Un millón de muertos (98 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Un millón de muertos
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Ignacio contestó:

—Yo, Ignacio Alvear.

El cabo Cajal se llevó una mano a las cejas a modo de visera y repitió:

—¿No te jode?

—Perdona, Chiquilín —aclaró Ignacio—. Fue una broma.

Moncho se ganó en seguida el respeto del cabo, gracias al reloj de arena. En cuanto Chiquilín lo vio, lo alzó, parodiando al «páter» cuando alzaba el cáliz y colocando la joya en sitio visible, dijo: «Mejorando lo presente».

El esquiador preferido del cabo Chiquilín se llamaba Pascual… Dámaso Pascual, oriundo de Huesca, pesador de oficio: el pesador de la báscula municipal a la entrada de la cuidad. Su manía era calcular el peso de las personas y de las cosas. Tipo bien formado, seguro de sí, con reluciente anillo en la mano izquierda. Apenas vio aparecer a Ignacio y a Moncho no tuvo más idea que enterarse de su peso. Hasta que tomó la decisión. Levantóse y mirando las pantorrillas de Ignacio empezó a dar una vuelta en torno del muchacho. «Aquí el amigo… se andará por los setenta y dos. ¿Vale?» Ignacio simuló pasmo y contestó: «Vale». Acto seguido, Dámaso Pascual, distanciándose con aire experto inició una vuelta completa alrededor de Moncho. «Aquí…, lo dejaremos en sesenta y ocho. ¿Justo?» «¡Conforme!», exclamó Moncho. Dámaso Pascual se tocó, dedos en pinza, la nariz y regresó satisfecho junto a la hoguera.

Ignacio se ganó el respeto de Dámaso Pascual al informarle de que tenía una hermana que se llamaba Pilar.

—¿Pilar? ¡Jolín! También mi chavala se llama Pilar. —Y sacó de la cartera la fotografía de una rechoncha moza de Sabiñánigo.

Luego había dos esquiadores del propio valle de Tena, de Panticosa: Royo y Guillén. Muy distintos físicamente, su mundo mental era idéntico. Tres temas obsesivos: las mujeres, la fuerza física y los animales del valle. En cuanto se aventuraban en otros terrenos, el cabo Cajal les cortaba: «A callarse, amigos, que esos catalanes han ido a colegio y nosotros no».

Ocurrió eso: que Ignacio y Moncho, aun sin proponérselo, habían de cobrar inmediatamente fama de sabios. Royo y Guillén, auténticas peñas humanas, se colocaron a la defensiva, pues para ellos lo único que contaba era la resistencia física y de vez en cuando respiraban tan profundamente que Ignacio temía quedarse sin aire. Sin embargo, Moncho había de ganárselos al decirles: «Mi padre era veterinario» y luego: «El año 1933 subí con mi novia a las clavijas de Cotatuero».

El último esquiador de la escuadra —el cocinero, y por tanto eximido de hacer guardia— era el alma romántica del grupo. Bajo de estatura, solitario, aceptaba de buen grado ser llamado Cacerola. De edad imprecisable, la negrura de su tez se debía por partes iguales al reflejo de la nieve y al humo de la cocina. Se pasaba horas escribiendo a sus madrinas de guerra —tenía cinco— y leyendo a la luz de un candil, en su rincón del refugio, una edición miniatura del Quijote, edición en dos tomos gemelos graciosamente colocados en un estuche forrado de verde.

Desde el primer momento Cacerola respetó a Ignacio y a Moncho precisamente porque eran «sabios». Cacerola intuyó en seguida que los dos catalanes podían ensanchar su visión del mundo. ¡Cuánto le hubiera gustado nacer en una ciudad grande, en Zaragoza, por ejemplo, y poder estudiar! Despreciaba a Royo y a Guillén porque se jactaban de su ignorancia y porque al referirse a las mujeres lo hacían siempre en tono grosero. Aludiendo a su madre, cada cual solía decir: «la que me parió». Al enterarse por Moncho de que los milicianos «rojos» se llevaron mujeres al frente exclamaron: «¡Y luego los llaman panolis!» Y siempre le tomaban el pelo al cabo Chiquilín diciéndole que se hizo relojero para poder ponerse el monóculo y mirar con él «la piel de las gachís». Cacerola era distinto. Él amaba a las mujeres de un modo reverente. Las idealizaba, eran su meta pura e incluso su razón de hacer la guerra.

Royo y Guillén le habían gastado lo menos cien veces la misma broma:

—Oye, Cacerola. No nos saldrás sevillano, ¿verdad?

—Cacerola… ¡que te veo! ¡Que te veo ingresar en la Sección Femenina!

Cacerola no tenía frase preferida, como el cabo Cajal. Él tenía silencios preferidos y le gustaba que todos se marcharan a platicar con la nieve para quedarse solo en el refugio, en su rincón, recreándose con sus pensamientos.

Ignacio se ganó la simpatía de Cacerola, y la de todos, gracias al informe que les dio el cartero al regreso de las posiciones superiores. «Los rojos —les dijo— le cascaron un hermano.» Elio les inspiró lástima. Dámaso Pascual le preguntó por Gerona e Ignacio explicó: «Hay una catedral muy bonita». El cabo Chiquilín le dijo: «No te preocupes. En quince días aprenderás a esquiar».

* * *

Después de cenar, alrededor de la hoguera se formó el corro entrañable, establecióse entre los siete soldados la camaradería de que la madre de Marta habló en Valladolid.

Con los ojos fijos en las llamas, la gorra echada para atrás, empezaron las canciones. Dámaso Pascual tenía una hermosa voz.
La cucaracha, Chaparrita, Yo tenía un camarada…

Moncho era feliz. Cansados de cantar, los recién llegados fueron acribillados a preguntas. Se murmuraba que de un momento a otro se iniciaría el ataque en el frente de Aragón y ello llevó a Cajal y a los suyos, contra la costumbre, a hablar de la guerra.

Ignacio y Moncho se habían dado cuenta en seguida de que sus compañeros sabían vagamente por qué estaban allí. Sonó una trompeta en el valle de Tena y les dieron un fusil y unos esquís.

—¿Contra quién?

—Contra las hordas rojas.

—¿Qué crimen han cometido?

—Pues… ése, son hordas.

—¡Adiós, madre!

Abriendo brecha, Dámaso Pascual les hizo exactamente la misma pregunta que el furriel en Panticosa.

—Mucho comunista por allá, ¿no?

—Sí —contestó Moncho—. Y mucho anarquista.

Dámaso Pascual, con un palo en la mano, trazaba signos en el suelo…

—Oye… Y esos anarquistas ¿qué quieren?

Moncho fumaba.

—Pues… no sé cómo decirte. Libertad… Libertad total. Eso es…

—Que se chinche el comandante ¿no es eso?

—El comandante, los tenientes y hasta los cabos…

—Escucha esto bien, Chiquilín…

Hubo un silencio, durante el cual, Royo, con la navaja, iba quitándose el negro de las uñas. De pronto, dirigiéndose a Moncho, el robusto muchacho preguntó:

—Oye… ¿Y qué hay de las bodas así, rápidas, en el frente? A ver si me entero…

—Pues, ya te dije —contestó Moncho—. Digamos que un miliciano se casa hoy; si mañana o pasado se harta de la mujer, a por otra.

Royo miró a su camarada Guillén y, por un momento, a ambos les nacieron ojos de rana.

—¡La fetén! —exclamó el primero.

—¡El despipórrense! —subrayó el segundo.

A Cacerola no le gustó la solución.

—Una marranada —sentenció.

Se hizo otro silencio. Ahora era Guillén quien con la navaja se quitaba el barro de los intersticios de las botas.

—¿Y los comunistas? Tíos listos, supongo… Cuenta algo de los comunistas, a ver.

—Predicen la igualdad —terció Ignacio.

—¿Con qué se come eso?

—Fácil —explicó Ignacio—. El amo, el Estado; todo lo demás, igual. —Ignacio añadió—: Los mismos derechos un veterinario que un caballo.

—¡La fetén! —repitió Royo.

También el comunismo pareció gustar a éste y a Guillén. Sin embargo, viendo que el cabo Chiquilín se ponía serio, se callaron. Dámaso Pascual intervino:

—¿Y cómo pueden ser iguales un veterinario y un caballo?

—Ahí les duele —apuntó Ignacio.

Moncho añadió:

—A la igualdad en las fábricas la llaman colectivización.

—¿Qué has dicho?

—Colectivización.

Inesperadamente, Royo se levantó y golpeándose el tórax con las manos planas, soltó:

—De modo que colectivización… —Miró hacia las montañas, tras las cuales estaban las trincheras enemigas—. ¡Ya me entran ganas a mí de armar un poco de tomate! —Se restregó las manos y luego sopló en ellas—. ¡Que estamos aquí muy quietecitos y a mí me gustaría discutir cuanto antes eso de la colectivización!

—¡Hale, hale! —cortó Cacerola—. Tranquilidad.

La noche avanzaba en Bachimaña. El lago era negro. Bruscamente, la hoguera resplandeció con lujuria convirtiendo a los siete hombres en brujos o en pavos reales. Las lenguas de fuego los pintarrajeaban cambiándoles las muecas. Moncho gozaba. Tomó una brasa y se la ofreció a Cacerola para que éste encendiera chupando el cigarrillo.

Pascual rompió a cantar de nuevo
Chaparrita
… Ignacio coreó por lo bajo, mirando al fuego, como si en él leyera las estrofas del canto. ¡Denso misterio en Bachimaña! «¿Quién soy? ¿Existe la nieve? ¿Tengo familia?»

Pascual se calló y Royo, infatigable hablador, se sonó con estrépito y luego apuntó:

—¡De modo… que catalanes! ¿Quién me da papel de fumar?

Después de cenar se procedió al sorteo de la guardia nocturna. Ignacio y Moncho, cansados, se tumbaron en seguida, sobre la paja, en el sitio que les fue asignado en el refugio, el más cercano a la puerta. Ignacio advirtió con asombro que el cabo Chiquilín se introducía en un saco de dormir, de color verde. «¿Y el enemigo…?» «Al otro lado de las montañas…» De todos modos, aquello era una temeridad. Ignacio vio a Cacerola escribiendo a la luz de un candil y se durmió, lo mismo que Moncho.

A las cuatro en punto de la madrugada una bota zarandeó a Ignacio. «Es la hora.» Ignacio despertó, asustado. ¿Qué ocurría? ¡Ah, claro! Centinela… La primera guardia. Se levantó poco a poco —las cartucheras habían sido su almohada— y cedió el sitio a Dámaso Pascual.

—La consigna —le dijo éste— es Anda y que te emplumen. Ignacio parpadeó:

—¿Cómo?

El cabo Cajal, moviéndose en el interior del saco, hizo:

—Chissst…

Ignacio salió fuera con el fusil, el capote y el pasamontañas hundido hasta el cuello. Era una noche oscura. ¿Qué diablos hacía él en Bachimaña inferior, junto al lago, con un capote gris? «Lo peor son las tormentas.» ¿Y cuál era su misión? Disparar a la menor sospecha.
Anda y que te emplumen.

Oyó ruido… Moncho se lo tenía advertido: «Oirás muchos ruidos, pero no hagas caso». Eran piedras que se deslizaban, eran crujidos de árbol, era el misterio de la montaña. «Lo más peligroso son los aludes.»

Ignacio estaba solo. Ignoraba que en la Compañía de Esquiadores «roja» se habían incorporado varios muchachos de Gerona, entre ellos, Padrosa, del Banco Arús.

Pensó en Marta, en Ana María, en César. Tenía un miedo atroz y se dijo que le inspiraba mucha más confianza la proximidad de Moncho que la del fusil.

Capítulo XLV

Matías decía del jefe ruso Axelrod, por fin nombrado cónsul en Barcelona, en sustitución de Owscensco, que siempre tenía aspecto de llevar un micrófono escondido en alguna parte del cuerpo. A Cosme Vila lo definió de otra manera: un hombre enérgico malogrado por el fanatismo.

Matías lamentaba que el fanatismo se hubiera apoderado no sólo de los corazones sino de las mentes. A él le hubiera gustado que cada cual en su esfera se comportase con dignidad y llevara el sombrero, la boina o la peluca que le correspondiera. El liberalismo aplicado. Las circunstancias dieron al traste con sus será deseos. Fanatismo a muerte. «¡A ver, grita UHP, o te mato!» «¡Eh, ese de la insignia en la solapa, grita Viva España, o te mato!» Te mato, grita esto, extiende el brazo, cierra el puño, ponte en el pecho martillos y hoces y rosas y qué sé yo. Y el caso es que ni siquiera él, el propio Matías Alvear, había escapado a la ley de la agresividad. «Yo también soy un fanático. Me han obligado a elegir. Me mataron un hijo porque gritaba “Viva Dios” y ello me ha obligado a elegir. Vería muertos a todos los asesinos de mi hijo y a los compinches de éstos y no me dolería un pelo ni me tomaría la molestia de quitarme el sombrero.»

El doctor Relken opinó en cierta ocasión que en plazo breve no habría en el mundo más que tres o cuatro doctrinas supervivientes, cada una de ellas servida con fanatismo por millares de hombres. A su manera, Ezequiel había profetizado lo mismo al decir: «Pronto no habrá más que rascacielos y ermitas». Por el contrario, José Luis Martínez de Soria seguía creyendo que, orientados por Satán, antes de un siglo los seres humanos desembocarían en la más completa indiferencia.

Pilar, que a la sazón leía unos cuantos libros serios que antes de la guerra Mateo, inútilmente, le había recomendado, era menos pesimista que Matías y que el doctor Relken.

—¿Tres o cuatro dices? —le discutió la muchacha a su padre—. Por Dios, papá. Voy menos que tú al Neutral, pero estoy más enterada.

—A ver.

—Cuenta sólo las religiones. Primero hay la verdadera, o sea, la nuestra; luego, la protestante; luego están los árabes y los chinos y los japoneses y… ¡Vamos, papá! Que el asunto te puede. Que no estás en forma. ¿Me das un beso?

—Te lo doy, porque no has mencionado la Falange, y Dios sabrá las ganas que habrás tenido de hacerlo. Pero conste que llevo razón. Verás cómo tus hijos no oirán más que tres o cuatro himnos.

—¿Mis hijos? ¡Oh, qué ilusión!

—Claro que sí, mujer. Has salido a tu madre.

—¿A mi madre? ¿Sólo tendré tres hijos?

—¿Cuántos quieres, vamos a ver?

—Lo menos… cinco.

Matías Alvear, con el índice, le aplastó a su hija la punta de la nariz hasta conseguir formar en ella un círculo pálido.

—Pilar…, no olvides que Mateo habrá hecho la guerra…

—¡Ya me extrañaba a mí! —se oyó la voz de Carmen Elgazu, desde la cocina.

Fanatismo. El Responsable, que desde que Cosme Vila estuvo en Teruel no se perdonaba no haber visto él una batalla, reflexionaba también sobre el particular y a veces parecía cansarse de tanto fanatismo. Por un lado el bombardeo con pan y por otro sus vanos esfuerzos, llevados a cabo en la checa anarquista, para arrancar de las hermanas Rosselló la lista de los mandamás de la Quinta Columna, lo tenían un tanto desmoralizado. Empezaba a calibrar lo significativo que era que en la zona «nacional» muchos niños fueron bautizados «Francisco» o «José Antonio» y que en la zona «roja» abundaran los llamados Lenin, Stalin e incluso Volga, Moscú y Odesa… «¿Suena raro, verdad? —le decía a Merche—. Stalin Pérez, Odesa García…» El Responsable había advertido que incluso las prostitutas distinguían de razas y de nacionalidades. «¿Con ese turco? ¡Jesús, ni hablar…!» «¡Ay, no! Llevaos de aquí a ese negro borracho.»

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