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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Trinidad (53 page)

BOOK: Trinidad
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—Ha venido un tipo raro y presumido que le busca —dijo, entregando un sobre a Kevin.

Contenía la tarjeta de visita del brigadier Maxwell Swan. Kevin esperaba desde hacía días una visita de los alarmados industriales del Ulster, y Swan era su representante más idóneo. El emisario tendría un interés especial en mantener al comité alejado de Whiterspoon & McNab, porque por aquellas fechas distribuía su tiempo entre Belfast y Derry, montando un sistema de espionaje laboral en las empresas Hubble, tal como lo había montado anteriormente para sir Frederick Weed.

Kevin reunió los papeles, los guardó en su habitación, se refrescó en la pila, se puso la ajada chaqueta y se fue a la taberna. El coche del brigadier estaba junto al bordillo.

Al entrar observó que la gente hablaba en tono desacostumbradamente bajo, llena de visible curiosidad acerca del hombre calvo y de porte militar que esperaba en el cubículo particular de Kevin. Todos se apretujaban ante la barra, para poder echarle un vistazo por el espejo de la pared.

Swan indicó que como se trataba de una discusión confidencial quizá fuera mejor reunirse en otra parte. Salieron al momento, subieron al coche y pararon en las cercanías de Southwark Park. Después siguieron a pie por la orilla del parque, rodeados por el aire nocturno, húmedo y neblinoso. Se detuvieron ante un banco del parque y se sentaron.

—Parece que ya estamos fuera del alcance de los oídos de nuestros respectivos informadores —dijo Kevin.

Swan apoyó ambas manos en el puño del bastón, contemplando mansamente la niebla eterna, que iba creciendo.

—Hemos de acordarnos de vez en cuando de que lord Roger es uno de los poderdantes de usted y tiene el mismo derecho a formularle peticiones y expresarle sus opiniones como cualquier otro.

—Muy cierto —respondió Kevin—, pero yo no suelo reunirme con mis poderdantes en bancos de parques.

Swan le dedicó una sonrisa dura como el acero y se tocó el sombrero con el bastón a guisa de saludo.

—Evidentemente, nos preocupa la inminente visita del comité al Ulster.

Y se puso a levantar un razonamiento completo, detallado y lógico. Los industriales del Ulster habían invertido grandes capitales, apostándolo todo en el telar mecánico para lino. Plenamente recuperada América de la guerra civil, el algodón competía directamente con el lino. Esta fibra tenía, en el mejor de los casos, un mercado escurridizo, y todo lo que lo pusiera en peligro ponía en peligro a la totalidad del Ulster. Una investigación en la fábrica de camisas Witherspoon & McNab, actualmente la mayor del Reino Unido, podía representar un golpe fatal para toda la industria del lino.

—Me está contando un montón de sandeces, Swan. Lo que ustedes temen es que se pongan al descubierto los manejos a que recurren, y nada más.

Swan se había temido ya que O'Garvey se mostraría intransigente.

—Permítame exponer unos cuantos argumentos o puntos prácticos —dijo, cambiando de rumbo—. Punto número uno —empezó, siempre con la vista perdida en el espacio—, Witherspoon & McNab emplea a más de un millar de mujeres católicas. Es la firma de Londonderry con mayor número de obreros. Junto con las otras fábricas de camisas, constituye la espina dorsal de la economía.

—El punto número uno es cierto —admitió Kevin.

—Punto número dos —continuó Swan—. De todas las empresas que posee lord Roger, esa fábrica es la que le rinde más beneficios. Estamos en mitad de una carrera al galope tendido por conseguir que el dinero que hemos apostado en dichos telares mecánicos dé fruto. Toda investigación y toda legislación subsiguiente que redujeran las ganancias a las de una empresa secundaria nos obligarían a cerrar. La economía de Londonderry se hundiría, y sobrevendría una depresión.

Kevin O'Garvey sacudió la cabeza con gesto incrédulo y se puso a reír.

—En verdad que no doy crédito a mis oídos. ¿No sabe que investigamos seis fábricas en Bradford-Leeds y los seis propietarios nos explicaron ese mismo maldito cuento? O les dejamos que sangren a los obreros, o cierran. Llévese el chantaje a otra parte, amigo. Mientras ganen medio penique siquiera, seguirán trabajando.

—¿Y si le enseñara números demostrándole que no podemos soportar grandes inversiones de capital y continuar en el negocio?

—Entonces, cierren. No tienen derecho a operar bajo el supuesto de que han de sacar los beneficios de las entrañas de sus empleados. Las condiciones de trabajo en Bradford-Leeds son sobradamente malas, pero no tienen comparación siquiera con aquellas tejedurías viscosas, tuberculosas, ensordecedoras, y lo que de verdad me aterra es el edificio de Whiterspoon & McNab. Es, ni más ni menos, que una bomba de siete pisos a la que sólo falta que le prendan fuego. Ustedes no tienen derecho a fabricar unas camisas que deberían llevar el monograma pintado con sangre humana; no tienen derecho ninguno.

Maxwell Swan se quedó perfectamente impasible.

—Bien —dijo—, ambos hemos manifestado nuestros puntos de vista. Examinemos algunos aspectos prácticos.

Kevin sabía que tenía enfrente a un sujeto de sangre fría, que no había empezado aún a disparar sus proyectiles. La cirugía de Swan para extirpar las amenazas de formación de sindicatos había tenido una eficiencia de verdugo. Mientras estudiaba a su oponente, Kevin había de hacer un esfuerzo sobrehumano por dominar la cólera que le invadía.

—Veamos, pues —continuó Swan—. El comité llega a Londonderry y realiza la investigación. Luego envía un informe que levanta ampollas y recomienda una legislación correctiva. ¿Qué se figura usted que haremos nosotros mientras tanto?

—Amenazarán con cerrar, hasta que la gente advierta que se trata de una amenaza falsa; luego amenazarán a los obreros para que no declaren.

—Sí, poco más o menos, será así. Lucharemos contra ustedes, disputándoles el terreno palmo a palmo. Toda ley nueva que consigan presentar a los Comunes saldrá aprobada después de uno, dos, tres años de enconada y acerba batalla. Siendo así, quedará reducida a una componenda sin casi contenido, y al final resultará una de esas leyes que sorteamos con gran facilidad. En otras palabras, cuente con que nosotros llegaremos hasta el límite para proteger nuestros bienes.

—¡Oh, Señor! —exclamó Kevin—. He ahí el sucio programa que Hubble y Weed han trazado para Derry.

Todo situado en dos niveles distintos. El nivel superior proporciona bastantes empleos buenos para retener en esa ciudad sagrada de ustedes a una población leal. En el nivel inferior se maneja a los seres humanos como si fueran cabezas de ganado. En lugar de montar industrias nuevas en una población con millares de parados, la conservan deliberadamente empobrecida y nos dejan a nosotros peleándonos como perros hambrientos, de tal forma que, literalmente, les suplicamos que nos dejen trabajar como esclavos, por unos miserables peniques, en aquellas trampas de muerte.

—Tiene una manera bastante extremista de considerar el problema, O'Garvey. Existe un orden de cosas, un sistema establecido desde muy antiguo. Los herederos de ese sistema no van a echarlo a la cloaca todo de una vez. ¿Cree de veras que dentro de cincuenta años el Bogside no seguirá siendo el Bogside? ¿Cree de veras que unas cuantas leyezuelas de aliño van a cambiar realmente la situación?

—Eso es lo que decían ustedes de la Liga Campesina —replicó Kevin—. Yo no he vivido ya en vano, porque sí que hemos cambiado, y mucho, el sistema que regía en el campo. Y cambiaremos también el que rige en las sucias fábricas de ustedes.

—¿En lo que le queda de vida? —preguntó Swan.

—Esto no importa.

Swan arrojó el cigarro al suelo y lo apagó con la contera del bastón.

—¿Y si usted tuviera la oportunidad de cambiar la situación del Bogside ahora, inmediatamente?

Kevin se puso en tensión.

—¿Debo continuar?

—No estoy a la venta, si es esto lo que está sondeando.

—¡Buen Dios! No soy tan tonto como para tratar de sobornarle.

—¿Por qué no? Su gente ha tratado de sobornar a todos los miembros del partido irlandés, y no sin algunos éxitos notables.

Swan consiguió sonreír.

—¿Debo continuar? —repitió.

—Sí, pero será mejor que yo me levante y me vaya.

—Usted, Frank Carney y el padre Patrick McShane formaron una asociación del Bogside, unos años atrás, en un intento de financiar pequeñas empresas y cosas así. Y rodó por el suelo.

—Porque ustedes nos combatieron por miedo a la competencia de los católicos.

—Sea como fuere. Suponga que alguien financiara de nuevo la asociación y se llegara a un acuerdo particular de tal naturaleza que se puedan patrocinar varias empresas nuevas en la comunidad católica. Más aún, supongamos que ustedes pudieran comprar, digamos, cincuenta puestos de aprendiz al año y se les garantizase que tendremos esos puestos a su disposición. ¿Qué efecto causaría en el Bogside? ¿Cuál es la necesidad más apremiante de ustedes? ¿El orgullo? ¿La dignidad? ¿Trabajo para los hombres?

Kevin O'Garvey había quedado petrificado. Esperaba cualquier clase de proposición para mantener al comité apartado de Londonderry, pero no ésta. El Bogside, manantial de la desesperación donde los hombres se revolcaban sin esperanza y donde no se hacía nunca nada, de verdad, para reducir la pobreza ni crear un sentimiento de propia estimación. La diabólica concepción de Maxwell Swan equivalía a una migajita de esperanza. Sin embargo, ¿cuan urgentemente se necesitaba esa migaja?

¿Qué alternativa quedaba? Kevin sabía que le esperaban años y años de guerra de trincheras en la que habría de enfrentarse personalmente, y debería enfrentar a su destrozado partido, contra un sistema todopoderoso que contaba con salas de juzgado y tribunales suyos propios. Si emprendía la batalla por la reforma industrial, el fruto de la lucha se cosecharía mucho después de haber fallecido él.

¿Era o no era dejarse sobornar aceptar dinero para poder ofrecer una esperanza allí donde no aleteaba ninguna? ¿Cuál era el precio? Kevin sabía que las abominaciones al estilo de las de Witherspoon & McNab continuarían, a pesar de todo. En la Liga Campesina había continuado una antigua lucha que mantuvo a Irlanda en un baño de sangre durante siglos. ¡Cuán caros había pagado cada uno de sus triunfos! La guerra por la reforma industrial sería más enconada todavía. En verdad, ¿podía un hombre hacer mucho más que llevar un rayo de esperanza a su desesperado pueblo?

Swan tenía todas las soluciones en la mano, en efecto. Después de liquidar las deudas de la asociación de Bogside, les haría llegar dinero, en secreto, durante una serie de años para subvencionar pequeñas empresas y comprar puestos de aprendiz. ¿Por qué, en nombre de Dios, el precio del mismo había de consistir en seguir explotando a mujeres y niños? ¿Por qué? Porque de ahí se sacaban las ganancias. ¿Por qué? Porque éste era el sistema de Derry, el sistema del Ulster, donde no se permitía ni el más leve intento de ayudar a los católicos, y cualquier gesto de amistad debía mantenerse en secreto a toda costa.

Kevin O'Garvey vivió tres semanas de tormento, desgarrado alternativamente por la contemplación mental de la podredumbre de las hilanderías y tejedurías y los cuadros dementes de la fábrica de camisas, de una parte, y de otra por la mirada de desesperación de sus camaradas del Bogside, por aquellos ojos atormentados que le perforaban el alma todos los días de su vida. ¿De quién era la voz que gemía más fuerte? ¡Esperanza… ahora! ¡Esperanza ahora! ¡ESPERANZA AHORA!

El comité sobre relaciones industriales de la Cámara de los Comunes se trasladó al Ulster por recomendación de Kevin O'Garvey, del partido irlandés. No visitaron Belfast ni Londonderry, sino la ciudad de talleres y fábricas de Ballyomalley, centro experimental fundado con capital de los cuáqueros. Allí encontraron las mejores condiciones de trabajo y de vida de toda la provincia, y posteriormente se citaba a Ballyomalley como brillante ejemplo del espíritu progresivo del Ulster.

4

En el desamparado cenagal del Bogside había un oasis; este oasis lo constituían el Celtic Hall, las actividades que engendraba y los terrenos de diversión vecinos. La resurrección de los antiguos deportes celtas llevada a cabo por la Gaelic Athletic Association, acompañada, como es lógico, de la reanimación de una cierta dosis de orgullo nacional, se extendió por toda Irlanda mucho más de lo que podía esperarse. El Bogside en particular había dado muy pocos motivos de orgullo o vanagloria a Irlanda y, sin embargo, ahora el hockey irlandés y el fútbol gaélico traían apretadas masas de gente a los polvorientos campos de juego todos los domingos después de la misa.

Varios años después de constituirse la GAA, cobró existencia una réplica urbana y sofisticada, la Liga Gaélica, promoviendo el renacimiento del idioma y la cultura antiguos.

Se trataba de organizaciones legales, pero todo el mundo sabía que la GAA y la Liga Gaélica incurrían en actividades republicanas ya casi en la misma frontera de la legalidad, nacidas del clima de descontento. Su glorificación de la historia irlandesa y de los disidentes irlandeses señalaba un rumbo opuesto al secular intento británico de anglicanizar la colonia. Estos olores de nacionalismo irlandés eran considerados peligrosos por la Corona, que los miraba como un criadero de futuros agitadores fenianos, y por ello vigilaba estrechamente sus actividades, así como a sus miembros más vocingleros.

No extraña, pues, que la presencia frecuente de Conor en la pobre biblioteca de la Liga fuese acogida al principio con bastante recelo. Un extraño fornido como él podía ser muy bien miembro de alguna de las escuadras especiales del
Constabulary
o del Castillo de Dublín a quien hubieran confiado la misión de infiltrarse en sus filas. Había que recelar constantemente de los confidentes, lepra de la vida irlandesa.

Después de agotar todas las posibilidades de encontrar empleo, Conor quería marcharse. Teresa O'Garvey lo advirtió y escribió a su marido, el cual, a su vez, escribió a Conor desde Londres, recordándole la promesa de aguardarle hasta que regresara de los Comunes. Mientras esperaba, Conor erraba hacia los lugares de reunión de los desocupados para hablar de cosas ociosas. Eran hombres como él mismo que habían agotado ya el último medio penique, de forma que hasta el pequeño alivio de una cerveza significaba un gran lujo.

Después de su visita diaria a la biblioteca de la Liga Gaélica, solía pasar el rato por los campos de deportes, viendo los entrenamientos. La regularidad de su presencia originó las pesquisas defensivas habituales, y sólo entonces descubrieron que vivía con Kevin O'Garvey. Verificadas las satisfactorias credenciales, se le aceptó y se le saludó con acogedores movimientos de cabeza.

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