Un millón de muertos (46 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Un millón de muertos
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La irrupción de tan abigarrada humanidad produjo en Albacete una convulsión indescriptible. Los «internacionales», como fueron llamados, pasaban en un tris de la timidez a la ferocidad, de regalar el rancho a un pobre anciano a fusilar a toda una familia si sus miembros se negaban a cederles la vivienda. Y no se hacían a la idea de que el sol de España no les aplastara la cabeza. Bebían más aún de lo que Julio supuso y había mujeres españolas que compartían su sed y otras que, por el contrario, se encerraban en sus casas, bajo siete llaves. A veces, todos los internacionales parecían idénticos, anónimos, hijos de un padre común, que podía ser el sufrimiento; otras veces, cada uno de ellos sugería una leyenda personal y lejana, que lo mismo podía haberse acunado en Prusia que a los pies de los Urales. La mezcla de acentos, de mímica, la mezcla étnica y espiritual era una gigantesca ampliación de la que se daba entre los atletas que se marcharon con Durruti al frente de Aragón. André Marty y sus asesores militares cuidaron de conferirles en lo posible un aspecto igualitario. Los uniformes llegaron de Francia, y se adoptó el casquete de los cazadores alpinos. Fue necesario, por otra parte, echar mano de intérpretes españoles para las misiones de enlace. Se presentaron muchos, entre ellos uno de los dos estudiantes de matemáticas que Cosme Vila había captado en Gerona los primeros días de la revolución.

Inmediatamente se acordó la publicación de un periódico en varias lenguas, que se llamó precisamente
Voluntarios de la Libertad
, lo cual no impedía que algunas unidades decidieran publicar aparte diarios o folletos. El vehículo-imprenta con que los «escritores internacionales» obsequiaron a la Generalidad de Cataluña, fue a parar a Albacete y resultó ¿quién lo diría? que el invernal Polo Norte era linotipista.

André Marty y Luigi Longo comprendieron desde el primer momento que el único medio eficaz para conseguir disciplina en aquel «saco de cangrejos», como los denominó el doctor Relken, era el terror. André Marty obró en consecuencia, y, en consecuencia, en las afueras de Albacete fue cavada otra zanja entre las innumerables que arañaban ya la tierra española, la tierra del sol, del olé y de las largas cabelleras.

El doctor Relken, que por la prensa se enteró en el acto de la llegada de los voluntarios, abandonó el Hotel Majestic y se trasladó a Albacete. Llevaba consigo una carta de presentación firma da por Axelrod y dirigida al propio André Marty; pero de momento prefirió no utilizarla y observar desde la sombra. ¡De cuántas cosas se enteró! ¿Por qué Julio García no se reunía con él? Supo que André Marty había llegado con órdenes de exterminar a los trotskistas. «¡Pobre Murillo! », pensó el doctor. Vio a los técnicos organizarse en zonas acotadas: cartógrafos, observadores de aviación, etc. Asistió a varias rápidas ceremonias de nombramiento de comisarios políticos y se dio cuenta de lo fácil que iba a ser introducir en aquella organización «espías fascistas»; bastaría con conocer tres o cuatro idiomas, tener presentación y ser prudente. Igualmente comprobó que el servicio mejor organizado era el de Sanidad, al mando del doctor Oscar Telge, e hizo un viaje a Almansa, donde acampó la artillería, y otro a La Roda, donde se instaló la caballería, al mando de un veterano revolucionario llamado Alocca, que últimamente era sastre en Lyón.

Caballos, hombres, fusiles, ametralladoras, cañones —el doctor Relken acarició estos últimos, porque procedían de Checoslovaquia—, casquetes alpinos y fantásticas saharianas. ¡Cuánta promiscuidad! Y entretanto las tropas «nacionales» avanzaban por la carretera de Toledo hacia Madrid, y Jorge, en el aeródromo de Sevilla, ponía los cinco sentidos en las clases para piloto. Y Julio se disponía a regresar de París, en compañía de Fanny, pues la Delegación de la Generalidad había ultimado su quehacer y el policía había cobrado ya la discreta comisión que le ofreció ¡una filial de la casa Krupp! Y Stalin quería hacerlo todo, como siempre, a la chita callando. Y Antonio Casal maldecía a los ingleses, pues según noticias mezclaban la chatarra entre el material cobrado por bueno. Y por toda Europa y América se organizaban mítines y recaudaciones a favor del «pueblo español», y los obreros de Kiev, de Stalingrado, de Leningrado, de Rostof y Odesa seguían entregando jornales. Y Madrid se iba llenando de rusos: aviadores en los hoteles Bristol y Gran Vía, periodistas y técnicos en el Gaylord's. Y los cuarenta niños sordomudos refugiados en la provincia de Gerona eran devueltos, sin banderitas, a su idílica residencia del pueblo de Arbucias, donde se miraban unos a otros bajo los árboles. Y Teo, en el frente de Huesca, seguía barbotando, en honor de Durruti y con nostalgia de la Valenciana: «Me las pagarás».

La afluencia de voluntarios fue tal que Albacete rebosó, y fue preciso instalarlos en localidades adyacentes. Los espiritistas enlazaban de una a otra localidad a través de los pensamientos y, llagada la noche, fluctuando entre el vapor del vino y el humo del tabaco, todo el mundo se hacía preguntas.

¡Ah, la guerra sería la respuesta para cada cual! Sería la gloria, la derrota, el enriquecimiento, la regeneración. Y, en muchos Oleos, la dulce penetración en la eternidad.

Capítulo XX

Esta vez la alarma llegó por el mar. Por el mar tranquilo y azul, y concretamente por la bahía de Rosas, en la que en tiempos mosén Alberto dirigió excavaciones descubriendo una necrópolis. El hecho ocurrió bajo una luna otoñal, poco después del regreso de Julio García a Gerona. El comisario Julián Cervera recibió aviso telefónico de que «un buque enemigo» se paseaba a lo largo de la costa catalana. El aviso resultó cierto: tratábase del crucero
Canarias
, el cual penetró de pronto como un cetáceo en la bahía de Rosas y abrió fuego. Veintidós bombazos, que retumbaron como trompetas de juicio final, uno de los cuales averió el edificio de la escuela. La gente huyó despavorida, pues no había defensa contra el monstruo ni se sabía cuál era su intención; lo más probable, el exterminio de la tierra. Toda Cataluña imaginó que se trataba de la preparación de un desembarco, que iban a desembarcar la Legión y los moros. Esta última palabra, que olía a aceite, corrió de boca en boca fundiendo el espanto y la cólera. Una cólera imponente y amarga que arrancó de labios del coronel Muñoz la frase: «Militarmente, entiendo que eso del desembarco es un bulo», a lo que Cosme Vila replicó: «A mí lo que me parece un bulo es que usted sea militar».

El pánico se apoderó de la región, y en muchos lugares patrullas de milicianos montaron en camiones e invadieron las carreteras que conducían al litoral, mientras grupos de mujeres se desplazaban en sentido inverso, hacia el interior. Abundaban los «fascistas» que no acertaron a ocultar su contento, que al parpadear destilaron ironía. Aquello bastó. La represalia, lo mismo en Gerona, que en Barcelona, que en Lérida, que en Tarragona. Los oficiales del
Canarias
estaban lejos de sospechar que la presencia de su barco, que su bulto sobre las aguas, significaría para muchos la muerte.

El Comité de Gerona, no disuelto aún pese a la orden del Gobierno, se reunió con urgencia. También de la ciudad salieron para Rosas, con encomiable rapidez, varios destacamentos; pero lo más inmediato fue impedir que la población de Gerona y su provincia ayudara a los atacantes, mediante señales y sabotajes. En poco más de tres horas, la cárcel oficial, la del Seminario, duplicó el número de detenidos, lo mismo que las cárceles clandestinas del Partido Comunista y del Partido Anarquista. También se ordenó la entrega de pilas eléctricas, de lámparas de mano. También, por orden inlocalizable, en el pueblo de Orriols fue incendiada una casa en la que habían sido encerradas dieciocho personas.

Un patético incidente tuvo lugar en la carretera de Figueras. Alfredo el andaluz, sustituto de Murillo en la jefatura del POUM, an unión de otros dos milicianos, decidió dar «el paseo» a un propietario del pueblo de Palafrugell que, al ser detenido, hacía do ello un mes escaso, había dicho con sarcasmo: «Hoy, yo; mañana, veremos». Lo llevaban esposado en un coche pequeño, hasta que, al llegar a un control de la carretera, junto a un bosque tupido, el propietario tuvo una idea diabólica, mortal: sacó el brazo por la ventanilla y gritó: «¡Somos falangistas! ¡Arriba España! ¡Viva el
Canarias
!» Los milicianos de guardia en el control reaccionaron como cumplía a su obligación. En un segundo apuntaron al coche y lo acribillaron, acribillaron a sus ocupantes. Murieron Instantáneamente el propietario de Palafrugell y Alfredo el andaluz: los dos milicianos recibieron heridas del color de la sangre.

La noticia llegó a Gerona en versiones muy deformadas. Blasco declaró: «No se puede negar que el gachó tuvo c…» Santi, cuyos. Ojos, contrariamente a los de Javier Ichaso, se extraviaban cada vez más, dijo, contoneándose como un bailarín: «Ahora ya no quiero matar al elefante del parque, ahora quiero matar a la ballena.» «¿Qué ballena?», le preguntó Blasco. «Pues ese barca de Rosas, el
Canarias
fascista. ¿No ves que nos puede zumbar?»

Santi ignoraba ¡por suerte! que entre la tripulación del crucero
Canarias
figuraba un gerundense, el hijo menor de don Santiago Estrada, el cual lo hubiera dado todo para que la noticia del desembarco fuera cierta. El muchacho temblaba con el mar. ¡Si los cañones fueran anteojos! Le parecía oler no a mar, sino a tierra. En pocas semanas, Estrada había llegado a la conclusión de que el mar era excesivamente igual en todas partes, y tener su costa natal, la costa ampurdanesa, tan cerca, constituía para él una tortura similar a la de Tántalo.

Axelrod, que acompañado de su perro hacía ahora frecuentes viajes a Gerona y a la frontera, por el lado de Agullana y La Bajol, consideraba una teoría típicamente abstracta y católica la de que la sangre de los mártires era semilla de ubérrimos frutos. Él no Creía sino en los vivos, porque entendía que el hombre era olvidadizo por naturaleza, y ponía como ejemplo la Unión Soviética, que desde 1917 se dedicaba al exterminio de los enemigos del pueblo, sin que éstos recogieran por ninguna parte los pretendidos frutos. De ahí que no le turbaran lo mínimo, excepto en fugaces momentos de depresión o cuando le salpicaba algún desarreglo de la salud, las noticias sobre represalias, incendios, zanjas y más zanjas. «¡Adelante, Cosme Vila!» En cambio, la mujer de éste, al desfilar ante la capilla ardiente que se levantó en torno al cadáver de Alfredo el andaluz y advertir que la muerte había rejuvenecido curiosamente al militante trotskista, les dijo a sus padres, los guardabarreras: «Me da mucha lástima que mueran tantos hombres. Y tengo miedo por Cosme. A veces, cuando Axelrod habla con él, le mira como extrañado de que siga viviendo todavía».

Los gerundenses perseguidos a raíz del bombardeo por mar ignoraban tales matices y decidieron huir, no demorar su proyectada fuga un solo minuto. Apenas el
Canarias
se retiró veintidós disparos, un rato de espera y desaparición—, nuevas caravanas se formaron hacia Francia. Laura no tuvo materialmente tiempo de atar bien los cabos, y varias de estas caravanas fueron sorprendidas por los carabineros en pleno monte. La esposa de «La Voz de Alerta», jefe del Socorro Blanco, lloró sin consuelo. Las hermanas Rosselló —¿dónde estaban los falangistas Miguel Rosselló y Octavio?— intentaban convencerla de que la culpa no fue suya, pero era inútil. «No me lo perdonaré nunca.»

Hubo dos fugitivos con suerte: la madre de Marta y mosén Francisco. Fugitivos con destino a Barcelona. La madre de Marta, viuda del comandante Martínez de Soria, había recobrado energías y se decidió a pedirle una entrevista al coronel Muñoz. Horas después de recibir el recado, el coronel se personó en el piso de la viuda, a la que besó la mano. «En nombre de mi marido quiero pedirle a usted que encuentre el medio adecuado para que yo me reúna con mi hija, y una vez conseguido esto, que las dos podamos salir de España, tal vez por mar, a través de algún consulado.»

El coronel Muñoz no pestañeó siquiera. «Considérelo usted como hecho», contestó. La madre de Marta leyó sinceridad en los ojos del coronel. Por un lado, se lo agradeció; por otro pensó: «¿Así, pues, los jerarcas de la revolución tienen manera de salvar a las personas que les interesa?»

—Se lo agradezco mucho, coronel Muñoz.

—Haré lo que pueda.

Así fue, y todo había de salir como trazado a compás. La viuda del comandante Martínez de Soria fue conducida a Barcelona en una ambulancia del hospital. El coronel Muñoz la despidió al pie del vehículo y le dijo: «Hoy pernoctará usted en el consulado de Guatemala y mañana usted y su hija, provistas de pasaportes en regla, subirán la pasarela de un barco italiano que zarpará rumba e Tánger».

—De nuevo las gracias, coronel…

—Le deseo mucha suerte.

¡Curioso! La viuda del comandante había soñado muchas veces en la posibilidad de ser protegida por un consulado. Pero invariablemente se había figurado el de un país poderoso: Inglaterra, o tal vez el Canadá. ¡Guatemala! Era simpático aquello. ¿No había en Guatemala montañas cubiertas por orquídeas blancas, las más bellas orquídeas de la tierra?

Le dio tiempo de avisar a Ignacio y hablar con unos minutos. Ignacio se emocionó y le pareció que un soplo de vida había transformado a aquella mujer.

—Adiós, hasta que Dios quiera…

—Adiós… y bese a Marta de mi parte. Dígale… —Ignacio hizo un gesto—. ¡Bueno, es igual! Bésela de mi parte…

El otro fugitivo de Gerona fue mosén Francisco. Ahí Laura, que finalmente fue la que se ocupó del asunto, atinó. Todo salió a pedir de boca. Mosén Francisco se convirtió en obrero mecánico e hizo el viaje ¡en la locomotora del tren que en la frontera recogía a los internacionales! Los ferroviarios del Socorro Blanco lo escondieron en aquélla, tiznándole de pies a cabeza, y en las estaciones mosén Francisco, con una llave inglesa en la mano y as negras, simulaba luchar con alguna avería de la maquina. Entre estación y estación contemplaba, a través del humo y de la Carbonilla, el paisaje amado e incluso convenció a sus anfitriones para rezar, en cuanto dieron vista, en Barcelona, a las cúpulas de la Sagrada Familia, una avemaría humilde, una avemaría mucho más poderosa que los infernales resoplidos del tren.

* * *

Mosén Francisco se anticipó a la madre de Marta. Se le anticipó cuarenta y ocho horas en su fuga a Barcelona, lo suficiente para que Marta pudiera garantizar ante Ezequiel la personalidad del vicario.

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