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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tuareg (22 page)

BOOK: Tuareg
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Y aumentó el silencio, a tal punto, que Abdul escuchó el golpear de su corazón acelerado, e incluso el palpitar de la sangre en sus sienes.

Cerró los ojos en inútil intento de alejar de su mente semejante paisaje de pesadilla, pero se había clavado de tal forma en su retina, que tuvo la certeza que sería aquella la última visión que tendría en su agonía.

Ni montañas, ni rocas, ni accidentes; nada más que una lisa depresión, una hoja de papel sobre la que podrían haberse escrito todos los libros de este mundo.

"¡Inshallah!" ¿Por qué habría querido Dios, capaz de imaginarlo todo, plasmar allí, de modo tan patente, la realidad de la más absoluta de las nadas?

"¡Inshallah!" Ese había sido su capricho y no quedaba más que aceptar que había conseguido rizar el rizo de su propia obra, creando un desierto dentro del desierto.

Tenía razón Gacel, y el viento acababa en el límite mismo de las dunas para dar paso a un ambiente enrarecido, donde en menos de cien metros, la temperatura aumentaba quince grados, como una bofetada de aire caliente que impelía a retroceder nuevamente en busca de la dulce protección del mar de arena que hasta ese momento se le antojara insoportable.

Iniciaron la marcha cuando el sol se ocultaba ya en el horizonte, pero no por ello refrescó el ambiente, como si aquel lugar maldito permaneciera al margen de las más simples leyes de la Naturaleza, y su masa de aire enrarecido tuviera la virtud de hacerse impenetrable, campana de cristal que aislaba la "tierra vacía" del resto del planeta.

Los camellos berreaban, y era el suyo un grito de terror, porque su instinto les advertía que aquel suelo duro, caliente y firme, conducía al final de todos los caminos.

Con la oscuridad llegaron las estrellas de las que Gacel escogió una a la que habrían de seguir constantemente, y más tarde hizo su aparición una pálida luna que proyectó, por primera vez quizá desde el comienzo de los siglos, sombras sobre la blanca llanura fantasmal.

El targuí marchaba a pie con paso constante y monótono de máquina insensible, mientras Abdul montaba la más resistente de las bestias, una hembra joven en la que la fatiga y la falta de agua aún no parecía haber hecho mella, y cuando una claridad lechosa comenzó a borrar del cielo las estrellas, el primero se detuvo, obligó a las bestias a arrodillarse y levantó sobre ellas la ancha tela de pelo de camello.

Una hora después Abdul-el-Kebir comenzó a advertir que se asfixiaba y el aire no bajaba a sus pulmones.

—Agua... —pidió.

Gacel se limitó a abrir los ojos y negar muy levemente con un movimiento de cabeza.

—¡Voy a morir!

—No.

—¡Me voy a morir!

—Deja de moverte. Tienes que permanecer quieto. Como los camellos.

Como yo. Deja que tu corazón se serene y trabaje lentamente y que tus pulmones tomen el mínimo de aire que necesiten. No pienses en nada.

—Sólo un trago —suplicó nuevamente ¡Un trago!

—Sería peor. Beberás a la caída de la tarde.

—¡A la caída de la tarde! —se horrorizó Abdul—. ¡Faltan por lo menos ocho horas!

Pero comprendió que era inútil insistir, cerró los ojos, vació la mente e intentó que cada uno de sus músculos se relajara sin pensar en agua, ni en el desierto que le rodeaba, ni en el terror que se había aposentado, como un ser vivo, en la boca de su estómago.

Trató que su mente abandonara por completo su cuerpo y lo dejara allí, a solas, recostado, en el camello como comprendió que lo hacía el targuí, que parecía haber conseguido su propósito de convertirse en piedra. Y se contempló a sí mismo, dividido en dos partes, de las que una parecía ser simple testigo, ajeno por completo a la realidad de la sed, el calor, o el desierto, mientras la otra se había convertido en una cáscara vacía; una envoltura humana incapaz de sentir o padecer.

Y, sin llegar a dormirse por completo, se evadió hacia lugares muy lejanos; hacia tiempos pasados, más felices; hacia el recuerdo de sus hijos, a los que había visto por última vez siendo unos niños y que se habrían convertido ya en hombres y en padres de otros niños.

Se entremezclaron en su mente ideas, realidad y fantasía, y se agolparon al tiempo escenas vividas intensamente con otras, aparentemente más auténticas, y que no eran, sin embargo, más que fruto de su imaginación desenfrenada.

Despertó por dos veces, angustiado por la idea de que continuaba preso, y le angustió aún más la realidad de que era libre, porque su cárcel se había convertido en la mayor prisión que hubiera existido jamás sobre la Tierra.

Y el targuí continuaba allí, frente a él, como una estatua, sin realizar un solo movimiento, casi sin respirar siquiera, y le observó tratando de descubrir qué clase de hombre era, y qué clase de sentimientos despertaba en él.

Le temía. Le temía y respetaba al mismo tiempo; se sentía agradecido por haberle liberado, y era, probablemente, uno de los seres más seguros de sí mismo, rectos y admirables, que hubiera conocido nunca, pero existía algo —tal vez catorce cadáveres que se interponía entre ambos.

O tal vez fuera la diferencia de razas y culturas; el hecho, como Gacel había asegurado, de que un hombre de la costa jamás aprendería a conocer a un targuí ni a aceptar sus costumbres.

El tuareg era el único que, entre todos los pueblos islámicos, que, aun siguiendo fielmente las enseñanzas de Mahoma, pregonaban la igualdad de sexos, y sus mujeres, no sólo jamás se habían cubierto el rostro con un velo —a diferencia de los hombres—, sino que gozaban de absoluta libertad hasta el momento de casarse, sin rendir cuentas de sus actos, ni a sus padres, ni a su futuro esposo, que, por lo general, era escogido por ellas, según sus sentimientos.

Eran famosas en el desierto las "Fiestas de Solteros" de los tuareg; los "Ahal" en que muchachos y muchachas se juntaban a cenar a la luz de la hoguera, contar historias y tocar el "amzad" de una sola cuerda, bailando en grupo hasta altas horas de la madrugada; horas en las que las mujeres tomaban las palmas de las manos de los hombres y trazaban sobre ellas dibujos cuyo significado únicamente los de su raza conocían, y que indicaban qué clase de acto de amor deseaban para esa noche.

Luego, cada pareja se perdía en la oscuridad, a buscar en las dunas, sobre la blanda arena y la blanca "gandurah" extendida sobre ella, la satisfacción a los deseos expresados en la palma de la mano.

Para un árabe tradicional, celoso de la virginidad de la que habría de ser su esposa o del honor de su hija, semejantes costumbres iban mucho más allá de los límites del simple escándalo, y Abdul sabía de países, como Arabia y Libia, e incluso regiones de su propia patria, donde por muchísimo menos se lapidaba o cortaba la cabeza a los culpables.

Pero los "imohag" habían defendido el derecho de sus mujeres al sexo, a vestir como les viniera en gana o a tener voz y voto en los asuntos familiares, desde los viejos tiempos de la expansión mahometana, cuando más rígido y exigente se mostraba el fanatismo religioso.

Era un pueblo que, desde que se tenía memoria de su aparición sobre la faz de la Tierra, habían sabido aceptar lo mejor de cuanto se le ofrecía, rechazando cuanto coartaba su libertad y su carácter, y aun sabiéndolo ingobernable, Abdul-el-Kebir se hubiera sentido feliz y orgulloso de ser su líder.

Los tuareg hubieran sabido aceptar y comprender lo que él trataba de ofrecer, jamás le habrían traicionado, y jamás habrían consentido que otros le traicionaran, porque cuando los de su estirpe juraban obediencia a un "amenokal", esa obediencia iba más allá de la muerte.

Pero los hombres de la costa, los que le habían aclamado hasta enloquecer cuando logró expulsar a los franceses ofreciéndoles por primera vez una patria y una razón para sentirse orgullosos de sí mismos, no supieron mantener su juramento de fidelidad, y se escondieron en lo más profundo de sus miserables chozas en cuanto presintieron el peligro.

—¿Qué es ser socialista? —le había preguntado Gacel la primera noche, cuando aún tenían ganas de hablar y cabalgaban uno junto a otro sobre los bamboleantes camellos.

—Es pretender que la justicia sea igual para todos.

—¿Tú eres socialista?

—Más o menos.

—Crees que todos, "imohag" y sirvientes, somos iguales.

—¿Ante la ley?, sí.

—No me refiero a la ley. Me refiero a que sirvientes y señores seamos iguales por completo.

—En cierto modo. —Trató de descubrir adónde quería ir a parar sin comprometerse—. Los tuareg sois los últimos seres de la Tierra que aún mantenéis esclavos sin avergonzaros de ello. No es justo.

—Yo no tengo esclavos. Tengo sirvientes.

—¿De veras? ¿Y qué haces si uno escapa y no quiere trabajar más para ti?

—Lo busco, lo azoto y lo traigo de regreso. Nació en mi casa y le di agua, comida y protección cuando no podía valerse por sí mismo. ¿Qué derecho tiene a olvidarlo y marcharse cuando ya no me necesita?

—El derecho a su propia libertad. ¿Aceptarías tú ser sirviente de otro, por el hecho de que te alimentó cuando eras niño? ¿Hasta cuándo debes pagar esa deuda?

—No es el caso. Yo nací "imohag". Ellos nacieron "aklis".

—¿Y quién ha dispuesto que un "imohag" es superior a un "akli"?

—Alá. Si no fuera así, no los hubiera hecho cobardes, ladrones y serviles. Ni nos hubiera hecho a nosotros valientes, honrados y orgullosos.

—¡Demonios! —exclamó—. Hubieras sido el más fanático de los fascistas.

—¿Qué es un fascista? —Aquel que proclama que su estirpe es superior a todas las demás.

—En ese caso, soy fascista.

—Realmente lo eres —admitió convencido—. Aunque estoy seguro de que si supieras lo que realmente significa, renunciarías a ello.

—¿Por qué? —No es algo que se pueda explicar dando tumbos sobre un camello que parece borracho. Será mejor que lo dejemos para otra ocasión.

Pero esa otra ocasión no se había presentado, y Abdul abrigaba el convencimiento de que cada día disminuían las posibilidades de que llegara, pues la fatiga, el calor y la sed, los iban agotando, y el simple hecho de pronunciar una palabra comenzaba a requerir un esfuerzo sobrehumano.

Cuando al fin despertó por completo, Gacel había levantado el campamento y afianzaba una vez más la carga sobre tres de los animales.

Con un gesto de la cabeza señaló al cuarto:

—Tendremos que matarlo esta noche.

—Atraerá a los buitres, y los buitres atraerán a los aviones. Encontrarán nuestra pista.

—Los buitres no se aventuran en la "tierra vacía" —había tomado un pequeño cazo de estaño que llenó de agua y se lo entregó—. El aire es demasiado caliente.

Bebió con ansia y ofreció de nuevo el recipiente, pero el targuí ya había cerrado firmemente la "gerba".

—No hay más.

—¿Eso es todo? —se asombró Abdul—. Ni siquiera me he humedecido la garganta.

Gacel señaló nuevamente al camello.

—Esta noche beberás su sangre. Y comerás su carne. Mañana comienza el Ramadán.

—¿El Ramadán? —repitió asombrado—. ¿Crees que estamos en condiciones de respetar las leyes del ayuno en semejante situación? Hubiera jurado que el targuí sonreía.

—¿Quién mejor que nosotros para respetarlas en este momento? —quiso saber¿ Y qué mejor destino para nuestros sufrimientos? Los animales se habían puesto en pie y tendió la mano para ayudarle a erguirse.

—¡Vamos! —rogó—. El camino es largo.

—¿Cuántos días durará este martirio? Negó convencido:

—No lo sé. Te doy mi palabra de que no lo sé. Recemos para que Alá lo haga lo más corto posible, pero ni siquiera en sus manos está empequeñecer el desierto. Así lo creo, y así seguirá.

33

El sargento mayor Malik-el-Haideri negó con firmeza una vez más:

—Nadie sacará agua de este pozo, ni de ninguno en quinientos kilómetros a la redonda, hasta que averigüe dónde se esconde la familia de Gacel Sayah.

El anciano se encogió de hombros, impotente:

—Se fueron. Levantaron el campamento y se fueron. ¿Cómo podemos saber adónde? —Los tuareg sabéis cuanto ocurre en el desierto. No muere un camello, ni enferma una cabra sin que la voz corra de boca en boca. Ignoro cómo lo hacéis, pero es así. Me tomas por estúpido si pretendes hacerme creer que toda una familia, con sus "jaimas", sus animales, sus niños y sus siervos, puede desplazarse de un lado a otro del territorio sin que nadie lo advierta.

—Se fueron.

—¿Adónde? —No lo sé.

—Tendrás que averiguarlo si quieres agua.

—Mis animales morirán. Y mi familia también.

—No me culpes a mí. —Le señaló acusadoramente con el dedo, golpeándole repetidamente el pecho, lo que hizo que el anciano estuviera a punto de echar mano a su gumía—. Uno de los tuyos —añadió—, un sucio asesino, ha matado a muchos de los míos. Soldados de los que os protegen de los bandidos; de los que buscan agua, cavan pozos y los mantienen libres de arena.

De los que van en pos de las caravanas cuando se han perdido, arriesgando su vida en el desierto. —Agitó la cabeza una y otra vez—. No. No tenéis derecho a agua, ni a la vida, hasta que encuentre a Gacel Sayah.

—Gacel no está con su familia.

—¿Cómo lo sabes? —Porque lo andáis buscando por la "tierra vacía" de Tikdabra.

—Podemos estar equivocados. Y si no lo encontramos un día u otro tendrá que regresar junto a los suyos. —Su tono de voz cambió volviéndose conciliador y convincente—. No queremos hacer daño a su familia. No tenemos nada en contra de su mujer o de sus hijos. Únicamente lo queremos a él, y nos limitaremos a esperarle. Pronto o tarde, tendrá que aparecer.

El anciano agitó la cabeza negativamente.

—No aparecerá —replicó—. Si estáis cerca, no aparecerá jamás, porque conoce mejor que nadie el desierto.

—Hizo una pausa—. Y no es digno de guerreros, ni soldados, mezclar a mujeres y niños en luchas de hombres.

Es una tradición y una ley tan antigua como el mundo.

—¡Escucha, viejo! —La voz volvió a ser dura, cortante y amenazadora—. No he venido hasta aquí para recibir lecciones de moral. Ese cerdo, al que Alá confunda, asesinó a un capitán en mis narices, raptó al gobernador, degolló a unos pobres muchachos que dormían y está convencido de que puede burlarse de todo un país. ¡Y no es así! Te juro que no es así. De modo que elige.

El anciano se puso en pie y se alejó lentamente del borde del pozo sin responder palabra. No había dado cinco pasos, cuando Malik gritó:

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