Un milagro en equilibrio (37 page)

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Authors: Lucía Etxebarria

BOOK: Un milagro en equilibrio
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Pues eso, yo tecleo y tú cantas, el ruido de mi teclado acompaña al de tus trinos y ahora hay una música de fondo en la casa que parece jazz experimental, y en todo este tiempo nos hemos acostumbrado la una a la otra, y has estado escuchando este constante teclear que nos da de comer a ti y a mí. Pero este ruido sincopado, esta extraña percusión que acompaña a tus canciones, nada tuvo que ver con esta carta, porque durante dos meses no te he escrito, y eso que si alguna vez hubo una musa interesante, ésa has sido tú, la más linda, la más dulce, la más inspiradora de todas. Pero yo no he podido dedicarte mis palabras, porque la carta que empecé para ti acabó demasiado ligada a la muerte de mi madre. Y ya no podía volver a eso.

Yo había oído hablar cien mil veces del bloqueo del escritor y del miedo al folio en blanco y de todas esas cosas, pero nunca las había sentido. Las novelas que en su día redacté, ésas que duermen en el cajón el sueño de las nunca requeridas, surgían como manantiales casi sin esfuerzo. Yo llegaba cada noche y me sentaba frente al teclado y seguía un plan organizado, el esquema que había diseñado previamente y que después había pinchado en un tablero frente al escritorio. Me imponía un plan estajanovista, de seis a diez páginas diarias, plan que cumplía puntualmente, y luego las corregía una y otra vez hasta que las consideraba perfectas y las enviaba a los editores, que no las consideraban perfectas en absoluto y ni siquiera publicables. Tanto esfuerzo para nada.

El proceso de redacción de
Enganchadas
siguió esa misma tónica, esa obsesión por cumplir plazos que caracterizaba a mi trabajo. Elegía los sitios, los centros de desintoxicación, los de expedición de metadona, los de reunión de alcohólicos anónimos o de terapias de grupo, las cárceles. Llamaba, concertaba entrevistas con los directores, hablaba con ellos. Encontraba mujeres dispuestas a confesarse conmigo, a vaciar frente a una grabadora sus corazones o sus estómagos o sus hígados destrozados o las cuatro neuronas que aún les quedaban sanas, que no se había llevado por delante la coca o el alcohol o las pastillas o el
jaco.
Acumulaba cintas rebosantes de historias. Las clasificaba. Las transcribía. Y después organizaba lo que el papel había recibido y dotaba a la narración de un tono dramático, de una estructura coherente, con su principio, su nudo y desenlace, de una razón de ser, de un algo trascendente que hacía de una yonqui de barrio una heroína. Y todo ese proceso de hormiguita, ese acumular y clasificar y transformar, lo llevaba a cabo sin prisa pero sin pausa, sin bloqueos ni miedos. Era lo que tenía que hacer, y lo hacía. Nunca me quedé quieta frente al teclado, no se me pasaron los minutos haciendo cualquier cosa excepto escribir, no perdí tiempo navegando por la red en busca de estupideces que de nada me servían (páginas de satanistas, galerías virtuales, arte en la red...) para huir de la exigencia de acabar el trabajo.

Pero
Enganchadas
no hablaba de mí pese a que yo fuera una de tantas enganchadas al alcohol y a la propia angustia. No hablaba de mí porque nunca puse toda la carne en el asador, porque tomé distancia y no me comprometí jamás, porque no tuve el valor de ponerme a mí misma en los folios y escribir de cuánto bebía o de algo mucho más importante: de por qué bebía. Y por eso, porque me negué todo el rato, no sufrí bloqueo alguno. Porque el bloqueo es el aviso de que uno se acerca a lo que no quiere ver. Para no hablar de mí, hablé de otras, y así nunca tuve que reconocer que yo también estaba enganchada. Si
Enganchadas
fue un éxito era porque yo conocía el tema bien a fondo aunque no contase mi experiencia, porque escribía desde la verdad, hablaba de mí sin saber siquiera que lo estaba haciendo, desde el momento en que yo vivía la misma dependencia que mis entrevistadas aunque yo, la entrevistadora, viera la paja en el ojo ajeno y de ningún modo la viga en el propio.

Y por eso eran tan malas mis novelas y ningún editor las quería. Porque nunca hablaban de mí. Porque no eran sino experimentos metaliterarios en los que se reinterpretaban historias que ya se habían contado muchas veces. Porque nacían de mi cobardía, de mi vanidad, de mi pedantería.

Pero todo cambió cuando llegó la hora de acabar esta carta. Y mi famosa consigna de concluir lo empezado se fue al carajo.

Cuando pensaba en que tenía que recapitular y poner un punto final —tenía que hacerlo por mucho que nadie me obligase, por mucho que fuese sólo una tarea que me había autoimpuesto— un cansancio infinito me acometía, y entonces me iba a la cama y te llevaba conmigo, te colocaba a mi lado, te rodeaba de almohadas para evitar una posible caída mientras yo durmiera, y me quedaba inmóvil con tu puño amarrado a uno de mis rizos mientras tú cantabas bajito, porque de alguna manera entendías y entiendes, no sé por qué, que cuando tu madre duerme hay que bajar la voz, pero que no molestas si gritas cuando escribo.

Ese bloqueo, ese pavor al folio en blanco, no era sino un terror a lo que el folio pudiera revelar una vez impreso, cuando el mecanismo catártico de la escritura descubriera lo que no se dice, escarbando en el fondo del subconsciente y traduciendo a palabras imágenes, símbolos, sueños y fantasías; tantas cosas que no encontraban un correlato en la vida real, que sólo aparecían por las noches, pero que a veces se entreveían en vigilia, jirones de historias rescatadas de los confines del sueño que se han quedado adheridos a una mientras ascendía desde el subsuelo del letargo hacia la vida que hemos convenido en llamar real. He tenido miedo todo este tiempo de enfrentarme a mi propio dolor porque no me ha quedado otro remedio que almacenarlo muy dentro, en un recipiente sellado, casi diría encapsulado, porque no podía ponerme a llorar, no podía paralizar el ritmo de la vida, las facturas que reclaman su pago, la nena —tú— que quiere atención y mimos y biberones y cambio de pañales, los encargos que urgen en su entrega, el perro que necesita sus tres paseos diarios, los paquetes que hay que llevar y recoger de correos, todas esas rutinas diarias que no se pueden ir acumulando, problemas que hay que solucionar cuando se presentan y no después.

Hubiera querido vestirme de negro —cierto es que lo hice al principio— y después encerrarme en casa y llorar, arrastrar mi duelo como hacían las damas antiguas y no salir excepto para ir a misa. Hubiera querido que todos entendieran que no podía levantarme del lecho del dolor. Pero eso se hacía en un tiempo en el que no había ni fax ni teléfono ni recibos por pagar ni plazos de hipotecas ni oficinas postales ni insidiosos aparatitos móviles con llamadas urgentes de editoras de revistas reclamando una colaboración, un tiempo en el que durante cada mes hay que ganar el dinero que una tiene que tener dispuesto a día uno del siguiente. Pero es que además de la vida que seguía su curso, indiferente a la muerte de mi madre, había otra razón para seguir activa, y era el miedo que yo tenía a dejarme llevar por el dolor. Pensaba y pienso que si me permitía sentirlo, aunque sólo fuera un poco, se extendería enseguida como una mancha de aceite, o como un cáncer, devorador, ineludible, y antes de que pudiera darme cuenta me habría vencido y ya no sabría librarme de él.

Siempre he tenido miedo a sufrir, y he preferido por ello no sentir. Por eso nunca me he embarcado en relaciones con futuro, por eso las elegía con su fecha de caducidad ya impresa, historias con hombres egoístas o alcohólicos o narcisos o inmaduros, romances turbulentos pero nunca muy profundos en los que no llegaba a comprometerme del todo, pasiones cuyo final podía preverse desde el mismo principio, final que yo de alguna manera ya presumía al empezarlas, aunque ante nadie, ni siquiera ante mí misma, lo habría reconocido. No fue casual que tu padre fuera el único de entre todos mis amantes que no bebía y que se preocupaba de algo más que de su ombligo. Porque en algún momento decidí sentir, y abandoné por tanto el alcohol, mi anestésico de confianza, y algún óvulo que navegaba en el légamo de mis entrañas tiró de mí con tanta fuerza como para incitarme a iniciar una historia ineludible, un lazo que no se podía romper de la noche a la mañana, una apuesta que exigía un compromiso sólido y firme y que requería también de un colaborador para iniciarla, un hombre que pudiera ser padre, y un padre que no estuviera mal de la cabeza, o no del todo.

Pero aunque tenerte a ti constituyera un hito en mi vida de cobarde, la mayor apuesta que nunca acometiera, la mayor aventura que jamás emprendiera, eso no significaba que me hubiera curado, que fuese valiente de la noche a la mañana, tan sólo implicaba un propósito de enmienda, una necesidad de amar y de sentir para encontrarme viva, pero no la capacidad de asumir el dolor del corazón e integrarlo como parte de la existencia. Por eso no quería acabar esta carta, porque finalizarla significaba recordar no sólo la muerte de mi madre sino todos los dolores, profundamente enterrados en esa tierra estéril de lo que no se nombra, que su muerte exhumó. Significaba revivir antiguos rencores y afrentas nunca solucionadas. Y yo no quería tocar al cadáver desenterrado, hacerle la autopsia, analizar sus tejidos y sus fibras, observar sus órganos al microscopio, incluso si sabía que en cierto modo sería necesario, que yo no podría seguir viviendo negando por siempre lo evidente.

En el fondo todos tenemos una razón íntima, determinada, para hacer las cosas, y esta razón que nos anima acaba siendo más poderosa que el azar o su república. Te cuento, por ejemplo, que mi amiga Nenuca solía decir que ella había vivido una infancia feliz, muy feliz, y por eso nadie entendía cómo una persona que en apariencia no había vivido trauma ninguno, el mimado retoño de una familia excelentemente avenida, sufría tamaños ataques de ansiedad, angustia y abandono, y cómo era capaz de aguantar relaciones tan destructivas como la que vivía con Mirta —relación idéntica a otras igualmente dañinas que la precedieron— con tal de no estar sola, y cómo este terror a la soledad se le notaba tanto como para hacerle atraer siempre a parejas que disfrutaban poniéndose por encima de ella, pues utilizaban su natural dependencia como carta blanca para permitirse todo tipo de irrespetos, conscientes de que ella todo se lo permitiría con tal de que no cumpliesen la tantas veces repetida amenaza de dejarla. Pues bien, sucede que cuando Mirta dejó a Nenuca —por otra, por supuesto, otra que, también por supuesto, tenía más dinero y mejores contactos para conseguirle la tan preciada tarjeta de residencia—, esta última entró en una depresión gravísima y decidió visitar a una terapeuta. Y aquella doctora le ayudó a recordar lo que su mente había borrado: las muchas tardes y noches que había pasado angustiada de pequeña cuando sus padres se iban de casa, bien fuera a una cena, a un cóctel, a una recepción o un viaje de placer, dejando a la hija única al cuidado de algún miembro del servicio, gente que nunca duraba lo suficiente en la casa como para que la niña les tomara cariño o confiara en ellos o pudiera llegar a considerarlos presencias estables y, por lo tanto, garantes de seguridad. Y cómo la infancia que se presentaba tan feliz en el recuerdo no había sido en realidad otra cosa que un tiovivo de angustias, y cómo así no fue el destino o el azar el que la enredara en tantas relaciones sin sentido, sino una poderosa fuerza interna que le enganchaba siempre a mujeres volubles e impredecibles como la madre a la que tanto había amado y a la que nunca había sentido cercana, amores que estaban muy presentes un día y ausentes al siguiente, que exigían cariño incondicional pero imponían al suyo inacabables exigencias, que sólo sabían darse cuando Nenuca dejaba de ser ella misma para ser la Nenuca que ellas querían que fuera, igual que en su infancia su madre sólo la había querido cuando estaba tranquila y calladita y no se hacía notar demasiado. Y en el mismo apelativo cariñoso que había acabado por sustituir a su nombre se notaba que ella se había permitido estancarse en aquellos días, que no había sabido crecer. Porque siempre hay que volver a eso, a esa infancia que la mayor parte del tiempo nos llena el alma sin que nosotros mismos nos demos cuenta y que, sin embargo, tiene mayor importancia para nuestra felicidad que los días que vivimos ya adultos, pues ésos los vivimos siempre a través de ella, y no es sino la infancia la que asigna su pasajera grandeza a cada minuto que disfrutamos. Y yo, como Nenuca, era incapaz de apreciar algo por mi cuenta, puesto que no sabía considerarme, por lo que necesitaba siempre de un refuerzo externo para ver las cualidades de los demás. Por eso el FMN me había impresionado tanto a primera vista, y el rumano... tan poco.

Tras la visita a la médica pija del Monte Sinaí me había prometido no volver a beber. Y el futuro se me presentaba como una sentencia, al menos el futuro inmediato, ya que casi me quedaba un mes entero por pasarlo en Nueva York, porque mi billete no tenía fecha de regreso hasta el dos de septiembre. Por supuesto siempre podía empeñar los Versaces y regresar de inmediato a Madrid para asilarme en casa de Consuelo hasta que se fuera el francés, pero su casa era demasiado pequeña y, además, ¿cómo iba a soportar un vuelo transoceánico si no podía bajar sola a la calle sin ayuda, tal era la flojera que sentía? Así que decidí considerar el piso del Bronx como un retiro, una especie de retiro estival de días huecos y tranquilos en el que me dedicaría a hacer nada o casi nada. Leer y reponer fuerzas, entendiendo por fuerzas unas energías abstractas como las prometidas en la publicidad de cereales o de complejos vitamínicos o en los folletos de los gimnasios. Y acabé por instalar en mi cuarto la mesilla de noche del rumano y su lamparilla para poder leer con más tranquilidad, la mesa plegable de la cocina y una silla para poder escribir, y dos plantas del salón para animar un poco la habitación, y colgué en las ventanas unas cortinas que trajo Sonia y que había encontrado en una tienda del Soho, y me empeñé en hacer de aquella habitación desnuda un rincón agradable y acogedor.

Mi compañero de piso se comportó desde el principio tan servicial como lo fuera aquella primera mañana de monumental resaca que pasamos juntos. Solía salir de casa muy temprano y llegaba más o menos hacia las seis de la tarde. Durante aquellas horas en las que él no estaba yo apenas notaba su ausencia puesto que, por lo general, las pasaba leyendo o dormida, o suspendida entre el sueño y la vigilia, saboreando los restos que se disolvían en la boca como caramelo, con la atención aún flotando entre dos mundos, abotargada por el aturdimiento del primer rayo de luz que entrase por la ventana y que calentara la superficie estancada de los sentidos, adormilados. Cuando llegaba era él quien preparaba la cena para los dos, y ponía también la mesa, así que yo no tenía que hacer más esfuerzo que el de recorrer los apenas diez metros que llevaban de mi cama al salón para dejarme agasajar, como si fuera una princesita de cuento. Ni siquiera tenía que hacer la compra, pues él la traía siempre en su regreso desde el laboratorio de la universidad en el que trabajaba preparando su tesis (¿vacaciones?, ni se las planteaba, no a punto de terminar el doctorado), y sólo aceptó mi contribución económica para pagar las comidas después de que yo insistiera hasta el punto del enfado. En nuestras cenas solíamos mantener largas conversaciones... Miento, yo solía mantener monólogos en los que él intercalaba alguna frase. Yo hablaba de mí, de Madrid, de Alicante, de Elche, de mi perro, de mi barrio, de mis amigas, peroraba y peroraba y él dejaba que me agitase, que me esforzase en impresionarle con mis historias mientras permanecía en la tranquilidad más absoluta, y si yo seguía hablando era porque, cada vez que me detenía, él me hacía alguna pregunta que me obligaba a continuar ¿Y en Madrid a qué hora cierran los bares? ¿Y el perro de qué raza es? ¿Quién te lo regaló? ¿Cuánto tiempo llevas viviendo en el mismo barrio?, preguntas que me intrigaban tanto más cuanto su rostro no delataba signo alguno que dejara sospechar cuál era la impresión que mi charla le causaba. Parecía verdaderamente interesado en todos los detalles de mi vida, pero no impresionado. Y sin embargo él apenas hablaba de sí mismo. A mí acababa por ponerme nerviosa, porque yo exponía allí sobre el mantel toda mi vida, o la reinterpretación de aquella que me había creado, y sólo conseguía a cambio, cuando yo hacía alguna pregunta sobre la suya, evasivas o algún monosílabo casi imperceptible de puro mascullado. Pero su frialdad, en lugar de desanimarme, me impresionaba. Me parecía como si aquel chico estuviese conteniendo su propia energía, como si se estuviera reservando para algo más importante. Y eso me motivaba, activaba algún interruptor en mi más frágil yo, ya que, como buena neurótica, siempre me ha importado mucho lo que los demás piensen de mí, ya lo he dicho. Además, tampoco tenía a nadie más con quien hablar, dado que aún no había recuperado las fuerzas y casi no podía salir a la calle, o no sin ayuda. Sí, Sonia y Tania venían a verme, pero no tanto como yo quisiera. Las dos estaban muy ocupadas con sus respectivos empleos y en el momento en que supieron que mi presunta enfermedad, si es que así se la pudiera calificar, no revestía carácter grave, se desinteresaron del asunto.

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