Read Un anillo alrededor del Sol Online
Authors: Clifford D. Simak
Y también (había que admitirlo) pasaría en coche frente a la gran casa de ladrillo, la del pórtico y los abanicos sobre la puerta. Pasaría muy despacio para mirarla mejor; las persianas estarían sueltas y ruinosas; la pintura, descascarada. Las rosas del portón se habrían marchitado en algún invierno frío y tempestuoso.
"No iré", se dijo. "No iré."
Y sin embargo tal vez fuera.
"Eso podría ayudarle a limpiar el polvo", había escrito Flanders, "a ver con ojos más claros".
¿A ver qué cosa con ojos más claros?
¿Acaso había algo en las praderas de su niñez que pudiera ayudarle a explicar esa situación, algún factor oculto algún símbolo abstracto que pasara por alto? ¿Se trataba quizá de algo que había visto muchas veces sin reconocerlo?
¿O todo era imaginación suya y estaba dando importancia a palabras que no la tenían? ¿Cómo saber de seguro que Flanders, el del traje raído y el bastón ridículo, tenía alguna vinculación con la historia de Crawford sobre la humanidad acorralada?
No, no había la menor evidencia. Sin embargo Flanders había desaparecido dejándole una nota. Le aconsejaba limpiar el polvo para ver mejor. Y tal vez sólo quería decir que limpiando el polvo podría escribir mejor, para que los originales apilados sobre su escritorio fueran su obra maestra; pues el autor habría contemplado la vida y la humanidad con ojos limpios de polvo. El polvo del prejuicio, tal vez, o el polvo de la vanidad. O simplemente el polvo de no ver las cosas con tanta agudeza como correspondía.
Vickers posó una mano sobre las hojas y las hizo correr bajo el pulgar, en un gesto distraído y casi amoroso. ¡Qué poco había hecho, cuánto le quedaba por hacer! Y durante dos días no había escrito una palabra. Dos días enteros perdidos.
Para escribir como era debido necesitaba sentarse en calma, concentrarse, apartarse del mundo y dejar después que el mundo viniera a él, un poquito por vez, un mundo selecto que él podía analizar y volcar sobre el papel con una claridad y una agudeza inconfundibles.
"En calma", se dijo. "Dios mío, ¿qué calma puede haber cuando uno tiene mil preguntas y mil dudas hurgándole la mente?".
Vestidos de quince centavos. Vestidos de quince centavos en la Quinta Avenida.
Estaba pasando por alto algún factor, y éste aguardaba allí, ante sus ojos, el momento de ser descubierto.
En primer lugar había venido la niñita a desayunar; después, el periódico. Después salió a buscar el coche y Eb le habló de los automóviles Eterno. Como el suyo no estaba listo fue hasta la esquina de la farmacia para tomar un ómnibus, y allí se encontró con el señor Flanders, mientras observaba el escaparate del negocio. Y el señor Flanders dijo entonces...
Un momento: había ido hasta la esquina de la farmacia para tomar un ómnibus. Algo tironeaba de su memoria, algo relacionado con un ómnibus.
Al subir se había sentado junto a la ventanilla. Se había sentado mirando por la ventanilla. Y el asiento de al lado permaneció libre durante todo el viaje. Llegó a la ciudad dueño absoluto del asiento.
"Eso es", pensó. Y aún mientras lo pensaba sintió un loco regocijo, seguido por el horror de un incidente olvidado. Permaneció inmóvil por un instante, tratando desesperadamente de apartar aquel episodio tan remoto. Pero no lo consiguió. Supo entonces que no había escapatoria y que debía obrar.
Se volvió hacia el escritorio. Abrió el cajón superior del lado izquierdo y empezó a retirar metódicamente cuanto contenía. Repitió la misma operación con todos los cajones, pero no pudo encontrar lo que buscaba.
"En alguna parte lo hallaré", pensó. Se trataba de algo que no podía haber tirado a la basura.
En la buhardilla, tal vez en una de las cajas que guardaba en la buhardilla.
Trepó las escaleras. El fuerte resplandor de la bombilla sin pantalla que pendía del techo le hizo parpadear. El aire helado; las vigas desnudas descendían a cada lado como una mandíbula poderosa a punto de cerrarse sobre él.
Vickers cruzó la buhardilla hacia los cajones de embalaje que estaban contra el alero. ¿En cuál de los tres podía estar? No había modo de saberlo.
Comenzó por el primero. Estaba allí, bajo una escopeta que el otoño anterior había buscado en vano hasta darla por perdida.
Abrió el cuaderno y lo hojeó hasta llegar a las páginas que le interesaban.
Tal vez aquello se prolongó durante años antes de que él lo notara. Después, al reparar en el hecho, comenzó a cavilar sobre él sin prestarle mucha atención. Más adelante inició una observación detallada. Acabó por tratar de tomarlo a broma, pero no había en ello motivos para la risa. Volvió a la observación durante un mes y dejó entonces constancia escrita de los hechos que notaba.
Cuando ese registro corroboró su observación anterior, trató de achacarlo a su imaginación, pero por entonces las cosas estaban bien claras ante sus ojos y era necesario hacer algo al respecto.
Las anotaciones indicaban que aquello superaba sus primeros temores, pues afectaba no sólo una fase de su existencia, sino muchas fases diferentes. En tanto la evidencia se acumulaba fue creciendo su sorpresa por no haberlo notado hasta entonces, pues era algo que debió haberle sido obvio desde el principio.
Todo comenzó con la reticencia de quienes viajaban con él en el ómnibus: parecían reacios a sentarse junto a él. Por esa época vivía en una destartalada casa de pensión, en las afueras de la ciudad, próxima a la estación terminal de la línea. Por la mañana, puesto que eran pocos quienes subían en ese punto, nada le impedía ocupar su asiento favorito.
El ómnibus se iba llenando gradualmente, de parada en parada, pero por lo general llegaban al término del recorrido sin que nadie se hubiera sentado junto a él. Eso no le preocupaba, naturalmente; en realidad prefería que así fuera, pues eso le permitía echarse el sombrero sobre los ojos y repantigarse en el asiento para echar una siestecilla sin problemas de cortesía, si bien debía reconocer, al repasar esos recuerdos, que de cualquier modo no habría sido especialmente cortés. Se levantaba demasiado temprano como para serlo.
La gente subía al ómnibus y se sentaba con otras personas, no necesariamente con gente conocida, pues a veces Vickers notaba que no intercambiaban una palabra durante todo el recorrido. Quienes subían se sentaban junto a cualquiera, pero el asiento vecino al suyo permanecía vacío hasta que ya no quedaba otro libre en el vehículo.
Tal vez tenía mal aliento, mal olor. Al ocurrírsele esa idea convirtió su baño en un rito: compró un nuevo jabón que garantizaba un aroma fresco, se cepilló los dientes con mayor atención y empleó desodorante bucal hasta el punto de sentir náuseas al sólo verlo.
No sirvió de nada: seguía viajando solo.
Al mirarse en el espejo comprendía que la causa no estaba tampoco en su ropa, pues en esa época vestía con elegancia. Por lo tanto el problema había de radicar en su actitud. En vez de repantigarse en el asiento y echarse el sombrero sobre los ojos, debía sentarse bien erguido, mostrarse simpático y alegre, sonreír a todo el mundo. Y sonreiría, por Dios, aunque se le partiera la cara.
Pasó una semana entera tratando de mostrarse agradable, sonriendo a cuantos le echaban una mirada, como si fuese un joven comerciante que acababa de leer los libros de Dale Carnegie y pertenecía a la Cámara Joven.
Pero nadie se sentaba a su lado, al menos mientras hubiera otro asiento libre. No dejaba de ser un consuelo que prefirieran sentarse con él a viajar de pie.
Después notó algunas otras cosas.
Los compañeros de la oficina solían visitarse de escritorio a escritorio; formaban grupos de dos o tres y conversaban sobre los resultados conseguidos en el campo de golf, o se pasaban los últimos cuentos subidos de tono, o se preguntaban porqué diablos se quedaba uno en semejante lugar cuando había miles de empleos a disposición de quien quisiera. Pero nadie se acercaba al escritorio de Vickers.
Trató entonces de remediar aquello uniéndose a los otros grupos, pero en contados segundos cada uno volvía a su sitio. Intentó acercarse a cualquier escritorio para charlar con su ocupante; lo recibían amablemente, pero siempre estaban terriblemente ocupados.
Revisó sus temas de conversación. Parecían bastante variados. No jugaba al golf, pero sabía unos cuantos cuentos verdes, leía casi todas las novedades en materia de libros y asistía a los mejores estrenos cinematográficos. Conocía bastante a fondo la política oficinesca y sabía maldecir al patrón como el mejor de ellos. Por medio de los diarios y de un par de semanarios se mantenía informado sobre las últimas novedades, era capaz de discutir sobre temas políticos y era una especie de erudito de café en cuanto a asuntos militares. Con todo eso debía ser muy capaz de sostener una buena conversación. Sin embargo, nadie parecía tener ganas de hablar con él.
A la hora del almuerzo ocurría lo mismo. En realidad, bien miradas las cosas, era igual fuera donde fuese.
Lo había escrito todo, fecha por fecha, con un relato de lo ocurrido cada día; Y en esos momentos, quince años después, volvía a leer aquellas palabras sentado en una caja, en una buhardilla vacía y desnuda. Con la mirada perdida hacia adelante, recordó sus sentimientos de entonces, lo que había hecho y dicho, incluyendo el hecho original de que nadie viajara a su lado mientras hubiese otro asiento vacío. Y lo mismo había vuelto a ocurrir un par de días antes, al viajar hacia Nueva York.
Quince años antes se había preguntado por qué, sin hallar respuesta. Y todo volvía a empezar.
¿Acaso él era diferente, en algún aspecto desconocido? ¿O se trataba sólo de alguna falla en su personalidad que le privaba de la chispa vital, del resplandor alerta de la camaradería?
No se trataba sólo de que nadie viajara con él ni de que nadie se reuniera ante su escritorio. Había otras cosas, por cierto más elusivas, que no había podido dejar por escrito. La soledad que sentía, no bajo la forma de punzadas ocasionales, como todo el mundo, sino una constante angustia de ser distinto, que lo obligaba a apartarse del prójimo tal como los demás se apartaban de él. Su incapacidad para iniciar nuevas amistades, su exagerado sentido de la dignidad, su rechazo de ciertas normas sociales.
Habían sido sin duda esas características (aunque hasta entonces no lo había considerado así) las que le obligaran a buscar alojamiento en esa aldea aislada, confinándolo a un reducido círculo de amistades; por ellas se había vuelto hacia el sendero solitario de la literatura, para volcar sobre el papel las emociones contenidas y los pensamientos solitarios que necesitaban una vía de escape.
Sobre su condición de hombre diferente había construido su vida; tal vez de esa misma condición había surgido el poco éxito alcanzado hasta entonces.
Estaba instalado en un sendero abierto por él mismo, un sendero bienamado y pulido, pero algo acababa de impulsarlo hacia fuera. Todo había comenzado con la niñita que desayunara con él, y con Eb, que le hablaba del coche Eterno. Y después Crawford, y las extrañas palabras de Flanders; finalmente, el cuaderno recordado tras tantos años y hallado en la caja de la buhardilla.
Coches eternos y carbohidratos sintéticos; Crawford y su mundo acorralado. De algún modo todas esas cosas estaban vinculadas entre sí, y él tenía también cierta relación con ellas.
Era enloquecedor: estaba convencido de todo ello sin la menor prueba, sin un atisbo de motivos, sin una vaga pista que le revelara cuál podía ser su papel.
Comprendió que todo había sido siempre así, aun en las pequeñas cosas; era eterna en él la sensación de que sólo necesitaba alargar la mano para alcanzar cierta verdad, pero que jamás sería capaz de extenderse lo bastante como para expresarla.
Había mucho de absurdo en eso de saber que algo era cierto sin conocer la causa. Sabía, por ejemplo, que había sido correcto rehusar la oferta de Crawford aunque todo le urgía a aceptarla. Que Horton Flanders no aparecería jamás por pocas razones que hubiera para no creer lo contrario.
Quince años atrás se había enfrentado a cierto problema para resolverlo a su modo, casi sin darse cuenta; la solución había sido apartarse de la raza humana. Tras retroceder hasta apretar la espalda contra la pared pudo gozar de cierta paz. Y ahora, extrañamente, esa sensación de presentimiento, casi de precognición, parecía revelarle que el mundo y los problemas humanos volvían a acosarlo. Ya no podía retroceder más, aunque así lo quisiera. Cosa extraña: no sentía tampoco deseos de hacerlo. Era mejor así, pues no había ya sitio adonde huir.
Allí, a solas en la buhardilla, se quedó escuchando el viento que susurraba contra el alero.
Alguien llamaba violentamente a la puerta de entrada, gritando el nombre de Vickers. Transcurrieron uno o dos segundos antes de que éste reaccionara. Se levantó, dejando caer el cuaderno al suelo, arrugado y con las hojas hacia abajo.
—¿Quién es? —preguntó— ¿Qué pasa allí!
Pero su voz no era sino un susurro áspero.
—Jay —gritó la voz—, Jay ¿estás ahí?
Bajó a saltos las escaleras y corrió hasta la sala. Eb ya había abierto la puerta.
—¿Qué pasa Eb?
—Escucha, Jay —dijo Eb—, tienes que salir de aquí.
—¿Por qué?
—Creen que tú liquidaste a Flanders.
Vickers alargó una mano para aferrarse al respaldo de una silla.
—Ni siquiera te pregunto si lo hiciste —dijo Eb—. Estoy bien seguro de que no. Por eso quiero darte una oportunidad.
—¿Una oportunidad? —dijo Vickers— ¿De qué hablas?
—Están reunidos en la taberna —explicó Eb— organizándose para lincharte.
—¿Quiénes?
—Todos tus amigos —dijo el mecánico con amargura—. Alguien los ha soliviantado. No sé quién fue. No perdí tiempo en averiguarlo. Vine directamente a tu casa.
—¡Pero si a mí me gustaba Flanders! Era el único que hablaba con él, su único amigo.
—No tienes tiempo. Debes marcharte.
—¿Adónde? No tengo coche.
—Te traje uno de los Eterno. Nadie lo sabe. Nadie sabrá que tú vas en él.
—No puedo huir. Tienen que escucharme.
—¡No seas tonto! No es el comisario el que viene con una orden de arresto. Es una turba. ¿Crees que van a escucharte?
Se acercó a grandes pasos y tomó a Vickers por el brazo.
—¡Muévete, idiota! —exclamó—. Me he jugado el pellejo para venir a avisarte. Ahora no puedes perder la oportunidad.