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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

Un antropólogo en Marte (19 page)

BOOK: Un antropólogo en Marte
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Ver luz, forma y movimientos, por encima de todo ver colores, había sido algo completamente inesperado, y había tenido un impacto físico y emocional casi chocante, explosivo. («Yo percibía la violencia de esas sensaciones», escribe el paciente de Valvo, H. S., «como un golpe en la cabeza. La violencia de la emoción … era parecida a la fortísima emoción que sentí al ver a mi mujer por primera vez, y a cuando vi los enormes monumentos de Roma.»)

Descubrimos que Virgil distinguía fácilmente una gran variedad de colores y los combinaba sin dificultad. Pero, para su desconcierto y el nuestro, daba a los colores nombres erróneos: al amarillo, por ejemplo, lo llamaba rosa, pero sabía que era el color del plátano. Al principio nos preguntamos si padecería una agnosia o una anomia cromática: defectos a la hora de asociar el color con los objetos o de nombrar el color debidos a daños sufridos en zonas específicas del cerebro. Pero nos pareció que sus dificultades procedían simplemente de la falta de aprendizaje (o del olvido), del simple hecho de que una ceguera precoz y prolongada había impedido que asociara algunos de los colores con sus nombres o le había hecho olvidar algunas de las asociaciones realizadas. Dichas asociaciones, y las conexiones neurales que las sustentan, ya de por sí débiles, habían perdido fuerza en su cerebro no por algún deterioro o enfermedad, sino simplemente por desuso.

Aunque Virgil creía tener recuerdos visuales, incluyendo los cromáticos, de un pasado remoto —en nuestro trayecto desde el aeropuerto había hablado de su infancia en la granja de Kentucky («Veo el riachuelo que discurría por en medio», «pájaros en la cerca», «la vieja casa blanca y grande»)—, yo me veía incapaz de decidir si eran recuerdos auténticos, imágenes visuales de su mente, o simples descripciones verbales sin imágenes (como las de Helen Keller).

¿Cómo se le daban las formas? Aquí las cosas eran más complicadas, pues en las semanas siguientes a su operación Virgil había estado practicando con las formas, relacionando su aspecto y su tacto. Con el color no había tenido que hacerlo así. Al principio había sido incapaz de reconocer ninguna forma visualmente, ni siquiera formas tan simples como un cuadrado o un círculo, que reconocía instantáneamente al tacto. Para él, tocar un cuadrado no se correspondía en absoluto con ver un cuadrado. Ésa fue su respuesta a la pregunta de Molyneux. Por esta razón Amy había comprado, entre otras cosas, un tablero de formas de madera para niños, con bloques sencillos y grandes —cuadrado, triángulo, círculo y rectángulo— para encajar en sus agujeros correspondientes, y hacía que Virgil practicara cada día. Al principio Virgil encontró aquella tarea imposible, pero ahora, después de un mes, le resultaba bastante fácil. Todavía tenía tendencia a palpar los agujeros y formas antes de emparejarlos, pero cuando se lo prohibimos los encajó con bastante facilidad sólo mirando.

Los objetos sólidos, era evidente, presentaban mucha más dificultad, pues su aspecto era muy variable; y una gran parte de las cinco semanas anteriores se había dedicado a la exploración de los objetos, a sus inesperadas variaciones de apariencia al verse de lejos o de cerca, o medio ocultos, o desde diferentes ángulos o lugares.

El día que regresó a casa después de que le quitaran los vendajes, su casa y lo que había en ella le resultaba incomprensible, y tuvieron que llevarlo al camino del jardín, guiarle por toda la casa, introducirlo en cada habitación y presentarle cada silla. Al cabo de una semana, con la ayuda de Amy, había establecido una línea canónica: una línea concreta que subía el camino, atravesaba la sala de estar y acababa en la cocina, junto con otras líneas complementarias que conducían al cuarto de baño y al dormitorio. Si se desviaba de esa línea, se quedaba totalmente desorientado. Entonces, con cautela y con la ayuda de Amy, comenzó a utilizar esa línea como base para moverse por la casa, realizando breves salidas y excursiones a cada lado de ella, para poder ver la habitación, percibir sus paredes y contenidos desde distintos ángulos, y crearse una idea de espacio, de solidez y perspectiva.

Mientras Virgil exploraba las habitaciones de su casa, investigando, por así decir, la construcción visual del mundo, me recordaba a un niño acercando y separando las manos de la cara, meneando la cabeza, volviéndose a uno y otro lado, en su construcción primaria del mundo. Casi ninguno de nosotros tiene noción de la inmensidad de esa construcción, pues la llevamos a cabo de una manera global, inconsciente, miles de veces al día, de una mirada. Pero no ocurre así con un bebé, ni tampoco ocurría con Virgil, y tampoco, digamos, con un artista que desee experimentar sus percepciones elementales de una manera fresca y nueva. Cézanne escribió una vez: «El mismo tema, visto desde un ángulo distinto, ofrece materia de estudio del mayor interés y tan variado que creo que podría ocuparme meses enteros sin cambiar de lugar, simplemente inclinándome más a la izquierda o a la derecha.»

Alcanzamos una constancia perceptiva —la correlación de todos los distintos aspectos, las transformaciones de los objetos— en una fase muy temprana, en los primeros meses de vida. Constituye una inmensa tarea de aprendizaje, pero se alcanza de un modo tan simple, tan inconsciente, que apenas se comprende su enorme complejidad (aunque sea un logro que ni siquiera los más poderosos superordenadores pueden igualar ni de lejos). Pero a Virgil, tras medio siglo de olvido de todos los engramas visuales que había construido, el aprender o reaprender todas estas transformaciones le exigía cada día horas de consciente y sistemática exploración. Ese primer mes, por tanto, fue de exploración sistemática, mediante la vista y el tacto, de todas las pequeñas cosas de la casa: fruta, verduras, botellas, latas, la cubertería, flores, las fruslerías que había sobre el mantel, dándoles vueltas y vueltas, acercándoselas, a continuación alejándoselas todo lo que le permitía el brazo, intentando sintetizar sus variados aspectos en una idea de objeto unitario.
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A pesar de lo irritante que puede resultar intentar ver, Virgil lo soportaba con ánimo, y aprendía continuamente. Ahora tenía pocas dificultades a la hora de reconocer la fruta, las botellas, las latas de la cocina, las distintas flores que había en la sala de estar y otros objetos comunes en la casa.

Los objetos poco familiares eran mucho más difíciles. Cuando saqué el manguito para medir la presión sanguínea de mi maletín de médico, se quedó completamente atónito, y no comprendió lo que era, pero lo reconoció inmediatamente cuando le permití tocarlo. Los objetos móviles presentaban un problema especial, pues su aspecto cambiaba constantemente. Incluso su perro, me dijo, parecía tan distinto de un momento a otro que se preguntaba si era el mismo perro.
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Se sentía completamente perdido por lo que se refería a los rápidos cambios en la fisionomía de los demás. Tales dificultades son casi universales entre quienes perdieron la vista a una edad muy temprana y la recuperan. El paciente de Gregory S. B. no podía reconocer las caras individuales, ni sus expresiones, un año después de que le hubieran operado los ojos, a pesar de que tenía una visión básica perfectamente normal.

¿Y con las imágenes en dos dimensiones? Aquí los informes que teníamos sobre Virgil eran contradictorios. Se decía que le encantaba la televisión, que seguía todo lo que daban, y de hecho había un enorme televisor nuevo en la sala de estar, un emblema de la nueva vida de Virgil como persona que veía. Pero cuando le hicimos las primeras pruebas con imágenes fijas, fotos de revistas, no tuvo mucho éxito. Era incapaz de ver a la gente, de ver los objetos: no comprendía la idea de la representación. El paciente de Gregory S. B. tenía problemas similares. Cuando le enseñaron una foto de los Cambridge Backs, donde aparecía el río y King's Bridge, Gregory nos cuenta:

Fue incapaz de comprenderla. No veía que en aquella escena hubiera un río, y no reconocía el agua o el puente … Según parecía, S. B. no tenía ni idea de qué objetos estaban delante o detrás de otros en ninguna de las fotos en color … Nos formamos la impresión de que veía poco más que manchas de color.

Algo similar ocurrió con el joven paciente de Cheselden:

Pensábamos que habría aprendido pronto lo que las fotos representaban … pero enseguida descubrimos que estábamos equivocados, pues unos dos meses después de ser operado descubrió de pronto que representaban cuerpos sólidos, mientras que hasta entonces había creído que sólo eran planos parcialmente coloreados, o superficies diversificadas y pintadas de colores variados; pero incluso entonces se quedó sorprendido, pues esperaba que las imágenes tuvieran el mismo tacto que las cosas que representaban… y preguntaba cuál era el sentido que mentía, ¿el tacto o la vista?

Las cosas tampoco fueron mejor con las imágenes en movimiento de la pantalla de televisión. Conscientes de la pasión de Virgil por escuchar las retransmisiones de partidos de béisbol, encontramos un canal que retransmitía uno. Al principio parecía seguirlo visualmente, pues podía describir al que estaba bateando y lo que estaba ocurriendo. Pero tan pronto como le quitamos el sonido se sintió perdido. Era evidente que veía poco más que líneas de luz y colores y movimientos, y que todo el resto (lo que le
parecía
ver) era interpretación, realizada velozmente, y quizá inconscientemente, en consonancia con el sonido. No estábamos nada seguros de qué habría ocurrido de presenciar un partido de verdad…, nos parecía posible que pudiera verlo y disfrutarlo bastante; era en la representación de la realidad en dos dimensiones, pictórica, fotográfica o televisiva, donde se hallaba completamente perdido.

Virgil llevaba dos horas haciendo pruebas y comenzaba a sentirse cansado —cansado visual y cognitivamente: así solía sentirse desde la operación—, y cuando se cansaba veía cada vez menos y tenía más dificultades a la hora de comprender lo que podía ver.
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De hecho, incluso nosotros estábamos un poco impacientes y queríamos salir después de pasar toda la mañana haciéndole pruebas. Le preguntamos, como tarea final antes de ir a dar un paseo en coche, si se sentía capaz de hacer un dibujo. Primero le sugerimos que dibujara un martillo. (Un martillo fue el primer objeto que dibujó S. B.) Virgil estuvo de acuerdo, y de una manera bastante temblorosa comenzó a dibujar. Tenía tendencia a guiar el movimiento del lápiz con la mano que tenía libre. («Sólo lo hace porque ahora está cansado», dijo Amy.) A continuación dibujó un coche (muy alto y pasado de moda), un avión (al que le faltaba la cola: habría sido difícil hacerlo volar); y una casa (plana y tosca, como el dibujo de un niño de tres años).

Cuando finalmente salimos de casa, nos encontramos con una resplandeciente mañana de octubre, y Virgil quedó cegado durante un minuto, hasta que se puso unas gafas de sol. Incluso la luz normal del día, dijo, le parecía demasiado brillante, demasiado deslumbrante; le parecía ver mejor cuando la luz estaba un poco amortiguada. Le preguntamos adonde le gustaría ir, y tras pensárselo un poco dijo: «Al zoo.» Dijo que nunca había estado en el zoo, y que sentía curiosidad por ver qué aspecto tenían los distintos animales. Adoraba a los animales desde sus días de infancia en la granja.

Tan pronto como llegamos al zoo, la sensibilidad de Virgil al movimiento resultó sorprendente. Al principio se quedó perplejo ante un extraño movimiento de pavoneo; le hizo sonreír, pues nunca lo había visto antes.

—¿Qué es? —preguntó.

—Un emú.

No estaba seguro de lo que era un emú, de modo que le pedimos que lo describiera. Tuvo dificultades y sólo pudo decir que era aproximadamente del tamaño de Amy —ella y el emú estaban de pie uno al lado del otro en ese momento—, pero que los movimientos del animal eran muy distintos de los de ella. Quería tocar al emú, palparlo. Pensaba que si lo hacía lo vería mejor. Por desgracia no estaba permitido tocar a los animales.

Lo siguiente que le llamó la atención fue un movimiento brincante no lejos de donde estaba, y de inmediato comprendió —o mejor dicho conjeturó— que debía de tratarse de un canguro. Sus ojos siguieron el movimiento atentamente, pero dijo que era incapaz de describirlo a menos que pudiera tocarlo. Por entonces nos preguntábamos qué podía ver exactamente, y qué, de hecho, quería dar a entender cuando decía «ver».

Nos parecía que, en general, Virgil podía identificar a un animal ya fuera por su movimiento o en virtud de un solo rasgo —así, podía identificar a un canguro porque saltaba, a una jirafa por su altura, a una cebra por sus rayas—, pero no podía formarse ninguna impresión global del animal. También era necesario que el animal estuviera nítidamente definido en relación con lo que le servía de fondo; no podía identificar a los elefantes, a pesar de su trompa, porque estaban a considerable distancia, y además se hallaban contra un fondo de color pizarra.

Finalmente fuimos al recinto de los monos; Virgil sentía curiosidad por ver al gorila. Fue incapaz de verlo cuando se medio escondió entre los árboles, y cuando finalmente salió a espacio abierto Virgil pensó que, aunque se movía de modo distinto, era exactamente igual que un hombre grande. Por suerte, en el recinto había una estatua de bronce de tamaño natural de un gorila, y le dijimos a Virgil, que había sentido muchos deseos de tocar a los animales, que cuando menos podía examinar la estatua. La exploró rápida y minuciosamente con las manos, y puso una expresión de seguridad en sí mismo que no mostraba al examinar algo con la vista. Comprendí —quizá todos lo comprendimos en ese momento— cuán competente y autosuficiente había sido de ciego, de qué manera tan fácil y natural había experimentado este mundo con las manos, y cómo nosotros ahora, por así decir, le obligábamos a ir contracorriente: le exigíamos que renunciara a todo lo que le resultaba más fácil, que percibiera el mundo de una manera que le era increíblemente difícil y ajena.
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Su cara pareció iluminarse de comprensión cuando palpó la estatua. «No se parece en nada a un hombre», murmuró. Una vez examinada la estatua, abrió los ojos y se volvió hacia el gorila real que estaba ante él en el recinto. Y entonces, de una manera que antes le hubiera sido imposible, describió la postura del mono, la manera en que los nudillos tocaban el suelo, la pequeñas piernas patizambas, los grandes caninos, la enorme protuberancia de la cabeza, señalando cada rasgo mientras lo hacía. Gregory relata un maravilloso episodio con su paciente S. B., que desde siempre se había interesado por las herramientas y la maquinaria. Gregory le llevó al Museo de la Ciencia de Londres para que viera su magnífica colección:

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