—¿Veinte años? —repitieron, como un eco, los estudiantes, en un coro de incredulidad.
—Veinte —repitió a su vez el director—. Ya les dije que les parecería increíble.
—Pero, ¿qué pasaba? —preguntaron los muchachos—. ¿Cuáles eran los resultados?
—Los resultados eran terribles.
Una voz grave y resonante había intervenido inesperadamente en la conversación.
Todos se volvieron. A la vera del pequeño grupo se hallaba un desconocido, un hombre de estatura media y cabellos negros, nariz ganchuda, labios rojos y regordetes, y ojos oscuros, que parecían taladrar.
—Terribles —repitió.
En aquel momento, el DIC se hallaba sentado en uno de los bancos de acero y caucho convenientemente esparcidos por todo el jardín; pero a la vista del desconocido saltó sobre sus pies y corrió a su encuentro, con las manos abiertas, sonriendo con todos sus dientes, efusivo.
—¡Interventor! ¡Qué inesperado placer! Muchachos, ¿en qué piensan ustedes? Les presento al interventor; es Su Fordería Mustafá Mond.
En las cuatro mil salas del Centro, los cuatro mil relojes eléctricos dieron simultáneamente las cuatro. Voces etéreas sonaban por los altavoces:
—Cesa el primer turno del día… Empieza el segundo turno del día… Cesa el primer turno del día…
En el ascensor, camino de los vestuarios, Henry Foster y el Director Ayudante de Predestinación daban la espalda intencionadamente a Bernard Marx, de la Oficina Psicológica, procurando evitar toda relación con aquel hombre de mala fama.
En el Almacén de Embriones, el débil zumbido y chirrido de las máquinas todavía estremecía el aire escarlata. Los turnos podían sucederse; una cara roja, luposa, podía ceder el lugar a otra; mayestáticamente y para siempre, los trenes seguían reptando con su carga de futuros hombres y mujeres.
Lenina Crowne se dirigió hacia la puerta.
¡Su Fordería Mustafá Mond! A los estudiantes casi se les salían los ojos de la cabeza. ¡Mustafá Mond! ¡El Interventor Residente de la Europa Occidental! ¡Uno de los Diez Interventores Mundiales! Uno de los Diez… y se sentó en el banco, con el DIC, e iba a quedarse, a quedarse, sí, y hasta a dirigirles la palabra… ¡Directamente de labios del propio Ford!
Dos chiquillos morenos emergieron de unos matorrales cercanos, les miraron un momento con ojos muy abiertos y llenos de asombro, y luego volvieron a sus juegos entre las hojas.
—Todos ustedes recuerdan —dijo el Interventor; con su voz fuerte y grave—, todos ustedes recuerdan, supongo, aquella hermosa e inspirada frase de Nuestro Ford: «La Historia es una patraña —repitió lentamente—, una patraña».
Hizo un ademán con la mano, y fue como si con un visible plumero hubiese quitado un poco el polvo; y el polvo era Harappa, era Ur de Caldea; y algunas telarañas, y las telarañas eran Tebas y Babilonia, y Cnosos y Micenas. Otro movimiento de plumero y desaparecieron Ulises, Job, Júpiter, Gautana y Jesús. Otro plumerazo, y fueron aniquiladas aquellas viejas motas de suciedad que se llamaron Atenas, Roma, Jerusalén y el Celeste Imperio. Otro, y el lugar donde había estado Italia quedó desierto. Otro, y desaparecieron las catedrales. Otro, otro, y afuera con el Rey Lear y los Pensamientos de Pascal. Otro, ¡y basta de Pasión! Otro, ¡y basta de Réquiem ! Otro, ¡y basta de Sinfonía!; otro plumerazo y…
—¿Irás al sensorama esta noche, Henry? —preguntó el Predestinador Ayudante—. Me han dicho que el Filme del «Alhambra» es estupendo. Hay una escena de amor sobre una alfombra de piel de oso; dicen que es algo maravilloso. Aparecen reproducidos todos los pelos del oso. Unos efectos táctiles asombrosos.
—Por esto no se les enseña Historia —decía el Interventor—. Pero ahora ha llegado el momento…
El DIC le miró con inquietud. Corrían extraños rumores acerca de viejos libros prohibidos ocultos en un arca de seguridad en el despacho del Interventor. Biblias, poesías… ¡Ford sabía tantas cosas!
Mustafá Mond captó su mirada ansiosa, y las comisuras de sus rojos labios se fruncieron irónicamente.
—Tranquilícese, director —dijo en leve tono de burla—. No voy a corromperlos.
El DIC quedó abrumado de confusión.
Los que se sienten despreciados procuran aparecer despectivos. La sonrisa que apareció en el rostro de Bernard Marx era ciertamente despreciativa. ¡Todos los pelos del oso! ¡Vaya!
—Haré todo lo posible por ir —dijo Henry Foster.
Mustafá Mond se inclinó hacia delante y agitó el dedo índice hacia ellos.
—Basta que intenten comprenderlo —dijo, y su voz provocó un extraño escalofrío en los diafragmas de sus oyentes—. Intenten comprender el efecto que producía tener una madre vivípara.
De nuevo aquella palabra obscena. Pero esta vez a ninguno se le ocurrió siquiera la posibilidad de sonreír.
—Intenten imaginar lo que significaba vivir con la propia familia.
Lo intentaron; pero, evidentemente, sin éxito.
—¿Y saben ustedes lo que era un hogar?
Todos movieron negativamente la cabeza.
Emergieron de su sótano oscuro y escarlata, Lenina Crowne subió diecisiete pisos, torció a la derecha al salir del ascensor, avanzó por un largo pasillo y, abriendo la puerta del vestuario femenino, se zambulló en un caos ensordecedor de brazos, senos y ropa interior. Torrentes de agua caliente caían en un centenar de bañeras o salían borboteando de ellas por los desagües. Zumbando y silbando, ochenta máquinas para masaje —que funcionaban a base de vacío y vibración— amasaban simultáneamente la carne firme y tostada por el sol de ochenta soberbios ejemplares femeninos que hablaban todos a voz en grito. Una máquina de Música Sintética susurraba un solo de supercorneta.
—Hola, Fanny —dijo Lenina a la muchacha que tenía el perchero y el armario junto al suyo.
Fanny trabajaba en la Sala de Envasado y se llamaba también Crowne de apellido. Pero como entre los dos mil millones de habitantes del planeta debían repartiese sólo diez mil nombres, esta coincidencia nada tenía de sorprendente.
Lenina tiró de sus cremalleras —hacia abajo la de la chaqueta, hacia abajo, con ambas manos, las dos cremalleras de los pantalones, y hacia abajo también para la ropa interior—, y, sin más que las medias y los zapatos, se dirigió hacia el baño.
Hogar, hogar… Unos pocos cuartitos, superpoblados por un hombre, una mujer periódicamente embarazada, y una turbamulta de niños y niñas de todas las edades. Sin aire, sin espacio; una prisión no esterilizada; oscuridad, enfermedades y malos olores.
(La evocación que el Interventor hizo del hogar fue tan vívida que uno de los muchachos, más sensible que los demás, palideció ante la mera descripción del mismo y estuvo a punto de marearse.)
Lenina salió del baño, se secó con la toalla, cogió un largo tubo flexible incrustado en la pared, apuntó con él a su pecho, como si se dispusiera a suicidarse, y oprimió el gatillo. Una oleada de aire caliente la cubrió de finísimos polvos de talco. Ocho diferentes perfumes y agua de Colonia se hallaban a su disposición con sólo maniobrar los pequeños grifos situados en el borde del lavabo. Lenina abrió el tercero de la izquierda, se perfumó con esencia de Chipre, y, llevando en la mano los zapatos y las medias, salió a ver si estaba libre alguno de los aparatos de masaje.
Y el hogar era tan mezquino psíquicamente como físicamente. Psíquicamente, era una conejera, un estercolero, lleno de fricciones a causa de la vida en común, hediondo a fuerza de emociones. ¡Cuántas intimidades asfixiantes, cuán peligrosas, insanas y obscenas relaciones entre los miembros del grupo familiar! Como una maniática, la madre se preocupaba constantemente por los hijos (sus hijos)…, se preocupaba por ellos como una gata por sus pequeños; pero como una gata que supiera hablar, una gata que supiera decir: «Nene mío, nene mío una y otra vez. Nene mío, y, ¡oh, en mi pecho, sus manitas, su hambre, y ese placer mortal e indecible! Hasta que al fin mi niño se duerme, mi niño se ha dormido con una gota de blanca leche en la comisura de su boca. Mi hijito duerme…»
—Sí —dijo Mustafá Mond, moviendo la cabeza—, con razón se estremecen ustedes.
—¿Con quién saldrás esta noche? —preguntó Lenina, volviendo de su masaje con un resplandor rosado, como una perla iluminada desde dentro.
—Con nadie.
Lenina arqueó las cejas, asombrada.
—Últimamente no me he encontrado muy bien —explicó Fanny—. El doctor Wells me aconsejó tomar Sucedáneo de Embarazo.
—¡Pero si sólo tienes diecinueve años! El primer Sucedáneo de Embarazo no es obligatorio hasta los veintiuno.
—Ya lo sé, mujer. Pero hay personas a quienes les conviene empezar antes. El doctor Wells me dijo que las morenas de pelvis ancha, como yo, deberían tomar el primer Sucedáneo de Embarazo a los diecisiete. De modo que en realidad llevo dos años de retraso y no de adelanto.
Abrió la puerta de su armario y señaló la hilera de cajas y ampollas etiquetadas del primer estante.
«Jarabe de Corpus Luteum». Lenina leyó los nombres en voz alta. «Ovalina fresca, garantizada; fecha de caducidad: 1 de agosto de 632 d. F. Extracto de glándulas mamarias: tómese tres veces al día, antes de las comidas, con un poco de agua. Placentina; inyectar 5 cc. cada tres días (intravenosa)…»
—¡Uy! —estremecióse Lenina—. ¡Con lo poco que me gustan las intravenosas! ¿Y a ti?
—Tampoco me gustan. Pero cuando son para nuestro bien…
Fanny era una muchacha particularmente juiciosa.
Nuestro Ford —o nuestro Freud, como, por alguna razón inescrutable, decidió llamarse él mismo cuando hablaba de temas psicológicos—. Nuestro Freud fue el primero en revelar los terribles peligros de la vida familiar. El mundo estaba lleno de padres, y, por consiguiente, estaba lleno de miseria; lleno de madres, y, por consiguiente, de todas las formas de perversión, desde el sadismo hasta la castidad; lleno de hermanos, hermanas, tíos, tías, y, por ende, lleno de locura y de suicidios.
—Y sin embargo, entre los salvajes de Samoa, en ciertas islas de la costa de Nueva Guinea…
El sol tropical relucía como miel caliente sobre los cuerpos desnudos de los chiquillos que retozaban promiscuamente entre las flores de hibisco. El hogar estaba en cualquiera de las veinte casas con tejado de hojas de palmera. En las Trobiands, la concepción era obra de los espíritus ancestrales; nadie había oído hablar jamás de padre.
—Los extremos se tocan —dijo el Interventor—. Por la sencilla razón de que fueron creados para tocarse.
—El doctor Wells dice que una cura de tres meses a base de Sucedáneo de Embarazo mejorará mi salud durante los tres o cuatro años próximos.
—Espero que esté en lo cierto —dijo Lenina—. Pero, Fanny, ¿de veras quieres decir que durante estos tres meses se supone que no vas a…?
—¡Oh, no, mujer! Sólo durante una o dos semanas, y nada más. Pasaré la noche en el club, jugando al Bridge Musical. Supongo que tú sí saldrás, ¿no?
Lenina asintió con la cabeza.
—¿Con quién?
—Con Henry Foster.
—¿Otra vez? —El rostro afable, un tanto lunar, de Fanny cobró una expresión de asombro dolido y reprobador—. ¡No me digas que todavía sales con Henry Foster!
Madres y padres, hermanos y hermanas. Pero había también maridos, mujeres, amantes. Había también monogamia y romanticismo.
—Aunque probablemente ustedes ignoren lo que es todo esto —dijo Mustafá Mond.
Los estudiantes asintieron.
Familia, monogamia, romanticismo. Exclusivismo en todo, en todo una concentración del interés, una canalización del impulso y la energía.
—Cuando lo cierto es que todo el mundo pertenece a todo el mundo —concluyó el Interventor, citando el proverbio hipnopédico.
Los estudiantes volvieron a asentir, con énfasis, aprobando una afirmación que sesenta y dos mil repeticiones en la oscuridad les habían obligado a aceptar, no sólo como cierta sino como axiomático, evidente, absolutamente indiscutible.
—Bueno, al fin y al cabo —protestó Lenina— sólo hace unos cuatro meses que salgo con Henry.
—¡Sólo cuatro meses! ¡Me gusta! Y lo que es peor —prosiguió Fanny, señalándola con un dedo acusador— es que en todo este tiempo no ha habido en tu vida nadie, excepto Henry, ¿verdad?
Lenina se sonrojó violentamente; pero sus ojos y el tono de su voz siguieron desafiando a su amiga.
—No, nadie más —contestó, casi con truculencia—. Y no veo por qué debería haber habido alguien más.
—¡Vaya! ¡La niña no ve por qué! —repitió Fanny, como dirigiéndose a un invisible oyente situado detrás del hombro izquierdo de Lenina. Luego, cambiando bruscamente de tono, añadió—: En serio. La verdad es que creo que deberías andar con cuidado. Está muy mal eso de seguir así con el mismo hombre. A los cuarenta o cuarenta y cinco años, todavía… Pero, ¡a tu edad, Lenina! No, no puede ser. Y sabes muy bien que el DIC se opone firmemente a todo lo que sea demasiado intenso o prolongado…
—Imaginen un tubo que encierra agua a presión. —Los estudiantes se lo imaginaron—. Practico en el mismo un solo agujero —dijo el Interventor—. ¡Qué hermoso chorro!
Lo agujereó veinte veces. Brotaron veinte mezquinas fuentecitas.
«Hijo mío. Hijo mío…».
«¡Madre!».
La locura es contagiosa.
«Amor mío, mi único amor, preciosa, preciosa…»
Madre, monogamia, romanticismo… La fuente brota muy alta; el chorro surge con furia, espumante. La necesidad tiene una sola salida. Amor mío, hijo mío. No es extraño que aquellos pobres premodernos estuviesen locos y fuesen desdichados y miserables. Su mundo no les permitía tomar las cosas con calma, no les permitía ser juiciosos, virtuosos, felices. Con madres y amantes, con prohibiciones para cuya obediencia no habían sido condicionados, con las tentaciones y los remordimientos solitarios, con todas las enfermedades y el dolor eternamente aislante, no es de extrañar que sintieran intensamente las cosas y sintiéndolas así (y, peor aún, en soledad, en un aislamiento individual sin esperanzas), ¿cómo podían ser estables?
—Claro que no tienes necesidad de dejarle. Pero sal con algún otro de vez en cuando. Esto basta. Él va con otras muchachas, ¿no es verdad?
Lenina lo admitió.
—Claro que sí. Henry Foster es un perfecto caballero, siempre correcto. Además, tienes que pensar en el director. Ya sabes que es muy quisquilloso…
Asintiendo con la cabeza, Lenina dijo:
—Esta tarde me ha dado una palmadita en el trasero.