Read Un anillo alrededor del Sol Online
Authors: Clifford D. Simak
—¡Eso no tiene sentido!
—Pues si que lo tiene. Estamos muy dispuestos a pagar el valor de cotización de las casas existentes para poder introducir la nuestra. En el caso de usted le pagaríamos la diferencia; después retiraríamos su casa vieja y le instalaríamos la nueva. Eso es todo.
Ann se volvió hacia Vickers:
—Anda, ahora dile que no aceptas. A mi me parece un negocio excelente; por lo tanto es seguro que lo rechazarás.
—No comprendo, señora —dijo el vendedor.
—Es una broma entre nosotros —aclaró Vickers.
—¡Ah! Bien, como le decía, esta casa tiene ciertas características especiales.
—Prosiga, por favor. Explíquenos de qué se trata.
—Con mucho gusto. Por ejemplo, cuenta con una planta solar. Sin duda ustedes saben lo que es eso.
—Un equipo energético operado sobre la base de la luz solar —apuntó Vickers.
—Exactamente. Pero este equipo es algo más eficaz que el común. No sólo calienta la casa durante el invierno, sino que también proporciona energía eléctrica durante todo el año. De ese modo sus ocupantes no dependen del servicio público. Podría agregar que se dispone de energía en abundancia, mucha más de la necesaria para satisfacer todas las exigencias.
—Muy interesante —dijo Ann.
—Además viene completamente equipada. Cuenta con frigorífico, congelador doméstico, lavaplatos, lavadora, secadora, incinerador de residuos, tostadora, radio, televisión y otros adminículos.
—Que se cobran aparte, por supuesto —dijo Vickers.
—¡Oh, no, señor! Usted no paga sino los quinientos dólares por cada cuarto.
—¿Y camas? —preguntó Ann— ¿Sillas y esa clase de cosas?
—Lo siento —respondió el vendedor—. El mobiliario corre por cuenta del comprador.
—Pero debe haber una tarifa adicional —insistió el escritor— por retirar la casa vieja para instalar la nueva.
El vendedor tomó una postura muy erguida y respondió, con toda dignidad:
—Le aclaro que la nuestra es una oferta honrada. No hay ningún cargo adicional oculto. El comprador adquiere la casa y paga (o se compromete a pagar) quinientos dólares por cada habitación incluida. Contamos con equipos de obreros especializados que retiran la casa vieja para instalar la nueva; todos esos servicios están incluidos en el precio original. No hay gastos adicionales. Naturalmente, algunos compradores desean instalar la casa en otro lugar. En esos casos solemos arreglar un aceptable plan de permuta entre el antiguo terreno y el que han escogido. Presumo que usted desearía quedarse donde está. Dijo que vivía en la colina; un lugar muy atrayente.
—Bueno, no sé —dijo Vickers.
—Olvidé mencionarle algo —prosiguió el vendedor—. No hace falta volver a pintar la casa. Está construida de un material que no cambia de color, no se ensucia ni se decolora. Disponemos de una amplia gama de colores y combinaciones.
—No quisiéramos entretenerlo por mucho tiempo —intercaló el escritor—. En realidad no tenemos interés en comprar. Pasábamos, nada más, y...
—¿Pero usted tiene una casa?
—Sí, así es.
—Y nosotros estamos dispuestos a cambiársela por una nueva, pagándole la diferencia en efectivo.
—Lo sé, pero...
—Me parece que usted debería ser el más interesado en la venta, y no yo.
—Ya tengo una casa y me gusta tal como es. ¿Qué sé yo si me gustaría la que ustedes venden?
—¡Pero señor! Le he estado explicando...
—Estoy acostumbrado a mi casa. Tengo apego por ella, y ella por mí. Le tengo cariño.
—¡Jay Vickers! —exclamó Ann— ¡No puedes cobrarle cariño a una casa en sólo tres años! Quien te oyera pensaría que te refieres a la casa de tus antepasados.
Pero Vickers era obstinado.
—La conozco de memoria. En el comedor hay una tabla que cruje; a veces la piso a propósito para oírla crujir. Y en la parra del porche han hecho nido dos petirrojos. Y en el sótano hay un grillo. He tratado de cazarlo, pero nunca lo encontré; es demasiado inteligente para mí. Además, aunque lo encontrara no podría ponerle un dedo encima, pues es parte de la casa y...
—Con nuestras casas no tendría el menor problema con los grillos. Tienen un repelente de insectos incluido en el material. No tendría molestias con mosquitos, hormigas, grillos ni cosas por el estilo.
—¡Pero si el grillo no me molesta! —explicó Vickers—. Eso es lo que quería explicarle. Me gusta. No creo que me gustara vivir en una casa donde los grillos no pudieran entrar. Eso si, tratándose de ratones la cosa cambia.
El vendedor declaró entonces:
—No creo que haya jamás un solo ratón en nuestras casas.
—En la mía tampoco. He llamado a un exterminador para que los mate. Cuando llegue a casa ya no habrá ni uno.
Ann intervino, dirigiéndose al vendedor:
—Hay algo que me intriga. Usted mencionó todos los artefactos incluidos, ¿recuerda? Lavadora, frigorífico...
—Por cierto.
—Pero no habló de la cocina.
—¿No la mencioné? —preguntó el vendedor— ¡Vaya! ¿Cómo se me pudo olvidar? ¡Claro que tiene cocina!
Oscurecía ya cuando el ómnibus llegó a Cliffwood. Vickers compró un periódico en la farmacia de la esquina y cruzó la calle hasta el único café decente de la ciudad. Allí pidió la comida. Cuando comenzaba a leer el periódico le llegó una voz aflautada.
—¡Hola, señor Vickers!
Vickers dejó el diario y alzó la vista. Era Jane, la pequeña que había desayunado con él.
—¡Oh, hola, Jane! ¿Qué haces aquí?
—Yo y mamá vinimos a comprar helado para la cena —explicó Jane mientras trepaba a la otra silla—. ¿Dónde estuvo hoy, señor Vickers? Fui a visitarlo pero había un hombre que no me dejó entrar. Dijo que estaba matando ratones. ¿Por qué los mata, señor Vickers?
—Jane —llamó alguien.
Una mujer estaba frente a él, sonriente, con la belleza de la madurez.
—No le haga caso, señor Vickers —le dijo.
—Oh, al contrario, es un encanto.
—Soy la señora Leslie —explicó la mujer—, la madre de Jane. Hace tiempo que somos vecinos, pero todavía no nos conocíamos.
Y se sentó a la mesa.
—He leído algunos de sus libros. Son maravillosos. No los leí todos, claro, porque una tiene tan poco tiempo...
—Gracias, señora Leslie.
Y Vickers se quedó pensando si acaso ella no interpretaría que le daba las gracias por no leer todos sus libros.
—Tenía intenciones de ir a verle —dijo la mujer—. Estamos organizando un club de fingidores y lo tengo a usted en mi lista.
Vickers meneó la cabeza.
—Estoy muy escaso de tiempo —replicó—. Tengo por norma no asociarme a nada.
—Pero esto sería... Bueno, se puede decir que está dentro de su terreno.
—Le agradezco que se haya acordado de mí.
Ella se echó a reír, diciendo:
—Le parece una tontería, ¿verdad, señor Vickers?
—No, no lo calificaría como tontería.
—¿Como puerilidad, acaso?
—Ya que es usted quien propone el término, si, lo admito. Me parece vagamente pueril.
"Ahora sí que me he lucido", pensó. "Dará vuelta a las cosas de modo tal que para todo el mundo seré yo y no ella quien lo dijo. Se lo contará a todos los vecinos: en su propia cara le dije que el club era pueril."
Pero ella no parecía ofendida.
—Para usted, que no tiene un minuto libre, no puede ser de otro modo. Pero dicen que es un sistema inmejorable para desarrollar un interés... Me refiero a un interés ajeno al propio yo.
—No lo pongo en duda —repuso Vickers.
—Tengo entendido que demanda mucho esfuerzo. Una vez que uno decide en qué periodo fingirá vivir debe consultar bibliografía, investigar al respecto y, finalmente, escribir un diario. Hay que hacerlo día por día, con un relato completo de todas las actividades; no basta con una o dos frases. Además debe ser interesante y capaz de despertar entusiasmo en los otros.
—Hay muchos periodos de la historia que podrían ser interesantes —dijo el escritor.
—¡Vaya, me alegra que lo diga! —exclamó la señora Leslie, llena de ansiedad— ¿Me ayudaría a escoger uno? Si usted debiera elegir un periodo excitante, ¿cuál preferiría?
—No sé, lo siento; tendría que pensarlo.
—Pero usted dijo que había muchos.
—Ya lo sé. Y sin embargo, pensándolo bien, se me ocurre que el presente puede estar tan lleno de interés como cualquiera de los otros.
—¡Pero si no pasa nada!
—Pasan demasiadas cosas —dijo Vickers.
Todo aquello era lamentable, por supuesto. Personas adultas que fingían vivir en otra época confesando públicamente su falta de ajuste con la propia, esa intranquilidad que los obligaba a retroceder hacia otros tiempos, otros acontecimientos, donde hallaban las mohosas emociones de una existencia prestada. Marcaba con un amargo fracaso la vida de esas personas, una vacuidad terrible que no les permitía existir por si, el reclamo a voz en cuello de un abismo que requería ser cubierto.
Vickers recordó la charla de las dos mujeres en el asiento trasero del ómnibus. ¿Qué enfermiza satisfacción obtendría de aquello el fingidor que pretendía vivir en la época de Pepys? Claro, allí estaba la vida del mismo Pepys, llena de urgencias, encuentros con mucha gente, pequeñas tabernas donde había queso y vino, teatros, excelentes compañías y charlas a medianoche. Las mil cosas interesantes, en fin, por las que Pepys estaba lleno de vida, tan lleno de vida como los fingidores estaban vacíos de ella.
El movimiento en si era escapismo puro, por supuesto, pero ¿de qué escapaba toda esa gente? De la inseguridad, tal vez. De la tensión, de una intranquilidad cotidiana e incesante que nunca llegaba a ser temor declarado, pero tampoco acababa en paz. Tal vez del estado mental de no sentirse jamás seguro: un estado mental que todos los refinamientos de una tecnología altamente desarrollada no podían compensar.
—Nuestro helado ya ha de estar envuelto —dijo la señora Leslie, recogiendo sus guantes y bolso—. Tiene que venir a casa una noche de éstas, señor Vickers.
Él se levantó para despedirse.
—Por cierto. Una noche de éstas —prometió.
Sabía que no haría esa visita y que ella tampoco la deseaba, pero ambos pagaban tributo, de la boca hacia afuera a la antigua leyenda de la hospitalidad.
—Vamos, Jane —dijo la señora—. Ha sido un placer conocerlo, señor Vickers, después de tantos años.
Y se marchó sin esperar respuesta. Jane se demoró un momento.
—Ahora en casa todo anda bien —dijo—. Papá y mamá se han arreglado otra vez.
—Me alegro mucho —respondió Vickers.
—Papá dice que no volverá a salir con mujeres.
—Me alegro.
La madre llamó a Jane desde la otra punta del negocio.
—Tengo que irme —dijo Jane, bajando de la silla.
Corrió por el local hasta reunirse con su madre. Mientras se dirigían hacia la puerta se volvió para agitar la mano hacia Vickers en señal de despedida.
"Pobrecita", pensó Vickers, " ¡Qué vida le espera! Si yo tuviera una criatura como ella... "Pero apartó el pensamiento sin demora. Para él no había criaturas, sólo un estante de libros. Y el nuevo original lo estaba esperando en toda su gloria llena de promesas. De pronto comprendió que esas promesas eran débiles y falsa la posible gloria. Libros y originales: poca cosa para servir de base a una vida.
Ahí estaba el problema, por supuesto, y no sólo para él. Nadie parecía tener gran cosa sobre la cual construir su vida. El mundo llevaba muchos años entre la guerra y la amenaza de guerra. En un principio se había producido cierto pánico, cierta necesidad de escapar; en la actualidad había sólo ese entumecimiento moral y mental; ya ni siquiera se reparaba en él: se lo aceptaba como parte normal de la vida.
No era de extrañar que hubieran aparecido los fingidores. El mismo practicaba la ficción entre sus libros y sus manuscritos.
La llave no estaba bajo el tiesto de la entrada. Recordó entonces que había dejado la puerta abierta para que Joe pudiera entrar a exterminar los ratones. Hizo girar el pomo y entró, cruzando la sala para encender la lámpara del escritorio. Ante ella había una hoja cuadrada y blanca con una escritura a lápiz, grabada por mano torpe:
Jay: Hice mi trabajo y después volví para abrir las ventanas y ventilar. Le daré cien dólares por cada ratón que encuentre.
Joe.
Un ruido lo hizo volverse. En el porche había alguien, sentado en su silla favorita, hamacándose lentamente; un cigarrillo marcaba una breve línea ondulante en la oscuridad.
—Soy yo —dijo Horton Flanders—. ¿Ha comido usted?
—Sí, comí algo en la aldea.
—Es una pena. Traje una bandeja de emparedados y un poco de cerveza. Pensé que volvería con hambre, y como sé que a usted no le gusta cocinar...
—Gracias —replicó Vickers—. No tengo apetito, pero más tarde los comeremos.
Arrojó el sombrero sobre una silla y salió al porche.
—He ocupado su silla —dijo el señor Flanders.
—No se moleste. Esta es igualmente cómoda.
—¿Hay alguna novedad? Tengo una costumbre deplorable: a veces no leo los periódicos.
—Siempre lo mismo. Otro rumor de pacificación en el que nadie cree.
—La guerra fría sigue en marcha —dijo el señor Flanders—. Ya lleva casi cuarenta años. De vez en cuando levanta temperatura, pero jamás estalla del todo. ¿Ha pensado usted alguna vez, señor Vickers, que al menos diez veces debió declararse la guerra, pero por alguna razón no fue así?
—No lo había pensado.
—Pero es verdad. En primer lugar hubo aquel problema con el puente aéreo de Berlín y la lucha en Grecia. Cualquiera de esos factores habría podido desatar una guerra en gran escala, pero se aquietaron. Después surgió lo de Corea y se aquietó también. A continuación fue Irán el que amenazó con desatar la guerra, pero lo superamos. Entonces sobrevinieron los incidentes de Manila y la agitación de Alaska y la crisis de la India y varías cosas más. Pero todo se compuso de un modo u otro.
—En realidad nadie quiere luchar —expresó Vickers.
—Tal vez no —aceptó el visitante—, pero hace falta algo más que buena voluntad para evitar una guerra. De vez en cuando alguna potencia llega a un punto en el cual debe luchar o retroceder. Y siempre, en esos casos, han retrocedido. La naturaleza humana no es así, señor Vickers; al menos no era así hace cuarenta años. ¿No le parece que ha ocurrido algo, que algún factor desconocido o una nueva ecuación son los responsables de eso?