Read Un anillo alrededor del Sol Online
Authors: Clifford D. Simak
Cruzó el vestíbulo del hotel y salió a la calle. Se detuvo en un bar para pedir un café.
—Bonita noche ¿no? —comentó la camarera.
—Así es.
—¿No va a comer nada con el café, señor?
—No —respondió él—, café solo.
Ann se había apresurado a enviarle el dinero y ya lo tenía en su poder, pero acababa de descubrir (sin sorpresa) que no sentía apetito. La muchacha se alejó unos pasos y limpió con un trapo algunas manchas imaginarías del mostrador.
"Un trompo", pensó él. ¿Dónde encajaba el trompo? Lo llevaría a la casa para hacerlo girar allí; así sabría de una vez por todas si había un país encantado. Bueno, no era exactamente así: sabría si era posible volver a ese país.
Y la casa. ¿Qué relación tenía la casa con todo eso? ¿O acaso ni el trompo ni la casa tenían relación alguna con el asunto? En este último caso no se explicaba que Horton Flanders le hubiera escrito: "Regrese a recorrer los caminos que holló durante su niñez. Tal vez encuentre lo que necesita..." o "lo que echa de menos". Lamentablemente no recordaba las palabras exactas de la carta.
Por eso había retornado. Por eso había encontrado el trompo y, más aún, había recuperado el recuerdo del país encantado. Y se preguntó una vez más por qué en tanto tiempo, desde sus ocho años, jamás había recordado ese paseo.
No le quedaban dudas de que esa experiencia debió dejar una profunda impresión en él, pues una vez recobrada por su memoria se le presentaba tan clara y aguda como si acabara de ocurrir. Pero algo le había inducido a olvidarla, tal vez un bloqueo mental. Algo le había hecho olvidar. Y algo le había hecho saber que el ratón de metal deseaba ser atrapado. Y algo le había hecho rechazar instintivamente la propuesta de Crawford. Algo.
La camarera volvió a acercarse y se apoyó con un codo sobre el mostrador.
—En el Grand estrenan una película —dijo—. Me gustaría ir a verla, pero no puedo dejar el trabajo.
Vickers no respondió.
—¿A usted le gusta el cine, señor? —preguntó la chica.
—No lo sé —dijo Vickers—. Voy muy rara vez.
El rostro de la camarera reveló una inmensa piedad por los que no iban al cine.
—A mi me encanta —comentó—. ¡Esas películas son tan naturales...!
El escritor levantó los ojos hacia ella: su cara era como la de todo el mundo. Era el rostro de las dos mujeres que charlaban en el asiento trasero del ómnibus, la de su vecina, la señora Leslie, cuando le hablaba del club de fingidores; la de quienes no se atrevían a conversar consigo mismos ni a estar solos siquiera por un minuto; aquellos que estaban cansados sin saberlo y que tenían miedo sin darse cuenta de ello.
Y era también, sí, el rostro del señor Leslie, que intentaba llenar con mujeres y vino una existencia vacía. Era la agobiante ansiedad que se había convertido ya en elemento común, la que impulsaba a la gente a buscar refugios psicológicos donde no la alcanzaran las bombas de la incertidumbre.
La alegría ya no era suficiente, el cinismo se había desgastado y la ligereza nunca había sido más que una protección temporaria. Por eso todo el mundo huía hacia la droga de la ficción, identificándose con otras vidas, otras épocas, otros lugares..., ya fuera en el cine, frente a la pantalla de televisión o en un club de fingidores. En tanto se era otra persona no hacía falta ser uno mismo.
Vickers acabó su café y salió a las calles silenciosas.
Un avión a chorro pasó por el cielo a baja altura; el murmullo de sus reactores rebotó contra las paredes. El escritor contempló las dos líneas de fuego dibujadas por las luces sobre el horizonte nocturno y siguió caminando sin destino fijo.
Al abrir la puerta de su cuarto Vickers descubrió que el trompo había desaparecido. No estaba ya donde lo había dejado, sobre la silla, luminoso con su pintura nueva; no estaba tampoco en el suelo. Se echó de bruces en el suelo para mirar debajo de la cama. No estaba, ni allí ni en el ropero ni en el pasillo de entrada.
Volvió al cuarto y se sentó en el borde de la cama. Después de tanto trabajo, de tantos planes, el trompo había desaparecido. ¿Quién podía haberlo robado? ¿Para qué podía alguien querer un trompo viejo?
¿Y para qué lo quería él mismo?
Parecía vagamente ridículo sentarse en la cama de un hotel desconocido a formularse tales preguntas. Había creído que por medio del trompo lograría el pasaje al país de las hadas, pero allí, bajo el resplandor blanquecino de la luz del techo, empezaba a notar lo descabellado de sus bufonadas.
La puerta se abrió a sus espaldas. Vickers giró sobre sus talones.
Allí estaba Crawford.
Era aún más corpulento de lo que Vickers recordaba. Parecía llenar todo el vano de la puerta. Permaneció inmóvil, sin un gesto, con excepción de un lento parpadeo.
—Buenas noches, señor Vickers —dijo Crawford—.
¿Puedo pasar?
—Por cierto —dijo Vickers—. Esperaba una llamada suya, pero nunca pensé que se tomaría el trabajo de venir hasta aquí.
Eso era una mentira: no se le había pasado siquiera por la mente la idea de recibir una llamada de ese hombre. Crawford avanzó con toda su corpulencia.
—Esta silla no parece lo bastante fuerte como para resistir mi peso —dijo—. ¿Le molesta si la ocupo?
—No es mía. Rómpala si quiere.
No se rompió. Con gruñidos y rezongos aguantó su carga. Crawford aflojó el cuerpo y suspiró.
—Suelo sentirme mucho mejor con una silla bien maciza.
—Interfirió el teléfono de Ann, ¿no? —dijo Vickers.
—Claro, sin duda. ¿Cómo, si no, hubiera podido encontrarlo? Sabía que tarde o temprano se pondría usted en comunicación con ella.
—Vi llegar el avión. De haber sabido que era usted habría ido a buscarlo con el coche. Tengo que arreglar cierta cuenta con usted.
—No lo pongo en duda —observó Crawford.
—¿Por qué quiso hacerme linchar?
—No tengo el menor interés en hacerlo linchar —replicó Crawford—. Lo necesito demasiado.
—¿Para qué me necesita?
—No lo sé. Esperaba que usted me lo dijera.
—Yo no sé nada —dijo Vickers—. Dígame, Crawford, ¿qué significa todo esto? El día en que fui a hablar con usted, lo que me dijo no era toda la verdad.
—Le dije la verdad, al menos en parte, pero no todo lo que sabemos.
—¿Por qué?
—No sabía quién era usted.
—¿Y ahora lo sabe?
—Sí, ahora lo sé —afirmó el visitante—. Usted es uno de ellos.
—¿Uno de quiénes?
—De los fabricantes de chismes.
—¿Cómo diablos se le ha metido esa idea en la cabeza?
—Por los analizadores. Así les llaman los muchachos de Psicología: analizadores. Son algo incomprensible; no voy a fingir que los entiendo.
—¿Y esos analizadores indicaron que había algo extraño en mi?
—Si —respondió Crawford—. Así son las cosas.
—Si soy uno de ellos, ¿por qué me busca? —preguntó Vickers—. Si soy uno de ellos, ustedes están luchando contra mí, ¿no es cierto? Usted habló de un mundo que estaba entre la espada y la pared, como recordará.
—No diga "si soy", porque lo es sin lugar a dudas. Pero deje de comportarse como si yo fuera su enemigo.
—¿Y no lo es, acaso? Si yo soy lo que usted dice, usted es mi enemigo.
—Usted no comprende. Le voy a proponer una comparación. Retrocedamos a los días en que los hombres de CroMagnon invadieron el territorio de los neanderthalenses...
—No me venga con comparaciones —protestó Vickers—. Dígame directamente qué se trae entre manos.
—No me gusta esta situación. No me gusta la forma que están tomando las cosas.
—Olvida usted que yo no conozco la situación.
—Por eso trato de explicársela con una analogía. Usted es el hombre de CroMagnon; domina el arco y la flecha y la espada. Yo soy el hombre de Neanderthal; no tengo sino un garrote. Usted posee un cuchillo de piedra pulida; yo, un trozo de pedernal mellado que recogí en el lecho de un arroyo. Usted viste cueros y pieles de animales; yo no tengo más abrigo que mi propio pelo.
—No estoy muy seguro —dijo Vickers.
—Tampoco yo. No soy muy experto en el tema. Tal vez di al CroMagnon demasiadas ventajas y puse al de Neanderthal peor de lo que estaba. Pero eso no viene al caso.
—Lo tendré en cuenta. ¿Adónde nos lleva todo eso?
—El hombre de Neanderthal se defendió —dijo Crawford—. ¿Y qué pasó con él?
—Se extinguió.
—Tal vez no hayan perecido a causa del arco y la flecha, sino por otras razones. Tal vez no podían conseguir bastantes alimentos al competir con una raza más avanzada. Quizá los echaron de sus terrenos de caza y murieron de inanición. O quizá murieron de vergüenza ante la horrible certidumbre de que los habrían sobrepasado, de que, en comparación con aquella otra raza, eran poco más que las bestias.
Vickers observó secamente:
—Dudo que los hombres de Neanderthal pudieran desarrollar un complejo de inferioridad muy grave.
—Tal vez la posibilidad no sea aplicable al hombre de Neanderthal, pero sí a nosotros.
—Usted trata de hacerme apreciar toda la profundidad de la escisión.
—Exacto —respondió Crawford—. Usted no comprende la profundidad del odio, el margen de inteligencia y de destreza; tampoco visualiza la desesperación a la que vamos llegando. ¿Quiénes son los desesperados? Se lo diré: son los hombres de éxito, los industriales poderosos, los banqueros los hombres de negocios, los profesionales que gozan de seguridad y de puestos importantes, los que se mueven en círculos sociales que indican la marea alta de nuestra cultura. Si los hombres como usted invaden el mundo, todos ellos perderán sus puestos. Serán neanderthalenses contra los de CroMagnon. Serán como los griegos de Homero atrapados en nuestra tecnología. Naturalmente han de sobrevivir, pero sólo como aborígenes. Su sistema de valores desaparecerá; y ese sistema de valores, tan penosamente construido, es todo lo que tienen para vivir.
Vickers meneó la cabeza.
—Dejémonos de juegos, Crawford. Tratemos de ser honrados por un rato. Usted me ha de creer mucho más informado de lo que estoy. Supongo que me convendría dejarlo en su engaño y fingirme al tanto en todo. Andarme con evasivas. Conseguir que usted descubra su juego. Pero no tengo coraje para hacerlo.
—Ya sé que usted no sabe gran cosa. Por eso quería encontrarlo tan pronto como fuera posible. Por lo que veo usted aún no es del todo mutante; no ha roto la crisálida del hombre común. Una gran parte de su ser pertenece todavía al hombre normal. Se tiende hacia la mutación: hoy más que ayer, mañana más que hoy. Pero esta noche, en este cuarto, usted y yo todavía podemos hablar de hombre a hombre.
—Eso sería siempre posible.
—No —replicó Crawford—. Si usted fuera un verdadero mutante yo percibiría la diferencia entre los dos. Sin igualdad toda discusión es imposible. Yo pondría en duda la solidez de mi lógica y usted me miraría con cierto desprecio.
—Precisamente antes de verlo entrar —dijo Vickers— acababa de convencerme de que todo esto no era más que un juego de mi imaginación.
—No lo es, Vickers. Usted tenía un trompo, ¿recuerda?
—Sí; ha desaparecido.
—No, no ha desaparecido —repuso Crawford.
—¿Lo tiene usted?
—No, yo no lo tengo. No sé dónde está, pero permanece en algún sitio de este cuarto. Verá usted: llegué aquí antes que usted y violé la cerradura. Una cerradura muy poco eficaz, ya que estamos en el tema.
—Ya que estamos en el tema —comentó Vickers—, una treta muy sucia, la suya.
—Aceptado. Antes de que esto acabe jugaré varías otras, igualmente sucias. Pero volvamos a lo nuestro. Violé la cerradura y entré. Entonces vi el trompo y me pregunté... Bueno, yo...
—Siga.
—Vea, Vickers, cuando yo era niño tenía un trompo como ese. Hace muchísimo tiempo. Hacia años que no veía ninguno parecido. Y bien, lo hice girar. Porque si, sin motivo especial. O tal vez hubo un motivo. Tal vez trataba de recuperar algún momento perdido de mi niñez. Y el trompo...
Se interrumpió, mirando fijamente a Vickers como si tratara de captar cualquier posible señal de risa. Cuando siguió hablando su voz era casi indiferente.
—El trompo desapareció —dijo.
Vickers no respondió.
—¿Qué era? —preguntó Crawford— ¿Qué clase de trompo era ése?
—No lo sé. ¿Estaba usted observándolo cuando desapareció?
—No. Me pareció oír ruidos en el vestíbulo y aparté la vista por un instante. Cuando volví a mirar había desaparecido.
—No debería ser así —dijo Vickers—. No debió desaparecer si usted no lo miraba.
—Ese trompo tenía algo que ver —dijo Crawford—. Usted lo había pintado. La pintura todavía estaba algo húmeda y allí están las latas de esmalte, sobre la mesa. No se habría tomado tanto trabajo sin un motivo. ¿Para qué pensaba usarlo, Vickers?
—Quería ir al país de las hadas —explicó el escritor.
—¿Qué es eso, una adivinanza?
Vickers meneó la cabeza, diciendo:
—Fui una vez... físicamente..., cuando era niño.
—Hace diez días yo habría dicho que los dos estábamos locos; usted, por decir eso; yo, por creerlo. Hoy es todo diferente.
—A lo mejor lo estamos. O somos un par de tontos.
—No somos locos ni tontos. Somos dos hombres, bastante diferentes, pero hombres al fin. Es una base común para el entendimiento.
—¿A qué vino usted, Crawford? No me diga que vino sólo para conversar: lo veo demasiado ansioso. Interfirió la llamada de Ann para descubrir mi paradero, violó mi cuarto e hizo girar el trompo. También usted tenía motivos para todo eso. ¿Cuál era?
—Vine a prevenirlo —dijo Crawford—. A advertirle que los hombres están desesperados, que no se detendrán ante nada. No se dejarán invadir.
—¿Y si no tienen alternativa?
—La tienen. Lucharán con lo que poseen.
—Los hombres de Neanderthal lucharon con garrotes.
—Lo mismo hará el Homo Sapiens. Garrotes contra las flechas de ustedes. Por eso quería hablarle. ¿Por qué no nos sentamos a buscar una solución? Debe haber algunos puntos de entendimiento.
—Hace diez días —replicó Vickers— nos sentamos a charlar en su oficina. Usted describió la situación y dijo que estaba atónito, perplejo. A juzgar por sus palabras, no tenía la más remota idea de lo que estaba ocurriendo. ¿Por qué me mintió?
Crawford permaneció inmóvil e inexpresivo.