Sin embargo, la renovación parecía indicar que el nuevo jefe quería atacar por la base. En el frente fue leído el decreto de unificación de las Milicias. «Se acabaron la parcelación y los esfuerzos autónomos. Milicia única bajo mando único. Todos los milicianos de todos los partidos obedecerán a la misma voz.» En la retaguardia se publicó el decreto de disolución de los Comités Antifascistas. «Se acabaron los Comités de los pueblos actuando por cuenta propia y sin rendirle cuentas a nadie.» ¡Oh, todo aquello era una subversión! Un paso adelante, según David y Olga; un paso atrás, un horrible paso atrás, según el Responsable, quien, erguido en el rincón del piso de don Jorge, en el sitio que ocuparon las armaduras, le dijo a Merche: «De esto al fascismo hay un paso».
No había tal. Simplemente, Largo Caballero coincidía con Matías Alvear en achacar gran parte de los reveses al desorden y al despilfarro y, en apoyo de esta teoría, en su primer discurso soltó una sentencia lapidaria: «La impetuosidad de la raza hace a los españoles eficaces obedeciendo, pero peligrosísimos mandando». Ahí estaba. Aquellos milicianos, ¡y las milicianas!, bien canalizados, bien «mandados», serían capaces de edificar —Largo Caballero, al igual que los masones, empleaba de preferencia términos de construcción— una España nueva; pero en cuanto se les dio fusil y poder, el espectáculo fue desolador.
La primera decisión que tomó Largo Caballero fue la de asegurar el buen funcionamiento de intendencia. «Mientras en el frente de Aragón sobran los víveres, en el frente del Sur hay milicianos que no comen más que tomates crudos, con sal y aceite.» Luego obligó a los jefes de Unidad a inventariar con rigor la tropa de que disponían. «En un sector de la Sierra combaten mil quinientos hombres y tienen asignadas cuatro mil raciones y un suministro de material bélico capaz de colmar las necesidades de un Cuerpo de Ejército.»
La segunda decisión consistió en proceder a una gigantesca recogida de las armas de todas clases que seguían en la retaguardia, «vigilando la revolución». El éxito de esta recogida superó incluso los cálculos que Antonio Casal, entusiasmado, publicó en
El Demócrata
. Aparecieron, en los lugares más inverosímiles, verdaderos arsenales de cartuchos, de fusiles, de fusiles ametralladores e incluso, ocultas, media docena de baterías artilleras.
Algunos milicianos, sobre todo en Cataluña, se soliviantaron y prefirieron tirar las armas antes que entregarlas. Torpe iniciativa, peligrosa para la paz de los campos y para los niños que jugaban en ellos. A un hijo de uno de los pelotaris del Frontón Chiqui, el frontón de Ana María, le estalló en la mano una granada, matándole en el acto.
La tercera decisión tenía por objeto acabar en el frente con los actos de terrorismo «no justificados». Jefes y oficiales fueron impuestos de su deber de levantar atestados y cursar denuncias. «Los milicianos han llegado a mantear a los prisioneros, colocándoles un lápiz en la mano derecha y obligándolos a escribir en el techo su apellido; cada subida, una letra.» Largo Caballero soñaba con una guerra pura en la línea de fuego. Estaba convencido de que «luchar» equivalía a «unificarse». En las noches en que no podía dormir —su insomnio era tan proverbial como sus silencios—, iba imaginándose a los voluntarios del pueblo cada vez con más dominio de sí, con más austeridad. Y a cuantos le objetaban que semejante optimismo era opuesto a la opinión que Carlos Marx tenía de los «proletarios», Largo Caballero contestaba: «Marx no conocía al hombre español».
Otra decisión afectó a los servidores de Sanidad. Los informes que Largo Caballero recibió —el doctor Rosselló fue uno de los consultados por emisarios del Gobierno— coincidían en que Sanidad funcionaba satisfactoriamente. Sin embargo, tratándose de un servicio tan decisivo, del que dependía la vida de tantos y tantos combatientes, era preciso perfeccionarlo todavía más. Lar go Caballero actuó con rapidez. Una serie de coches-camas, de las grandes líneas de ferrocarril, así como los automotores disponibles, fueron convertidos en coches-hospital. Fueron repartidos una gran cantidad de bolsas, de botiquines de campaña, que contenían tubos de goma para hemostasis; instrumental quirúrgico; pinzas Kocher y Pean; tijeras-bisturí y sueros antitetánicos y antigangrenosos. Diversos edificios, enclavados en puntos estratégicos del territorio, fueron destinados a Sanidad; así, por ejemplo, en Asturias, el Monasterio de Covadonga se habilitó como leprosería. El peor enemigo era la cochambre, la suciedad. ¿Cómo combatirlo? Sería preciso domeñar incluso los elementos. En la propia Gerona, el agente malsano era el río Oñar, y en muchos puntos del litoral era el mar, con zonas en que nadie se atrevía a pescar por temor a que los peces se hubieran alimentado allí de carne humana, de la carne de los «fascistas» tirados al agua.
La quinta decisión, ésta de orden preventivo, se refirió al «Socorro Blanco». Urgía acabar con él. Urgía vigilar a todas las Laura, a todas las hermanas Rosselló, a todas las hermanas Campistol… Largo Caballero llenó fachadas, pueblos, carreteras de carteles invitando a la vigilancia. «Prestad atención al rumor.» «El enemigo acecha quizás en vuestra propia casa.» «Un revolucionario auténtico no transmite un secreto militar ni a su madre, ni a su hermana, ni a su novia.» Largo Caballero llamó a los propagandistas de rumores, de «bulos»,
fabricantes de derrota
y en su honor respetó las checas existentes y permitió la apertura de otras muchas. El anarquista García-Oliver, su ministro de Justicia, lo ayudó en esta labor. «La Justicia debe ser cálida —afirmó el ministro—. La Justicia debe ser viva y no encerrada en los moldes de una profesión. La Justicia no debe ser solamente popular, sino primitiva…» En Valencia empezó a actuar el chekista ruso Leo Ledaraum. En Madrid, junto al Socorro Blanco, germinó espontáneamente el llamado Auxilio Azul, organizado por muchachas falangistas.
Sin embargo, Largo Caballero, realista, tan realista que al parecer en muchas cosas coincidía con Julio García, entendió que todas las anteriores medidas serian ineficaces si no se procedía a una fantástica compra de material bélico, especialmente aviones y tanques. Este fue, de hecho, su principal objetivo, ya que la llegada de unos cuantos barcos rusos significaba una ayuda insignificante. Sobre todo los tanques, constituían para Largo Caballero una obsesión, así como las ametralladora la constituía para Durruti. Gran número de delegaciones salieron al extranjero provistos de divisas y plenos poderes. Además, «hay que conseguir la movilización de todos los obreros del mundo, que todos los obreros del mundo se solidaricen con nuestra heroica lucha».
El coronel Muñoz, a la vista de este programa, hizo una mueca. «Todo eso está bien —sentenció—. Pero ¿y los milicianos? No se cambia una raza con cambiar dos artículos del Código.»
* * *
La intervención de don Carlos Ayestarán en favor de Julio fue determinante.
El Demócrata
no mintió: el policía salió con destino a París y Londres, formando parte de la Delegación de la Generalidad, cuya misión era no sólo comprar armas y pagarlas, sino observar de cerca la marcha del reclutamiento de voluntarios internacionales dispuestos a salir para España, cuyos principales banderines de enganche estaban en la capital francesa. La primitiva idea de Julio —conservar el anónimo— fue sustituida por la opuesta. La Logia Ovidio consideró un honor, un prestigio, airear la noticia de que uno de sus miembros había sido elegido para una embajada de tanto fuste.
Julio García, que a la salida de Gerona prometió a doña Amparo Campo traerle un par de obsequios «europeos», se convirtió sin dificultad en el alma irónica de la Delegación, compuesta en gran parte de hombres dubitativos, que todo se lo tomaban a la tremenda y que consideraban sacrílego aprovechar el viaje para visitar salas de espectáculos y cabarets. «Lo cortés no quita lo valiente», les decía Julio, arrastrándolos hacia una vida nocturna llena de encantos.
El policía dispuso muy pronto, en Londres, de una compañera inseparable: Fanny, la periodista inglesa. Mujer más alta, más centelleante y más cosmopolita que doña Amparo Campo. Julio prefería su compañía a la de los diputados catalanes de la Delegación; sin contar que la mujer les era positivamente útil. Julio García se chifló por Fanny, si bien procuraba no excederse. Constantemente se sorprendía mirando a aquella mujer, rubia y de ojos turbios, como lo haría un colegial.
—¿Por qué me miras de ese modo?
—Porque me gustas.
Sí, Fanny le gustaba. Le gustaba cuando decía que ella no era comunista, ni anarquista, ni socialista: que no era nada. Que era una simple periodista enamorada de lo clásico y que deseaba el triunfo del débil, es decir, del obrero, del obrero universal. Le gustaba que Fanny hubiera tenido ya tres maridos, que llevara en el anular los tres aros y reservara sitio para un cuarto. Le gustaba que bebiera como él, más que él, y que a veces le quitara con tacto la boquilla de los labios. Le gustaba que hubiera nacido en Londres y que no alardeara de ello, que tuviera una voz un poco de cazalla, y que citara a Keats y a Baudelaire. No le gustaba, en cambio, que a él lo llamara
spaniard
con voz a propósito para llamar a un gato o a un chucho. «¡Llámame Julio, por favor!» Bueno, Fanny lo complacía, pronunciando la jota de modo adorable.
Julio García, consciente de que se comportaba como un niño, apenas si tenía secretos para Fanny. No podía remediarlo. Con sólo sentirse mirado por Fanny se turbaba y estaba dispuesto a traicionar los carteles que Largo Caballero había pegado en toda España.
En aquellos días, los secretos que Julio revelaba a la periodista Inglesa no pecaban precisamente de monótonos. La cosa marchaba, al parecer, y en honor a la verdad no todo lo conseguido era atribuible a la Delegación de que él formaba parte, sino a gestiones anteriores. El alud de ayuda a la «España Republicana» había comenzado. Hasta el momento, casi todo el material recibido llevaba marca francesa o checa, y el primer barco arribado a puerto «leal» había sido el mejicano
América
; pero últimamente las fuentes de suministro habían empezado a proliferar en muchos países de Europa —el Comité de No Intervención era burlado a placer— y, por supuesto, en Rusia, aunque Julio García sospechaba que Rusia no enviaría armas de calidad, sino armas rechazadas por su Ejército. De todos modos, una red de firmas bancarias y productoras esparcidas por el Continente, previamente pagadas con el patrimonio nacional hispano, recibían los pedidos, los cobraban y garantizaban su llegada a la frontera española. Julio se sabía de memoria la sede de dichas firmas, por lo menos de las más destacadas: París, Londres, Copenhague, Amsterdam, Zurich, Varsovia y Praga. «Siete ciudades —le decía a Fanny—, siete pecados capitales.» Julio pretendía saber incluso de dónde zarpaban los barcos y qué rutas seguían. «Puerto de Gdynia, en Polonia, dando la vuelta por los mares del Norte. Puertos griegos, cruzando aguas mediterráneas, Fanny, aguas latinas como yo… Puertos ingleses y franceses, ¡toda clase de puertos!, y toda clase de barcos, muchos de ellos bajo pabellón inglés, de la S. Navigation, o francés, o cambiando el pabellón en alta mar cuantas veces sea necesario.»
¡Oro! Julio García pronunciaba las dos sílabas como si fuera a soltar dos anillos de humo tan redondos como los aros que Fanny llevaba en el dedo. Y es que el balance, según el policía, daba qué pensar. El primer mes de guerra habían salido para París, desde Madrid y por vía aérea, cinco mil kilos de oro. Ello había continuado con el mismo ritmo hasta aquella fecha de octubre, en que la necesidad obligó a hundir la mano hasta el fondo: medio millón de kilos de oro acababan de ser embarcados en Cartagena con destino a Odesa. «Siete mil quinientas cajas, Fanny, ni una menos. Añade ahora los lingotes que nos hemos traído nosotros y los que acompañan a otras delegaciones que andan por ahí. ¿Comprendes lo que te quiero decir? Mi país, mi bendito y pobre país, que ha creado no sé cuántas naciones de América sin que dichas naciones se lo pidiesen, está tirando ahora su riqueza por la borda, cambiando el oro por cartuchos y aviones. Claro que ¡qué más da! Antes lo cambiábamos por cálices y por custodias. En la catedral de Gerona…, ¡bueno, para qué continuar! »
Fanny escuchaba al policía con una mezcla de desprecio y admiración, como le ocurría al policía con el doctor Relken. Estaba segura de que Julio García no tenía escrúpulos y de que si podía cobraría comisión por la labor que llevaba a cabo. Por de pronto, el policía le había dicho en un momento de euforia: «Mi querida Fanny, no creo que esté prohibido tener discos, tortugas, ficheros ni comprarle enormes brazaletes a la legítima esposa».
Fanny aseguraba que no comprendía a los españoles. Los días transcurridos en Gerona la habían desconcertado. «De repente todos parecéis labriegos, primitivos; de repente, todos parecéis de buena pasta. Ese Responsable, por ejemplo, ¿quién es? A veces sabe mirar como si fuera un rey. Ningún inglés puede mirar así. ¡Y la cabeza de Cosme Vila! La cabeza de Lenin, la auténtica. Y esos maestros, y el apuesto coronel Muñoz… Para no hablar de ti, astuto policía, que mientras estás hablando de regalarle brazaletes a tu mujer, me miras desnudándome.»
Fanny no comprendía a los españoles y desde su escote, su voz de cazalla y su Keats, desconfiaba de los beneficios de aquella guerra civil, fuese quien fuese el vencedor. Algo le molestaba de Julio; el policía era impermeable a las bellezas de Londres. Prefería, con mucho, a París. «¡El Támesis es un río combativo, es petróleo!; prefiero el Sena, decadente pero
charmant
.» El clima inglés acatarraba a Julio, y le desagradaba «el espíritu gregario de la población». «Aquí no necesitáis un Hitler para ser todos iguales.» De toda Inglaterra, únicamente le interesaba Fanny, Bernard Shaw y Scotland Yard. Visitó Scotland Yard y a la salida comentó: «Compadezco a los delincuentes ingleses. Esa gente sería capaz hasta de descubrir que mi estimado jefe, el comisario Julián Cervera, es tonto de capirote».
* * *
Terminada su labor en Londres, la Delegación se trasladó a París. Fanny, que quería regresar a España, acompañó a Julio, sin olvidar su máquina de escribir portátil. En París los esperaba una singular aventura: la de los voluntarios internacionales. Su reclutamiento para la guerra de España había empezado hacía unas semanas. Según el parte dado a Julio por don Carlos Ayestarán, el embajador ruso en Madrid, Rosenberg, había informado a Stalin de la gravedad de la situación, y Stalin, entre bastidores, había encargado al Partido Comunista Francés, por razones de vecindad con España, del cometido de formar las Brigadas Internacionales. Thorez delegó en André Marty la jefatura de esta misión y André Malraux, intelectual y experto en arte, fue nombrado asesor de cuanto se refiriese al arma aérea. Largo Caballero hubiera deseado que dichos voluntarios extranjeros se encuadrasen en unidades españolas, pero al no poder presentar un cuadro de mandos apto, tuvo que ceder.