Trinidad (52 page)

Read Trinidad Online

Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

BOOK: Trinidad
3.51Mb size Format: txt, pdf, ePub

Fergus y Tomas sabían qué se cocía en los cerebros de sus respectivas esposas. Además, no se necesitaba ser un genio para imaginar qué tramaban. Y ambos daban su bendición al proyecto. Tomas, sencillamente, guardaba silencio acerca de la posibilidad de que Conor regresara.

Todo parecía marchar viento en popa, salvo por un pequeño detalle: Brigid, muchacha dulce e inocente, no tenía idea de aquellas maniobras, y como nadie la había hecho participar en el complot, había dejado germinar en su alma unas semillitas de su propia cosecha.

Durante cerca de dos años, con eso de que Liam estuviera en el campo, Conor en la fragua y a Dary lo reservaran para pequeñas tareas domésticas, Brigid había ordeñado diariamente las vacas y luego había llevado la leche, con el carro, al cruce de caminos, donde se la recogían. En el cruce de caminos, bajo el árbol de los ahorcados, encontraba a Myles McCracken, dedicado a idéntica tarea. Los McCracken tenían la finca más pequeña, pobre, pedregosa y perdida arriba en los brezales de Ballyutogue. Sin embargo, la pobreza no restaba nada a la buena figura de Myles, que en cierto modo le hacía pensar a Brigid en su hermano Conor.

Los ojos de ambos empezaron a buscarse por entre la gente que se reunía allí todos los días, y al cabo de un tiempo, ambos empezaron a llegar al cruce de caminos más y más temprano, pues aunque sin decírselo, querían estar solos un rato. La conversación discurría a empellones, sin que ninguno de ambos aludiese a los sentimientos que nacían en sus pechos. Cada uno procuraba enterarse si el otro iría a una feria determinada o a una velada con danzas y recitales, y cuando había un velatorio o una boda, ello significaba que podrían pasar varias horas juntos, aunque jamás se comunicasen lo que pasaba por su interior.

Finola, siempre alerta, olió un conflicto en esto de que Brigid tuviera tanto afán por salir para el cruce de caminos todas las mañanas. Un día la siguió hasta el templo de San Columbano, en el que entró para encender cirios por sus hijos ausentes. Luego, desde un punto estratégico, junto al confesionario, miró al exterior y pudo ver el árbol de los ahorcados. Sus sospechas quedaron confirmadas. Brigid y el chico se miraban con ojos de corderillo tierno, estaban loquitos el uno por el otro. Pero Myles McCracken era el peor partido que una muchacha pudiera encontrar. Pertenecía a una familia tan pobre que tenían que contar las miguitas de pan que echaban a los pájaros. Myles era el mediano de los siete hermanos y no heredaría ni por valor de una corteza de patata.

—Será mejor que hablemos con Brigid —le anunció aquella misma noche Finola a Tomas—. Es hora de que pensemos en buscarle un acomodo conveniente.

Tomas soltó una especie de bufido de asentimiento.

—Supongo que has meditado detenidamente con quién debe buscársele este acomodo.

—Si vieses más allá de la nariz, sabrías que Colm O'Neill, nada menos, está mendigando sus favores.

—Y supongo que tú y Mairead habéis llevado a cabo todo el trabajo de base preliminar.

—Y yo supongo que no hay partido mejor en todo Ballyutogue —le espetó ella.

—Y yo supongo que no estarás pensando en juntar las fincas, ¿verdad que no?

Finola sabía que había de andar con cuidado porque juntar las fincas de ambos significaba aceptar el hecho de que Conor no volvería más, contingencia que Tomas nunca querría admitir.

—No hay tal —respondió—. Lo que tomo en cuenta es que harían muy buena pareja y se conocen desde toda la vida. Vamos, ¿estás en pro o en contra de este compromiso?


Jaysus
—gimió Tomas, dejando caer los brazos—. Ojalá Colm no fuera tan desagradable. Es un pelmazo mayúsculo. ¿Brigid lo quiere de veras?

—¿Qué tiene que ver eso con el matrimonio? —preguntó la mujer.

—En cierta ocasión tuvo que ver bastante —respondió él.

Acaso estas palabras revolvieran algún recuerdo; pero en caso afirmativo, Finola disimuló sus emociones y sirvió el té con gesto impasible, al mismo tiempo que seguía pleiteando en favor de su casa.

—Si quieres saber quién le gusta a ella, te lo diré pronto. A ella le gustaba Myles McCracken.

—¿Aquel pescado barato?

—Aquél, precisamente. La imagen misma de los McCracken; peca de escasez por todas partes. Entre toda la familia no reúne más carne que la que se encuentra en unas tenazas.

A Tomas tampoco le gustaba la alternativa. Desde que sus hijos se fueron batallaba con los demonios de la duda, y no quería verse en el trance de tomar otra decisión importante. Myles McCracken anunciaba tormenta.

A pesar de su candidez, Brigid no pudo dejar de percibir las vibraciones que la rodeaban. Colm la había visitado tres noches seguidas, y ella se había puesto nerviosa. Era un viejo amigo, en verdad, el mayor de todos los que tenía, pero nunca sería otra cosa. Y ahora le dirigía desmadejadas insinuaciones, poniendo en peligro su misma amistad.

Brigid amaba entrañablemente a su hermano Conor; pero en lo íntimo de su corazón sabía que no volvería nunca más y había empezado a concebir deseos con respecto a la finca. Su cautela inicial se convirtió en una decisión callada. Al percibir más claramente cada día el olor de la conspiración, se prometió adoptar una actitud resuelta ante Colm O'Neill.

Los jóvenes de Ballyutogue estaban confabulados para sustraerse a las miradas de sus padres y del padre Lynch, haciendo el trabajo de quien tuviera que dejarlo y actuando de vigilantes en los puntos donde se daban cita. Las ruinas de la antigua torre normanda dominaban perfectamente todo el terreno de su contorno, de modo que un solo centinela podía avisar a una docena de parejas de novios imitando un sencillo canto de pájaro.

Myles aguardaba junto al puentecillo del riachuelo que bajaba de la parte de la torre. Brigid corrió hacia él; se cogieron las manos, se besaron en las mejillas (uno de los pecadillos menores que se permitían) y luego desaparecieron en el bosquecillo de fresnos.

—Te añoraba, Brigid.

—Y yo te añoraba a ti.

—Cuando tu mamá apareció con la leche en el cruce estos tres días últimos, comprendí que sospechaba algo.

—Nada de eso —mintió Brigid—. Lo que pasa es que estoy haciendo algunas tareas pesadas, porque ella tiene dolor de espalda.

—¡Ah, es una gran cosa que no sospeche! —exclamó el muchacho.

—Myles —dijo ella, vivamente—, quiero que me beses.

—¡Ah, claro! —respondió él, dándole un besito en la mejilla.

—No. Bésame en los labios.

—¿En los labios?

—Sí, y estréchame entre tus brazos mientras me besas.

El muchacho levantó los brazos en un gesto defensivo y se apartó.

—¡Dios mío! ¿Has perdido la cabeza? Eso es muy peligroso. Podemos ponernos en toda suerte de conflictos.

—He consultado a Abbey O'Malley. Su hermana Brendt solía hacerlo todo y siempre antes de casarse. Hasta lo hizo con Conor y Seamus.

—¡Dios mío! ¡Imagina que nos pase algo!

—Bueno, ¿qué puede pasar?

—Pues ya lo sabes.

—Una chica no queda embarazada porque la besen —dijo Brigid.

—Pero los besos nos pueden conducir a muchas otras cosas.

—¿Quieres o no quieres besarme?

—Te estás portando de un modo que me das un miedo de muerte, Brigid Larkin.

Ella le rodeó con los brazos, apretó el seno contra el cuerpo del joven y le besó apasionadamente en la boca.

—¡Santa Madre de Dios! —Myles retrocedió asustado y se sentó en un pedazo de roca.

—¿No te ha gustado, Myles?

—Claro que si. Es lo más grande que me había ocurrido nunca.

—Entonces, besémonos un poco más.

En un tiempo relativamente corto penetraron en el secreto de la cuestión. La mente del chico se encabritaba excitada; las manos tocaban el cabello, las mejillas, los hombros de la muchacha y hasta un par de veces osaron rozarle los senos. Ambos percibían extrañas sensaciones en la garganta y el estómago y empezaron a emitir sonidos salvajes y a entresudarse. Brigid fue ahora la que tuvo miedo y cortó la escena. Y se separaron jadeando, perdidos en una maravillosa confusión.

—¿Estás enfadada conmigo, Brigid?

—Oh, no, no, no. No sabía que existiera nada que pudiera causar estas sensaciones, ni siquiera rezando a la Virgen.

Myles bailaba deslumbrado, hiriendo el suelo con los pies.

—Debemos estar locos.

—¿Crees que hemos ido demasiado lejos? —preguntó ella.

—No, no es eso. Me refiero al cortejar en serio. No podemos; sería una locura. Yo no puedo hacer nada, nada por ti; nada en absoluto.

—Escúchame, Myles McCracken. Quizá no nos convenga excitarnos así en lo sucesivo; pero yo quiero continuar viéndote.

—¿Para qué? En casa somos tan terriblemente pobres que no podría darte ni el polvo que se me pega al cuello; lo necesitaríamos para fertilizar los campos.

—¿Quieres seguir viéndome, o no? —preguntó la muchacha.

Él inclinó la cabeza. Por un instante, Brigid sintió que la vida huía de su ser. Luego, Myles levantó los ojos y suspiró:

—Sí.

Brigid cruzó el puentecillo corriendo, dejó atrás la torre normanda y no se detuvo hasta llegar a su casa, sin aliento.

—Llegas tarde —la saludó su madre—. La mantequilla no se batirá por sí sola.

Brigid se volvió hacia el otro lado para esconder lo alterado de la respiración y el color que le teñía la cara.

—Lo siento, voy en seguida —respondió, lanzándose hacia el establo.

—¡Brigid! —llamó Tomas.

La muchacha se quedó inmóvil.

—Colm vendrá a verte esta noche. Tiene el propósito de llevarte a dar un paseo en un cochecito alquilado, después de la misa del domingo.

¡Nadie podía equivocarse respecto a lo que significaba esto!

—No me siento demasiado bien, papá. La garganta me desespera. Creo que me convendría más descansar un poco.

—Y yo creo que deberías pensar un poco más en Colm O'Neill —replicó Finola.

Brigid dio media vuelta y les disparó las primeras palabras de desafío que les dirigía en su vida.

—Si Colm os gusta tanto, podéis atenderle vosotros. —Y luego quedó paralizada por el sonido de su propia voz.

—No hables a tu madre de ese modo —reprendió Tomas.

—Conviene que sepas —adujo Finola— que se te está preparando un compromiso.

—¡Nunca querré arte ni parte en él! —gritó Brigid, corriendo hacia el establo.

Finola se había levantado con un bastoncito en la mano; pero Tomas le cerró el paso inmediatamente.

—¡Es ese Myles McCracken! ¡Pero jamás pondrá los pies en esta casa! ¡Tomas, mándale que rompa esa relación!

La perspectiva de una nueva y desastrosa interferencia con uno de sus hijos llenó de espanto a Tomas, quien soltó a su mujer y se derrumbó junto a la mesa.

—¡No permitiré que esa chica nos desafíe! ¡Primero la encierro en un convento! —chillaba Finola.

Tomas movió la cabeza.

—No —dijo en voz baja.

—¡Llamaré al padre Lynch y les obligaré a confesar qué han hecho a espaldas nuestras!

—No, no le llamarás —replicó mansamente Tomas—. La muchacha correrá su aventura con el chaval; no le hará ningún daño.

—¡Estás loco! —El silencio del marido la desconcertaba más que unas palabras de cólera—. ¿No has visto la cantidad de chicas que se acercan al altar todos los años con un crío en el vientre? —bramó la mujer—. ¿Es eso lo que quieres?

Tomas levantó la vista con un rostro lleno de cuadros de ayer.

—Quiero que conozca la emoción de estar enamorada —respondió—, aunque sólo sea por una vez, y por un corto tiempo. Más adelante quizá la consuele de muchas cosas saber que por un corto tiempo hubo un muchacho que suspiraba por ella. Tiene derecho a esto, mujer, tiene derecho.

3

La primera vez que le eligieron para los Comunes, Kevin O'Garvey alquiló una habitación en la pensión de Midge Murphy, a la altura de Jamaica Road, en una de las «ciudades irlandesas» de Londres, cerca de los penetrantes olores y las cantarinas ruedas de acero de las carretas de la Surrey Commercial Docks y a un corto paseo subterráneo por debajo del Támesis hasta el Parlamento.

Durante el primer decenio en Westminster, su estilo de vida cambio poco. Hizo méritos para la mejor habitación de la casa y se le concedieron ciertos privilegios acordes con su jerarquía. Midge procedía de la isla de Aran; le costaba mucho conceder su amistad y gobernaba el establecimiento con puño de hierro, fijando en la cocina el centro de su vida. A pocos se les permitía visitar dicha dependencia, excepto a la hora de comer; menor todavía era el número de los que podían pasar un rato en ella, y sólo Kevin tenía «libertad de movimientos» por ella. Después de cenar utilizaba un cuartito contiguo a la despensa como despacho.

Por lo demás, todo seguía casi lo mismo. Kevin daba audiencia nocturna en un reservado del fondo de la taberna de Clancy, unas manzanas más allá. La sala se llenaba de portuarios irlandeses vehementes entre los que se formaba una fila interminable de paisanos que iban a pedirle consejo. Desde la muerte de Parnell, el partido irlandés se había convertido en un vino aguado, desprovisto de su primitiva fuerza, y O'Garvey era una de las pocas grandes figuras que quedaban en sus filas.

Cuando el cieno de la revolución industrial llenó el sumidero hasta rebosar de atropellos, los Comunes nombraron un comité. Al acentuarse desesperadamente la necesidad de una reforma legislativa, el comité quedó encargado de investigar las condiciones de trabajo en las zonas industriales. Desde el principio, O'Garvey destacó como la figura dominante e incluyó el Ulster en las zonas donde había de efectuarse la investigación.

Las primeras audiencias las habían tenido en los Midlands ingleses, en el sector Bradford-Leeds. O'Garvey fue elegido para redactar el borrador del informe sobre lo averiguado, y corrió la voz de que sería un documento devastador. Entre la comunidad industrial del Ulster aumentaban los temores suscitados por la inminente investigación de que serían objeto. Luego vino el destructivo rumor de que O'Garvey, personalmente, había escogido la fábrica de camisas Witherspoon & McNab, de Londonderry, como blanco principal.

Como trabajaba hasta altas horas de la noche para acabar el informe, Kevin canceló su habitual sesión nocturna en la taberna de Clancy. Unos días antes de terminar el documento, uno de los muchachos de la taberna de Clancy se presentó en la cocina de Midge Murphy.

Other books

QueensQuest by Suz deMello
It Takes a Village by Hillary Rodham Clinton
Unspoken 3 by A Lexy Beck
What the Marquess Sees by Amy Quinton
The King of Lies by John Hart
I'll Be Here All Week by Anderson Ward
All Grown Up by Grubor, Sadie
Nothing Left to Burn by Patty Blount
Duke of Scandal by Adele Ashworth