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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Último intento (39 page)

BOOK: Último intento
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—Caramelos PayDay —Le digo a Marino. Miro a Kiffin cuando abro mi bolso. —¿Conoce a alguien de por aquí que coma muchos caramelos PayDay y arroje los envoltorios?

—Bueno, eso no proviene de mi casa. —Como si la hubiéramos acusado, o quizás el culpable es Zack y su debilidad por los dulces.

Yo no llevo mi estuche de aluminio para escenas del crimen allí donde no hay cuerpo, pero siempre tengo un equipo de emergencia en mi bolso, una conservadora de frío que contiene, entre otras cosas, guantes descartables, bolsas para pruebas, hisopos, un pequeño frasco de agua destilada y equipos para residuos de disparos de armas de fuego. Le quito la tapa a uno de estos equipos, que no es más que un pequeño tubo transparente de plástico con una punta adhesiva que utilizo para recoger tres pelos de la almohada y dos de la manta. Sello el tubo y los pelos dentro de una pequeña bolsa transparente de plástico para pruebas.

—¿No le importa decirme para qué hace eso? —me pregunta Kiffin.

—Creo que pondré toda esta basura en una bolsa y me la llevaré a los laboratorios. —De pronto Marino se muestra controlado, tan calmo como un jugador de póquer. Sabe cómo manejar a Kiffin y ahora es preciso hacerlo porque él también sabe que las personas hipertricóticas tienen pelo fino, no pigmentado, rudimentario como el de un bebé. Sólo que el pelo de los bebés no tienen quince o más centímetros de largo, como el pelo que Chandonne dejó en sus escenas del crimen. Es posible que Jean-Baptiste Chandonne haya estado en este campamento. —¿Usted maneja esto sola? —Le pregunta Marino a Kiffin.

—Sí, bastante sola.

—¿Cuándo se fue la familia que estaba en la carpa? No estamos en un clima como para dormir en carpa.

—Estaban aquí justo antes de que empezara a nevar. A fines de la semana pasada.

—¿Sabe por qué se fueron tan deprisa? —Marino sigue sondeándola con suavidad.

—No supe nada de ellos, ni una palabra.

—Vamos a tener que examinar mejor todo lo que dejaron atrás.

Kiffin se sopla las manos desnudas para calentárselas un poco, se
abraza y
gira para quedar de espaldas al viento. Mira hacia su casa y casi se la puede ver pensando qué clase de problemas les tiene reservada esta vez la vida a ella y a su familia. Marino me hace señas de que lo siga.

—Aguarde aquí —Le dice a Kiffin—. Enseguida volvemos. Tengo que buscar algo en mi pickup. No toque nada, por favor.

Ella nos observa alejarnos. Marino y yo hablamos en voz baja. Horas antes de que Chandonne se presentara en la puerta de mi casa, Marino había salido con un equipo para buscarlo, y ellos descubrieron dónde se ocultaba en Richmond: en una mansión que estaba siendo remodelada sobre el río James, muy cerca de mi vecindario. Puesto que Chandonne rara vez salía durante el día, suponemos que sus idas y venidas no fueron detectadas mientras estaba escondido en la casa y se servía lo que encontraba allí. Hasta este momento, jamás se nos ocurrió a ninguno de nosotros que Chandonne podía haberse quedado en algún otro lugar.

—¿Piensas que asustó a quienquiera estaba en la carpa para poder usarla él? —Marino abre la puerta de su vehículo y busca en la parte posterior de la cabina donde yo sé que tiene una escopeta. —Porque tengo que decirte algo, Doc. Algo que advertimos cuando entramos en esa casa que da al James fue envoltorios de comida basura por todas partes. Y muchos papelitos de esos que sirven para envolver caramelos. —Toma una caja roja para herramientas y cierra la puerta de la pickup. —Como si el tipo tuviera debilidad por los dulces.

—¿Recuerdas qué clase de comida basura? —recuerdo todas las Pepsis que Chandonne bebió cuando Berger lo entrevistaba.

—Barras de chocolate y no sé si caramelos de la misma marca que los del campamento. Pero sí caramelos. Y maníes. Esas pequeñas bolsitas con maní y, ahora que lo pienso, las envolturas estaban todas rotas.

—Por Dios —murmuro, de pronto petrificada—. Me pregunto si él tendrá un bajo nivel de azúcar en sangre. —Trato de mostrarme clínica, de recuperar mi equilibrio interior, pero el miedo vuelve como una bandada de murciélagos.

—¿Qué demonios hacía ese tipo aquí? —dice Marino y todo el tiempo mira hacia donde está Kiffin a lo lejos, para asegurarse de que ella no toque nada de un lugar que ahora se ha convertido en parte de una escena del crimen. —¿Y cómo demonios llegó aquí? A lo mejor sí tenía un automóvil.

—¿Había algún vehículo en la casa en que se escondía? —Pregunto mientras Kiffin nos observa volver, una figura solitaria en tela escocesa roja, con bocanadas de aliento que parecen humo.

—Los dueños de esa mansión no tenían allí ningún auto mientras la obra se realizaba —me dice Marino con una voz que Kiffin no puede oír—. Tal vez él robó un auto y lo tuvo estacionado en alguna parte en que no se viera demasiado. Yo había dado por sentado que esa alimaña ni siquiera sabía manejar, puesto que por lo general vivía en el sótano de la casa de su familia en París.

—Sí. Más conjeturas —murmuro y recuerdo que Chandonne aseguró que solía conducir una de esas motocicletas verdes para limpiar las veredas de París, algo que en aquel momento me resultó dudoso, pero ya no. Estamos de vuelta junto a la mesa para picnics y Marino apoya allí la caja de herramientas y la abre. Saca un par de guantes de trabajo y se los pone; después abre con un sacudón varias bolsas para basura bien fuertes y yo se las sostengo abiertas. Llenamos tres bolsas y él abre una cuarta y envuelve trozos de plástico negro alrededor del cochecito para bebés y después los sujeta con cinta adhesiva para embalar. Mientras lo hace, le explica a Kiffin que es posible que alguien haya asustado a la familia que estaba en la carpa. Sugiere que tal vez un desconocido reclamó este lugar como suyo, aunque sólo fuera por una noche. ¿En algún momento tuvo ella la sensación de algo fuera de lo común, incluyendo un vehículo desconocido en esa zona, antes del último sábado? —Él pregunta todo esto como si jamás se le hubiera cruzado por la cabeza la posibilidad de que ella opacara la verdad.

Sabemos, desde luego, que Chandonne no podría haber estado aquí después del sábado, porque se encuentra en custodia desde ese día. Kiffin no nos sirve de ayuda. Dice que no notó nada fuera de lo común, salvo que una mañana, bien temprano, ella salió en busca de leña para el fuego y advirtió que la carpa había desaparecido, pero que las pertenencias de la familia seguía estando aquí o, al menos, parte de ellas. No puede jurarlo, pero cuanto más la aguijonea Marino, más está convencida ella de que vio que la carpa había desaparecido alrededor de las ocho de la mañana del viernes último. Chandonne asesinó a Diane Bray el jueves por la noche. ¿Huyó entonces después a esconderse en el condado de James City? Lo imagino apareciéndose en la carpa, ocupada por una pareja y sus pequeños hijos. Una sola mirada y resulta comprensible que ellos hayan corrido a su automóvil y huido a toda velocidad sin tomarse el trabajo de empacar sus cosas.

Llevamos las bolsas de basura a la pickup de Marino y las ponemos en la parte de atrás. Una vez más Kíffin aguarda nuestro regreso, las manos en los bolsillos de su chaqueta, su cara sonrosada por el frío. El motel está justo adelante a través de una serie de pinos: una pequeña estructura blanca con forma de caja, de dos plantas, con puertas pintadas del color de las siemprevivas. Detrás del motel hay más bosques y, después, un arroyo ancho que nace del río James.

—¿Cuántas personas tiene aquí alojadas ahora? —Le pregunta Marino a la mujer que maneja esta espantosa trampa para turistas.

—¿En este momento? Quizá trece personas, dependiendo de si alguien más se ha ido ya. Muchas personas sencillamente se van, dejan la llave en la habitación y yo no sé que se han ido hasta que entro a hacer la limpieza. Mire, dejé mis cigarrillos en la casa —Le dice a Marino, pero sin mirarlo—. ¿Le importaría darme uno?

Marino apoya su caja de herramientas en el sendero. Sacude un cigarrillo del paquete y se lo enciende. El labio superior de la mujer se frunce como papel crepé cuando le da una pitada, inhala hondo y después suelta el humo por un costado de la boca. Mi desesperación por el tabaco aumenta. Mi codo fracturado se queja del frío. No puedo dejar de pensar en la familia de la carpa y el terror que deben de haber sentido… si es verdad que Chandonne se presentó aquí y esa familia existe. Si él vino directamente aquí después de asesinar a Bray, ¿qué fue de su ropa? Tenía que estar cubierta de sangre. ¿Salió de la casa de Bray y vino aquí empapado en sangre, asustó tanto a esos desconocidos como para hacerlos huir de la carpa, y nadie llamó a la policía ni le dijo una palabra a otra persona?

—¿Cuántas personas se alojaban aquí anteanoche, cuando se inició el incendio? —Marino recoge su caja de herramientas y de nuevo comenzamos a caminar.

—Sé cuántos se registraron. —La mujer se muestra imprecisa. —Pero no sé cuántos seguían aquí. Once personas se habían registrado, incluyéndolo a él.

—¿Incluyendo al hombre que murió en el incendio? —Es mi turno de hacer preguntas.

Kiffin me mira.

—Sí, así es.

—Hábleme del momento en que él se registró —Le dice Marino mientras caminamos, nos detenemos un momento para mirar en todas direcciones y después seguimos caminando—. ¿Lo vio llegar en el auto como acabamos de hacer nosotros? Me parece que los automóviles suelen estacionar justo frente a su casa. Ella se pone a negar con la cabeza.

—No, señor. No vi ningún auto. Oí que llamaban a la puerta y yo la abrí. Le dije que fuera a la oficina de al lado, que yo me reuniría allí con él. Era un hombre bien parecido y bien vestido, no con el aspecto de los clientes que suelo tener, eso es evidente.

—¿Él le dijo cómo se llamaba? —Le pregunta Marino.

—Pagó en efectivo.

—¿De modo que si alguien paga en efectivo, entonces usted no les hace escribir nada en el registro?

—Pueden hacerlo si lo desean. Pero no están obligados. Tengo un libro de registro donde se pueden anotar los datos y del que después yo desprendo el recibo. Pero él dijo que no necesitaba recibo.

—¿Tenía alguna clase de acento?

—No parecía ser de esta zona.

—¿Puede ubicar de dónde parecía oriundo? ¿Del norte? ¿Podría ser extranjero? —Marino continúa y volvemos a detenemos debajo de los pinos.

Ella mira en todas direcciones, piensa y fuma mientras la seguimos por un sendero barroso que conduce al estacionamiento del motel.

—No del sur —Decide—. Tampoco parecía de un país extranjero. Pero, bueno, no habló mucho. Dijo lo imprescindible. Yo tuve la sensación de que estaba apurado y un poco nervioso, y no era precisamente conversador.

—Esto parece completamente fabricado. El tono de voz de Kiffin incluso cambia.

—¿Alguien se aloja en estos remolques? —Pregunta entonces Marino.

—Yo los alquilo. En esta época la gente no viene con su propio remolque. No es época de campamento.

—¿Alguien alquila uno ahora?

—No. Nadie.

Enfrente del motel, una silla con el tapizado roto está colocada junto a una máquina expendedora de Coca Cola y un teléfono público. En el estacionamiento hay varios autos de fabricación norteamericana y nada nuevos. Un Granada, un LTD, un Firebird. No hay señales de sus dueños.

—¿A qué clase de personas suele recibir en esta época del año? —Pregunto.

—A una mezcla. —Kiffin sigue caminando cuando cruzamos el estacionamiento y nos dirigimos al ala sur del edificio.

Veo asfalto mojado.

—Parejas que no se llevan bien. Eso pasa mucho en esta época del año. Personas que fastidian y después una o la otra se va o es echada y necesita un lugar para quedarse. O personas que conducen el auto a lo largo de grandes distancias para visitar a la familia y necesitan un lugar para pasar la noche. O, cuando el río crece, como pasó hace un par de meses, algunas personas vienen porque yo permito que traigan sus mascotas. Y, también, turistas.

—¿Personas que vienen a ver Williamsburg o Jamestown? —Pregunto.

—Sí, bastantes personas para ver Jamestown. Ese lugar se ha hecho bastante famoso desde que comenzaron a desenterrar las tumbas. La gente es rara.

Capítulo 22

La habitación diecisiete está en el primer nivel de la punta. La cinta amarilla de escena del crimen cruza la puerta. La ubicación es remota, en el borde mismo de un bosque cerrado que oculta el motel de la ruta 5.

Estoy especialmente interesada en cualquier vegetación o resto que pueda haber en el asfalto directamente frente a la habitación, donde los que acudieron al rescate pudieron haber arrastrado el cuerpo. Advierto suciedad y trozos de hojas secas y colillas de cigarrillos. Me pregunto si el fragmento de envoltura de caramelo que encontré adherido a la espalda del hombre muerto provino del interior de la habitación o de aquí afuera, en el estacionamiento. Si provino del interior del cuarto, eso podría significar que el asesino lo entró o podría significar que el asesino caminó por el camping abandonado o cerca de él en un momento dado anterior al homicidio, a menos que ese trozo de papel haya estado un tiempo en el interior del cuarto, quizá llevado por la misma Kiffin cuando entró a hacer la limpieza después de que el último huésped se retiró. Las pruebas son engañosas. Siempre hay que tomar en cuenta su origen y no sacar conclusiones basadas en el lugar en que terminó. Por ejemplo, las fibras que hay en un cuerpo pueden haber sido transferidas por el asesino, quien las recogió de una alfombra en que originalmente fueron depositadas por alguien que las entró en una casa después de que otro individuo las dejó en la butaca de un automóvil.

—¿Él pidió un cuarto en particular? —Le pregunto a Kiffin mientras ella revisa las llaves que tiene en una argolla.

—Dijo que quería algo privado. La diecisiete no tenía a nadie a ninguno de los lados ni arriba, por eso se la di. ¿Qué le pasó en el brazo?

—Me resbalé en el hielo.

—Qué lástima. ¿Y tendrá que usar eso mucho tiempo?

—No mucho más.

—¿Le parece que el hombre estaba acompañado? —Le pregunta Marino.

—Yo no vi a nadie más. —Habla sucintamente con Marino, pero tiene una actitud más amistosa conmigo. Siento que me mira frecuentemente y tengo la sensación de que ha visto mi fotografía en los periódicos o por televisión. —¿Qué clase de médica dijo usted que era? —me pregunta.

—Soy médica forense.

—Ah. —Se le ilumina la cara. —Como Quincy. Me encantaba ese programa. ¿Recuerda ese personaje que podía decirlo todo acerca de una persona con solo mirar un hueso? —Gira la llave en la cerradura, abre la puerta y el aire se vuelve acre con el hedor sucio del incendio. —Me pareció algo realmente sorprendente. Raza, sexo, incluso cómo se ganaba la vida y qué estatura tenía, y exactamente cuándo y cómo murió, todo a partir de un hueso pequeño. —La puerta se abre de par en par y muestra una escena que es tan oscura y sucia como una mina de carbón. —No tiene idea de lo caro que esto me va a costar —dice cuando pasamos junto a ella y entramos—. El seguro no me cubre una cosa así. Nunca lo hace. Malditas compañías de seguros.

BOOK: Último intento
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