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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

Un antropólogo en Marte (43 page)

BOOK: Un antropólogo en Marte
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La explicación que da de ello la propia Temple es simple y mecánica: «El circuito de la emoción no está conectado…, ése es el fallo.» Por la misma razón, no tiene inconsciente, dice; no reprime los recuerdos y los pensamientos como la gente normal. «En mi memoria no hay archivos que estén reprimidos», afirmó. «Usted tiene archivos que están bloqueados. Yo no tengo ninguno tan doloroso como para que esté bloqueado. No hay secretos, no hay puertas cerradas, nada está oculto. Puedo inferir que hay zonas ocultas en otras personas, por lo que no pueden soportar hablar de ciertas cosas. La amígdala cierra los archivos del hipocampo. En mí, la amígdala no genera suficiente emoción para cerrar los archivos del hipocampo.»

Eso me dejó estupefacto, y dije: «O se equivoca o se trata de una diferencia de estructura física casi inimaginable. La represión es universal en los seres humanos.» Pero tras haberlo dicho ya no me sentí tan seguro. Podía imaginar condiciones orgánicas en las que la represión no consiguiera desarrollarse, o fuera destruida, o aplastada. Éste parece haber sido el caso del mnemonista de Luria, quien, aunque no era autista, tenía recuerdos de tal viveza que eran inextinguibles, aun cuando algunos de ellos fueran tan dolorosos que seguramente habrían sido reprimidos de haber sido eso (fisiológicamente) posible. Tuve un paciente en el que la lesión de los lóbulos frontales del cerebro había «liberado» algunos de sus recuerdos más profundamente reprimidos —recuerdos de un asesinato que había cometido— y se impusieron en su aterrada conciencia.

Tuve otro paciente, un ingeniero, con una importante lesión en el lóbulo frontal producida por una hemorragia, a quien a menudo veía leyendo el
Scientific American.
Todavía era capaz de comprender casi todos los artículos, pero decía que ya no le producían ningún asombro, un sentimiento que antes era fundamental para la pasión que sentía por la ciencia.

Otro hombre, un antiguo juez descrito en la literatura neurológica, tenía una lesión de lóbulo frontal causada por unos fragmentos de granada en el cerebro, y, en consecuencia, se encontraba totalmente privado de emoción. Podría pensarse que la ausencia de emoción, y de los prejuicios que la acompañan, le haría más imparcial —de hecho, extraordinariamente calificado— como juez. Pero él mismo, con gran perspicacia, dimitió de su cargo, aduciendo que ya no podía penetrar comprensivamente en los motivos de los implicados, y puesto que en la justicia había sentimiento, y no sólo
pensamiento
, le parecía que esa lesión le descalificaba totalmente.
[122]

Tales casos nos muestran cómo toda la base afectiva de la vida puede verse socavada por una lesión neurológica. Pero hay algo mucho más selectivo en relación con los problemas afectivos del autismo; de ninguna manera se da una afabilidad ni una insipidez total, a pesar de los comentarios de Temple en relación con el «circuito de la emoción» o amígdala. Una persona autista puede tener emociones violentas, fijaciones y fascinaciones de enorme carga emocional, o, como Temple, una ternura y preocupación casi arrolladoras respecto a ciertas cosas. En el autismo, no es el afecto en general lo defectuoso, sino el afecto en relación con experiencias humanas complejas, predominantemente las sociales, pero también las que tienen que ver con éstas: estéticas, poéticas, simbólicas. Nadie ejemplifica mejor todo esto que la propia Temple.

Como persona que lucha por comprenderse a sí misma y como científica que investiga el comportamiento animal. Temple se encara constantemente con su autismo, y busca modelos o símiles sin cesar para comprenderlo. Cree que hay algo mecánico en su mente, y a menudo la compara con un ordenador, con muchos elementos en paralelo (un procesador distribuido en paralelo, por utilizar el término técnico), viendo su propio pensamiento como un «proceso informático» y su memoria como archivos de ordenador. Conjetura que su mente carece de parte de la «subjetividad», la interioridad, que otros parecen tener. Ve los elementos de sus pensamientos como imágenes concretas y visuales, que pueden permutarse o asociarse de distintas maneras.
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Temple cree que las partes visuales de su cerebro y las que se dedican a procesar una gran cantidad de datos simultáneamente están muy desarrolladas, y que las partes verbales y las que rigen los procesos secuenciales están relativamente subdesarrolladas, y eso también es muy común entre los autistas.
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Es consciente de la «pegajosidad» de su atención, de modo que por una parte hay una gran tenacidad, y por otra falta de agilidad y flexibilidad; ella lo atribuye a un defecto del cerebelo, el hecho de que (tal como demuestra la resonancia magnética) esté por debajo del tamaño normal. Temple cree que tales defectos cerebelares son significativos en el autismo, aunque la opinión científica está dividida en este punto.

Temple opina que generalmente existen determinantes genéticos en el autismo; sospecha que su propio padre, que era una persona distante, pedante y socialmente incapaz, tenía el síndrome de Asperger —o al menos rasgos autistas—, y tales rasgos se dan con significativa frecuencia en los padres y abuelos de niños autistas.
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Aunque, según ella, el ambiente en los primeros años desempeña un papel fundamental en el desarrollo psíquico (y esto vale también para los cerdos), no sostiene (como hacía Bruno Bettelheim) que el comportamiento de los padres sea el responsable del autismo; ella piensa que es más probable que el propio autismo presente barreras al contacto y la comunicación que los padres no pueden penetrar, de modo que todo el abanico de experiencias sociales y sensoriales (especialmente el coger en brazos y la presión fuerte) queda gravemente empobrecido.

Las formulaciones y explicaciones de Temple generalmente se corresponden con las científicas hoy existentes, excepto que su énfasis en la necesidad de ser abrazado y sometido a una presión fuerte en los primeros años es algo puramente personal, y, naturalmente, ha sido un móvil esencial que ha dirigido sus acciones y pensamientos desde la edad de cinco años. Pero ella cree que se ha puesto demasiado énfasis en los aspectos negativos del autismo y prestado insuficiente atención o consideración a los positivos. Temple cree que si bien algunas partes del cerebro son defectuosas o anormales, otras están enormemente desarrolladas, de una manera espectacular en aquellos que presentan síndromes de
savants
, pero hasta cierto punto, de maneras distintas, en todos los individuos con autismo. Cree que ella y otros autistas, aunque es incuestionable que sufren graves problemas en ciertos aspectos de la vida, pueden presentar potenciales extraordinarios y socialmente valiosos en otros, siempre y cuando se les permita ser ellos mismos, autistas.

Impulsada por su propia percepción de cuáles son sus dotes y cuáles sus carencias. Temple se inclina por una visión modular del cerebro, por la idea de que éste tiene una multiplicidad de potencias autónomas computacionales o «inteligencias», de manera muy parecida a lo que propone el psicólogo Howard Gardner en su libro
Frames of Mind.
Según él, mientras que las inteligencias visual, musical y lógica, por ejemplo, pueden estar enormemente desarrolladas en el autismo, las «inteligencias personales», como él las llama —la capacidad de percibir los estados de ánimo propio y de los demás—, quedan muy rezagadas.

Dos impulsos mueven a Temple: la parte teorizadora de sí misma, que la lleva a querer encontrar una explicación general del autismo, una clave que sea aplicable a todos sus fenómenos y a cada caso; y la parte práctica y empírica de sí misma, que constantemente se enfrenta a la variedad y a la irreductible complejidad e imprevisibilidad de su propio trastorno, y también a la gran variedad de fenómenos de otros autistas. Temple se siente fascinada por los aspectos cognitivos y existenciales del autismo y su posible base biológica, aun cuando es profundamente consciente de que son sólo una parte del síndrome. Ella misma se encuentra cada día con enormes variaciones, desde un exceso de respuesta a una falta total de ella en su propio sistema sensorial, que en su opinión no puede explicarse en términos de una «teoría de la mente». Ella ya era asocial a la edad de seis meses, cuando se ponía rígida en los brazos de su madre, y tales reacciones, comunes en el autismo, también le parecen inexplicables en términos de una teoría de la inteligencia. (Nadie concibe que un niño desarrolle una teoría de la mente antes de la edad de tres o cuatro años.) Y sin embargo, expresadas estas reservas, le resultan muy atractivas las teorías de Fríth y otros teóricos de la cognición; de Hobson y otros que ven el autismo, ante todo, como un trastorno del afecto, de la empatía; y de Gardner, con su teoría de las inteligencias múltiples. Quizá, de hecho, todas estas teorías, aunque pongan énfasis en aspectos distintos, den vueltas alrededor del mismo punto.

Temple ha estudiado a fondo las investigaciones sobre la química y la fisiología del autismo y sobre las técnicas de visualización del cerebro, y la consecuencia que ha sacado de todo ello es que, en estos momentos, son todavía fragmentarias y nada concluyentes. Pero ella se aferra a su idea de que los «circuitos emocionales» del cerebro son defectuosos, e imagina que éstos sirven para enlazar las partes fílogenéticamente primitivas, emocionales, del cerebro —la amígdala y el sistema límbico— con las de evolución más reciente, las partes específicamente humanas de la corteza prefrontal. Tales circuitos, acepta, pueden ser necesarios para permitir una forma de conciencia nueva y «superior», un concepto explícito del yo, de la propia mente, y de la de los demás, precisamente de aquello que es deficitario en el autismo.

En una conferencia reciente, Temple acabó diciendo: «Si pudiera chasquear los dedos y dejar de ser autista, no lo haría, pues entonces no sería yo. El autismo es parte de lo que yo soy.» Y como cree que el autismo puede estar asociado a algo valioso, le alarman las ideas de «erradicarlo». En un artículo de 1990 escribió:

Los adultos conscientes de su autismo y sus padres a menudo se muestran resentidos por la enfermedad. Podrían preguntarse por qué la naturaleza o Dios creó enfermedades tan terribles como el autismo, el síndrome maniaco-depresivo o la esquizofrenia. Sin embargo, si los genes que causan estas enfermedades se eliminaran, quizá acabaríamos pagando un precio terrible. Es posible que las personas con una pizca de estos rasgos sean más creativas, o posiblemente incluso genios… Si la ciencia eliminara estos genes, quizá los contables acabarían adueñándose del mundo.

El domingo por la mañana, Temple pasó a recogerme al hotel exactamente a las ocho de la mañana, y trajo algunos artículos más que había escrito. Yo tenía la sensación de que trabajaba incesantemente, de que aprovechaba todos los momentos disponibles, de que «perdía» muy poco tiempo, de que prácticamente todas las horas que pasaba despierta las dedicaba a trabajar. Parecía no tener diversiones, ocio. Ni siquiera el fin de semana que había «programado» para mí se consideraba en absoluto vida social, sino que se trataba de cuarenta y ocho horas asignadas a un propósito concreto, cuarenta y ocho horas que había dejado aparte para permitir una breve e intensiva inmersión en la vida de un autista, la suya propia. Si a veces se consideraba un antropólogo en Marte, también podía verme a mí como una especie de antropólogo, un antropólogo que investigaba el autismo, un antropólogo que la investigaba a ella. Temple comprendió que yo necesitaba observarla en todos los contextos y situaciones, reunir una serie de datos suficiente para elaborar correlaciones, para llegar a alguna conclusión general. Al principio no se le ocurrió que yo pudiera verla con los ojos comprensivos de un amigo, además de como un antropólogo. De modo que mi visita fue considerada como trabajo, y un trabajo que había que llevar a cabo de manera tan concienzuda y escrupulosa como era normal en ella. Aunque en circunstancias normales invita a gente a su casa, nunca le había enseñado su dormitorio a una visita; mucho menos mostrado e ilustrado cómo funcionaba la máquina de estrujar que hay en su dormitorio, aunque comprendió que eso formaba parte del trabajo.

Y aunque nunca iba a las hermosas cumbres del Parque Nacional de las Montañas Rocosas, a dos horas en coche al sudoeste de Fort Collins, pues no tenía tiempo ni ganas de esparcimiento, se le ocurrió que a mí podría gustarme ir, y que eso me permitiría observarla en un contexto muy diferente, un contexto en el que quizá nos sentiríamos menos programados, más libres.

Apilamos nuestras cosas en el cuatro por cuatro de Temple —con tracción en las cuatro ruedas, era lo más adecuado para el terreno montañoso, especialmente si nos desviábamos de la carretera— y sobre las nueve nos pusimos rumbo al parque nacional. El camino era espectacular: fuimos subiendo cada vez a más altura por una carretera de curvas cerradísimas, terribles, y vimos cumbres que asomaban con sus franjas de roca estratificada, gargantas espumeantes mucho más abajo, y una maravillosa variedad de árboles de hoja perenne, musgos y helechos. Yo sacaba los prismáticos continuamente y lanzaba exclamaciones ante los prodigios que nos esperaban en cada curva.

Cuando entrábamos en el parque, el paisaje se abrió a una inmensa meseta montañosa, de vistas ilimitadas en todas direcciones. Nos detuvimos junto a la carretera y contemplamos las Rocosas: cubiertas de nieve, perfilándose contra el horizonte, luminosamente claras aunque estuvieran a casi ciento cincuenta kilómetros de distancia. Le pregunté a Temple si no sentía una sensación de sublimidad. «Son bonitas, sí. Sublimes, no lo sé.» Cuando le insistí, dijo que tales palabras la dejaban perpleja, y que había pasado mucho tiempo con el diccionario, intentando comprenderlas. Había buscado «sublime», «misterioso», «divino» e «imponente», pero todas parecían remitirse unas a otras.

—Las montañas son bonitas —repitió—, pero no me provocan ningún sentimiento especial, el sentimiento de que usted parece disfrutar. —Después de haber vivido tres años y medio en Fort Collins, dijo, era la segunda vez que iba al parque.

En lo que Temple dijo entonces me pareció percibir un elemento de tristeza o melancolía, incluso de patetismo. Dijo cosas parecidas mientras subíamos al parque, y de hecho durante todo el fin de semana («Usted mira el arroyo, las flores, y veo que eso le proporciona un gran placer. A mí eso se me niega»). La noche antes habíamos visto una espectacular puesta de sol (las puestas de sol eran a menudo particularmente hermosas desde la erupción del Pinatubo), y ella también la encontró «bonita», pero poco más. «Disfruta usted tanto con la puesta de sol», dijo. «Ojalá yo también pudiera. Sé que es hermosa, pero no me “conmueve”.» Su padre, añadió, a menudo expresaba sentimientos parecidos.

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