Tuareg (2 page)

Read Tuareg Online

Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

BOOK: Tuareg
6.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

Qué significado tenían, jamás pudo saberlo. Ni él, ni el anciano Suílem, padre de casi todos sus esclavos, tan viejo, que su abuelo lo había comprado, ya hombre, en Senegal:

"—Nunca corrieron las estrellas como locas por los cielos, amo —dijo—. Nunca, y eso puede significar que el fin de los siglos se aproxima".

Preguntó a un viajero que no supo darle respuesta. Preguntó a un segundo, que aventuró dudoso:

"—Creo que es cosa de los “franceses". Pero no quiso admitirlo, porque aunque mucho oyera hablar de los adelantos de los franceses, no los creía tan locos como para perder su tiempo en llenar aún más de estrellas el cielo".

"Debe tratarse de una señal divina —se dijo—. La forma con que Alá quiere indicarnos algo, pero, ¿qué?" Trató de buscar una respuesta en el Corán pero el Corán no hacía mención a estrellas fugaces de matemática precisión, y con el tiempo se habituó a ellas y a su paso, lo cual no quería decir que las olvidase.

En el límpido aire del desierto, en la oscuridad de una tierra sin una sola luz en cientos de kilómetros a la redonda, se tenía la impresión de que las estrellas descendían hasta casi rozar la arena, y Gacel extendía a menudo la mano como si realmente pudiera tocar con las puntas de sus dedos las parpadeantes luces.

Dejaba pasar así un largo rato, a solas con sus pensamientos, y descendía luego sin prisas para echar una última ojeada al ganado y al campamento y retirarse a descansar al comprobar que, ni hienas hambrientas, ni astutos chacales amenazaban su pequeño mundo.

A la puerta de su tienda, la mayor y más confortable del campamento, se detenía unos instantes a escuchar. Si el viento no había comenzado aún a llorar, el silencio llegaba a ser tan denso, que incluso hacía daño en los oídos.

Gacel amaba ese silencio.

2

Cada amanecer el anciano Suílem o uno de sus nietos ensillaba el dromedario predilecto de su amo, el "inmouchar" Gacel, y lo dejaba esperando a la puerta de su tienda.

Cada amanecer, el targuí tomaba su rifle, subía a lomos de su blanco mehari de largas patas y se alejaba hacia cualquiera de los cuatro puntos cardinales en busca de la caza.

Gacel amaba a su dromedario todo cuanto un hombre del desierto es capaz de amar a un animal del que tan a menudo depende su vida, y secretamente, cuando nadie podía oírle, le hablaba en voz alta como si entendiera, llamándole "R.Orab, el Cuervo", burlándose de su blanquísimo pelo que se confundía a menudo con la arena convirtiéndole en invisible cuando tenía una alta duna a sus espaldas.

No existía mehari más veloz ni resistente a este lado de Tamanrasset, y un rico comerciante, dueño de una caravana de más de trescientos animales, ofreció cambiárselo por cinco de los que él quisiera elegir, pero no aceptó. Gacel sabía que si algún día, por cualquier razón, algo le ocurría en una de sus solitarias andanzas, "R.Orab" sería el único camello de este mundo capaz de llevarle de regreso al campamento en la más oscura noche.

Con frecuencia solía dormirse, mecido por su balanceo y vencido por el cansancio, y más de una vez su familia lo recogió a la entrada de su "jaima" metiéndole en la cama.

Los "franceses" aseguraban que los camellos eran animales estúpidos, crueles y vengativos que tan sólo obedecían a gritos y golpes, pero un auténtico "imohag" sabia que un buen dromedario del desierto, en especial un mehari pura sangre, cuidado y enseñado, podía llegar a ser tan inteligente y fiel como un perro y, desde luego, mil veces más útil en la tierra de la arena y el viento.

Los franceses trataban a todos los dromedarios por igual en todas las épocas del año, sin comprender que en sus meses de celo las bestias se volvían irritables y peligrosas, en especial si el calor aumentaba con los vientos del Este, y por eso los franceses nunca fueron buenos jinetes del desierto, y jamás pudieron dominar a los tuareg, que en los tiempos de luchas y algaradas, les derrotaron siempre, pese a su mayor número y su mejor armamento.

Luego, los franceses dominaron los oasis y los pozos, fortificaron con sus cañones y sus ametralladoras los escasos puntos de agua de la llanura, y los jinetes libres e indomables, los "Hijos del Viento", tuvieron que rendirse a lo que, desde el comienzo de los siglos, había sido su enemigo: la sed.

Pero los franceses no se sentían orgullosos por haber vencido al "Pueblo del Velo", porque, en realidad, no llegaron a derrotarlo en guerra abierta, y ni sus negros senegaleses, ni sus camiones, ni aun sus tanques, fueron de utilidad en un desierto que los tuareg y sus meharis dominaban, de punta a punta.

Los tuareg eran pocos y dispersos, mientras los soldados llegaban de la metrópoli o las colonias como nubes de langosta, hasta que amaneció un día en que ni un camello ni un hombre, ni una mujer, ni un niño pudo beber en el Sáhara, sin permiso de Francia.

Ese día, los "imohag", cansados de ver morir a sus familias, depusieron las armas.

Desde ese momento fueron un pueblo condenado al olvido; una "nación" que no tenía razón alguna de existir puesto que las razones de esa existencia: la guerra y la libertad, habían desaparecido.

Aún quedaban familias dispersas, como la de Gacel, perdidas en confines del desierto, pero ya no estaban compuestas por grupos de guerreros orgullosos y altivos, sino por hombres que continuaban rebelándose interiormente, sabiendo a ciencia cierta que jamás volverían a ser el temido "Pueblo del Velo", "de la Espada" o "de la Lanza".

Sin embargo, los "imohag" continuaban siendo dueños del desierto, desde la "hamada" al "erg" o a las altas montañas batidas por el viento, pues el verdadero desierto no eran los pozos en él desperdigados, sino los miles de kilómetros cuadrados que los circundaban, y lejos del agua no existían franceses, "áscaris" senegaleses, ni aun beduinos, pues estos últimos, conocedores también de las arenas y los pedregales, transitaban tan sólo por las pistas, de pozo a pozo, de pueblo a pueblo, temerosos de las grandes extensiones desconocidas.

Únicamente los tuareg, y en especial los tuareg solitarios, afrontaban sin miedo a la "tierra vacía", aquella que no era más que una mancha blanca en los mapas, donde la temperatura hacía hervir la sangre en los mediodías calurosos, no crecía ni el más leñoso de los arbustos, e incluso las aves migradoras las esquivaban en sus vuelos a cientos de metros de altura.

Gacel había atravesado dos veces en su vida una de esas manchas de "tierra vacía". La primera fue un reto cuando quiso demostrar que era un digno descendiente del legendario Turki, y la segunda, ya hombre, cuando quiso demostrarse a sí mismo que seguía siendo digno de aquel Gacel capaz de arriesgar la vida en sus años mozos.

El infierno de sol y calor; el horno desolado y enloquecedor, ejercían una extraña fascinación sobre Gacel; fascinación que nació una noche, muchos años atrás, cuando al amor de la lumbre oyó hablar por primera vez de "la gran caravana" y sus setecientos hombres y dos mil camellos tragados por una "mancha blanca" sin que ni uno solo de esos hombres o bestias regresara jamás.

Se dirigía de Gao a Trípoli y estaba considerada como la mayor caravana que los ricos mercaderes "haussas" organizaron nunca, guiada por los más expertos conocedores del desierto, transportando a lomos de elegidos meharis una auténtica fortuna en marfil, ébano, oro y piedras preciosas.

Un lejano tío de Gacel, del que él llevaba el nombre, la custodiaba con sus hombres, y también se perdió para siempre, como si jamás hubieran existido; como si hubiera sido sólo un sueño.

Muchos fueron los que en los años siguientes se lanzaron a la loca aventura de reencontrar sus huellas con la vana esperanza de apoderarse de unas riquezas que, según la ley no escrita, pertenecían a quien fuera capaz de arrebatárselas a las arenas, pero las arenas guardaron bien su secreto. La arena era capaz, por sí sola, de ahogar bajo su manto ciudades, fortalezas, oasis, hombres y camellos, y debió llegar, violenta e inesperada, transportada en brazos de su aliado, el viento, para abatirse sobre los viajeros, atraparlos y convertirlos en una duna más entre los millones de dunas del "erg".

Cuántos murieron después persiguiendo el sueño de la mística caravana perdida, nadie podía decirlo, y los ancianos no se cansaban de rogar a los jóvenes que desistieran en tan loco intento:

"—Lo que el desierto quiere para sí, es del desierto —decían—. Alá proteja al que trate de arrebatarle su presa." Gacel ambicionaba tan sólo desvelar su misterio; la razón por la que tantas bestias y tantos hombres desaparecieron sin dejar rastro, y cuando se encontró por primera vez en el corazón de una de las "tierras vacías", lo comprendió, pues se podría pensar que no setecientos, sino siete millones de seres humanos se diluirían fácilmente en aquel abismo horizontal del que lo extraño era que alguien, no importaba quien, saliera con vida.

Gacel salió. Por dos veces. Pero "imohags" como él no había muchos y por ello el "Pueblo del Velo" respetaba a Gacel "el Cazador, inmouchar" solitario que dominaba territorios que ningún otro pretendió nunca dominar.

3

Aparecieron ante su "jaima" una mañana. El anciano se encontraba en las puertas mismas de la muerte y el joven, que le había transportado a hombros los dos últimos días, apenas pudo susurrar unas palabras antes de caer sin sentido.

Ordenó que acondicionaran para ellos la mejor de las tiendas y sus esclavos y sus hijos los atendieron día y noche en una desesperada batalla por conseguir, contra toda lógica, que continuasen en el mundo de los vivos.

Sin camellos, sin agua, sin guías, y no perteneciendo a una raza del desierto parecía un milagro de los Cielos que hubieran logrado sobrevivir al pesado y denso "sirocco" de los últimos días.

Llevaban, por lo que pudo comprender, más de una semana vagando sin rumbo por entre las dunas y los pedregales, y no supieron decir de dónde venían, quiénes eran, ni hacia dónde se encaminaban. Era como si hubieran caído de pronto en una de aquellas estrellas fugitivas y Gacel los visitó mañana y tarde, intrigado por su aspecto de hombres de ciudad, sus ropas, tan inadecuadas para recorrer el desierto, y las incomprensibles frases que pronunciaban entre sueños en un árabe, tan puro, y educado, que el targuí no conseguía apenas descifrar.

Por fin, al atardecer del tercer día, encontró despierto al más joven, que inmediatamente quiso saber si se encontraban muy lejos aún de la frontera.

Gacel le miró con sorpresa:

—¿Frontera? —repitió—. ¿Qué frontera? El desierto no tiene fronteras. Al menos, ninguna que yo conozca.

—Sin embargo —insistió el otro—, tiene que existir una frontera. Está por aquí, en alguna parte.

—Los franceses no necesitan fronteras. —Le hizo notar—. Dominan el Sáhara de punta a punta.

El desconocido se irguió sobre el codo y le observó con asombro.

—¿Franceses? —inquirió—. Los franceses se fueron hace años. Ahora somos independientes —añadió—. El desierto está formado por países libres e independientes. ¿Es que no lo sabías?

Gacel meditó unos instantes. Alguien, alguna vez, le había hablado de que, muy al Norte, se estaba librando una guerra en la que los árabes pretendían sacudirse el yugo de los "rumis", pero no prestó atención al hecho, pues esa guerra venía librándose desde que su abuelo tenía memoria.

Para él ser independiente era vagar a solas por su territorio y nadie se había molestado en venir a comunicarle que pertenecía a un nuevo país.

Negó con un gesto:

—No. No lo sabía —admitió confuso—. Ni sabía tampoco que existiera una frontera. ¿Quién es capaz de trazar una frontera en el desierto? ¿Quién evita que el viento lleve la arena de un lado a otro? ¿Quién impedirá que los hombres la atraviesen?

—Los soldados.

Le miró con asombro.

—¿Soldados? No hay suficientes soldados en el mundo para proteger una frontera en el desierto. Y los soldados le temen. —Sonrió levemente bajo el velo que le ocultaba el rostro que jamás descubría cuando se encontraba ante extraños—. Únicamente nosotros, los "imohag", no tememos al desierto. Aquí, los soldados son como agua derramada: la arena se los traga.

El joven quiso decir algo, pero el targuí advirtió que se encontraba fatigado, y le obligó a recostarse en los almohadones:

—No te esfuerces —rogó—. Estás débil. Mañana hablaremos, y quizá tu amigo se encuentre mejor. —Se volvió a mirar al anciano, y por primera vez advirtió que no debía ser tan viejo como había imaginado en un principio, aunque sus cabellos eran blancos y ralos, y su rostro aparecía surcado de profundas arrugas—. ¿Quién es? —inquirió.

El otro dudó unos instantes. Cerró los ojos y musitó quedamente:

—Un sabio. Investiga la historia de nuestros antepasados más remotos.

Nos dirigíamos a Dajbadel cuando nuestro camión se averió.

—Dajbadel está muy lejos, —le hizo notar Gacel, pero se había sumido en un sueño profundo—. Muy, muy lejos hacia el Sur. Nunca llegué hasta allí.

Salió sin hacer ruido, y ya al aire libre experimentó una sensación de vacío en el estómago; como un presentimiento que nunca antes le había asaltado. Algo en aquellos dos hombres aparentemente inofensivos, le inquietaba. No iban armados ni su aspecto hacía temer peligro alguno, pero un hálito de miedo flotaba en torno suyo, y era miedo el que él percibía.

—"Investiga la historia de nuestros antepasados", —había dicho el joven, pero el rostro del otro aparecía marcado por huellas de un sufrimiento tan profundo, que no podían haberse dibujado tan sólo en una semana de hambre y sed en el desierto.

Miró a la noche que llegaba y trató de buscar en ella respuesta a sus preguntas. Su espíritu de targuí y las milenarias tradiciones del desierto, le gritaban que había obrado correctamente al acoger su techo a los viajeros, pues el sentido de la hospitalidad constituía el primer mandamiento de la ley no escrita en los "imohag", pero su instinto de hombre acostumbrado a guiarse por los presentimientos, y el sexto sentido que le había librado tantas veces de la muerte, le susurraban que estaba corriendo un gran riesgo, y los recién llegados ponían en peligro la paz que tanto esfuerzo le había costado conseguir.

Laila surgió a su lado, y sus ojos se alegraron ante la dulce presencia y la portentosa belleza adolescente de la mujer-niña de piel oscura a la que había convertido en su esposa aun en contra de la opinión de los ancianos, que no veían correcto que un "inmouchar" de tan noble alcurnia se uniese legalmente a un miembro de la despreciable casta de los esclavos "akli".

Other books

Little Girl Lost by Tristan J. Tarwater
Before the Larkspur Blooms by Caroline Fyffe
The Traitor's Story by Kevin Wignall
The Devil In Disguise by Sloane, Stefanie
Belgarath the Sorcerer by David Eddings
Mated to Three by Sam Crescent
My Million-Dollar Donkey by East, Ginny;
City Girl by Lori Wick
Miracles in the Making by Adrienne Davenport
Ollie by Olivier Dunrea