A finales de 1917, Joyce creía tener ya una gran parte del libro —tal vez, sin embargo, no sería ni la mitad del resultado final, que no preveía tan largo—: entonces pensó en ir publicando ya lo escrito, en forma serial, tal vez como manera de estimularse y obligarse a sí mismo a llevar la novela, a plazo fijo, a un término que todavía no veía muy claro. Naturalmente, Joyce brindó la publicación a Harriet Shaw Weaver, en
The Egoist
, donde había aparecido el
Retrato
. Pero aquí se iba a plantear más agudamente el problema que ya había previsto Joyce cuando trabajaba en el
Retrato
, según escribió a Stanislaus: «Lo que escribo con las intenciones más lúgubres, será considerado como obsceno».
El puritanismo anglosajón no podía —entonces— admitir la franqueza absoluta de la obra joyceana, que anota todas las tonterías e indecencias que pudieran írseles pasando por las mentes a sus criaturas narrativas. Probablemente una tradición católica —y aún más si jesuítica, como la de Joyce— da ciertas facilidades para semejante franqueza de cinismo total —que, en definitiva, es también franqueza para con nosotros mismos, en cuanto que reconocemos que nuestra mente tiene no poco de semejante con cualquier mente que se destape—: y no sólo por la costumbre de la confesión, con su examen previo, incluso de pensamientos, sino por la conciencia de que siempre estamos pasando de justos a pecadores y viceversa, por lo que no importa demasiado reconocer las propias faltas y vicios, y, en concreto, la tendencia de nuestro pensamiento a la deriva, en su impunidad solitaria, a pararse en lo que no debe. Como ya dijo el vulgo, o sea Campoamor, la vida es
pecar, hacer penitencia, y luego vuelta a empezar. |
Basta que la muerte no sea «supitaña» y deje un momento para el trámite final, pues, como dijo Don Juan Tenorio,
un punto de contrición da al alma la salvación. |
(Los italianos saben llegar aún más lejos que los españoles en el uso de la autoacusación como hábil coartada: «Sono un porco!» grita Aldo Fabrizi en el final de
Prima Communione
, y queda así como un señor, dispuesto a recomenzar sus pequeñas porquerías.)
En cambio, en la tradición calvinista puritana, con su intenso sentido de predestinación, entre los «santos» y los que se van a condenar, resulta más escandaloso semejante destape total de la conciencia, porque, a ese nivel básico, en la «palabra interior», el lector puede desconfiar de pertenecer a los «santos» al descubrirse tan parecido en su mecanismo mental a los personajes literarios —por más que procure reprimir y limpiar su pensamiento—:
Hyppocrite lecteur, mon semblable, mon frère!
Para la publicación de la obra joyceana —lo mismo en Inglaterra que en los Estados Unidos— las barreras eran múltiples y temibles (hablamos en pretérito porque, aunque tal vez las leyes sigan siendo las mismas, hoy no se suele pensar en los países anglosajones que un libro tenga el menor efecto en la moral pública). Ante todo, la acusación de obscenidad se juzgaba referida a pasajes, e incluso frases, e incluso palabras sueltas, sin poder apelar al contexto —criterio éste según el cual la Biblia debería estar prohibida, al menos en su Antiguo Testamento. Además, los impresores eran los primeros responsables de toda posible indecencia, sin poder descargarse en editores o autores. Después venían —y vienen, con toda actualidad— las autoridades postales, que de hecho funcionan como censura gubernativa, con atentos lectores y activos hornos crematorios, en cuestiones de obscenidad y de subversión política. Y, por encima de todo, la autoridad judicial, dispuesta a actuar a requerimiento de individuos o sociedades dedicadas a la persecución de la indecencia.
Harriet Shaw Weaver, despreciando su propio riesgo, hubo de pasar un año buscando tipógrafo, hasta que encontró uno que se atrevió a imprimir —y eso con algunos cortes— los capítulos [
2
], [
3
], [
6
] y [
10
]. (El matrimonio Virginia-Leonard Woolf rechazó la oferta de ser coeditores e impresores, en su prensa de mano de la Hogarth Press.) Para entonces, Joyce, impaciente, ya había recurrido a Ezra Pound, con la esperanza de hallar más libertad en Estados Unidos. Pound envió los tres primeros capítulos a la
Little Review
, nacida en Chicago en 1914 y recién trasladada a Nueva York, bajo la inspiración de Margaret Anderson, quien, apenas leyó el primer párrafo del capítulo [
3
], dijo «Lo imprimiremos aunque sea el último esfuerzo de nuestra vida». Pero tampoco fue fácil encontrar un tipógrafo igualmente entusiasta: al fin, un serbocroata, insensible a los atrevimientos verbales en inglés, se prestó a ello. Lo malo de la publicación por capítulos en la revista era que si una sola de las entregas era condenada, ya no podría publicarse el libro en su integridad, pero Joyce desoyó el prudente consejo de abandonar la serialización y reservar toda la batalla para el libro entero una vez acabado. Y, en efecto, los censores de Correos, verdaderos Argos de asombrosa capacidad de lectura, no tardaron en caer sobre la minoritaria revistilla, confiscando y quemando los números donde iban los capítulos [
8
], [
9
] y [
12
]. Si el lector observa de cuáles se trata —sobre todo [
9
] y [
12
]— se asombrará de tal quema: el caso de [
8
] es especialmente interesante, porque, aparte de algún vago ensueño erótico de Bloom, lo que escandalizó debió ser la crudeza con que se pinta el acto de comer y beber, amén de las ventosidades finales.
Joyce, cuyos inocentes
Dublineses
ya habían ardido inéditos en su primera edición, comentó: «Es la segunda vez que me queman en este mundo, así que espero pasar por el fuego del purgatorio tan deprisa como mi patrono San Luis Gonzaga». Pero aún hubo algo peor: el capítulo [
13
], con exhibicionismo distante de ropa interior de Gerty MacDowell, fue denunciado por la Sociedad para la Prevención del Vicio, de Nueva York, y, a pesar de brillantes defensas de orden literario, fue condenado a multa y abandono de la publicación. Era en 1921: las víctimas tuvieron conciencia de un paralelo con los procesos en que —en un mismo año (1875) y con el mismo fiscal, por cierto, secreto autor de versos pornográficos— fueron condenados
Les fleurs du mal
y
Madame Bovary
. Pero la obra de Baudelaire pudo seguir editándose con la exclusión de las
pièces condamnées
, y la condena de
Madame Bovary
fue más bien una reprimenda, incluso buena propaganda para las posteriores ventas del libro —con horror de Flaubert ante tal malentendido.
Quedaba una última posibilidad: París. James Joyce, en 1920, se había instalado en París, con su familia, tras un intento de reestablecimiento en Trieste, y pensando detenerse sólo unos días de camino a Londres. Ezra Pound, ya establecido en París, aconsejó a Joyce asentarse allí, uniéndose así los dos a la multitud de americanos literarios de los años veinte —Hemingway, Faulkner…—, presidida por la exilada de antes de la guerra, Gertrude Stein —quien, por cierto, sentiría luego grandes celos de Joyce, reivindicando su primacía en ciertas invenciones técnicas.
El consejo de Pound resultó ser tan sano como todos los suyos —y no sólo con Joyce: es sabido qué bien corrigió a Eliot su
Waste Land
, precisamente por entonces. En efecto, James Joyce, apenas llegado, conoció a Sylvia Beach, una joven americana que acababa de abrir una librería de lengua inglesa, Shakespeare & Co., a la vuelta de la esquina de la célebre Maison des Amis du Livre, de su amiga Adrienne Monnier. Sylvia Beach, al saber los problemas censoriales de Joyce, empezó a actuar como su propagandista, buscándole el apoyo de la crítica francesa. Ante todo, hizo leer el
Retrato
a Valéry Larbaud, comprensivo y abierto a diversas literaturas del mundo —en España, Gabriel Miró y Ramón Gómez de la Serna disfrutaron de su aplauso y su amistad—, aparte de fino creador él mismo —su
Fermina Márquez
es una de esas novelas menores que no se olvidan. Larbaud, impresionado por el
Retrato
, quiso conocer al autor, lo cual organizó hábilmente Sylvia Beach en una fiesta navideña, cantando
carols
en cordial reunión: allí, Larbaud pidió los capítulos de
Ulises
ya aparecidos en revista. Apenas recibidos, escribió a Sylvia Beach: «Estoy leyendo
Ulises
. En realidad no puedo leer otra cosa, no puedo ni pensar en otra cosa». Acabada la lectura, una semana después, volvía a escribir: «Estoy loco delirante por
Ulises
. Desde que leí a Whitman, a mis 18 años, ningún libro me ha entusiasmado tanto… ¡Es prodigioso! Tan grande como Rabelais: el señor Bloom es inmortal como Falstaff». Y se puso a traducir unos fragmentos para la
Nouvelle Revue Française
.
Esto ocurría un poco antes de la condena judicial en Nueva York: al producirse ésta, Sylvia Beach decidió editar ella misma
Ulises
en París, tarea a la que iba a dedicar sus próximos años, bien absorbidos por las exigencias y meticulosidades de Joyce: el rechazo judicial angloamericano contrastaba con la devoción sin límites de aquella mujer —devoción a
Ulises
, no a todo lo de su autor sin discriminación: cuando conoció
Finnegan’s Wake
lo definió sarcásticamente con un juego de palabras también muy joyceano, como a
Wholesale Safety-Pun
Factory, con alusión a
safety-pin
: «una fábrica de juegos de palabras de seguridad [imperdibles] al por mayor». Para ayudar a la financiación del libro, se buscaron mil suscriptores de una primera edición de lujo, cuya lista incluía nombres tan curiosos como el de Winston Churchill. En cambio Bernard Shaw, después de contestar a la petición haciendo un gran elogio de lo que había leído de Joyce, concluía: «Pero no conoce usted lo que es un irlandés, y de edad, si cree que está dispuesto a pagar 150 francos por un libro».
La impresión se anunciaba compleja —ya la copia a máquina había sido épica: Joyce empezó por pedir seis juegos de pruebas, en todos los cuales se lanzó a hacer añadidos y correcciones que a menudo extraviaba y enredaba, también por culpa de su vista, cada vez peor. (Todavía en 1975 no se dispone de un texto de
Ulises
limpio de errores: hay noticias de que se prepara para antes de 1980, ¡en Alemania!) Además, el impresor de Sylvia Beach, Darantière, estaba en Dijon, con los consiguientes enredos de envíos y comunicaciones. Y lo más curioso es que, a todo esto, el libro no estaba terminado: Joyce tenía aún pendiente mucho trabajo en los capítulos finales mientras corregía pruebas de los primeros. Y, para acabar de complicar, Joyce estaba empeñado en que el libro saliera el día que él cumplía cuarenta años —y ya adelantamos que lo consiguió: gracias al maquinista del tren de Dijon, pudo festejar su cumpleaños con un ejemplar de esa edición, para cuya cubierta se había ido ensayando cuidadosamente el color hasta lograr el azul que, como fondo de la tipografía en blanco, representaba para Joyce lo griego —mar y espuma, y la bandera griega—, así como, quizá, la ropa interior de Gerty MacDowell en [
13
].
Las reediciones se fueron sucediendo con frecuencia y regularidad. Empezó entonces la ridícula historia de los intentos de introducir
Ulises
en los países de lengua inglesa —aparte de los ejemplares contrabandeados por turistas o filtrados por correo. Harriet Shaw Weaver, invocando contratos previos con Joyce, se puso de acuerdo con Shakespeare & Co. para que la segunda y sucesivas ediciones llevaran el sello de The Egoist Press, aunque inevitablemente impresas en Francia: de los 2000 ejemplares de la segunda, se envían a Nueva York 500, confiando en el país de la libertad, pero son quemados todos: la tercera edición consta de 500 ejemplares, enviados a Inglaterra y confiscados —todos menos uno— por los aduaneros. Las ediciones 4.ª a 12.ª vuelven a tener el sello de Shakespeare & Co.: en 1932, una firma surgida en Hamburgo bajo el apropiado nombre The Odyssey Press se hace cargo del libro —de la 13ª edición, en dos volúmenes, impresa en Leipzig, es nuestro ejemplar.
A todo esto, en 1926, un editor poco escrupuloso de Nueva York lleva a cabo la ocurrencia de editar
Ulises
, jurídicamente mostrenco, en entregas mensuales de una revista, suprimiendo todo lo que pudiera ofender los castos ojos postales. Se organiza una protesta firmada por escritores de diversos países —muchos de los cuales, sin duda, no habían leído el libro; así, Unamuno. Comienzan también las traducciones, ante todo la alemana, luego la francesa, de compleja elaboración en grupo («traduction d’Auguste Morel revue par Valéry Larbaud, Stuart Gilbert et l’auteur»), que, a fuerza de argot, exagera y aun desvía el sentido del estilo original; la checa; dos japonesas en 1930 —año en que sale el libro de Stuart Gilbert,
James Joyce’s «Ulysses»
en que cita abundantemente el prohibido texto, ensalzándolo como obra maestra. Poco a poco, la situación parece madura para una prueba legal en los tribunales norteamericanos, que se provoca en 1933 enviando un ejemplar por correo y avisando a las autoridades para que lo confisquen. El juez neoyorquino de la causa, J. M. Woolsey, admitió el libro en un veredicto con coartadas de buena gracia literaria: «Respecto a las repetidas emersiones del tema sexual en las mentes de los personajes, debe recordarse siempre que el ambiente era céltico y su estación la primavera». Y añadía «Me doy cuenta sobradamente de que, debido a ciertas escenas,
Ulises
es un trago más bien fuerte para pedir que lo tomen ciertas personas sensitivas, aunque normales. Pero mi meditada opinión, tras larga reflexión, es que, si bien en diversos pasajes el efecto de
Ulises
en el lector es sin duda un tanto emético [vomitivo], en ningún lugar tiende a ser afrodisíaco». Random House lanza entonces rápidamente el libro: en vano la autoridad fiscal lleva el asunto a un tribunal superior, cuya mayoría también admite el libro.
Todavía hubo que esperar a otoño de 1936 para que Inglaterra permitiera la edición del libro proscrito (y es curioso que su entusiástico admirador T. S. Eliot, por miedo, perdiera la oportunidad de que lo sacara la editorial de que él era asesor).
No es mera curiosidad retrospectiva señalar, con forzosa brevedad, cómo se fue viendo y enjuiciando
Ulises
. Y es ésta una historia que, significativamente, empieza antes incluso de la publicación del libro: ya Valéry Larbaud lo anunció en París, en resonante conferencia de diciembre de 1921 —recogida en la
Nouvelle Revue Française
de abril siguiente, junto con la traducción de un fragmento—, bajo la óptica de la referencia a la
Odisea
, clave comunicada por el propio autor a Larbaud, pero que el lector no encuentra en el libro, salvo en el título. En cambio, los primeros críticos ingleses, libres del esquema
Odisea
, fueron más al grano —y es de notar que recensionaban un libro de publicación prohibida en su propio país, auténtica propaganda de una mercancía de contrabando. Ya antes de la aparición de
Ulises
, en abril de 1921, basándose sólo en los capítulos publicados en la
Little Review
, R. Aldington, en
English Review
, había preludiado, a elegante altura, el general conflicto de sentimientos de la crítica británica —admiración literaria, susto ante la total franqueza sin tapujos—: