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Authors: Lucía Etxebarria

Un milagro en equilibrio (25 page)

BOOK: Un milagro en equilibrio
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—Eva, no me lo puedo creer.

—¿El qué?

—Tres arcanos mayores. ... Esto es casi imposible, de verdad. Casi nunca salen tres arcanos mayores seguidos. A mí nunca me había pasado.

—Ah... ¿Y son buenos o malos?

—La Rueda de la Fortuna, Los Enamorados y La Emperatriz... Y los tres de pie... Eva, sin ninguna duda tienes que hacer ese viaje.

—¿Sin ninguna duda?

—Sin ninguna duda.

Sin embargo, no fue la tirada de cartas la que me convenció: no es que yo sea una cobarde y una escéptica, y no es que sea tampoco una experta en estadística, pero si en la baraja del Tarot hay 78 naipes y de entre ellos 22 son arcanos mayores, las posibilidades de que en una tirada salgan tres seguidos no son tan remotas como el periodista quería creer.

Pero justo a la mañana siguiente recibí una llamada de Nenuca.

Nenuca todavía no se había retirado al chalecito familiar de Marbella y por entonces aún vivía en Madrid. Como no hacía nada la mayor parte del día se aburría muchísimo y le concedía a sus problemas amorosos (los únicos que tenía, porque los económicos o laborales no los había conocido nunca) una importancia exagerada. En ese sentido, era como si todavía tuviera quince años. Yo temía sus llamadas telefónicas, porque era capaz de tirarse horas al teléfono (y lo digo literalmente, alguna noche me había tenido tres horas al aparato, cronometradas en mi reloj de pulsera) analizando exhaustivamente los pormenores de su relación con Mirta, la chica con la que llevaba tres años saliendo, una cubana que trabajaba de cuando en cuando de camarera en un bar de la calle Argumosa, aunque en realidad viviera del dinero de su novia que era, a su vez, el dinero de los padres de Nenuca, en una curiosa reinterpretación de la doctrina de la redistribución de la riqueza Norte-Sur. Yo pensaba entonces, y todavía pienso, aunque siempre me guardé muy mucho —con esa hipocresía que albergamos todos, hasta las personas más sinceras, cuando hablamos con un amigo y omitimos voluntariamente la opinión que nos inspiran sus actos o, en este caso, sus relaciones— de explicarle a Nenuca mi teoría de que la cubana en el fondo albergaba un resentimiento enorme hacia la mano que le daba de comer, porque el saberse mantenida la hacía sentirse inferior; pero por otra parte, evidentemente, Mirta necesitaba a Nenuca, pues no podía vivir sin ella en el sentido más literal y menos romántico de la palabra, y era por eso por lo que le alicortaba cualquier conato de ligereza y la sometía al sistema ducha escocesa en la relación amorosa: ahora frío y ahora calor, hoy vienes al bar y ni te miro, mañana me paso el día diciéndote que eres la más linda y que dónde has estado tú toda mi vida y pasado mañana te monto un número de celos tremendo sin venir a cuento, asegurando a gritos que te has pasado mi turno en el bar haciéndole ojitos a una chica que estaba al final de la barra en la que hasta entonces ni habías reparado. Y, por supuesto, cuanto peor la trataba Mirta, más enganchada estaba Nenuca, totalmente obnubilada por una especie de síndrome de Estocolmo por el que se había enamorado de su propia torturadora. El culebrón de Mirta era de lo más previsible, y si al principio yo creía de verdad, cuando Nenuca me llamaba, en los sufrimientos de la una y la devoción de la otra, al cabo de unos meses la historia me tenía tan harta como para no coger el teléfono móvil si veía el nombre de Nenuca parpadeando en la pantalla. Pero ese día en particular respondí a la llamada porque llevaba semanas evitando a mi amiga y me torturaba cierto complejo de culpa y de mala persona. Para mi sorpresa, Nenuca no llamaba para quejarse, porque en las últimas semanas la relación con Mirta atravesaba por uno de aquellos períodos de luna de miel que sucedían inevitablemente a las broncas más sonadas (en este caso la bonanza relevaba a una tormenta en la cual Mirta llegó a levantarle la mano a Nenuca, y como probablemente ahí se dio cuenta de que se había pasado de verdad y podía llegar a perder a la víctima de la que dependía, la cubana se había estado esmerando desde entonces y nunca había sido más amable y entregada que desde la reconciliación posterior a aquella discusión), esta vez me llamaba para contarme un extraño sueño de Mirta que se refería a mí. «A ver si tú lo sabes interpretar, porque no me dice nada, pero Mirta insiste en que te lo cuente, ya sabes el valor que le da ella a sus sueños.»

Al principio nosotras nos reíamos de los sueños de Mirta, que era capaz de no dejarle coger el coche a Nenuca y obligarla a ir una semana en metro si soñaba con un accidente (¡A Nenuca!, ¡a la pija más pija de Madrid, que antes del encontronazo con Mirta, no había usado un transporte público en su vida!), pero con el tiempo aprendimos a fiarnos de sus visiones después de que predijera acertadamente que el gordo de la lotería acabaría en 103 y de que anunciara la muerte de su tía Kerly en La Habana, que ella había soñado con dos días de antelación. A Mirta le sorprendía que nos asombráramos tanto de la precisión de sus sueños proféticos, puesto que al fin y al cabo en su familia, de larga tradición santera, estaban más que acostumbrados a lo paranormal y lo tenían integrado en el día a día, moviéndose entre lo visible y lo invisible con la facilidad con la que una rana salta de la tierra al agua. Y por lo visto Mirta había soñado conmigo, y se había levantado excitadísima, insistiendo una y otra vez en que Nenuca tenía que llamarme y contármelo. Deduje que no me llamaba Mirta misma porque, merced a su intuición privilegiada o paranormal, o simplemente gracias a su sentido común y viendo las malas caras que yo le ponía siempre, había adivinado lo mal que me caía.

El sueño era el siguiente: Mirta y yo caminábamos cogidas de la mano por un campo de amapolas. A nuestro alrededor zumbaban millones de abejas recogiendo polen entre las flores, pero a nosotras no nos asustaban pues sabíamos que nunca nos picarían. Por todas partes, el paisaje circundante ofrecía a la vista hermosos árboles frutales cargados con sus apetitosos manjares: melocotones, mangos, papayas, peras... Todos maduros y jugosos. En un momento dado, yo me detenía a comer un albaricoque y el jugo me caía por la boca. Cuando lo acabé enterré el hueso en la tierra y en ese momento empezó a caer un aguacero de verano, una lluvia fina que más que mojar refrescaba. Entonces Mirta me cedió el abrigo que llevaba puesto, que era azul, yo me lo puse y le dije algo así como «Muchas gracias, Mirta, necesitaba un abrigo para mi viaje». Y allí nos separábamos, bajo el árbol, y yo seguía camino hacia la línea del horizonte.

Mirta había insistido a Nenuca en que me hiciera notar que la letra «A» se repetía constantemente a lo largo del sueño: amapolas, abejas, árboles, albaricoque, aguacero, abrigo azul...

—¿Este sueño tiene algún sentido para ti? —me preguntó Nenuca.

—Mucho. Díselo a Mirta. Y dile también que le agradezco mucho que te haya insistido para que me lo cuentes.

¿«A»? Avión, América y Anton.

Así que le escribí un
mail
al rumano y le dije que aceptaba la oferta, que me presentaría en su piso el 2 de julio y que ya le podía ir diciendo a su novia que yo era lesbiana o algo así.

4 de noviembre.

Pesas 5 kg, 750 g. O sea, casi seis kilos. Imposible siquiera plantearse lo de escribir contigo en brazos. Así que te aguantas. Y deja de llorar.

5 de noviembre.

Gracias sean dadas desde estas páginas a Sonia, «
Suicide
Sonia», Sonia la guionista (no confundir con las otras Sonias), que me regaló la hamaca para bebés en la que estás durmiendo ahora. Así puedo balancearte con el pie mientras escribo. Entre eso y las sonatas de Bach, pareces bastante calmadita.

Ayer alquilé el vídeo de
Thelma & Louise
y tuve ocasión de comprobar, una vez más, cómo la ficción no es más que un espejo en el que nos vemos reflejados nosotros mismos, y así nuestra opinión sobre una obra dice en realidad más sobre nosotros que sobre quien la creó. Por ejemplo, la primera vez que vi la película (en el Alphaville, última fila, tenía yo veinticuatro años) me pareció que Louise era una estúpida por rechazar al buenorro de Michael Madsen en esta escena:

Louise y Jimmy, su novio, en una habitación de motel. Ella le ha llamado diciéndole que necesita dinero y pidiéndole un favor: que saque dinero de su cuenta (de ella) y le envíe un giro. En lugar de enviarlo, Jimmy se ha presentado en persona.

Jimmy: Vale, vale, dime cuál es el problema.

Louise se queda mirándole un momento.

Louise: Jimmy, ahora no puedo decírtelo. Algún día lo entenderás, pero ahora no puedo decírtelo, así que mejor no preguntes.

Jimmy alucina al ver lo seria que se ha puesto Louise.

Jimmy:
(casi sin palabras)
De acuerdo, de acuerdo, pero dime, ¿puedo preguntarte una cosa?

Louise: Quizá.

Jimmy: ¿Tiene que ver con otro? ¿Estás enamorada de otro?

Louise: No, no es nada de eso.

Jimmy explota y se dedica a arrojar objetos por la habitación en un ataque de furia.

Jimmy:
(a gritos)
Entonces ¿qué? ¿Qué coño pasa, Louise? ¿Dónde coño te marchas? Joder! ¿Me estás dejando o qué?

Louise: ¡Para! ¡Para ahora mismo o me marcho! Lo digo en serio.

Jimmy:
(se calma)
Vale, vale, lo siento.

Jimmy recupera la compostura.

Jimmy: ¿Puedo preguntarte otra cosa?

Louise: Quizá.

Jimmy se saca una cajita del bolsillo.

Jimmy: ¿Quieres ponerte esto?

Le pasa la caja a Louise, que la abre. La caja contiene un anillo.

Jimmy: ¿No te lo vas a probar?

Louise: Jimmy... ¡Es precioso!

Jimmy: No te lo esperabas, ¿verdad?

¿Aceptará Louise el anillo? Resulta evidente que no, puesto que sabemos, tras casi tres cuartos de hora de cinta, que Louise es una chica lista, y una chica lista no se casa con un tío que va por ahí destrozando habitaciones de hotel sólo porque sospecha que su chica se puede estar planteando dejarle. Aparte de que un tipo medianamente normal no se declara a gritos, ni en un momento tan poco oportuno. Es decir, a mis treintaytantos ya sé reconocer problemas en cuanto me los ponen delante. Pero a los veinticuatro aún me creía el mito del Príncipe Azul, y pensaba que si alguien con el tipazo de Michael Madsen te regalaba un anillo de diamantes, ya te podías dar con un canto en los dientes. De ahí a acabar liada con un chalado cuya vida se resumía en una exhaustiva dedicación a la nada y que se expresaba, al hablar conmigo, fonando cada palabra como si estuviera escrita en mayúsculas y en tipos negros, un paso. Mientras estuviera bueno y me repitiera quince veces al día que me quería, ¿qué importaba que me hablase a berridos y me tratase como a un objeto de su propiedad? (Miento: peor aún, a su guitarra la trataba con mimo y consideración.) Pero cuando una crece abre los ojos, y por eso ahora puedo ver la película de otra manera: con los ojos abiertos. Porque durante años he ido por la vida con los ojos cerrados de par en par, tomando por amor lo que no era más que control. Mi diferente reacción ante una misma escena explica lo mucho que yo he cambiado y cómo: a golpes.

En mi
mail
no había sido muy amable con el rumano, pero después de salir de Guatemala pocas ganas me quedaban de entrar en Guatepeor, y puede que a aquel chico rumano que conocí en Nueva York le sentara muy mal que le hubiera echado con cajas destempladas pero yo no me sentía con ánimos de excusarme, ni mucho menos de empezar ahora a ser simpática con él. Después de las que me había tenido que tragar, no estaba yo como para ponerme demasiado amable con quien se me acercara, por si las moscas.

6 de noviembre.

En la puerta del hospital me he encontrado con el médico residente que atendió a mi madre en urgencias. Le he reconocido al instante porque tiene pinta de todo menos de médico: lleva una coleta y un pendiente. Lo que no esperaba era que él me reconociera a mí, porque debe de estar harto de atender enfermos, y me extraña que se quede con las caras de los familiares. Le he saludado con una sonrisa y el consabido
holaquetal.
Él se ha detenido y me ha respondido con idéntico
holaquetal.

—Aquí estamos —le he dicho—, a ver a mi madre, que sigue en la UVI.

Se lo cuento porque la enfermera me explicó que el médico residente no sigue después la evolución de los pacientes a los que ha atendido.

—¿Es tu madre? —me pregunta él.

—Pues sí, claro.

—No, lo digo porque pensaba que era tu abuela. Como eres tan joven...

Con eso ya he subido contenta a la planta nueve. Allí me he encontrado, en el
hall de
espera (ya no lo llamo sala porque más que sala es un descansillo enorme), con una abigarrada turbamulta que se hacía sitio a codazos, y en un principio he pensado que habría pasado algo grave, una catástrofe masiva, como un descarrilamiento de tren, un accidente de autobús o un ataque terrorista. Luego, cuando me he fijado, me he dado cuenta de que la mayoría de las personas que allí había aglomeradas eran gitanos, y que además compartían un más que reconocible aire de familia: no veía más que la misma nariz repetida en un montón de caras diferentes de todas las edades. Casi todos los hombres llevaban gruesos cadenones de oro colorao colgando al cuello, mientras que todas y cada una de ellas lucían el pelo muy largo y pendientes a juego (largos). Una anciana arrugadísima, vestida de negro de pies a cabeza y rodeada de otras cuatro abuelas a su imagen y semejanza, también ajadas como pasas, gemía: «¡Ayyyy, mi hijoooo, que se vea él aquí, ay qué degrassssia! Señor, ¿por qué no me llevas a mí en su lugar que yo ya tengo edaaaaaá?» Por el volumen y cadencia del lamento casi parecía que se tratara de cante jondo.

Después de más de veinte días yendo a la UVI prácticamente a diario, me dicen ¡hoy! que si tengo niños pequeños, que no olvide lavarme las manos con Betadine al llegar a casa antes de tocarlos. A buenas horas. Gracias a Dios, o a la Diosa, o a la Divina Providencia o al Famoso Todo Cósmico, eres resistente. Como tu abuela.

Tal y como Sonia me había explicado, el piso del rumano estaba bien, más que bien. Parecía muy limpio, era bastante amplio para lo que se estilaba en Nueva York y, sobre todo, tenía algo que lo hacía mágico a mis ojos: era completamente exterior y todas las habitaciones tenían luz, incluidas la cocina y el cuarto de baño. Al cuarto que me correspondía, el del bailarín metido a gogó, lo amueblaban un futón, una especie de barra metálica colgada de una pared a otra a modo de armario y cuatro cajas de cartón apiladas en una esquina como cajones. Y nada más. Ni una estantería ni una mesa ni una silla, porque por lo visto, y según me explicaría el rumano más tarde, el bailarín no leía nunca y mucho menos escribía, ni siquiera
mails.
Como bien me había anticipado Sonia, no encontré trazas de presencia femenina en todo el apartamento, excepto un paquete de tiras de cera depilatoria y unas pinzas de cejas que en realidad, y como descubriría más tarde, no pertenecían a mujer alguna sino al bailarín.

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