Un milagro en equilibrio (23 page)

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Authors: Lucía Etxebarria

BOOK: Un milagro en equilibrio
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Entre vídeo y vídeo surgió en la conversación el tema de mi posible estancia estival en Nueva York y le pregunté a Anton si conocía a alguien que quisiera subarrendar un apartamento o una habitación para el mes de agosto. Me dijo que preguntaría, que no creía que fuera difícil porque la mayoría de los estudiantes se marchaban en verano, que incluso su compañero de piso, estudiante de danza en la Escuela de Arte de Nueva York (me vino inmediatamente a la cabeza la imagen de Leroy en
Fama)
se marchaba cada verano, normalmente de gira con alguna compañía o a trabajar de camarero cuando no encontraba trabajo como bailarín. Se lo agradecí, pero no le dije que no me apetecía vivir en el Bronx.

Sonia apareció a la hora de costumbre, las nueve, con unas ojeras de oso panda, y sólo aceptó salir a cenar conmigo porque sabía que al día siguiente yo dejaba la ciudad. Despedí entonces al rumano, porque quería reservar la última noche para mi amiga, e intercambiamos teléfonos y direcciones de correo electrónico más por cortesía que por otra cosa, pues ya te dije que tanta obsequiosidad había acabado por abrumarme y me sentía demasiado incómoda como para pensar que pudiera querer volver a verlo.

Sonia y yo tuvimos una cena muy poco memorable, las dos estábamos muy cansadas y, además, ya nos habíamos contado todo lo que nos teníamos que decir a lo largo de aquellas dos semanas. Apenas comentamos los incidentes con el becario y el rumano porque no nos habían dejado huella a ninguna de las dos, y cuando regresamos al apartamento nos encontramos con un coche patrulla en la puerta del edificio y con que unos policías se estaban llevando esposados a nuestros amigos los portorriqueños. Sonia nunca los volvió a ver. Como contrapartida, tampoco volvió a ver a ninguno de los yonquis que salían y entraban constantemente del bloque.

Al día siguiente mi vuelo despegó con retraso, así que hice tiempo curioseando por las
duty free,
mirando
gadgets y
tentaciones que no me interesaban y que no pensaba comprar. De repente, y sin saber por qué, me encontré en una tienda de juguetes frente a una montaña de pelotas de peluche con cremallera que guardaban en el interior, ¡oh, sorpresa!, un osito de peluche. Las había azules y rosas: en las azules ponía
«It's a boy»
y en las rosas
«It's a girl».
Debería haber aborrecido de semejante chorrada sexista y, sin embargo, me encontré con una de las pelotitas en la mano que, sin que yo pudiera explicármelo, parecía estar pidiendo a gritos que me la llevara conmigo. Pensé regalársela a uno de los niños de Laureta, pero en seguida supuse que ya estaban demasiado mayores para peluches. Entonces pensé que en realidad la quería para mí. Peor aún, me encontré pensando que la quería para mi bebé. Cosa absurda, porque ya he dicho que yo estaba convencida entonces de que no iba a tener hijos. En cualquier caso, fue como un fogonazo en la conciencia, la visión repentina de un bebé mío al que en el futuro le diría que lo había imaginado incluso antes de desearle. Y me llevé la pelota de peluche. Rosa: una niña.

Tiempo después de aquella insólita redada se hizo público que los Clinton habían comprado un edificio en la zona, lo que explicaba el repentino interés de la policía por limpiarla. El precio del metro cuadrado se multiplicó por dos en menos de un mes y amenazaba con seguir subiendo, y montones de familias limpias y blancas se mudaron a viviendas hasta entonces en ruinas y repentinamente reformadas a toda velocidad.

He escrito que Sonia no volvió a ver a los portorriqueños. Afirmación no del todo exacta porque sí que volvió a ver a uno de ellos, a quien todos llamaban Vergara. Se lo encontró en el metro por casualidad y le contó que tanto él como sus amigos habían salido de comisaría sin cargos por falta de pruebas. Probablemente habían tenido tiempo de deshacerse del material gracias a sus compañeros, que les habrían avisado de la llegada de la policía mediante los walkie talkies. Una vez libres se mudaron al sur del Bronx para seguir con el negocio, y allí deben de seguir.

En cuanto a la bailarina exótica, dejó a Klara y dos años después, y en Madrid, cuando Sonia vino a pasar su obligada semana de Navidades familiares, se la encontró en la televisión, en una de esas películas porno que pasan en Canal Plus los viernes por la noche. Se la estaba mamando a un garañón cuyo aparato no habría cabido en un vaso de cubata. Ahora es una estrella y se ha cambiado el nombre a
Bonita Sweetlove.

1 de noviembre.

Los médicos nos dicen lo de siempre: estable dentro de la gravedad. Mi madre sigue conectada a sus máquinas y tengo la impresión de que a más frascos que antes. Me he entretenido en contarlas: son nueve, nueve botellas colocadas boca abajo, enchufadas a tubos rematados en una aguja pinchada en su cuerpo inerte a través de la cual se le inyectan los líquidos que quién sabe si la mantienen viva o dormida o ambas cosas. Quizá sea por tanto líquido por lo que mi madre esté edematizada, hinchada como un globo de feria a pesar de que haya otro tubo que va a parar a una cuña y a través del cual se le sonda. El color del líquido que sale por ese tubo es verde parduzco: un extraño brebaje de detritus y desechos, la alcantarilla del cuerpo de mi madre. Las manos, de puro hinchadas, están perdiendo la forma, parecen manos de muñeco de trapo, manos inútiles, incapaces de asir, mucho menos de escribir o acariciar, que se diría que fueran a reventar en cualquier momento. De todas formas, tampoco podríamos cogerle la mano, porque hay un tubo conectado a cada una. Además de la hinchazón, el edema le ha creado una doble papada que le da el aspecto de un enorme sapo dormido, un cruce entre batracio y humano recién salido de un cuento de Lovecraft, semejanza que se intensifica porque mi madre, como las criaturas de Lovecraft, está húmeda. Supura: la aguja del gotero que tenía conectada a la mano le ha hecho una herida que segrega un líquido transparente.

Mi padre ha adelgazado visiblemente en estos ¿once? días. Como es un hombre tan alto empieza a parecerse a un personaje de un cuadro de El Greco, con ese aire no se sabe si entre espiritual o tétrico. Ya estoy perdiendo la cuenta del tiempo, las tardes son todas iguales aquí, una monótona letanía de horas sucesivas. De todas formas, advierto que se ha puesto corbata para venir, y eso me parece buena señal. Una enfermera viene y no podemos evitar preguntarle lo de siempre aun a sabiendas de que no nos puede dar más información que la que los médicos nos han proporcionado. Pero nos la da. No exactamente información, un nuevo punto de vista, una actitud diferente a la hora de evaluar la cuestión, su particular interpretación del
carpe diem:
«Ustedes aférrense al día. Piensen que hoy sigue aquí, y eso es bueno. No intenten pensar en cómo va a ser mañana, sólo en que hoy sigue aquí, que resiste.» Lo dice con una sonrisa que no parece ensayada a pesar de que yo no pueda evitar preguntarme si no habrá aprendido a esbozarla como herramienta terapéutica para familiares durante el tiempo que lleva aquí. Únicamente nos ha dedicado tres minutos, pero nos ha regalado un mundo: su sonrisa, ensayada o no, ha brotado como por contagio en el rostro demacrado de mi padre.

Más tarde, Caridad, la enfermera lectora, ya fuera de la UVI, en el pasillo, tras los saludos de rigor y el cómo te encuentras de ánimo hoy (como nos ve venir todos los días ya nos trata con familiaridad) me comenta, mientras espero a que salga mi padre (mi hermana ha ido a ocupar mi puesto), que los médicos son mucho más fríos, que no conocen ni al paciente ni sus circunstancias, que se limitan a pasar cinco minutos diarios, verificar el historial, contrastarlo con las gráficas de las máquinas y emitir un diagnóstico. «Pero no están aquí a pie de cama como nosotras, que no tendremos la carrera hecha, pero que vamos viendo la evolución minuto a minuto, que llegamos incluso a cogerle cariño a enfermos con los que no hemos hablado nunca, porque no pueden hacerlo.» Me habla del día en que se dio cuenta de que a un paciente le habían estado administrando durante ocho días un medicamento que sólo podía administrarse, como máximo, durante siete, y eso en casos extremos. Cuando fue a indagar se enteró de que los hematólogos que debían verificar al enfermo (el medicamento tenía algo que ver con los leucocitos) llevaban nueve días sin aparecer por la UVI. Caridad no acabó la carrera de Medicina, la dejó a la mitad, me dice, pero no se arrepiente, asegura. Piensa que ser enfermera puede ser mucho más satisfactorio. Pero también es cierto que puede que los hematólogos llevaran nueve días sin aparecer porque sencillamente no dieran abasto en un hospital colapsado. Y yo me pregunto una vez más cómo teniendo la carga impositiva más alta de Europa, nuestro dinero se gasta en enviar tropas a un país que no nos lo ha pedido pero no en arreglar la sanidad pública o en conseguir que tú puedas ir a una guardería.

Ayer tu padre llegó a casa diciendo: «Tú, que te quejas siempre de que la vida no tiene sentido, de que el hombre es un lobo para el hombre, deberías haber subido al metro conmigo hoy. En cuanto me he montado con el bebé se han levantado varias personas para cederme su asiento, y cuando he dicho que no nos hacía falta, una señora ha insistido y prácticamente me ha incrustado en el suyo. Y medio vagón hacía comentarios sobre la niña, que qué buena era y que qué suerte tenía yo.» Incluso una señora le ha regalado una medallita de la Virgen de Lourdes, para que te protegiera. Supersticiosa como soy —tendrás tiempo de descubrirlo—, te la he cosido al carrito.

Pero no, lo que cuenta no me hace creer en la bondad intrínseca del género humano. Cuando iba camino del hospital ha subido al metro un negro famélico pidiendo dinero. Era un esqueleto andante de ojos amarillos y le costaba mucho caminar. Creo que tenía sida. Según el negro iba avanzando por el pasillo con la mano extendida, como un zombi suplicante, los pasajeros apartaban la mirada. La única que le ha dado algo he sido yo: todo lo que tenía en el monedero, impulsada por el sentimiento de culpa y por la vergüenza ajena.

A la gente le hace ilusión ver una nueva vida, pero no aguantan ver la muerte cerca: les recuerda demasiado la inevitabilidad de la suya.

Ésa es la razón por la que tu tío, mi cuñado Julián, marido de tu tía Asun, se ha negado a entrar en la UVI a ver a tu abuela. Dice que no soporta los hospitales. A mí, al contrario, no me deprimen, quizá porque los asocio con algo bueno. He pasado media vida en hospitales a partir de la adolescencia a cuenta de la traqueítis crónica y siempre recuerdo que el dolor terminaba, no empezaba, cuando llegaba al centro. En cuanto te enganchaban un gotero con morfina o un inhalador sabías que había empezado el fin del sufrimiento, que el dolor o el ahogo acabarían en breve. Y esa asociación hospital-alivio se confirmó cuando tú naciste. La situación ahora es muy distinta, pero a pesar de todo me esfuerzo en intentar no asociar UVI con dolor, más bien al contrario. Prefiero pensar que si tu abuela sobrevive es gracias al hospital, que si se hubiera quedado en casa estaría utilizando el pasado como tiempo verbal para escribir sobre ella, que si no le inyectaran drogas a través de los goteros estaría aullando de dolor.

Dijo Fernando Pessoa que «ser pesimista es tomar algo por trágico, y esa actitud es una exageración y una incomodidad».

2 de noviembre.

Mi hermana Laureta, la madre de Laurita, hace tiempo que quiere separarse. O al menos lleva años diciéndolo. Laureta se casó por primera vez a los veintitrés años con un francés de buenísima familia y larguísimo apellido que vivía y vive de las rentas familiares y al que conoció en Ibiza. Hasta los veinte había estado estudiando Psicología y trabajando de camarera en el Pachá de la playa de San Juan, el club más
fashion
de la provincia de Alicante que sólo contrata a bellezones para servir detrás de la barra (obvia decir que mi hermana lo era y todavía lo es), pero se ve que ese ambiente se le quedaba pequeño, así que un día le dio una de sus ventoleras y se cogió un ferry directo a la isla sin más equipaje que una mochila y varios pareos. Hablamos de hace más de dos décadas, cuando la isla aún no era un nido de
hooligans
y pastilleros y sí un puerto franco para poetas, pintores, escritores,
hippies
de toda condición y aventureros y desarraigados en general. A mi hermana le había dado por Ibiza porque siempre había sido muy excéntrica, y entonces esta isla era lo más de lo más —supongo que ahora se hubiera ido a Goa—, porque Laureta se tenía y se tiene por una persona de ideas originales y brillantes y se pasa el día en actividad constante pero poco fructífera: en general se interesa por todo lo que le parece novedoso, original, arriesgado y progresista, y se mueve y habla mucho —es muy elocuente y un tanto dramática a la hora de expresarse— pero acaba haciendo poco. Es plenamente sabedora de su apariencia personal, su atractivo y su carisma, y por eso a veces —bastantes— resulta un tanto narcisista. Siempre ha actuado según sus propias reglas, y si se le contradice se puede poner bastante agresiva e intolerante: ya desde muy pequeña sus explosiones de mal genio eran sonadas e impredecibles. Una vez, por ejemplo, me tiró un plato de sopa caliente a la cara cuando le hice notar que estaba sorbiéndola, y gracias a Dios que me aparté a tiempo, u hoy no podría presumir de este cutis de porcelana que tu padre tanto alaba. Pero, por otra parte, Laureta se preocupa por buscar la compañía de los demás y, cuando está de buenas, tiene unas maneras agradables y complacientes, de modo que siempre ha utilizado su encanto para conseguir lo que quiere sin tener que esforzarse demasiado.

Cuando se hartó de Ibiza, por ejemplo, eligió el camino más fácil para dejar la isla: el matrimonio. La opción parecía natural porque, a qué negarlo, la actividad laboral no iba mucho con Laureta, como si ella fuera un objeto de lujo y no de servicio. Como ella siempre ha sido para los hombres lo que la miel para los osos, no le resultó difícil encontrar un más que buen partido. Porque Laureta desprendía y aún desprende una penetrante emanación de feminidad, una aura de intensa sensualidad que los vuelve locos precisamente porque no parece ir dedicada a ellos sino que más bien los excluye, como si mi hermana perteneciese a una casta muy superior a la que deben rendir pleitesía. Esa exagerada conciencia en su propia valía prometía un despliegue descomunal de sus atributos, y fue, supongo, lo que, entre porro y porro y fiestecita en la cala atrapó al francés riquísimo y guapísimo que le propuso matrimonio en un tiempo récord. Serge, que así se llamaba aquel príncipe azul, encandiló al principio a todas las mujeres de la familia (tía Reme incluida) excepto a mí, que era curiosamente a quien más quería encandilar (ya en la misma boda el tío, borracho perdido, intentó meterme mano, imagínate, a la hermana pequeña de su novia que apenas había cumplido quince años. Esto no se lo había contado nunca a nadie excepto a tu padre). A los veintiséis años, Laureta ya tenía dos hijos (y seguía tan delgada como si ella no hubiese intervenido siquiera en su concepción), dos casas (una en Madrid y otra en Ibiza), dos coches, dos asistentas (una para limpiar y otra para cuidar de los niños), dos ojeras permanentes bajo los ojos y una cara de amargada tremenda, porque resultó que el francés, un
bon vivant
acostumbrado a los mejores lujos, se hartó pronto del genio de Laureta, y huyó de ella viajando sin cesar y haciéndole el más mínimo caso. Por no estar, no estuvo ni en el parto de sus hijos, pues según versión oficial en ambas ocasiones estaba en viaje de negocios (si fue capaz de tirarle los tejos a una menor el mismo día de su boda, y para más inri hermana de su futura señora, imagínate dónde podía estar, sobre todo teniendo en cuenta que sus únicos negocios consistían en hablar de tanto en tanto con el administrador encargado de gestionar sus rentas) . Antes de tenerte a ti, cuando Laureta me contaba lo de la ausencia de Serge en sus partos, me parecía mal, pero no tan mal como me parece ahora que ya he vivido un parto yo misma, un parto que no sé si habría sabido sobrellevar sin la presencia de tu padre. En fin, como te iba diciendo, en su día Serge le había parecido a Laureta muy moderno y original, tan francés, tan glamuroso, tan vivido, pero en cuanto se casó con él dejó de parecérselo. Y es que a ella, independiente y muy suya, le disgusta que le digan qué y cómo hacer algo, y especialmente si lo que le dicen es cómo y en qué pensar, como él intentaba hacer. Laureta siempre había actuado siguiendo sus propias reglas y raramente obedecía órdenes. Nunca las había aceptado por parte de mi padre y, desde luego, no iba a acatar las de su marido. Una buena Acuario como ella precisa un ambiente no estructurado que le permita tomar sus propias decisiones y responder a las necesidades del momento en vez de seguir una rutina o una forma fija de hacer las cosas. Necesita vivir en una atmósfera excitante y estimulante, y el matrimonio pronto suele dejar de serlo.

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