Trinidad (37 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

BOOK: Trinidad
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—¡Jamás!

—¡No nos rendiremos!

—¡El Ulster luchará!

—¡Dios salve al Ulster!

La mitad de los oyentes se había puesto en pie. Frederick Murdoch Weed los hizo sentar, con un ademán. Paseando la mirada por ellos, veía hombres recién bañados y aseados en altares santos deslumbrantes de bondad.

—La buena vida de que disfrutamos, vosotros y yo —continuó—, la hemos conquistado mediante una inteligencia superior, una tradición de laboriosidad extremada, lealtad y decisión. Pero ahora, esa fuerza ajena, esa fuerza de Dublín desprovista de genio industrial, ¡se dispone a asestarnos un golpe de muerte!

Roger captó unas ondas, y levantó la vista. Su radiante y bellísima esposa estaba en una de las pequeñas entradas laterales. Marido y mujer se sonrieron, expresando su mutua aprobación por aquel magno acontecimiento. Cada momento que pasaba aumentaba el poder de ambos y la primera y dulce degustación del triunfo conjunto esclavizaba el ánimo.

—¿Podéis traer a vuestras mentes, por un solo instante —tronaba sir Frederick—, el cuadro del Parlamento de Dublín en manos de campesinos irlandeses? Los mercados, los privilegios comerciales, las concesiones en materia de tarifas de que hoy disfrutamos como miembros que somos del Reino Unido se habrían evaporado de la noche a la mañana, y nos encontraríamos en competición directa con Inglaterra. Ahora, caballeros, imagináoslos en Dublín, en su Parlamento, vedlos contemplando por encima de la frontera la riqueza del Ulster. ¿A quiénes creéis que abrumarán de impuestos hasta dejarles sin sangre en las venas? ¡A nosotros! ¡Nosotros, los del Ulster, pagamos el pasaje de aquellas tres provincias miserables!

Los hombres congregados en Long Hall se habían estremecido hasta lo más hondo. Sus terminaciones nerviosas, siempre fácilmente excitables, vibraban ahora al unísono, y las frentes se poblaban de gotas de sudor. En otra parte, los blancos pañuelos que salían a la luz para secar aquellos sudores, habrían podido ser tomados por banderitas de rendición. ¡Pero no en Long Hall!

—Con un Parlamento en Dublín, ni una sola granja, ni una sola finca volverían a estar a salvo jamás. Las tierras por las cuales dieron su sangre vuestros antepasados serían objeto de leyes que os tendrían en perpetua servidumbre. La autonomía amañaría los límites de las circunscripciones electorales de forma que el Ulster protestante quedara reducido a la impotencia política. La autonomía significaría que ni un solo protestante leal podría ser funcionario de un gobierno repleto de decenas de millares de sujetos de su especie… y que prodigaría sueldos y subvenciones benéficas con vuestro dinero. Vosotros y vuestras esposas y vuestros hijos os enfrentaríais con una fuerza de policía de su especie. Os enfrentaríais con su sistema de leyes ¡y no es preciso que os diga qué clase de protección y justicia podríais esperar de ellos! ¿Es éste el Ulster que vuestros antepasados soñaban cuando vinieron y trataron de iluminar a los paganos?

Sir Frederick hizo una pausa en deferencia a su propia pasión, cada vez más inflamada, se secó el sudor y echó una miradita a las notas que tenía preparadas. Y se dijo que ahora iba a darles el golpe allí donde más duele. Para ello bajó la voz desde los bramidos de toro hasta un sincero temblor de pena.

—Como hombre —dijo iniciando el párrafo final— que da trabajo a millares de personas leales, de las nuestras, he pasado largas horas meditando, atormentado por una pesadilla que se niega a dejarme en paz. Si un Parlamento de Dublín pudiera manejar la autonomía, tardaría muy pocos días en promulgar leyes de paridad para sustituir a los protestantes leales de las fábricas de la provincia. Hombres decentes…, leales…, temerosos de Dios se encontrarían con que la recompensa a generaciones de obediencia firme, constante, inalterable consistiría en verse tirados al arroyo. Y antes que expulsar del trabajo a protestantes, yo preferiría ver cerrados mis talleres. He manifestado esta postura mía, sin rodeo ni ambigüedad algunos a todos los miembros del partido de Gladstone. ¡El Ulster democrático ha de seguir siendo libre, con la ayuda de Dios y de nuestra noble reina!

Sentada ya la gravedad de la situación como cosa indiscutible, libre de especulaciones, la segunda separación de la Gran Bretaña quedó en manos del doctor Oliver Cromwell MacIvor. Su «doctorado» acababa de llegar por correo del mismo sitio donde había conseguido su título de «master». Era un diploma americano contra reembolso, procedente de un lugar llamado Manitou Springs (Colorado). El de «master» le costó cincuenta dólares. El «doctorado» le causó un perjuicio de cien.

El doctor MacIvor se rezaba silenciosamente a sí mismo para denotar que se hallaba en exclusiva comunicación con el más allá, enlazando las manos y moviendo la cabeza en asentimiento a medida que aquella poderosa voz de allá lejos se filtraba en su interior. En realidad procuraba ganar tiempo y se irritaba consigo mismo. Sir Frederick había recaudado gran parte de la trepidación del momento.

—Nuestro gran bienhechor, sir Frederick Weed, os ha dicho lo que sería de vuestras tierras y vuestros empleos. Yo voy a deciros lo que será de vuestras almas. ¡Oh, Dios! ¡No nos abandones! ¡Estamos solos y es de noche, y nos encontramos entre salvajes hostiles!

—¡Amén!

—¡Jesús, sálvanos!

Mandíbulas y puños apretados. Nuevo sudor salía en pos del primero.

—Autonomía —gritaba el predicador— significa imperio de Roma. —Lo repitió tres veces, por si alguien no lo hubiera oído—. Y el imperio de Roma significa que el primer acto de un Parlamento de Dublín infestado de basura papista sería imponer un tributo que vosotros tendríais que pagar con vuestros sudores y vuestro trabajo honrado para que fuese a llenar los cofres de la Iglesia católica. ¡Un tributo para henchir de tesoros los sótanos del Vaticano! ¡Un tributo para la edificación de lujosas, adornadas catedrales por todo lo largo y lo ancho del Ulster protestante! ¡Un tributo para pagar vestiduras sacerdotales recamadas de oro y plata!

Y así continuó, haciendo un retrato de horrores de colegios con la enseñanza a cargo de sacerdotes y monjas, de colegios usurpados por los jesuitas y niñitos protestantes obligados a arrodillarse en rituales paganos. Gráficas descripciones de Roma, la ramera, la mujer escarlata que devoraría la carne protestante como larvas de mosca, dejaron aplanados a los oyentes.

Lord Randolph Churchill nunca oyó discursos como los tres escuchados hoy. Se daba cuenta de que había venido a Hubble Manor y a Londonderry como florete de una lucha por el poder entre Hubble y Weed. Se había dejado meter en una situación incómoda por un trío de groseros. Aunque cada uno de los tres utilizaba a los otros dos en la consecución de sus ambiciones particulares, sir Randolph se dijo que no podía fiarse de aquella gente y que no les debía permitir que se aprovecharan de la Corona de una manera tan descarada. No tenían nada en absoluto de caballeros, y sólo Dios sabía hasta qué extremos serían capaces de llegar para que aquella provincia suya, pequeña y sucia, siguiera siendo británica. Mirando aquella turba de gente, se le ocurrió que, bajo el disfraz de la lealtad, serían capaces de traerse acá todo el ejército británico, si era preciso, para salvarse a sí mismos. Lord Randolph dio las gracias a sus patrocinadores, y comprendiendo que el auditorio estaba emocionalmente agotado, mantuvo sus comentarios en el tono de una mansa y desgarradora sinceridad.

—Vine al Ulster con el corazón afligido, pero me vuelvo a Inglaterra muy animado. Me entristece ver a los hombres del Ulster haciendo ejercicios militares en los campos, por las noches, con rifles de madera, preparándose para la defensa de su Dios, su reina y su libertad. Sin embargo, me reconforta pensar que docenas y docenas…, ¡no, centenares!… de oficiales británicos me han dado palabra de que, si fuese necesario, vendrían y os dirigirían en la batalla.

»Ruego a Dios, desde lo más profundo de mi corazón, que el eco de nuestras voces se oiga por todos los rincones de Inglaterra y que las gentes de Gladstone mediten y consideren detenidamente la gravedad y las con secuencias que traería promulgar una ley malvada de autonomía. Y ruego a Dios que vuestros hijos y los dos míos, Winston y Jack, a quienes tanto quiero, no se vean atormentados ni por un momento en todas sus vidas por la maldición de un problema irlandés.

Mientras lord Roger y sir Frederick se regodeaban con sus respectivos triunfos, Churchill, el inglés de pura cepa, el que hablaba con toda la pompa inglesa, lograba que el auditorio derramara copiosas y patrióticas lágrimas.

—Parnell ha introducido a hombres repugnantes en el reino sagrado de Westminster. Hombres tan extranjeros, por su manera de ser, como los chinos o los negros. Hombres a los que domina y maneja a su antojo, por completo, y que se entregan a la destrucción del Imperio británico. Vosotros, bravos camaradas del Ulster, defendéis el baluarte más avanzado de nuestra gran aventura imperial, y no debéis titubear. Yo os encargo que defendáis las murallas lo mismo que defendisteis las de Derry. Hay dos Irlandas, en espíritu, en religión y en la realidad. La Irlanda leal a la Corona debe continuar dentro del Imperio. —Levantando una mano, como si fuese una copa llena, en un brindis, terminó con una nota poética—. Sigue navegando, oh, barco del Estado…, sigue navegando, oh, gran Unión… ¿Habrá de separarse de la Gran Bretaña el Ulster? Por el Dios que nos hizo, ¡jamás!

El impacto del triunfo de lord Randolph Churchill en el Ulster reverberó por toda Gran Bretaña. La prensa montó una campaña vitriólica contra la traición de Parnell al mismo tiempo que la Cámara de los Lores cerraba filas preparándose a vetar todo intento de autonomía. Los sitiados orangistas encontraron voces aliadas en Inglaterra y hermanos celosos en la Escocia presbiteriana.

El sentimiento antiirlandés, siempre a punto de emerger, hizo erupción en Inglaterra al encenderse la indignación pública pensando que unos vasallos británicos leales del Ulster estaban a punto de ser vendidos a los bestiales irlandeses.

La Orden de Orange acumulaba una amenaza sobre otra, de forma que se acentuaba la posibilidad de una guerra civil en Irlanda.

Al final, la unidad del partido liberal se deshizo. Noventa diputados de la minoría de Gladstone cruzaron la línea para votar con los conservadores y derrotar una Ley de Autonomía ya muy aguada. La última votación arrojó trescientos cuarenta y uno contra trescientos once.

El gobierno de Gladstone cayó. Randolph Churchill causante mayor de esa caída, fue recompensado con el cargo de canciller del Tesoro y jefe de los conservadores en la Cámara de los Comunes.

Había jugado el naipe de Orange.

Tercera Parte

LA CABAÑA DEL MONTE

1

Junio de 1885

Una semana después del día que Kilty Larkin fue llevado a su última morada, Tomas se presentó de madrugada en casa de los O'Neill acompañado de sus tres hijos.

—A Finola le ha llegado la hora —anunció.

Mairead, que llevaba en la memoria el calendario de más de una docena de embarazadas, arrugó la frente.

—Le falta más de un mes. Habrá sido a causa de la excitación del velatorio de Kilty.

Fergus reunió a los chicos en la parte del establo que servía de dormitorio, los acostó y se vistió a tientas.

—Voy allá y te haré compañía —le dijo a Tomas, como le había dicho en todas las otras ocasiones. Cogió el tablero de glink y a los pocos minutos seguía los pasos de su mujer.

A medida que transcurrían las horas, Tomas empezó a ponerse intranquilo. Cada alarido que salía del dormitorio despertaba el recuerdo de casos funestos de tiempos pasados. Habitualmente, Mairead entraba y salía, haciendo comentarios picarescos; en cambio, esta mañana no salía del cuarto. Al amanecer, ambos hombres descabezaron el sueño; ahora estaban dormidos como troncos. Un fuerte zarandeo despertó a Tomas.

—Tomas…, Tomas… —repetía Mairead.

—¿Qué? —gruñó él.

—No quiero asustarte, pero se nos presentan dificultades. Creo que convendría que mandases alguien a la ciudad en busca del doctor Cruikshank.

Era muy raro que una mujer que había asistido al alumbramiento de docenas de docenas de niños sin ayuda de nadie hiciera semejante recomendación, y Tomas se puso en pie de un salto.

—¿Qué pasa?

—El niño viene mal. Creo que tiene el cordón rodeándole el cuello. Si lo sacamos a la fuerza, puede estrangularse, y Dios sabe que no continuará dentro mucho rato más.

Conor quedó encargado de la misión. Montó en pelo el viejo caballo que tenían para arar y entre las primeras nieblas salió al galope de la parte alta. Ya llegado el día, los cascos del caballo tronaban sobre los guijarros de la plaza del Ayuntamiento. Conor paró delante de la casa de Ian Cruikshank, ató al rocín, se acercó a la puerta, inspiró hondo y llamó fuertemente con la aldaba. La esposa del médico abrió la puerta.

—Se trata de mi madre. Tiene un parto difícil, y Mairead O'Neill me ha enviado en busca del doctor.

—¿Quién es? —preguntó Ian Cruikshank desde lo alto de las escaleras.

—Un niño católico de la parte alta. ¿Cómo te llamas, hijo?

—Conor Larkin, y mi padre es Tomas, y mi madre es Finola.

—Ya —dijo el médico desde arriba—. Ve al establo, Conor, y ensilla la yegua negra.

—Oh, Dios le bendiga, doctor —decía Mairead, haciéndole entrar en el dormitorio sin pérdida de tiempo. Liam y Brigid se escabulleron hacia su casita, aterrorizados por la presencia del médico.

—¿Se pondrá bien mamá? —lloriqueó Brigid.

—Perfectísimamente. Hemos tenido problemitas así otras veces; no es nada grave —la tranquilizó Tomas—. Volved a la cocina de los O'Neill y preparadnos unas tortas de sartén.

En Ballyutogue las desgracias no hacía falta verlas, ni olerlas, ni oírlas. La de hoy se fue difundiendo, se notaba en los aires, y a medida que se percibía más y más, los vecinos se iban reuniendo aprensivamente alrededor de la casita de los Larkin. Algunas mujeres procuraban animar a Tomas explicándole las espantosas dificultades sufridas por ellas en algún parto.

Los alaridos del dormitorio subían de volumen. Tomas despejó la casita, donde sólo quedaron Fergus y él. Fergus rezaba, y él iba bebiendo hasta quedar medio atontado.

Los tres primeros años de matrimonio, Finola había permanecido estéril. Aunque costaba mucho sustentarlos, los hijos seguían dando la medida de la riqueza de un labrador, y a una mujer no le podía sobrevenir mayor desgracia que la de quedar estéril.

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