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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

Un antropólogo en Marte (22 page)

BOOK: Un antropólogo en Marte
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Tan pronto como me encontré con Virgil en la puerta de llegada del aeropuerto de La Guardia, vi por mí mismo que todo había ido terriblemente mal. Pesaba casi veinticinco kilos más que cuando le conocí en Oklahoma. Llevaba una bombona de oxígeno colgándole del hombro. Caminaba a tientas; sus ojos iban de un lado a otro; parecía totalmente ciego. Amy le guiaba allí donde iban. Y sin embargo, mientras cruzábamos el puente de la calle Cincuenta y nueve y nos adentrábamos en la ciudad, Virgil distinguía algo —una luz en el puente—, no intuyéndola, sino viéndola muy exactamente. Pero era incapaz de retenerla ni de recuperarla, de modo que seguía visualmente perdido.

Cuando llegamos a mi consulta para hacerle las pruebas —primero utilizando grandes dianas de colores, a continuación grandes movimientos y linternas—, no consiguió ver nada. Parecía totalmente ciego,
más ciego que antes de sus operaciones,
pues entonces, al menos, incluso a través de las cataratas podía detectar la luz, su dirección, y la sombra de una mano moviéndose ante él. Ahora era incapaz de detectar nada, parecía carecer de cualquier receptor sensible a la luz: era como si no tuviera retinas. Y sin embargo no habían desaparecido del todo, eso era lo raro. Pues de vez en cuando veía algo con todo detalle: en una ocasión vio, describió y cogió un plátano; en dos ocasiones fue capaz de seguir con las manos una línea de luz que se movía al azar en una pantalla de ordenador; y a veces alargaba la mano hacia algún objeto, o lo «intuía» correctamente, aun cuando dijera que no veía «nada» en esas ocasiones: el fenómeno de visión ciega que había sido observado por primera vez en el hospital.

Nos quedamos consternados ante ese fracaso casi absoluto, y Virgil se estaba hundiendo en un estado de desmoralización, de derrota: era momento de dejar las pruebas e ir a almorzar. Mientras pasábamos junto a un bol de fruta, Virgil palpó la fruta con sus dedos veloces, sensibles y diestros, su cara se iluminó y volvió a animarse. Mientras tocaba la fruta nos ofreció descripciones extraordinariamente táctiles, hablando de la cualidad cerúlea y resbaladiza de la piel de la ciruela, de la suave pelusa de los melocotones y de la tersura de las nectarinas («como las mejillas de un bebé»), y de la piel desigual y con hoyuelos de las naranjas. Sopesaba las frutas en la mano, hablaba de su peso y consistencia, de las pepitas y los huesos; y luego, llevándoselas a la nariz, de sus distintos olores. Su apreciación táctil (y olfativa) parecía mucho más aguda que la nuestra. Incluimos una pera de cera que imitaba excelentemente la fruta real; con su forma y colores realistas, había engañado completamente a gente que veía. Pero Virgil no cayó en la trampa ni por un momento: se echó a reír tan pronto como la tocó. «Es una vela», dijo inmediatamente, un tanto desconcertado. «En forma de campana o de pera.» Mientras que posiblemente era, en palabras de Senden, «un exiliado de la realidad espacial», se sentía profundamente a gusto en el mundo del tacto y en una dimensión temporal.

Pero si el sentido del tacto estaba perfectamente conservado, había, evidentemente, sólo destellos procedentes de sus retinas: raros y momentáneos destellos de unas retinas que ahora parecían en un 99 por ciento inactivas. También Bob Wasserman, que no había visto a Virgil desde nuestra visita a Oklahoma, se quedó horrorizado ante la degradación de la vista de Virgil y quiso volver a examinarle las retinas. Cuando lo hizo comprobó que seguían exactamente igual que antes: moteadas, con zonas donde la pigmentación había disminuido y otras donde había aumentado. No había indicio de ninguna enfermedad nueva. Sin embargo, el funcionamiento de las zonas conservadas de la retina era prácticamente nulo. Los electrorretinogramas, ideados para registrar la actividad eléctrica de la retina cuando es estimulada por la luz, eran completamente planos, y los potenciales evocados visuales, ideados para mostrar la actividad de las partes visuales del cerebro, también eran nulos: en ninguna de las dos retinas ni en el cerebro había ya nada que funcionara o pudiera ser registrado eléctricamente. (Puede que hubiera raros y momentáneos destellos de actividad, pero si era así, no pudimos captarlos con nuestros aparatos.) Esta inactividad no podía atribuirse a la enfermedad original, retinitis, que hacía tiempo era inactiva. Algo más había surgido durante el último año que había, de hecho, extinguido esa función retinal remanente.

Recordamos que Virgil se había quejado constantemente de que le deslumbraba la luz, incluso en días relativamente oscuros y encapotados, que la luz deslumbrante parecía cegarle a veces, de modo que precisaba de unas gafas muy oscuras. ¿Era posible (tal como sugirió mi amigo Kevin Halligan) que al quitarle las cataratas —cataratas que quizá habían protegido sus frágiles retinas durante décadas— la luz ordinaria del sol le hubiera resultado letal, quemándole las retinas? Se dice que los pacientes que sufren otros problemas retinales, como degeneración macular, pueden ser extraordinariamente intolerantes a la luz —no sólo a la luz ultravioleta, sino a todas las longitudes de onda— y que la luz puede acelerar la degeneración de las retinas. ¿Era esto lo que le había ocurrido a Virgil? Se trataba de una posibilidad. ¿Deberíamos haberlo previsto y, de algún modo, limitado las horas de visión de Virgil o controlado la luz ambiental?

Otra posibilidad —más probable ésta— relacionada con la persistente hipoxia de Virgil era el hecho de que no hubiera oxigenado adecuadamente la sangre durante un año. Teníamos claros informes de que en el hospital su vista había tenido altibajos a medida que subía y bajaba el nivel de oxígeno en sangre. ¿Era posible que la repetida, o persistente, falta de oxígeno en las retinas (y quizá también en las áreas visuales de la corteza) hubiera sido el factor que las había estropeado? En este punto nos preguntamos si el aumento de la oxigenación de la sangre al 100 por ciento (lo que habría exigido una constante respiración artificial con oxígeno puro) podría restaurar la función retinal o cerebral. Pero se decidió que ese método sería demasiado arriesgado, puesto que podría provocar un debilitamiento permanente del centro respiratorio del cerebro.

Ésta es, pues, la historia de Virgil, la historia de una recuperación «milagrosa» de la vista por parte de un ciego, una historia básicamente similar a la del joven paciente de Cheselden, operado en 1728, y a otro puñado de casos similares ocurridos en los tres últimos siglos… aunque con un giro irónico e inesperado al final. El paciente de Gregory, tan bien adaptado a la ceguera antes de la operación, se quedó encantado nada más recuperar la vista, pero pronto encontró intolerables las tensiones y las dificultades, se encontró con que ese «don» era una maldición, se deprimió profundamente y murió poco después. Casi todos los pacientes anteriores, de hecho, tras su euforia inicial, se veían superados por las enormes dificultades de adaptarse a un nuevo sentido, y muy pocos, como subraya Valvo, se habían adaptado y les había ido bien. ¿Podría Virgil haber superado esas dificultades y haberse adaptado a ver allí donde tantos otros se habían derrumbado por el camino?

Nunca lo sabremos, pues su adaptación —y de hecho la vida tal como la conocía— quedó cercenada por un gratuito golpe del destino: una enfermedad que, de un solo manotazo, le privó de su trabajo, de su casa, de su salud y de su independencia, dejándole en un estado grave, incapaz de arreglárselas por sí mismo. Para Amy, la primera en incitarle a operarse, y que tan ilusionada estaba con que Virgil viera, fue un milagro que fracasó, una calamidad. Virgil, por su parte, mantiene filosóficamente que «Estas cosas pasan». Pero está destrozado por ese golpe, da libre curso a la cólera: cólera ante su desamparo y su enfermedad; cólera porque se haya arruinado una promesa y un sueño; se trata, en el fondo, de una cólera que había estado latente en él casi desde el principio: cólera por haber sido empujado a una batalla que no podía ganar y a la que tampoco podía renunciar. Al principio hubo ciertamente asombro, admiración y a veces felicidad. Hubo también, naturalmente, un gran valor. Fue una aventura, una excursión a un nuevo mundo, algo que se concede a muy pocos. Pero entonces llegaron los problemas, los conflictos, de ver y no ver, de no ser capaz de elaborar un mundo visual y de hallarse al mismo tiempo obligado a renunciar al suyo propio. Se encontró entre dos mundos, y en ninguno a gusto: un tormento del que no parecía haber escape posible. Pero entonces, paradójicamente, se le otorgó una liberación, en la forma de una segunda y ahora definitiva ceguera: una ceguera que recibió como un don. Ahora, por fin, a Virgil se le permitía no ver, se le permitía huir de la luz deslumbrante, del confuso mundo de la vista y el espacio, y regresar a su verdadero ser: el íntimo y concentrado mundo de los demás sentidos donde tan a gusto se había sentido durante casi cincuenta años.

EL PAISAJE DE SUS SUEÑOS

Conocí a Franco Magnani en el verano de 1988, en el Exploratorium de San Francisco, donde se celebraba un simposio y una exposición sobre la memoria. La exposición incluía cincuenta cuadros y dibujos suyos, todos ellos de Pontito, la pequeña colina toscana donde nació, pero que no había visto desde hacía más de treinta años. Junto a ellos, en asombrosa yuxtaposición, había fotografías de Pontito tomadas por la fotógrafo del Exploratorium, Susan Schwartzenberg, desde la misma perspectiva que la que mostraban las obras de Magnani, siempre que ello había sido posible. (No siempre lo había sido, pues Magnani a veces visualizaba y pintaba Pontito desde un imaginario punto de observación aéreo, a veinte o a doscientos metros por encima del suelo; Schwartzenberg a veces tenía que izar su cámara a lo alto de un poste, y en algún momento pensó en alquilar un helicóptero o un globo.) Magnani era anunciado como «Un artista de la memoria», y sólo había que echar un vistazo a la exposición para advertir que de hecho poseía una memoria prodigiosa, una memoria que aparentemente podía reproducir con una exactitud casi fotográfica todos los edificios, todas las calles, todas las piedras de Pontito, de lejos, de cerca, desde cualquier ángulo posible. Era como si Magnani retuviera en su cabeza un modelo tridimensional infinitamente detallado de su pueblo, al que pudiera ir dándole vueltas para examinarlo o explorarlo mentalmente, y a continuación reproducirlo sobre el lienzo con total fidelidad.

Mi primer pensamiento cuando vi el parecido entre los cuadros y las fotografías fue que me hallaba ante el raro fenómeno de un artista eidético: un artista capaz de retener en la memoria, durante horas o días (quizá durante años), toda una escena que ha atisbado sólo un instante; el amo (o esclavo) de una asombrosa capacidad innata para la imagen y la memoria. Pero un artista eidético no se limitaría a un sólo tema o asunto; por el contrario, explotaría su memoria, o la exhibiría, en una gran variedad de temas, para demostrar que nada está fuera de su alcance, mientras que Magnani, aparentemente, quería concentrarse exclusivamente en Pontito. Aquello, por tanto, no era una exhibición de memoria «pura», sino de una memoria dirigida a un único y obsesivo tema: el recuerdo del pueblo de su infancia. Y, me di cuenta entonces, no era sólo un ejercicio de memoria; era también un ejercicio de nostalgia, y no sólo un ejercicio, sino una compulsión y un arte.

Pocos días después hablé con Franco y concerté un encuentro con él en su casa. Vive en una pequeña localidad, a unos pocos kilómetros de San Francisco. Una vez hube encontrado su calle, no tuve que buscar el número, pues su casa destacaba inmediatamente entre las de sus vecinos. En el pequeño jardín delantero había una pared de piedra de poca altura, parecida a la que hay en sus cuadros de Pon— tito; su coche, un viejo sedán con una matrícula personalizada en la que figura el nombre de «Pontito», estaba aparcado en la calle; el garaje había sido convertido en estudio y la puerta estaba abierta de par en par, dejando ver al artista inmerso en su trabajo.

Franco era alto y delgado; usaba unas enormes gafas de concha que le agrandaban los ojos. Llevaba el pelo castaño y espeso cuidadosamente peinado con raya a un lado; sus movimientos y forma de andar eran muy elásticos, lo que le daba un aire de vitalidad: tenía cincuenta y cuatro años pero parecía mucho más joven. Me invitó a entrar y me enseñó su casa. Todas las habitaciones tenían cuadros en la pared, y todos los cajones y armarios parecían abarrotados con sus trabajos: más que una casa, parecía un museo o archivo, totalmente dedicado al recuerdo y a la reproducción de Pontito.

Mientras recorríamos la casa, cada cuadro llamaba su atención, despertaba un recuerdo: qué ocurrió aquí, qué allá, y cómo fulano estuvo aquí una vez. «Mire esa pared de ahí… es donde el cura me pilló escalando para saltar al jardín que hay detrás de la iglesia. Me persiguió por toda la calle. Oh, siempre perseguía a los críos cuando los veía hacer aquello.» Cada recuerdo provocaba otro, y éstos otros, de modo que a los pocos minutos estábamos sumergidos en un flujo, sin clara dirección ni centro, pero relacionado con su infancia, con Pontito y las experiencias que tuvo allí de pequeño. Saltaba de una historia a otra sin que, a mi parecer, existiera ninguna relación entre ellas. Esa especie de divagación, de charla decidida, apasionada pero incoherente y deslavazada, parecía una característica de Franco y revelaba una forma de obsesión que lo llevaba a pensar en Pon— tito día y noche, hasta la exclusión de cualquier otro pensamiento.

Mientras Franco hablaba, tuve la impresión de que sus recuerdos se apoderaban de él, de que aquella avalancha le guiaba, le dominaba, ejercía una fuerza desmesurada e irresistible. Gesticulaba; imitaba; respiraba pesadamente; miraba airado… parecía totalmente transportado. Entonces, con un sobresalto, regresaba, sonreía un tanto azorada— mente y decía: «Bueno, así ocurrió.»

Aquella verbosidad imparable, unida al recuerdo de episodios concretos, parecía muy distinta de su pintura. Cuando estaba solo, dijo, el parloteo y la algarabía de sus recuerdos se apagaban, y obtenía una impresión serena de Pontito: un Pontito sin gente, sin incidentes, sin temporalidad; un Pontito en paz, suspendido en un «antaño» intemporal, el «antaño» de la alegoría, la fantasía, el mito, el cuento de hadas.

A media mañana, todavía estaba cautivado por los cuadros de Franco, pero había tenido suficiente de recuerdos. Sólo tenía un tema: no podía hablar de otra cosa. ¿Qué podía ser más estéril, más aburrido? Sin embargo, a partir de esa obsesión era capaz de crear un arte hermoso, auténtico y sereno. ¿Qué conseguía transformar sus recuerdos, apartarlos de la esfera de lo personal, lo trivial, lo temporal y transportarlos al ámbito de lo universal, lo sagrado? Tipos que se abandonan a sus recuerdos y hablan hasta el tedio de ellos los hay a docenas, pero no por ello se convierten en artistas como Franco. Así pues, no era sólo su inmensa memoria o su obsesión lo determinante, sino algo mucho más profundo.

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