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Authors: Nick Hornby

Un gran chico (10 page)

BOOK: Un gran chico
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No parecía ni de lejos la clase de programa que Marcus solía ver por televisión, sobre todo porque odiaba la cocina. Y el pescado. Y
Gladiadores
tampoco es que le hiciera mucha gracia.

—¿Esto? ¿Para qué quieres ver esto?

—Es que nos están enseñando a cocinar en el colegio y nos dijeron que viésemos este programa. Forma parte de los deberes.

«Au revoir»
, dijo el hombre que llevaba el gorro de cocinero. «Hasta otra», repuso el Gladiador. Saludaron y terminó el programa.

—Así que mañana tendrás problemas —dijo su madre—. ¿Por qué no me advertiste que tenías que verlo?

—Se me olvidó.

—De todos modos, ahora podemos ver el resto de la película.

—¿De veras te apetece?

—Sí, es muy entretenida. ¿No te parece?

—Puede, pero le falta realismo.

Ella se echó a reír.

—Marcus, me obligas a ver películas en las que la gente salta a un tren en marcha desde un helicóptero que explota en el aire y luego me hablas de realismo.

—Ya, pero es que en ésas se ve muy bien cómo lo hacen. Se les ve hacer las cosas. En ésta, en cambio, es imposible saber si despierta de veras siempre en el mismo día, porque eso puede fingirse.

—No digas bobadas.

Fenomenal. Trataba por todos los medios de impedir que su madre viera a un tipo que se pasaba dos horas intentando suicidarse, y ella lo llamaba idiota.

—Mamá, seguro que sabes por qué he apagado el vídeo.

—De veras que no.

Marcus no acababa de creérselo. ¿Era posible que ella no estuviera pensando todo el rato en lo mismo, tal como le ocurría a él?

—Pues... por lo que estaba intentando hacer.

Ella lo miró.

—Perdona, Marcus, pero no te sigo.

—El... el..., eso.

—Marcus, tú tienes fluidez de palabra. Seguro que sabes expresarte mejor.

Lo estaba volviendo loco.

—Se ha pasado los últimos cinco minutos de la película tratando de matarse. Igual que tú. Y no quería verlo, igual que no quería que tú lo vieras.

—Ah, bueno. —Fiona alcanzó el mando a distancia y apagó el televisor—. Perdona. Estaba portándome como una tonta, ¿no?

—Pues sí.

—De veras que no se me había ocurrido relacionar una cosa con otra. Es increíble. Dios mío. —Meneó la cabeza—. A ver si ahora me va a costar tanto trabajo dar una a derechas...

Marcus empezaba a perder el hilo de quién era su madre. Hasta hacía muy poco tiempo siempre había pensado que era..., de acuerdo, no digamos perfecta, porque a veces discutían y porque no le daba permiso para hacer cosas que él quería hacer, etcétera, pero nunca había dedicado un solo instante a pensar que fuera una idiota, que estuviera loca de remate, que no se enterase de nada. Incluso en plena discusión se daba cuenta de lo que ella tenía en mente: siempre decía esas cosas que se supone han de decir las madres. En cambio, en ese momento no atinaba a comprenderla en absoluto. No había entendido a qué venían los llantos, y ahora, cuando contaba con que se sintiera el doble de triste que antes, se mostraba completamente normal. Marcus empezaba a dudar de sí mismo. ¿Acaso era poca cosa haber intentado quitarse la vida? ¿No era natural tener después una larga conversación, con lágrimas y abrazos? Al parecer, no. Bastaba con sentarse en el sofá, ver una película y actuar como si no hubiera pasado nada.

—¿Quieres que ponga la peli otra vez? —le preguntó. Fue como una prueba. Su madre de verdad, la de antes, se habría dado cuenta de que no lo decía en serio.

—¿Te importa? —repuso ella—. Me gustaría ver cómo acaba.

12

Ocupar sus horas nunca había supuesto mayor problema para Will. Puede que no estuviera demasiado orgulloso de su sempiterna falta de triunfos, de su condición de fracaso perpetuo, pero sí lo estaba de su capacidad para permanecer a flote en el inmenso océano de tiempo que tenía a su entera disposición. Sospechaba que un hombre con menos recursos se habría hundido y habría perecido ahogado.

Al anochecer todo era más fácil, pues conocía gente. No sabía muy bien cómo la había conocido, ya que nunca había tenido colegas de trabajo y jamás hablaba con sus novias cuando pasaban a ser ex novias. Sin embargo, se las había ingeniado para conocer a bastante gente a lo largo del camino: tíos que alguna vez habían trabajado en tiendas de discos que él solía frecuentar, tíos con los que iba a jugar al fútbol o al squash una vez por semana, tíos de un equipo de concursos de pub al que había pertenecido alguna vez, en fin, esas cosas. Y toda esa gente servía más o menos a sus propósitos. No serían de gran utilidad en el improbable caso de que tuviese una depresión suicida, ni en el todavía más improbable de que sufriese un desengaño amoroso, pero estaban francamente bien para una partida de billar o para tomar una copa y cenar juntos de vez en cuando.

Con las tardes y las noches no había problema. Eran las mañanas las que ponían a prueba su paciencia y su ingenio, porque todas esas personas estaban en el trabajo a menos que gozasen de una baja por paternidad, como era el caso de John, padre de Barney e Imogen, y a ésos no tenía Will demasiadas ganas de verlos. Su manera de ir pasando los días consistía en pensar en cada actividad como una unidad de tiempo que constaba de treinta minutos aproximadamente. Había llegado a la conclusión de que las horas enteras eran más intimidatorias, aparte de que casi todas las cosas que se podían hacer a lo largo del día no le llevaban más de media hora. Leer el periódico, darse un baño, limpiar el piso, ver Home and Away o algún concurso por televisión, hacer un crucigrama en el cuarto de baño, desayunar y almorzar, ir de tiendas por el barrio... He ahí nueve unidades de un día compuesto por veinte unidades (las tardes y las noches no contaban) y colmado tan sólo por el cumplimiento de las necesidades más elementales. De hecho, había llegado a una etapa en que a menudo se preguntaba cómo eran capaces sus amigos de apañárselas con la vida en sí y con un trabajo. La vida exigía muchísimo tiempo, así que ¿cómo era posible trabajar y, por ejemplo, darse un baño en un mismo día? Sospechaba que uno o dos conocidos suyos estaban tomando algunos atajos poco o nada aconsejables.

De vez en cuando, si le daba la vena, escribía a alguno de los empleos que se anunciaban en las demandas del Guardian. Le gustaban esas páginas, pues tenía la sensación de estar cualificado para ocupar la mayor parte de los puestos de trabajo que se ofrecían. ¿Sería de veras difícil editar una revista de circulación interna para una empresa del ramo de la construcción, o dirigir un pequeño taller de arte, o escribir textos para los folletos turísticos de las agencias de viajes? No, en realidad no sería nada difícil, de modo que con gran obstinación escribía cartas explicando al hipotético responsable de contratación por qué era él precisamente el hombre que estaban buscando. Incluía también un curriculum, aunque llegaba por los pelos al principio de la segunda página. En un ramalazo de brillantez, pensaba, había numerado las páginas con el «1» y el «3», dando a entender de ese modo que la página «2», la que contenía los detalles de su brillante trayectoria profesional, se había extraviado por el camino. Se trataba de crear tal impresión por medio de la carta, de abrumar al destinatario de tal modo mediante su amplísimo abanico de conocimientos, que terminara por invitarlo a una entrevista personal, en la que gracias a la sola fuerza de su personalidad arrebatadora conseguiría el empleo. Lo cierto era que jamás había tenido noticias de nadie, aunque algunas veces le llegaba la consabida carta de rechazo.

La verdad era que no le importaba. Solicitaba esos empleos con el mismo espíritu con que se había presentado voluntario para trabajar en el comedor de beneficencia, y con un espíritu idéntico al que le llevó a convertirse en el padre de Ned: todo era una realidad alternativa, de ensueño, que no guardaba relación alguna con su vida real, fuera la que fuese. No tenía ninguna necesidad de encontrar trabajo. Estaba muy bien como estaba. Leía bastante; veía películas por la tarde; salía a correr y hacer ejercicio por el parque; preparaba estupendas comidas para él y sus amigos; viajaba a Roma y a Nueva York y a Barcelona de vez en cuando, sobre todo si el aburrimiento se tornaba agudo... No podría decirse que la necesidad de cambiar lo abrasara de forma particularmente intensa.

En cualquier caso, esa mañana estaba un tanto alterado por los curiosos acontecimientos del fin de semana anterior. Por alguna razón —quizás porque en muy contadas ocasiones se había encontrado dramas de verdad a lo largo de una unidad normal de las veinte que componían el día, incluido el rápido crucigrama en el cuarto de baño—, no lograba dejar de pensar en Marcus y en Fiona, y a cada paso se preguntaba cómo estarían. A falta de una demanda de empleo en el
Guardian
que de veras le llamase la atención, también había dado en sopesar extrañas y seguramente malsanas ideas acerca de la posibilidad de entrar de alguna manera en sus vidas. Tal vez Fiona y Marcus le necesitasen más que Suzie. Tal vez de veras... consiguiese hacer algo por esas dos personas. Podría tomarse por ellos un interés parecido al de un tío carnal, dar a sus vidas un poco de alegría, trabar incluso una relación estrecha con Marcus, llevarlo a algún sitio de vez en cuando, por ejemplo a ver un partido del Arsenal, y quizás a Fiona le agradara cenar con él de vez en cuando en un restaurante agradable, o bien ir alguna noche al teatro.

A mitad de la mañana telefoneó a Suzie. Megan aún dormía y ella acababa de sentarse a tomar tranquilamente un café.

—Estaba preguntándome cómo van las cosas por allá arriba —dijo.

—Creo que no van nada mal. Fiona todavía no ha vuelto al trabajo, pero Marcus ha ido al colegio hoy mismo. ¿Y tú, qué tal?

—Bien, gracias.

—Se te nota muy animado. ¿Se han arreglado las cosas?

Si se le notaba animado, debían de haberse arreglado, por supuesto.

—Sí, sí. Ya ha pasado la tormenta.

—¿Y Ned? ¿Está bien?

—Sí, muy bien. ¿Verdad que sí, Ned?

¿Por qué había tenido que decir eso? Fue un adorno por completo innecesario. ¿Por qué no lo dejaba en paz?

—Me alegro.

—Oye una cosa. ¿Tú crees que hay alguna manera de que yo eche una mano con Marcus y Fiona? Podría llevar a Marcus a alguna parte, salir con él, no sé...

—¿De veras te gustaría?

—Desde luego. Me pareció... —¿Qué? ¿Qué le había parecido Marcus, aparte de un poco chalado y vagamente malévolo?—. Me pareció un chico muy simpático. Y nos entendimos bastante bien. A lo mejor, no sé, podría aprovechar que nos conocimos el otro día, y...

—¿Te parece que se lo pregunte a Fiona?

—Sí, gracias. Ah, me encantaría veros un día de éstos a Megan y a ti.

—Yo sigo muriéndome de ganas de conocer a Ned.

—Ya se nos ocurrirá algo, ¿no?

Así las cosas, estaba bien claro: una enorme, ampliadísima familia feliz. Cierto que en esa familia feliz figuraban un niño invisible de dos años, un chico de doce años que estaba de la olla y su madre, una mujer con tendencias suicidas. Sin embargo, según la ley de Murphy ésa era precisamente la clase de familia con la que uno tenía más probabilidades de acabar liado, especialmente si, de entrada, no tenía la menor simpatía por la institución familiar en general.

Will compró el Time Out y leyó de cabo a rabo las páginas de ocio tratando de encontrar algo que a un chaval de doce años pudiera apetecerle para pasar la tarde del sábado o, mejor dicho, algo que a Marcus le hiciera entender a las claras que no estaba tratando con el típico individuo de treinta y seis años, pasado de moda y un tanto desesperado. Empezó por la sección infantil, pero pronto advirtió que Marcus no era un chiquillo al que tal vez le apeteciera ir a uno de esos sitios a calcar dibujos por frotación ni a un teatro de marionetas; Marcus, en realidad, no era un chiquillo. A los doce años, su infancia había terminado. Will trató de recordar qué era lo que le gustaba hacer a su edad, pero no se le ocurrió nada. Si acaso, se acordó de aquello que aborrecía. Aborrecía todo lo que los adultos le obligaban a hacer, por buenas que fueran sus intenciones. Quizás lo más cojonudo que podía hacer por Marcus fuera permitirle hacer todo lo que le viniese en gana el sábado por la tarde, darle un poco de dinero, llevarlo al Soho y dejarlo ahí a su aire. Tuvo que reconocer que, si bien semejante idea tal vez sumara unos cuantos puntos en su «cojonudómetro», no le haría ningún favor en la escala de la responsabilidad in loco parentis. Si Marcus iniciaba una vida de chapero y su madre no volvía a verlo, Will terminaría por sentirse responsable y, seguramente, incluso arrepentido.

¿Películas? ¿Salas de juego? ¿Patinaje sobre hielo? ¿Museos, galerías de arte? ¿Un McDonald's? Santo cielo, ¿cómo era posible que nadie hubiera atravesado su infancia sin caer en un letargo de varios años de duración? Si se hubiera visto obligado a revisitar la suya, se habría metido en la cama tan pronto como Blue Meter, seguramente el mejor programa infantil de la historia de la tele, hubiese dejado de ejercer en él aquella fascinación de antaño, no sin antes pedir que lo despertasen cuando llegara el momento de firmar para apuntarse a una nueva etapa. No era de extrañar que los jóvenes comenzaran a dedicarse de lleno a la delincuencia, las drogas y la prostitución. Lo hacían, sencillamente, porque la delincuencia, las drogas y la prostitución estaban en el menú de los tiempos, un abanico de posibilidades excitantes, con gran colorido y mejor sabor, que a él se le habían negado. La auténtica pregunta era por qué su generación había sido tan apática, tan poco emprendedora y tan respetuosa de la ley y el orden, sobre todo si se tenía en cuenta que entonces ni siquiera abundaban los premios de consolación para adolescentes, los jabones australianos para tallar con cortaplumas y las alitas de pollo para mojar en diversas salsas, que en la sociedad contemporánea servían de pretextos para la diversión juvenil.

Empezaba a preguntarse si la exposición del mejor fotógrafo del año sobre temas de la naturaleza patrocinada por la compañía de gas podría de veras resultar más aburrida de lo que en principio parecía, y entonces sonó el teléfono.

—Hola, Will. Aquí Marcus.

—Hola. Tiene gracia; estaba justo preguntándome...

—Ha dicho Suzie que quieres llevarme a pasar el día a alguna parte.

—Sí, bueno, eso es...

—Iré contigo si mi madre también viene.

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