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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Novela

Un mundo para Julius (45 page)

BOOK: Un mundo para Julius
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Julius sometió a Celso y Daniel a un severo interrogatorio sobre sus actividades durante los meses de vacaciones. El tío de Celso continuaba siendo alcalde de Huarocondo, allá en el Cuzco, y él continuaba siendo tesorero del Club Social de Amigos de Huarocondo, con sede en Lince. El dinero seguía en la misma caja y él prefería guardarlo en su dormitorio, porque así en la casa está más seguro. Pero el tema que más los entusiasmó fue el de sus casas en los terrenitos de la barriada, algún día lo llevarían a conocerlas...

Por ahora tenían que enfrentarse con problemas más urgentes. Sólo cuatro habían sobrevivido al antiguo palacio y si bien, por el momento, Arminda les preparaba la comida a los niños y a ellos (Juan Lucas y Susan comían siempre fuera), era necesaria una cocinera de oficio. Arminda tenía la presión muy alta y Daniel dijo que sus labores debían limitarse al lavado con lavadora eléctrica y al planchado de la ropa. Más era abuso. Había que comunicárselo a la señora. Celso dijo que la señora se encargaría de eso a su debido tiempo, pero Daniel insistió en que ellos tenían pleno derecho a hablar con la señora sobre el particular. Daniel seguro que había escuchado discursos peligrosos allá en la barriada. Había que hablar con la señora y no sólo sobre lo de Arminda, también él tenía derecho a un aumento de sueldo porque según sus cálculos (había medido en metros cuadrados y todo), en esta casa le tocaba barrer una superficie mayor que en la anterior. Julius escuchó todo el asunto muerto de miedo. Ya veía a Daniel frente a mami soltándole esas cosas, mami se iba a poner nerviosísima, le iba a contar a Juan Lucas y tío Juan Lucas era capaz de botarlos a todos. Y más problemas aún. Faltaba un jardinero porque Anatolio no había querido abandonar sus flores del antiguo palacio, y faltaba una muchacha para la ropa de los niños, desde que Imelda se graduó en corte y confección y se largó sin despedirse de nadie y sin sentimiento.

No hubo líos, felizmente. Susan sólita notó esas ausencias y, además, aceptó como cosa muy natural el aumento de sueldo para todos. Lo que sí hubo fue una larga selección de cocinera y de muchacha para que se encargara de la ropa de los niños. Muchos días pasaron antes de que Susan se decidiera por alguna de las candidatas que su prima Susana Lastarria, tan útil en estos casos, le enviaba a medida que ella se lo pedía. Por teléfono, claro; Susan sólo se acercaba a su prima por teléfono, toda otra relación con ella le causaba infinita pereza. Susana Lastarria había ido reduciendo su vida a este tipo de actividades desde que su esposo, entregado a una vidorra más a la altura de sus inversiones con Juan Lucas, había empezado a abandonarla dentro de los límites permitidos por la sociedad limeña. Continuaban yendo a misa juntos, por ejemplo, pero él la llevaba rara vez al cine, nunca a los clubs que gustaba frecuentar y jamás a los cócteles donde pensaba que solo haría mejor papel. Ni asomar por el Golf la pobre Susana, y de lo sexual ya hacía varios temblores y hasta algunos terremotos. Mejor. A ella siempre le había dado un poco de aprensión todo eso. En realidad no había valido la pena tanta cochinada para terminar con sólo dos hijos. Si hubiera sabido con exactitud los días en que Dios le mandó concebir a Pipo y Rafaelito, las mierdas esas, habría evitado todo un pasado que ahora despreciaba hasta la vergüenza, pero que se le aparecía obsesivamente en sus sueños, en sus decaimientos, Juan reptando hacia sus piernas con una cara rarísima, demorándose en inmundicias, ¿qué fue el amor? En vez de salir cuanto antes del asunto a ver si nace Pipo. A ver si nace Rafaelito, después. Pesadillas. Ya no quería pensar en eso la tía Susana, horrible, y por eso buscaba incesantemente algún problema casero para meter las narices. Siempre la muchacha había cometido alguna torpeza, siempre Víctor, el único sirviente que duraba en el castillo, se había olvidado de sacudir el polvo de un mueble, había que estar detrás de él, Víctor se iba engriendo cada vez más con el tiempo. La vida social de sus hijos Pipo y Rafael era otra cosa que le ocupaba la mente a la tía Susana. Siempre preocupada por la chica con que salían, siempre preocupada por la hora en que regresaban, siempre preocupada hasta que encontraba alguna preocupación. Y Susan se la había dado ahora. Ella decía que Susan la volvía loca con las llamadas por teléfono, pero bien contenta que se ponía cuando Víctor cogía el fono, contestaba y venía a avisarle: de parte de su prima Susan. Horrible y feliz volaba al teléfono Susana Lastarria.

Y Susan continuaba recibiendo a todas las muchachas que su prima le enviaba, pero ninguna parecía convencerla, hasta que un día se dio cuenta de que en el fondo había estado esperando que se presentaran Vilma y Nilda. Se quedó un poco sorprendida, aunque al meditarlo, descubrió que ella no tenía criterio alguno para elegir servidumbre. Eso la había hecho buscar una cocinera familiar y una muchacha también familiar. Sin querer había esperado que aparecieran Vilma y Nilda entre todas las sirvientas que su prima le recomendaba. Había estado perdiendo su tiempo. Sentada en la pequeña terraza en que las entrevistaba, Susan decidió tomar a la primera que se presentara esa mañana.

Casi se podría decir que la primera que se presentó esa mañana tomó a Susan. Llegó una chola frescachona y entró hablando en voz demasiado alta para lo que se acostumbraba dentro de su condición en un palacio. En realidad lo que pasaba es que la chola hablaba siempre bien fuerte y estaba acostumbrada a imponerse. Era bien simpática pero le gustaba tener razón y para ello nada mejor que gritar. Así fue que esa mañana entró gritando al nuevo palacio, gritando atravesó el jardín y ya estaba impresionando a Celso con tanto grito, ya lo estaba convenciendo de que ella tenía razón en todo, en buscar trabajo, en ser una excelente muchacha y en lo que se le ocurriera gritar, cuando sin saber cómo, su voz empezó a llenarse de algodones, por lo menos así le pareció a la pobre, y verdad que casi no se le oía al atravesar la gran sala, la chola ignoraba que Juan Lucas había mandado instalar unos techos mataruidos, y creyó que se le acababa la razón que siempre tenía y gritó más aún para convencer a Celso del todo y para siempre, pero en la terraza no funcionaba el mata-ruidos de Juan Lucas y apareció pegando de alaridos y llenecita de razón.

Susan sintió que el pueblo francés venía en busca de María Antonieta, pero ahí mismo le volvió la realidad peruana, nuestra historia según Juan Lucas y el sentido del humor. «Fachosísima la chola», pensó al verla con las pantorrillas tan redondas, el culo grandazo mucho más redondo que las pantorrillas y finalmente las tetas como una sola, enorme, redonda y aventurada. Una cara joven y redonda la coronaba encantada de la vida, ampliamente satisfecha de sí misma. Susan abandonó el humor tipo cultura de clase por el deber de ama de casa y le preguntó su nombre.

—Flora, para servir a la señora.

Susan linda y desconcertada, buscó una respuesta, pero sólo encontró lo de buen provecho que no servía para este aprieto. Le hizo una ligera venia y se preparó para la siguiente pregunta.

—¿Ha trabajado antes de cocinera?

—La señora se equivoca —le respondió Flora, llenándose de redondez e insultando alegremente a Susan con el pecho enorme y decidido—. La señora se equivoca. Mi oficio son los niños, el cuidado de su ropa y los dormitorios. Mi oficio no es la cocina.

—Claro, claro. Es que también espero a una cocinera —le dijo Susan, tranquilizándose al ver que la chola disminuía satisfecha con su explicación—. Lo que pasa es que acabamos de mudarnos y necesito una muchacha y una cocinera. Estamos estrenando esta casa y nos falta servicio.

—Aquí el joven Celso ya me lo había informado. Muy hermoso su chálete, señora, permítame felicitarla. No bien tenga el gusto de conocer al señor haré lo propio. Muy hermoso su chálete, señora. ¿Su nombre, por favor?

—Susan —dijo, entre linda y aterrada; casi agrega para servirla, pero se imaginó a Juan Lucas riéndose a carcajadas cuando le cuente, y prefirió voltear donde Celso que seguía la escena perplejo.

—Tráigame un café, Celso, por favor—. Un café que tal vez no tomaría pero la idea de un café hirviendo la ayudó a enfrentarse nuevamente a Flora tan temprano por la mañana.

—¿Ha trabajado usted antes? ¿Tiene experiencia?

—La señora habrá notado que he hablado de oficio, pero si la señora desconfía puede leer detenidamente todas mis recomendaciones. Aquí las tiene.

Flora, aumentando, abrió orgullosísima su carterita perfumada y extrajo tarjetas con nombres de muy buenas familias de Lima. La recomendaban como persona formal y cumplidora de su trabajo.

—Nunca he sido despedida. Siempre me he marchado por mi voluntad. Tenga usted, señora, lea.

Susan se encontró leyendo una serie de tarjetitas aburridísimas, ella le hizo una a Nilda cuando se fue, «basta ya», pensó, y se las iba a devolver...

—Lea, señora Susan... Tómese su tiempo. Está usted en su derecho.

Ya no sabía qué hacer Susan. No tuvo más remedio que leerse tres tarjetitas. Bajo el pecho inmenso de Flora que esperaba decidida cualquier comentario.

—Muy bien... la felicito. Me basta con lo que he leído. Cuando venga Celso la acompañará a su dormitorio. Quisiera que se quedara usted con nosotros desde hoy mismo. El chofer la puede llevar a traer sus cosas. Puede instalarse usted hoy mismo y mañana...

Susan ya estaba encontrando el vocabulario y las ideas de su prima Susana, y hasta se atrevió a pensar que el asunto era asunto concluido, cuando notó que Flora, decididísima, empezaba a aumentar peligrosamente, apoyando al mismo tiempo ambas manos en sus caderas y convirtiéndose en una especie de enorme tinajera, con la carterita perfumada colgando de un brazo como un lacito redondo en el asa derecha.

—No se han discutido las condiciones, señora.

—No se han discutido las condiciones —repitió Susan, bajo el pecho opresor de Flora la definitiva. Pensó vagamente que las condiciones tenían que ser el sueldo y que el sueldo era muy buen sueldo, claro, qué tonta, se había olvidado de lo más importante. Pero en todo caso el sueldo era el fin del diálogo, le diría su muy buen sueldo y llegaría el café hirviendo y la Decidida se quedaría con ellos, implantaría su terror gritón y risueño en la casa nueva, con que trabaje bien basta, por los altos limpiando sola no se le escuchará, en la cocina y en la sección servidumbre que sea feliz, es tan graciosa la chola, la Decidida... Uno ni se enterará de que existe allá adentro en la parte de la servidumbre... Iba a establecer el buen sueldo Susan...

—Mis condiciones son tres, a saber: un sueldo de acuerdo a mis expectativas, alojamiento salubre y la misma alimentación que la familia.

Todo, todo lo iba a tener y Susan recordó su juventud y/o sus tardes en el Golf y quiso ponerse de pie para decirle ya Flora, basta, pero sintió que eso era imposible con el pecho enorme redondo y aventurado de la chola allá arriba, sintió que todo era cómico y absurdo pero que ella se había quedado para siempre sentada en la perezosa banca del cojincito verde. Sola en una terracita del nuevo palacio, esa mañana húmeda y el café hirviendo que no llegaba nunca, definitivamente la Decidida acababa de tomarla.

Tres muchachas más vinieron esa mañana pero las tres venían a ofrecerse para lo de los niños y su ropa, y Celso les dijo que ya no necesitaban, que ya había. En cambio no llegó ninguna cocinera y Susan pudo descansar y recuperarse del encuentro con la Decidida. Había revisado la escena con su humor característico y la encontraba deliciosa; además se sentía feliz con el apodo que acababa de inventarle, Juan Lucas se iba a morir de risa cuando le dijera hay una nueva que se llama la Decidida y la Decidida iba a aparecer aumentando frente a Juan, lo iba a saludar con la absoluta confianza en la vida que le daba su pecho y su voz, a lo mejor hasta le da la mano y ellos se iban a matar de risa cuando se fuera, darling va a gozar tanto con lo de la Decidida... Qué cosas más no le irá a inventar... Ya lo estaba viendo Susan, copa en mano en el Golf, explicando el cuerpo, la voz, los aires de la redonda y feliz frescachona.

Hacia el mediodía apareció Juan Lucas con la novedad del cocinero. No tardaba en llegar, se lo habían recomendado esa mañana en el Golf y él ya había probado su comida hace años en casa de un amigo. Un excelente cocinero, ya verás mujer, desde ahora en adelante comer en casa va a ser un placer tan grande como comer en el mejor restaurant. Susan se alborotó con la idea. Juan Lucas era muy exigente con la comida y por fin parecía haber encontrado a la persona capaz de satisfacerlo diariamente. El problema del servicio estaba prácticamente resuelto. Sólo faltaba el jardinero pero ya Anatolio les había ofrecido mandarles a su primo. Susan llamó a Celso desde el bar y le ordenó hielo para unas copas. A los pocos minutos apareció Celso con el hielo y con Abraham. Susan miró a Juan Lucas, Juan Lucas a Celso y Celso, contra su costumbre, a duras penas si pudo contenerse la risa. Y es que los tres estaban mirando a Abraham que acababa de hacer su ingreso al palacio, y que ahora se acercaba al bar con un maletín de grandes asas colgándole del brazo izquierdo y con una chompa blanca de cuello de tortuga, como si viniera de jugar tenis toda la mañana. «¡Oh my God!»> se dijo Susan, al ver al zambo lleno de rizos enormes, casi una permanente lucía y varios rulos conservaban aún el color cucaracha de la última oxigenada. Porque se aclaraba los rizos con agua oxigenada el tal Abraham, y ahora que lo tenían delante de ellos, Susan y Juan Lucas pudieron oler la mescolanza de brillantina, perfume y sobaco que desprendía el nuevo sirviente.

Juan Lucas sirvió dos gin and tonics, les echó hielo y empezó a remover ligeramente las bebidas con unas largas cucharitas de plata, presionando las rajas de limón contra las paredes del vaso. Abraham garraspeó mariconsísimo y Susan dejó que Juan Lucas pronunciara las primeras palabras.

—Bueno, mujer, aquí tienes al nuevo cocinero.

Susan se armó de paciencia y decidió portarse como una verdadera ama de casa.

—¿Cuáles son sus condiciones? —preguntó, recordando a la Decidida y acercándose el vaso a la nariz más que a la boca, a ver si el aroma del limón y del gin exorcizaba la realidad maloliente de Abraham.

Pero Abraham no le entendió ni papa. «¿Condiciones? ¿Qué condiciones?» pareció preguntarle con los ojos risueños, asquerosos. La única condición que él ponía era su felicidad, la alegría de vivir al servicio de donjuán.

—Yo creo, señora...

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