británicas!

—¡Aleluya!

—¡Dios salve al rey Billy!

—¡Acordaos de las murallas de Derry!

—¡Jesús! ¡Yo veo a… JESÚS!

Estalló un griterío incontenible, hasta que el predicador levantó las manos, frenándolo, interrumpiéndolo. Entonces se puso a vilipendiar a los oyentes por su tendencia a recaer en las pesadas culpas, por haberse olvidado de la misión que se les confió. El predicador orquestó una reprimenda que convertiría los aleluyas de hacía un instante en gimoteos y encogimientos. Había llegado el momento en que él, MacIvor, los guiaría hacia el camino de la justicia. Los Hubble, padre e hijo, estaban profundamente avergonzados por el dominio que tenía aquel hombre sobre todos ellos. MacIvor se crecía, preparándose para el punto culminante de su gran aria.

—¡La lucha del Ulster era, y es, una batalla de la verdad contra la mentira! ¡De la libertad contra la tiranía! ¡Del protestantismo honrado, limpio, decente, contra la vileza de las abominaciones católicas! ¡Tú y tú y tú podéis rendir culto a Dios aquí, con esa sencillez vuestra, gracias a las grandes victorias aquellas del Boyne y de las murallas de Derry! ¡Sois afortunados gracias a aquellas grandes victorias! ¡Lo mejor y más noble del Parlamento más glorioso del mundo… el Parlamento británico… nace de las aguas del Boyne y de Guillermo de Orange! Los sacrificios de nuestros antepasados nos salvaron del déspota y nos hicieron partícipes de este legado inapreciable. ¡Tú y tú y tú tenéis libertad…, libertad…, LIBERTAD…, GLORIOSA LIBERTAD!

—¡Jesús, sálvame!

—¡Padre, vuelvo a ti!

—¡Aleluya!

—¡Dios salve al hermano MacIvor!

Mientras el griterío rebotaba fuera de los límites de la catedral y seguía en aumento, O. C. MacIvor subía y bajaba por el pasillo central, impartiendo bendiciones, tocando manos, gritando banalidades. Después retornó al pulpito y abrió los brazos de par en par para abrazar a todos sus recién conquistados hijos.

—Recemos —dijo, con gran alivio del obispo. El rebaño se puso en pie lentamente, temblándoles las rodillas, en torbellinos de miedo y adoración; los humores justicieros de los hombres estaban en efervescencia y las flores de papel de los sombreros de las mujeres temblaban, al inclinar la cabeza sus dueñas.

—¿No nos visitarás, Señor? Vamos, me prometiste que sí. Somos tu pueblo y estamos vivamente acongojados. La negra nube del papismo ha descendido una vez más sobre nuestro bienamado Ulster. En este mismo momento, mientras te cantamos himnos y los cantamos a nuestra democracia y a nuestra libertad, a nuestra manera de vivir bondadosa y humilde, y a nuestra adorada reina, agentes del Papa proyectan nuestra destrucción, incluso aquí dentro, en nuestra ciudad sagrada de Londonderry. ¡Oh, Dios, bendice a tus soldados cristianos y dales fuerzas a fin de que se preparen para inmortal batalla contra los diablos satánicos de los papistas enemigos de Dios…! Amén y amén.

Conor y yo lo oímos todo, hasta la última palabra. Dentro del campanario había una abertura que daba acceso al desván del coro. Allí nos habíamos deslizado y nos habíamos acurrucado como sendas pelotas detrás de la baranda, por encima de la cual atisbábamos de vez en cuando. Al final regresamos al campanario y bajamos las escaleras con las piernas muy abiertas para que los escalones no crujieran. Con cuidado, con cuidado, con cuidado, dando vueltas y más vueltas por el interior de la torre. Por fin llegamos abajo. Yo levanté la aldaba. ¡HABÍAN CERRADO LA PUERTA! ¡Santa María, ayúdame! Conor probó también, e igualmente la halló cerrada. Había otra puerta, cierto, pero estábamos seguros de que llevaba adentro de la catedral, detrás mismo del altar.

—Será mejor que nos quedemos aquí hasta que la catedral se haya vaciado —susurré.

—Imposible —respondió Conor—. Imagina que cerrasen ésa, además. Podríamos morirnos en el campanario.

—¡Oh, Jesús, tengo miedo!

—De nada te sirve el miedo —adujo Conor—. Si quieres conservar la cabeza, y también el cabello, será mejor que empieces a utilizarla.

Mis hijos han visto la gloria

De la venida del Señor.

El Señor está pisando en la bodega.

Donde se guardan las uvas de la ira.

—Sin duda podéis cantar en honor de nuestro Dios con mayor energía —gritaba aquel horrible predicador—. ¡Cantad ahí arriba en la galería, para que Él pueda oíros! ¡Cantad, para que venga al Ulster y nos salve! ¡Cantad, hermanos! ¡Cantad, hermanas! ¡Cantad!

—Conor —dije—, yo preferiría esperar y correr el albur de buscar una salida más tarde.

—Acaso —replicó Conor—, pero ¿cómo la encontraremos a oscuras?

—Conor, tengo miedo.

La decisión se impuso cuando un celador que debía haber oído nuestras voces y sentido curiosidad abrió la puerta de la torre. Y en verdad que era un fornido y amedrentador ejemplar de hombre, pues mediría más de dos metros de estatura y llenaba por completo el hueco de la puerta.

—¡Corre! —gritó Conor, abriendo la otra puerta. Y allí nos tenían a los dos, corderos expiatorios en un altar anglicano.

¡Gloria, gloria, aleluya!

¡Gloria, gloria, aleluya!

¡Gloria, gloria, aleluya!

Su verdad está en marcha…

La voz del predicador hacía vibrar el edificio de un modo que parecía ponerlo en peligro de hundirse.

—Ah, os oigo a vosotros los de la galería, y cantáis mucho mejor que los de abajo. ¿Es que vosotros, los de abajo, permitiréis que los de la galería os aventajen?

En el preciso instante que se volvía, chocamos de lleno con él; pero antes de que nadie pudiera salir de su asombro, nosotros bajábamos a la carrera del presbiterio y las mujeres chillaban como si fuéramos un par de ratoncitos corriendo sueltos por el fregadero del Señor. Conor emprendió la carrera por el pasillo central; yo le pisaba los talones.

—¡Detenedlos!

Un ujier anciano, con su faja color naranja, nos cerró el paso. Conor Larkin bajó la cabeza y, a la carrera, embistió contra la barriga del hombre y le mandó por el suelo gimiendo y pidiendo aire para respirar. Saltamos por sobre su cuerpo y tiramos desesperadamente de la puerta, y cuando ésta cedió, nos arrojamos al vestíbulo y bajamos las escaleras de la fachada.

—Pórtate con naturalidad —decía Conor.

Logramos hacerlo así unos cuantos escalones, pero he ahí que los de dentro saltan a chorro en nuestra persecución, chillando como si les hubiéramos robado los candelabros de oro. Nosotros huimos cual cometas de verano por el firmamento septentrional, zigzagueando por entre las turbas de borrachos desgarbados que seguían divirtiéndose. Por fortuna no tenían unos reflejos tan despiertos como nosotros. Llegamos a Bishop's Gate a una velocidad cegadora, poniendo tierra entre nosotros y la turba de la catedral. A partir de aquí, gracias a Dios, correríamos cuesta abajo.

¡Me caí! Comprendía que mi cara había chocado contra el empedrado porque sentía ruidos en la cabeza y cuando quise levantarme volví a caer y no me quedaba aliento ni para pronunciar el nombre de Conor. Intenté arrastrarme, y entonces vi con espanto que Conor desaparecía.

—¡So papista cochino!

Me doblé sobre mí mismo procurando convertirme, lo mejor que pude, en una concha cerrada. Con la cantidad de puntapiés que me estaban dando, pensé que me romperían las costillas. Debí caerme de espaldas, porque abrí los ojos y allí estaba el hombre blandiendo los puños y zarandeándome al mismo tiempo. Y cuando ya pensaba que no viviría para verme pelo en la cara, divisé a Conor con una enorme piedra en la mano. Mi amigo blandió la piedra, y la paliza que yo recibía cesó al instante, pues el que la daba había caído, sin sentido, a mi lado.

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