Trinidad (93 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

BOOK: Trinidad
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—¿Nada más?

—Tenía unos problemas personales. Es posible que usted los conozca, y es posible que no. Han quedado solucionados…

—¿Cuáles?

—Una mujer. He terminado con ella.

Brendan Sean Barrett le miraba con aquella expresión inalterable de menosprecio. Después se desabrochó el chaleco, se desató de la cintura un cinturón de dinero y lo hizo resbalar sobre la mesa.

—Entrega esto a Dan Sweeney personalmente.

Conor cogió el cinturón, se levantó la camisa y se lo ató a la cintura.

—Hay tres mil. Creo que primero deberías contarlas.

—No es necesario —respondió Conor—. Nos fiamos uno de otro por muchísimo más que dinero.

Los ángulos de los labios de Barrett se levantaron un poco.

—Lo de las armas lo llevaremos adelante. Hemos establecido contacto con O'Hurley y Hanly. Ambos están en el complot.

Conor meditó unos momentos, experimentó una sensación de debilidad, de desmayo, se rehizo y volvió a sostener la mirada implacable de Barrett.

—¿Cuánto hemos de darles?

—¿Por qué piensas que los pagamos?

—¿Por qué piensa usted que soy tonto? No sé mucho de ellos, pero sé que en sus cuerpos no hay ni una gota de sangre republicana. Viven demasiado bien y se encuentran a gusto tal como están.

Barrett encendió un pitillo con la colilla del otro y se rascó el dorso de la mano, que tenía siempre a punto de sangrar por culpa del prurito.

—Aciertas, naturalmente. Tuvimos que comprarlos. Una libra por rifle, además de un centenar por cada entrega.

El puño de Conor se abatió contra la mesa.

—¡Cochinos ladrones! ¡Es la mitad de lo que cuestan las armas!

—Bueno, podríamos decir que nos costaron el trabajo de robarlas. Quizá la próxima vez encontremos una revolución a buen precio para que te adhieras. Escúchame, y luego repítelo. Vete a Liverpool esta misma noche. Alquila una habitación en el Moorfield's Hotel enfrente del Exchange Rail Terminal en Pall Mall y Titheborn…

—Lo conozco.

—Bien. No salgas de la habitación. Establecerá contacto contigo bien Owen O'Sullivan, bien uno de sus hijos, Brian o Barry. El que establezca contacto contigo se identificará entregándote un ejemplar de mi panfleto
La tragedia suprema
. Tú te identificarás pronunciando las palabras: «¡Ah, es el que escribió en la prisión de Strangeways!» Por lo demás, ellos saben quién eres, como tú sabes quiénes son. Merecen toda la confianza.

—¿Y Duffy O'Hurley? ¿Sabe que soy yo quien hará el trabajo?

—No, todavía no. El proyecto podría abortar. La cuestión esa de meter el tren en la fundición de O'Sullivan resulta bastante espinosa. Si todavía sigue en pie cuando llegues a Liverpool, te llevarán a los talleres de O'Sullivan en Waterloo Road y Boundry Street, mañana a las seis. Hay una vía que entra directamente en la fábrica. Los rifles y todo el material que pediste, y que consideras necesario para hacer la adaptación, estarán a punto.

Conor repitió las instrucciones a entera satisfacción de Brendan Sean Barrett y se levantó.

Quería preguntar más detalles. Además, deseaba saber algo del hombre que tenía delante. Quería saber algo de las primeras hazañas heroicas de Barrett, sus escritos, la huelga del hambre que hizo; pero el hombre que tenía delante era una ruina, una sombra que no hacía nada para parecer educado ni, muchísimo menos, amable.

—Tanto da que sepas, Larkin, que tengo poquísima fe en este plan.

—¿Por qué?

—Todo lo que intentamos de este cariz se nos estropea. Es un plan que puede traernos más perjuicios que beneficios, si el precio de aquellos rifles significa poner al descubierto a hombres como Sweeney. Ahora bien, Dean Sweeney es el jefe de Estado Mayor de nuestro inexistente ejército, y ve las cosas de un modo. Yo las veo de otro. En fin, yo tengo un solo voto en el concejo supremo —Brendan Sean Barrett extendió la mano con la misma falta de interés de un obispo por si le besaban el anillo o no se lo besaban—. Me voy. Espera diez minutos, antes de salir tú.

Conor le vio deslizarse por el patio del carbón, internándose en la noche. Dudley Callaghan regresó.

—¿Siempre está tan agradable? —preguntó Conor refiriéndose a Barrett.

—Está destrozado. He trabajado con cadáveres que tenían más vida que él. Lo tiene todo muerto, excepto el cerebro, que se niega a dejar de funcionar. En otro tiempo era un hombre extraordinariamente amable. Considera un honor el simple hecho de poder sentarte a sus pies y escuchar sus explicaciones.

Aguardaron el tiempo indicado, y cada uno partió en distinta dirección. Dudley Callaghan fue inmediatamente a buscar los primeros cien rifles del escondite con objeto de prepararlos para ser enviados a Liverpool. Conor salió para la mencionada ciudad en el último tren.

En los muelles de Liverpool no era raro ver ataúdes con destino a Irlanda. Más de la mitad de los clientes de Callaghan eran reexpedidos a su vieja patria, para recibir sepultura en ella, y lo mismo podía decirse de todas las «pequeñas Irlandas» de las ciudades inglesas.

En el último exprés de aquella misma noche, dos ataúdes, cada uno de los cuales contenía veinte rifles Lee-Enfield Mark I, llegaron al depósito de mercancías de la Exchange Terminal. Otros tres llegaron con el correo de la mañana, todos ellos consignados a la Fundición de O'Sullivan para que les añadieran unos adornos y los reexpidieran hacia Irlanda. Se habían decidido por utilizar tan crecido número de ataúdes a fin de poder mantener el peso de cada uno en los mismos límites que si contuviera un cadáver, evitando así sospechas. En el futuro, una vez bien establecida esta ruta, los ataúdes de Callaghan llegarían a intervalos frecuentes, para ser almacenados en Liverpool y tenidos a punto.

Brian y Barry O'Sullivan, unos chavales de veinte y pico, llegaron a los andenes de carga con dos furgonetas de fondo plano, recibieron los ataúdes y se encaminaron hacia la fundición, a poca distancia de allí.

A Conor las horas le pasaban segundo por segundo, con una lentitud angustiosa. He ahí la parte fea del asunto, la soledad en una habitación desierta. La cortina desgarrada, la cama hundida, la vida en la penumbra. A partir de ahora, la soledad y la espera serían sus dos hermanas inseparables. Conor hubo de poner en juego su autodisciplina hasta el límite para no pensar en la vehemencia con que su corazón reclamaba a Shelley. Dar entrada a esta clase de recuerdos le destrozaría. Le esperaban años y años de situaciones como ésta… tenía que aprender. Actualmente era un discípulo de Sweeney y de Barrett. La piedra de la boca de la cueva había vuelto a su sitio, cerrando la entrada; ya no le dejaría pasar nunca más.

Tampoco le serviría de nada deambular por la habitación y mirar a la calle cada pocos minutos, o mirar continuamente el reloj. Disciplina. Soledad. Espera.

Conor cogió el panfleto
La tiranía suprema
, que había encontrado en un puesto de libros viejos. Estaba arrufado por la edad. Brendan Sean Barrett era demasiado orgulloso para preguntarle si lo había leído; pero todavía guardaba bastante vida en su cuerpo para decirle: «Lee eso, hijo mío. En mis tiempos y en mi esfera, yo también fui algo.» Por Brendan Sean Barrett desde su celda de la prisión de Strangeways, Manchester, 1880.

El reloj del Ayuntamiento dio la hora al unísono con unos golpecitos a la puerta. Conor abrió y se encontró frente a un joven de hermosas facciones irlandesas.

—¿Larkin?

—Sí.

—Soy Barry O'Sullivan.

—Entra, Barry.

—Te traía un ejemplar de
La tiranía suprema
, pero veo que ya estás leyendo uno.

—Sí, es el que escribió él personalmente estando en la prisión de Strangeways.

Y a continuación se estrecharon las manos calurosamente. Conor tenía el equipaje hecho, porque no lo había deshecho todavía. Barry cogió una maleta mientras Conor aseguraba mejor la correa que rodeaba la otra, paseaba una rápida mirada por la habitación y salía.

Cuando se pusieron a caminar cerca del agua, en New Quay, Conor empezó a calcular en términos de distancias y obstáculos potenciales. Se hallaban en el muelle Prince, que albergaba la estación de ferrocarril de Riverside y los trenes para el vapor de Belfast. El «Red Hand Express» esperaba siempre allí, cuando estaba en Liverpool. Las vías continuaban paralelamente a la calle Bath, que al cabo de unas cuantas manzanas tomaba el nombre de Waterloo Road. Se detuvieron en la calle Boundry. O'SULLIVAN E HIJOS, decía el rótulo, Fundición de Campanas y Taller de Reparaciones. Los raíles llevaban directamente a un recinto cerrado y luego al interior de un espacioso edificio.

Dos hombres les esperaban a la puerta.

—Mi hermano Brian, mi padre Owen. Conor Larkin.

Brian parecía un gemelo de Barry por la figura, aunque unos años más joven. El mayor de los O'Sullivan era un auténtico prototipo de Kerry, con la sonrisa pronta y el aire de haber sido republicano, y nada más, toda la vida. El taller principal de la fundición impresionaba de veras —había toda una hilera de moldes para campanas de ferrocarril, campanas de barco y otros instrumentos marineros, así como para campanas de iglesia—. En el taller se efectuaba una gran variedad de reparaciones, generalmente de vagonetas de las empleadas en los muelles. Había una fragua completa, así como poleas y polipastos.

—¡Vaya, tiene aquí todo un taller, Owen! ¿A qué hora llegará nuestro tren?

—A las ocho y media.

—Vamos, Larkin, deja que te enseñe lo que hemos hecho.

Mientras pasaban al patio, Owen O'Sullivan hablaba de su devoción a la causa, se jactaba de haberse formado por sí mismo y procuraba de diversos modos que el recién llegado se formase una imagen favorable de su persona. Era, en verdad, uno de los millares de durmientes de las «pequeñas Irlandas» de Inglaterra y de la misma Irlanda de los que echarían mano en el curso de la tarea. Conor se había impuesto bien de este particular durante la gira.

Sus acompañantes abrieron un gran almacén y le hicieron pasar. Allí aguardaban los metros de hule y los cubos de grasa que él había pedido, así como la plancha de hierro que necesitaba para cubrir y esconder el corte que tendría que practicar en el ténder del agua. Dos cajas para las armas estaban perfectamente terminadas. Las habían hecho de delgada plancha de bronce y cerraban herméticamente.

—Dios mío, Owen, esto son obras de arte. No esperaba una cosa tan preciosa. Valdrían para ataúdes de reyes.

—¡Ah, qué demonios! —exclamó el aludido—, son para la Hermandad. ¿Te parecen hermosas? Hice los moldes yo mismo, y los chicos y yo cortamos la plancha de noche, cuando el resto del personal había salido del trabajo —el hombre anduvo hasta el extremo del cobertizo y señaló los cinco ataúdes que descansaban sobre el suelo—. Aquí están los cadáveres.

—¿De Callaghan?

—Sí, de Callaghan. Unas queridas almitas que se fueron y cuyos cuerpos van a buscar el descanso final en Irlanda. Barry, tráeme una palanqueta.

La tapa se abrió con un gemido bajo su mirada curiosa. Allí estaban las armas. Los cuatro hombres miraban fijamente; pero no despegaron los labios.

—Deberíamos pronunciar algunas frases elocuentes —exclamó de pronto Owen.

Conor alargó el brazo y cogió un rifle. Lo estudió desde la boca del cañón hasta la culata, hizo funcionar el cerrojo, apretó el gatillo, levantó el punto de mira, luego apuntó, y después entregó el arma a Owen O'Sullivan.

Conor se frotó los dedos con polvo de carbón y refunfuñó. Colegía que habían guardado las armas en pozos de mina de los alrededores de Bradford.

—Están en pésimo estado. No tengo idea de dónde las esconderán en Irlanda ni del tiempo de que dispondremos para limpiarlas. Convendrá que las protejamos lo mejor que se pueda aquí mismo. Veo que en el taller tiene vapor.

—En efecto.

—Ponga a los muchachos a la tarea. Quiten los cerrojos y necesitaremos un balde de agua jabonosa, uno de agua limpia y luego vapor. Después los recubriremos de grasa y los envolveremos en hules.

—¿Lo has oído, Barry? —preguntó el padre.

—Sí, señor.

Llevaron al taller principal las cajas de bronce, la plancha de cobertura y las armas. A las ocho y media la limpieza de armas marchaba a todo galope. Brian salió a ver si llegaba el tren. Nada a la vista. Sería difícil traerlo al minuto exacto. Como la maniobra de limpieza discurría satisfactoriamente, Conor ordenó al muchacho que se quedara fuera, de centinela.

Las nueve. Nada.

A medida que transcurrían los minutos, la tensión empezó a notarse. Las armas estaban limpias y preparadas. La primera de las cajas de bronce colgaba de una polea, dispuesta a penetrar en el interior del ténder.

Las nueve y media.

—¿Qué crees que deberíamos hacer? —preguntó Owen, manifestando el primer asomo de nerviosismo.

—Dejemos pasar otros diez minutos; luego será mejor que saquemos las armas de aquí, por si se ha enterado alguien que no debía saberlo. ¿Tienen un escondite, Owen?

—Nos hemos preparado.

—Diez minutos —dijo Conor—. Cargamos, las escondemos y yo me voy a curiosear en busca de O'Hurley. Vamos, Owen, no ponga esa mala cara.

—No esperaba eso. Callaghan dijo que lo del tren estaba solucionado.

—El contratiempo tendrá, probablemente, una explicación muy sencilla.

—¡Ya viene!

Abrieron las puertas de par en par. El «Red Hand Express» entró despacio. Duffy O'Hurley estaba solo en la máquina y bajo con paso inseguro. Tenía los ojos inflamados y su aliento llevaba una mezcla de aromas de whiskys irlandeses caros. Conor se plantó ante él.

—¡Ah!, ¿eres tú? —exclamó O'Hurley—. Yo pensé que quizá lo fueses…

—¿Dónde diablos ha estado?

O'Hurley refunfuñó inquieto y eructó una historia según la cual sir Frederick le había enviado a un recorrido en el último minuto. Y no pudo establecer comunicación con O'Sullivan para avisarle. Conor sabía lo que había ocurrido realmente… el miedo del último minuto. Tenía que decidir entre si aceptaba la versión o abandonaban el plan. O'Hurley venía cargado de coraje de botella… y hasta a cien libras por viaje podía ser un mal negocio.

—¿Dónde está Calhoun? —le espetó Conor.

—Yo… yo… no he creído que le necesitásemos para nada. Le he dejado en una taberna…

—Nos falta personal y hemos perdido mucho tiempo. ¿Dónde está?

O'Hurley se rascó la cabeza y trató de recordar. Era inútil.

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