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Authors: Lucía Etxebarria

Un milagro en equilibrio (38 page)

BOOK: Un milagro en equilibrio
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Pero poco a poco el rumano empezó a abrirse, a hablar; de su tesis, de su laboratorio, de sus experimentos... Como era casi morbosamente cauto usaba siempre medias tintas, como pensándoselo mucho, pero sus comentarios, certeramente agudos y precisos, tenían un sabor totalmente suyo. No era mucho lo que contaba ni era muy personal, pero era algo, suficiente como para que yo pensara que acabaría por encontrar en sus palabras la clave para entenderle, sobre todo porque esas palabras las hacía brotar yo con mis preguntas, imitando su propio juego, y así me sentía como una investigadora que por medio de pruebas confirmaba suposiciones, buscando ávidamente la significación de sus silencios en unos ojos que por fin me sonreían, y de esa manera, antes de que me diera cuenta, ya lo había instalado en mi espacio como si fuera otro
atrezzo
del mobiliario, como la mesilla o la lamparita o las plantas, algo que me hacía la vida más fácil, una distracción que poseía el verdadero secreto de hacerme el tiempo agradable justamente porque no aspiraba a ello, sino sólo a hacérmelo menos aburrido, y no sé cuándo, exactamente en qué preciso instante, dejó de ser la persona que cada tarde estaba allí, el incuestionable hecho de la vida, inevitable pero carente de interés, para pasar a ser casi el centro de mis días, algo que esperaba con ansiedad y que se me hacía tan necesario como una droga, y me encontré desplazada de mi propio yo, como si me hubieran trasladado por ensalmo a un territorio diferente; y así caí en la cuenta de cómo, por debajo de los incidentes visibles y desde la primera noche en la que dormimos juntos en el desfondado sofá de Sonia, había existido una subyacente nota callada, tan misteriosa y potente como la influencia que prepara a las hojas de los árboles para brotar cuando todavía se hiela el agua en los charcos de las aceras, y entonces advertí que volvía a estar enganchada, y me pregunté qué habría sido de aquella novia de la que ninguno de los dos había vuelto nunca a hablar.

Han pasado ya dos meses, y no sé por dónde empezar a contarte...

Quizá no debería contarte nada. Quizá debería archivar este montón de folios y olvidarlos. O quizá debería empezar por la locura que supuso ir a buscar un traje negro para tu padre, que nunca antes se había vestido de esta manera.

Teníamos apenas una hora para encontrar uno, pues habíamos quedado en que a las diez de la noche estaríamos en la que fue casa de mi madre para poder salir hacia Alicante a la mañana siguiente.

No, no es así...

Me llamaron a las tres de la mañana, eso lo sabes. Insistieron en que no apareciera en el hospital hasta el día siguiente. Me presenté allí a las nueve, en la cafetería del hospital donde estaban todos reunidos: mi padre, mis hermanos, Reme, Eugenia, más un montón de parientes, amigos y conocidos cuyos nombres y caras no me decían nada a pesar de que todos parecían saber quién era yo, y cómo había sido de pequeña, las coletitas que mi madre solía hacerme y el ceceo que no conseguí quitarme hasta casi los diez años. Me explicaron que mi padre había llegado al hospital a las siete y firmó todos los papeles que había que firmar. Pregunté si podía ver a mi madre y todos intentaron disuadirme aduciendo que debía esperar a que la arreglaran y acicalaran, que pronto la bajarían al velatorio y que entonces podría verla, pero antes no. Sin embargo yo insistí denodadamente y acabé por subir a la UVI, donde me encontré con Caridad, a quien le rogué que me permitiera ver a mi madre, o lo que de ella quedaba (consideré milagro, intervención divina, que aquella mañana estuviera allí, y que además fuera la primera enfermera con la que me topara) . Caridad accedió enseguida, sin decir palabra. Ella también parecía afectada —me hubiera atrevido a decir que había rastros de lágrimas en sus ojos—, y me llevó hasta una camilla donde había una bolsa verde con una cremallera que la recorría de forma transversal. Ya había visto ese tipo de bolsas en las series de la tele —cuando el forense enseña el cadáver a la desconsolada viuda que ha de reconocerlo y que rompe a llorar acto seguido—, pero nunca había estado delante de una. Caridad abrió la cremallera y entonces vi a mi madre, o a una parte de mi madre sin mi madre, a su envoltura mortal (porque me vino a la cabeza de inmediato aquella frase de Hamlet:
this mortal coil),
blanca, fría, muy fría, helada, pero no rígida aún, porque pude cogerle aquella mano aterida pero todavía flexible y apretarla contra mí, y sólo en aquel instante me di cuenta de que aquello ya era irreversible, de que a partir de ese momento ya sólo me quedaría recordar cómo era el tono de su voz, de qué manera sus gestos, sus palabras o sus silencios se grababan en las retinas de la interpretación ajena y dejaban algo escrito en la involuntaria memoria de los otros, memoria a la que tendríamos que recurrir desde entonces para revivir a quien ya no estaba. Y entonces lloré. Lloré como no había llorado nunca en el hospital, como no había llorado cuando me enteré de la muerte de José Merlo, porque entonces no lloré una lágrima, sino que me fui de bares y me cogí una cogorza mayúscula que duró tres días seguidos. Lloré por el amor que le había tenido y que tantas veces se había transformado en odio cuando caía en el crisol de la impotencia. Mi impotencia ante la imposibilidad de verla feliz, sana, contenta. Mi impotencia al sentir que ella no era otra cosa que un apéndice de mi padre, alguien a quien yo no quería de ninguna manera parecerme y a quien sin embargo siempre acababa imitando en mi estúpido coleccionismo de hombres que me gritaban siempre para ponerse por encima de mí, réplicas de mi padre que yo no sabía identificar pero que sólo yo, al fin y al cabo, había elegido.

Las madres regalan la vida, Amanda, y siempre simbolizan eso para sus hijos, de forma que aquellos que no nos hemos entendido con nuestras madres interpretamos la vida como un regalo envenenado y avanzamos a trancas y barrancas porque albergamos un feroz y permanente instinto de muerte que tira de nosotros. Y a esa pulsión de muerte yo la llamé Mi Otra. Y la Otra, que había nacido del amor a mi madre, se quedaba allí, impotente frente a una bolsa verde, viendo cómo la razón de existir que la animara se reducía a eso, a un envoltorio.

Me daba vergüenza que Caridad viera las lágrimas, así que articulé como pude un «gracias» entrecortado. Recogí la estampa de la Virgen de la Asunción que aún seguía en la cabecera de la cama ya vacía, me la guardé en el bolsillo y me marché.

Bajé a la cafetería, aguanté de nuevo el chaparrón de comentarios sobre mis coletas y mi ceceo y lo mona que yo había sido de pequeñita y lo mucho que mi madre me quería y descubrí que ya habían hecho planes por mí.

Estaríamos en el velatorio por la tarde. De seis a diez.

Y a las diez yo llegaría a casa de mi padre, que se acostaría a las once. A las siete de la mañana del día siguiente nos levantaríamos para estar a punto a las ocho y emprender camino hacia Alicante.

Por supuesto mi eficientísimo hermano ya había hablado con todos los representantes de funerarias y decidido quién llevaría a mi madre desde Madrid en un coche fúnebre. Había elegido también el féretro, sobrio pero no en exceso, lo suficientemente caro como para que se notara que nos importaba. (De Tatiana o Marushka o como se llamara nada se supo, y no me atreví a preguntar, quizá no se la consideraba parte de la familia como para compartir esos momentos o quizá mi hermano ya se había deshecho de ella, agobiado ante la inminencia de chalet adosado y pareja de niños ideales que la continuidad de aquella relación parecía sugerir.) Según le oí decir más tarde, uno de los comerciales que intentaba colocarle un ataúd carísimo —de caoba con repujados, asas de bronce y un cristo yaciente con incrustaciones de oro sobre la tapa— había utilizado un argumento de venta bastante singular: «Es igualito que con el que enterraron a Franco.» Huelga añadir que nadie me preguntó mi opinión, que nadie pensó que yo tuviera una opinión sobre el féretro en el que la enterrarían, o más bien a su envoltura.

Todos esos planes a los que debía ceñirme me obligaban a organizarme para comprar un traje negro, preparar las maletas y la bolsa de tus cosas y llegar al velatorio sobre las siete, ya que a las seis me sería imposible y mi familia me había concedido magnánimamente una hora de gracia.

Y encontrar entretanto un rato para comer.

Eran las once. Si me daba prisa llegaría a casa a las doce y contaría con seis horas para hacer el equipaje y comprar la ropa, sin desperdiciar el tiempo en lágrimas y desmayos.

Oh, la sacrosanta eficiencia de la familia Agulló, herencia de nuestro recto y organizado padre, la misma que hizo que yo en su día clasificara por orden alfabético las cintas que contenían mis entrevistas y me impusiera un horario espartano de cinco horas diarias —de siete de la mañana a doce del mediodía— para escribir mi libro; la misma que consiguió que entregara el manuscrito quince días antes de la fecha de entrega señalada, para pasmo de la editora, que nunca había visto algo parecido en la historia de la edición, por mucho que yo entonces bebiera como una cosaca y me pasara borracha la mayor parte del día (pero no hay licor ni bebida espirituosa capaz de borrar una imposición que te grabaron a fuego en la cabeza de pequeña: antes morir que no terminar el trabajo a tiempo, y bien hecho); la misma que no nos deja tiempo ni para llorar a nuestra madre si hay que encargar un féretro, la misma que hizo que yo llamara a tu padre desde el taxi, sin una sola lágrima ni un trémolo en la voz, para avisarle de que debía esperarme en el portal a tal hora y tantos minutos, contigo preparada, subida al carrito, la bolsa a punto con su cambiador y su biberón y su muda de repuesto, porque teníamos que comprarle ropa negra, y es que la familia Agulló no entendería que para una ocasión tan formal como un entierro se presentara el
nuero
de la finada —que no era en realidad tal
nuero,
puesto que su unión con la hija no ha sido legitimada ni civil ni religiosamente, ni siquiera con una ceremonia en Bali— sin vestimenta formal con su chaqueta y su corbata, por mucho que no se hubiera puesto una corbata en la vida. Las formas, ya sabes, son las formas.

Llamé también a Consuelo y quedé a la misma hora en el portal para que me asesorase con la ropa. Y cuando llegué, puntual como una sentencia, allí me esperabais los tres, mi compañero, mi amiga y mi hija, dos de ellos con cara de pompa y circunstancias, la tercera feliz cual castañuela como siempre que la sacan a pasear. Y no imaginas la tortura que supuso, en una ocasión tan rara como aquélla, someterse al estrés que implica encontrar en menos de dos horas un traje, unos zapatos, una corbata y una camisa, todo oscuro, y someterse de paso al escrutinio de un dependiente que no entendía qué hacían esas dos mujeres dándole órdenes a aquel chico pasmado, evidentemente ajeno al mundo de las formas y los complementos, mucho más preocupado de la niña que le miraba desde el carrito que del corte o de la sisa. Y agradécele a la diosa o a la suerte o al azar o al Todo Cósmico el que tu padre tenga buen tipo y no fueran necesarios posteriores ajustes o retoques y pudiéramos salir de Cortefiel a la hora programada con dos trajes de chaqueta negros —uno de señora y otro de caballero—, una camisa, una corbata, un par de zapatos negros y un agujero también negro en la tarjeta de crédito de tu madre que hubo que rellenar después con el importe de cinco artículos hechos contra reloj.

Cierto es que no lloré, pero más cierto es aún que fue Consuelo (y nunca se lo agradeceré bastante) la que me tuvo que hacer las maletas porque a mí me temblaban las manos. Pero no lloré y eso es lo importante: no traicioné las consignas de los Agulló según las cuales las formas y la compostura no se pierden en familia, sobre todo en los momentos en los que se entendería que alguien pudiera perderlas, y me presenté en el velatorio a las siete y dos minutos, vestida de negro y con el pelo recogido en un moño de lo menos vistoso, como si fuera a interpretar
La casa de Bernarda Alba
en un teatro de provincias, arrastrando a tu padre, igualmente vestido de negro y más incómodo en su recién estrenado atuendo que un baloncestista con tacones, y contigo acicalada y repeinada, vestida de rosa como mandan los cánones, con más puntillas que un huevo frito y apestando a Nenuco a kilómetros.

Había estado en muchos velatorios antes, pero nunca en uno tan feo.

En realidad no había estado en tantos. Cinco, para ser exacta.

Dos en Alicante, y los dos en la casa del finado, con el féretro en medio del salón rodeado de velas y flores y, en una habitación contigua dispuesta a tal efecto (quizá fuera el comedor y alguien se había llevado la mesa y dejado las sillas), unas cuantas señoras de negro que lloraban junto a una mesita y en ella una bandeja con licor y pastas mientras los señores, todos encorbatados, fumaban en el recibidor. O así es como se me aparece la escena, difuminada entre las brumas del recuerdo, alzándose ficticia desde mi contemplación desentendida, pues aquellos velatorios (uno el de mi abuelo paterno y el otro creo que el de mi abuela) los viví muy jovencita, puede que a los once o doce años. Quién sabe si al describirlos estoy regresando a salones en los que en realidad no haya estado nunca.

Los otros tres velorios los había vivido en Madrid, siempre en el tanatorio de la M-30. Uno fue el de un amigo que falleció por sobredosis, otro el de otra amiga víctima de un accidente de tráfico y el tercero el de una compañera de trabajo, directora de la colección de narrativa en la editorial para la que yo trabajé de correctora, a la que un cáncer fulminante se llevó antes de que cumpliera los cincuenta. Y de aquellas velas de tanatorio, aquellos acompañamientos urbanos, organizados y asépticos, tengo un recuerdo muy distinto.

En el tanatorio de la M-30 hay diferentes salas para cada finado, algunas más pequeñas y otras enormes, más grandes que mi propio apartamento, pero todas decoradas en los mismos tonos pastel, melocotón para las paredes, si no recuerdo mal, y rosa palo para la moqueta, con una iluminación indirecta a tono con la calidez del papel pintado y unos sillones mullidos y confortables, de tal forma que aquello parece un salón recién copiado del
Elle Decoración.
Cada sala dispone de una pequeña habitación adjunta en la que reposa el féretro, de forma que al velado se le puede ver a través de un cristal, sin tocarlo, eso sí, para que nadie advierta que está frío y rígido y así pueda mantenerse la ilusión de que simplemente duerme. Recuerdo que había incluso un libro de visitas a la entrada en el que cada cual escribía su último mensaje y me queda en la memoria un extraño perfume, como de señora mayor, que definía el ambiente. Creo que el aroma es igual en la memoria al que era en realidad y tiene, perennemente presente, si se levantase de donde finge que duerme, el mismo poso decadente, la misma nota almibarada, pues todo tenía un aire tan civilizado, tan elegante, que una esperaba ver aparecer en cualquier momento a camareros paseando entre los invitados con una bandeja de Ferrero Rocher.

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