Trinidad (39 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

BOOK: Trinidad
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Roger acogió el embarazo sin demasiado revuelo. Era una cosa que había de venir forzosamente, a su debido tiempo. En cambio, sir Frederick echaba las campanas al vuelo; se entusiasmaba. Aunque a las primeras explosiones de gozo las vino a sustituir, periódicamente, un exagerado temor por la salud de su hija. La inquietud le traía a Hubble Manor cada quince días, en unas visitas que disfrazaba, muy torpemente, de asuntos de negocios. Unas visitas que no engañaban a nadie.

La preocupación de sir Frederick fue en aumento al ver que su hija entraba en el sexto mes de embarazo y seguía trabajando a toda marcha. En su última visita, encontró el boudoir de Caroline convertido en una oficina llena de planos, capataces en rotación, muestras de materiales, hojas de costes, listas de trabajadores y cocineros franceses gritando furiosos. Caroline llevaba unas gafas gruesas, prácticas, para repasar los papeles, sin hacer caso apenas del incesante refunfuñar de su padre. Sir Frederick, nunca muy hábil en disimular un enojo, lo puso tan al descubierto que la hija no tuvo más remedio que despejar el ambiente.

—Vamos, Freddie, suéltalo de una vez —dijo, advirtiendo que había venido a la carrera de Belfast con ganas de armar camorra.

El padre sacó un cigarro, se acordó del estado de su hija y volvió a metérselo en el bolsillo del chaleco. Caroline alargó el brazo por encima de la mesa, se lo sacó del bolsillo, lo desenvolvió, mordió la punta, lo encendió y se lo entregó.

—No deberías hacer eso, Caroline —la reprendió él, apagando el cigarro inmediatamente.

—¿Por qué no?

—No es bueno para el niño.

—Bah, tonterías, Freddie.

El padre refunfuñó un poco más, buscando y reuniendo todo su coraje.

—La pura verdad —empezó— es que sostuve una conversación con el doctor Chadwick hace algún tiempo. No creas, me topé con él por casualidad en el Patrician Club. Claro, me preguntó por ti, y esto nos llevó a hablar, pues, de tu estado. Está completamente de acuerdo en que tanta actividad por tu parte puede resultar perjudicial.

Roger oyó las últimas palabras mientras entraba en el boudoir, se inclinaba y besaba la mejilla de su esposa. Exteriormente parecía que la observación de sir Frederick carecía de base, porque Caroline nunca había estado tan radiante.

—Dentro de unas semanas estarás en el séptimo mes. Simplemente, no puedes andar por ahí subiendo por escaleras de albañil de diez metros de altura ni arrastrándote a gatas por esos túneles, donde los trabajadores van dejando… ¡colillas! —Sir Frederick se volvió hacia Roger en busca de apoyo—. ¿Verdad que no, Roger?

—Parece que Caroline nunca se harta de obreros sudorosos —respondió el marido. Le habría gustado añadir que el embarazo había levantado la tapadera de la fuente de erotismo de su mujer y que a él quizá le convendría tenerla en aquel estado continuamente.

Weed sorprendió el intercambio de miradas y gestos amorosos de la pareja.

—Sois insoportables, los dos —y se frotó las manos para (usando de una antigua treta suya) formular una pregunta de manera tal que no pudiera caber más que una sola respuesta, una conclusión decidida de antemano—. Sea como fuere, dentro de poco estarás en Londres, en una buena clínica particular. La verdad es que encargué al bueno de Chadwick que examinara unas cuantas…

—Freddie —interrumpió Caroline.

—Bueno, por supuesto, la última etapa la pasarás en Londres.

—El niño nacerá aquí, en Hubble Manor —replicó la hija, con voz tranquila pero resuelta.

—Pero… pero… pero… ¿os habéis vuelto locos los dos? Vamos, Roger, supongo que no te dejarás dominar de este modo…

—Parece que al decirle a Caroline qué tiene que hacer he logrado un éxito tan rotundo como usted. Por otra parte, la idea me gusta bastante. Con diez generaciones de condes, los vizcondes han engendrado unos cincuenta hijos, y éste será el primero que nazca en suelo irlandés.

—No puedo aceptar esa basura sentimental. Caroline está cerca de la treintena y no es una yegua de cría católica.

—El médico dice que estoy tan sana como la libra esterlina.

—El médico… ¿Qué médico? He ahí otro punto que quería discutir. ¿Qué médico podéis tener aquí? —dijo con una voz que se elevaba hasta un falsete.

—Ian Cruikshank, un hombre muy capaz —respondió Roger.

—¿Cruikshank? ¿Cruikshank? ¿Cruikshank?

—Tiene muchísima experiencia, Freddie —adujo Caroline—. Ha traído al mundo a la mayoría de pequeños de toda esta parte de Inishowen.

—Yo no había oído nombrar jamás a ese Cruikshank. ¿Os habéis enterado de dónde estudió, dónde hizo el servicio militar, a qué clubs pertenece? ¿Dónde ejerce ese tal Cruikshank?

—En Ballyutogue.

—¿En Ballyutogue? ¿Me estáis diciendo en Ballyutogue?

—Sí, Freddie.

—¿Ballyutogue? ¿Un médico de pueblo ayudando a nacer a mi nieto?

El rostro de sir Frederick quedó petrificado, como si fuera a darle un ataque. Roger daba ánimo a su esposa cogiéndole el hombro con fuerza mientras sir Frederick se ponía en pie, furioso. La mitad de las cóleras de sir Frederick eran puro teatro; ésta no, ésta era real. El hombre seguía mirándoles, pasmado.

—¿Os ratificáis en esa demencia?

—El niño nacerá aquí —repitió Caroline.

Sir Frederick era presa de la confusión. No podía hacer nada, absolutamente nada. No podía invertir grandes sumas de dinero para la satisfacción de sus deseos; no valían amenazas para imponerlos.

—Voy a… voy a enviar aviso a Dublín… No, a Londres… inmediatamente, para que envíen aquí nombres adecuados que cuiden de que ese… ese… Cruikshank haga su tarea debidamente.

—Freddie, Freddie, es probable que vea él más partos difíciles en un año que Chadwick en toda la vida.

—¡Ahí está! ¡Lo que yo digo, exactamente! Reconoces que va a ser un parto difícil.

—Nada de eso. Digo que ese hombre vale para cualquier situación.

—Quiero saber —dijo, mientras su puño entraba en juego contra la mesa—, quiero saber quién le ayudará.

Roger y Caroline se miraron unos momentos. Roger dio unas palmaditas al hombro de su esposa y se revistió de valor…

—Una matrona —respondió.

—¡Eso de Jesús en el pesebre ya está pasando de la raya!

—Freddie, por favor…

—No volveré —aseguró, con un puñetazo a la mesa para mayor fuerza de la expresión— hasta que hayáis recobrado el juicio. En cuanto a ti, Hubble, me dejas sorprendido y desilusionado. Todo desastre que pueda acarrear esta locura pesará sobre tu cabeza.

Sir Frederick se marchó dejando ruidosas muestras de su enojo en una estela de golpes, portazos y pisadas fuertes. Roger quiso seguirle.

—¡No! —le ordenó Caroline—. Está en el apogeo del furor y es absolutamente incapaz de razonar. Déjale que vaya a dar cabezazos contra la pared. Volverá.

Roger se pasaba la mano por el cabello, afligido.

—Es su primer nieto, Caroline. Déjame que trate de apaciguarle.

—¡No! —contestó secamente ella.

—Oye, tú acabarás tan disgustada por este incidente como lo está él.

Sin abrir los labios, con gesto adamantino, la esposa se caló las gruesas gafas y se puso a examinar los planos que tenía sobre la mesa. Roger miraba pensativo hacia la puerta por donde había salido Weed. Se hallaba aprisionado entre dos de las personas más peleonas y testarudas de todo el Ulster en una nueva escaramuza del combate que estaban librando desde toda la vida. Y comprendió que bastaría con que diese un paso más para quedar barrido por el fuego cruzado del amor-odio de padre e hija.

Los dos últimos meses del embarazo de Caroline transcurrieron sin que ni ella ni su padre cedieran. Roger se sentía aplastado y rechazado hacia el exterior, casi como un extraño. Los Weed eran gente de pasiones inamovibles. Roger se comunicaba con sir Frederick para asuntos de negocios y sólo por conducto del brigadier Swan. Un gran silencio descendió sobre Hubble Manor mientras padre e hija seguían consumiéndose en su propia terquedad. Por una vez, ninguno de ambos sabía cómo deshacer las ataduras y decir la primera palabra o dar el primer paso, de la forma que fuere. Los ciclos de silencio se convertían en ciclos de tensión a medida que a Caroline se le acercaba la hora. Una o dos veces, Roger decidió romper el hielo, yendo personalmente a Belfast; pero los ultimátums de Caroline no eran para tomarlos a broma.

La noche empezó con un leve pero inconfundible calambre. Pronto los dolores fueron aumentando, y cuando se sucedieron ya a intervalos cortos, Roger envió a buscar al doctor Cruikshank, y luego él y su esposa se retiraron a un aposento preparado especialmente para el caso. Pasaron varias horas; Roger siempre al lado de Caroline, cogiéndole la mano y controlando el intervalo entre una contracción y la siguiente.

—¿Te quedarás aquí, Roger? —le preguntó ella.

—Mientras el estómago me lo permita; y luego no me iré más lejos que hasta el cuarto vecino. —Con gran esfuerzo lograba disimular el enojo que le causaba que Cruikshank no hubiera llegado todavía.

—Oh, Roger —dijo Caroline—, eres un hombre maravilloso. Estoy contentísima de que nos uniéramos. Y adoro este genio tuyo.

—Vamos, vamos, condesa, eso se lo dice usted a todos los trabajadores.

—¡Eres tan… así, como un chiquillo tímido cuando nos entregamos a nuestros jueguecitos! En estos dos últimos meses he ideado unas cuantas cosas maravillosas que practicaremos cuando esto haya terminado. Por no sé qué loco motivo, me excitas a todas horas. Una cosa tan… tan condenada y maravillosamente inglesa…

—Caroline, que me pones en un apuro —inclinándose sobre ella, le susurró—: Ya sabes, las criadas andan por aquí.

—Creo que han adivinado ya lo que pasa entre tú y yo —respondió ella.

Y le cogió la mano y se la metió entre las piernas, diciendo que tenían que hacer el amor una vez más, allí mismo y en aquel mismo instante. Y Roger se puso como la grana (tal como ella sabía que había de suceder), y disimuló el enfado tosiendo repetidamente. Ella le apretó la mano con más fuerza y se contorsionó. El dolor parecía mucho más vivo que el pasado. Roger dirigió una mirada furtiva al reloj, pero en seguida suspiró aliviado oyendo un revuelo en el vestíbulo exterior.

El doctor Cruikshank entró, seguido de una mujer baja y rolliza. Por el vestido y el aire, Roger la identificó como una católica, muy probablemente esposa de un arrendatario.

—Lo siento, milord —se excusó el médico—, he tenido una emergencia en la cantera.

Roger se irguió en una reacción que transmitía a las claras el no articulado mensaje: «¿Qué podía haber en la cantera que fuese más importante que la vizcondesa?»

Cruikshank recibió las vibraciones mientras se lavaba las manos, y correspondió a ellas con otras suyas.

—He tenido que amputar. Un corrimiento de piedras. El pobre hombre ha perdido las dos piernas —el mensaje del médico decía que si en la cantera de Su Señoría se hubiesen tomado las medidas ordinarias de seguridad, no habría habido corrimiento de piedras. En cuanto las miradas de los dos hombres se soltaron una de otra, el médico se acercó a la vera de la cama—. ¿Cómo vamos, lady Caroline?

La parturienta movió la cabeza en un signo afirmativo.

—¿Cuánto tarda de un dolor a otro?

—Poco menos de siete minutos —contestó Roger.

El médico hundió la mano en el maletín, sacó el estetoscopio y lo colocó sobre el vientre y el corazón de la mujer.

—Tenemos para un ratito todavía —dijo—. Les presentó a Mairead O'Neill. Ha traído al mundo centenares de bebés sin ayuda de nadie. La señora O'Neill es la mejor matrona que he conocido.

Caroline indicó con un movimiento de cabeza que comprendía por qué la había elegido; pero no saludó a la mujer ni preguntó nada. Mairead hubo de enterarse de que hasta en esta situación la ponían en el puesto que le correspondía; pero no le importaba. En cambio, le extrañó que la parturienta no hiciera aquella serie de preguntas que estaba acostumbrada a escuchar de todas las primerizas.

Caroline notó que le venía un dolor. Y cuando se le propagó por todo el cuerpo, se puso tensa y rompió a sudar, pero no abrió los labios para proferir queja ninguna, mirando en cambio a la matrona como para decirle: «No me oirás gritar; pertenezco a una raza tan fuerte como la que más de todas las mujeres que has conocido, y voy a darte pruebas de mi coraje.»

Mairead le secó la cara y le tentó el pulso.

—Sería mejor para todos nosotros y para usted misma que se relajase un poco, milady. Entonces, todo marcha mejor. —Cuando otra serie de dolores tampoco arrancó el menor grito, Mairead miró a la parturienta con mirada compasiva. Inclinándose sobre ella de modo que los demás no la oyesen, le dijo—: No demostrará ni ganará nada portándose de este modo o del otro. En esta situación, todas somos exactamente iguales… Deje de reprimirse, querida.

—No puedo… —susurró Caroline—. No puedo.

El médico se llevó aparte a Roger y le dijo:

—Todo marcha bien. Ahora la señora O'Neill preparará a su esposa, lord Roger. Creo que usted debería esperar fuera.

—Hemos decidido estar juntos mientras me sea posible.

Ian Cruikshank emitió un sonido inarticulado. Y pensó que era un caso extraño, pero muy bonito. Vaya pareja rara aquélla, tercos como el infierno, pero tan unidos. Rascándose la cabeza, intentó imaginar el origen de aquella compenetración tan grande, y terminó con un gesto de asentimiento.

—Bueno —dijo—, pero manténgase apartado; no nos estorbe.

Fuera, las tinieblas de la noche aumentaban, y a pesar de que los dolores se intensificaban hasta extremos desgarradores, Caroline seguía negándose a gritar. Cuando habían transcurrido ya siete horas, Mairead tocó al médico por el hombro.

—Ahora viene —dijo.

Roger se levantó y acudió a la orilla de la cama para coger la mano de su esposa.

—Empuje, milady —decía Mairead—, eso es, empuje, cariño, empuje…

—¡Freddie! ¡Freddie! —gritó Caroline en el momento de nacer Jeremy—. ¡Papá! ¡Papá!

3

Finola tomó la más tremenda decisión de su vida y resolvió llevarla a efecto sin titubeos y sufrir todas las humillaciones precisas, porque vistos por sus propios ojos, había cometido unos pecados enormes.

La casa del párroco era la mejor de toda la parte alta, y así había de ser, según la tradición de la Iglesia. No seguía el modelo de las sencillas casitas de labrador, sino que constaba de dos pisos y era tan grande y hermosa como las que poseían los protestantes más distinguidos de Ballyutogue. La viuda O'Donnelly, ama del cura, dio entrada a Finola y la hizo pasar a una habitación pequeña pero bonita, con unos sillones blandos y profundos que los feligreses habían comprado años antes.

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