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Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

Un secreto bien guardado (7 page)

BOOK: Un secreto bien guardado
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—Probablemente la perdí. Todo fue un poco frenético en febrero, ¿no es cierto, Gary?

—Muy frenético —asintió Gary—. Volvimos de Uganda, ¿verdad, papá?

—¿Uganda? —me sorprendí.

—Yo era policía allí —me dijo—, pero hubo un golpe de Estado y un tipo llamado Idi Amin se hizo con el poder. Nos aconsejaron que nos marcháramos enseguida. Ese tío es peligroso.

—¿Dónde viven ahora?

—En Seaforth con mi hermana hasta que encontremos una casa propia. Tiene un piso en Sandy Road. —Hizo una mueca—. Estamos un poco apretados, pero en los pocos años que hemos estado fuera, los precios de las casas se han disparado y me está costando mucho encontrar algo que me pueda permitir. Y no tengo mucho tiempo para buscar, porque trabajo por las noches en Correos. Cuando nos establezcamos, me incorporaré a la policía británica, aunque me pregunto si no será más sensato volver al extranjero; a Australia, quizá, o a Canadá. Allí hay más oportunidades.

—Papá, si vamos a Australia, ¿podré tener un koala?

—Son una especie protegida, Gary —señalé—. No se pueden tener como mascotas.

El niño pareció desilusionado.

—En Uganda teníamos a Jimmy, pero habría tenido que quedarse en una perrera en Inglaterra durante seis meses, así que lo dejamos allí.

—¿Es un perro, Jimmy?

—No, es un gato. —Gary frunció el ceño muy serio—. Tiene rayas, y yo decía que era un tigre.

—Jimmy es muy viejo —comentó Rob—. Lo heredamos hace un año de una familia que iba a volver a Inglaterra. Dudo que hubiera aguantado seis meses en una perrera. Los guardan en jaulas, ¿sabe?

—¿Se fue a vivir con gente tan agradable como vosotros? —pregunté a Gary.

Él asintió muy serio.

—Mejor todavía, una niña llamada Petron... ¿Cómo se llamaba, papá?

—Petronella.

—Tenía el pelo de un rubio dorado y le llegaba hasta los pies.

—Creo que exageras un poco, hijo. El pelo de Petronella le llegaba por la cintura. —La sonrisa de Rob le transformó completamente la cara. Estaba empezando a relajarse.

Me pregunté dónde estaría su mujer. No era corriente que un padre fuera a comprar ropa con su hijo. Dije:

—Puede devolver esta ropa y cambiarla por otra más adecuada, ¿sabe?

—¿No les importará?

—No si tiene los recibos.

—Los tengo en alguna parte. —Rebuscó en los bolsillos y sacó un montón de papeles arrugados.

La camarera llegó con el pedido. Rob me preguntó si quería otra taza de café y yo dije que sí. Eché un vistazo a mi alrededor en el restaurante repleto. Si la gente nos estaba mirando, supondría que éramos una familia como tantas otras, que había ido al centro de compras. No sabía por qué esa idea me proporcionó cierto placer. Nadie sabría que yo no era la mujer de aquel hombre y la madre del niño.

Me di cuenta de que bajo la mesa había una bolsa de WH Smith.

—¿Qué discos se ha comprado?

—Jimi Hendrix, los Tremeloes,
P
i
per at the Gates of Dawn,
de Pink Floyd. —Cogió la bolsa y me enseñó las fundas.

—Me encantan todos —dije feliz—. Tengo el último disco de Simon y Garfunkel,
Puente sobre aguas turbulentas.
Lo pongo todo el tiempo.

—Me quedé un poco atrasado en mi colección de discos en Uganda —puso la bolsa en un sitio más seguro—. Pero le diré una cosa: estaba en el auditorio de Litherland una noche en 1961 y vi a cuatro tipos mugrientos tocar una música que no había oído nunca antes, resultaron ser los Beatles.

—¡Yo también estaba allí! —grité—. ¡Sólo tenía quince años!

—¡Y yo dieciocho!

—¿Dónde estaba sentado?

—Delante. Yo era amigo de uno que era amigo de Ringo Starr.

—Mi amiga y yo estábamos al fondo —reí—. No éramos amigas de nadie.

—Vaya, pues menuda coincidencia —se maravilló—. Los dos en el mismo sitio hace diez años nada menos. —De pronto pareció mucho más joven. Sólo tenía veintiocho años, no treinta y pocos, como había pensado.

—Papá pone música todo el tiempo —comentó Gary con solemnidad—. Bess se queja porque siempre está usando su tocadiscos. Le gusta... —frunció el ceño—. ¿Qué clase de música le gusta a la tía Bess, papá?

—Country y folk, hijo —le informó su padre. Se volvió hacia mí y exclamó horrorizado—: ¡Su cantante favorita es Connie Francis!

—¡Santo cielo! —dije comprensiva—. ¿Cómo puede preferir alguien el country al rock'n'roll?

—No se puede creer —murmuró Rob, asintiendo.

—¿Qué música le gusta a tu mamá, Gary? —pregunté.

—Mi mamá está muerta —contestó él sencillamente—. Se ahogó en España.

Me llevé las manos a las mejillas ardientes. Habría deseado con todas mis fuerzas que la tierra se abriera y me tragara.

—Lo siento. Nunca pensé... es decir, creí que la señora que lleva a Gary a la escuela era su madre.

—No, es Bess, mi hermana. ¡Oh!, mire, aquí está su café. —Cogió la taza de la bandeja de la camarera y me la puso delante. Bebí un sorbo y me abrasé la lengua—. No se avergüence —agregó—. ¿Cómo iba a saberlo? Ocurrió hace tres años. Gary y yo hablamos de su madre abiertamente.

—Tenía los ojos verdes —comentó Gary—. Como yo.

—¿De verdad? —dije con voz trémula.

—Y el pelo castaño. Era rizado como el mío, sólo que el mío no es castaño. El mío es del mismo color que el de papá.

—Suena como si fuera muy guapa.

—Era guapísima. Tenemos fotos de ella en casa, ¿verdad, papá?

—Sí, Gary. —Alborotó los rizos rubios de su hijo. Se miraron mutuamente con una mirada que parecía decir: «Estamos juntos en esto». Compartían un lazo que no siempre existía entre padre e hijo.

—Tengo que irme. —Apuré el resto del café. Seguía estando demasiado caliente y me quemó la lengua de nuevo. Había estado a punto de ofrecerme a acompañarlos a las tiendas para cambiar la ropa por otra más adecuada. Realmente me gustaba Rob Finnegan; me había permitido a mí misma que me gustara. Me había hecho ilusión descubrir que compartíamos los mismos gustos musicales y que ambos habíamos estado en el primer concierto de los Beatles. Pero era porque había pensado que estaba casado y, por tanto, no estaba disponible. Me mantenía estrictamente fuera del alcance de hombres solteros, disponibles y atractivos porque me asustaba enamorarme de alguno y acabar casándome, cosa que era muy peligrosa.

¿No?

No lo sabía. Yo no sabía nada.

—Ha llamado Cathy Burns —dijo Charles cuando llegué a casa—. La he invitado a cenar a casa esta noche. Espero que no te importe. ¿Te resultará raro cenar con la directora de la escuela donde trabajas?

—En absoluto —le aseguré.

—A Marion no le hace mucha gracia. Cree que querrá hablar todo el tiempo de tu madre... y que me llamará Charlie —sonrió—. Últimamente queda poca gente que me llame Charlie.

Estuve de acuerdo en que la señorita Burns seguramente querría hablar de mi madre.

—Está desesperada por saber dónde está.

—¿Y quién no? —dijo Charles secamente—. Yo sigo esperando que aparezca cuando quiera. Voy a bañarme. Acabo de cortar el césped por primera vez este año y estoy hecho polvo. Marion está en la peluquería; volverá dentro de media hora más o menos. —Marion iba a la peluquería cada sábado por la tarde sin falta.

Charles subió y yo salí al jardín a ver el césped. Parecía intensamente verde y tenía el encantador olor tan característico de la hierba recién cortada. Olisqueé apreciativamente. Me alegró pensar que pronto todo estaría en flor y que habría un montón de aromas maravillosos. El jardín era obra de Charles. El tupido seto de aligustre y los abultados arbustos habían brotado de esquejes y las flores de semillas. Era su orgullo y su alegría.

Había comprado la casa en 1939, cuando era raro que una persona de clase trabajadora tuviera casa en propiedad. Era un adosado de ladrillo rojo con tres buenos dormitorios, dos salas, un
office
y un garaje que se había añadido al cabo de los años.

Charles decía que había sido sorprendentemente barata —«costó menos de cuatro cifras», solía presumir—, y ahora valía entre cinco y seis mil libras. Marion y él a menudo miraban las casas a la venta en el
Liverpool Echo
para comparar los precios, aunque no tenían ninguna intención de mudarse. Incluso iban a ver casas. Parecía ser una especie de afición. Los muebles eran caros: madera sólida comprada para durar toda la vida. Nunca comprarían otra cosa, por mucho que los estilos cambiaran.

Marion volvió a casa con el pelo de un negro intenso y bien peinado. Pidió ver la ropa que me había comprado. Siempre montaba un gran número admirando el estilo, tocando las telas, comentando que el vestido, o lo que fuera, parecía de muy buena calidad. No sé si se interesaba de verdad, o simplemente hacía lo que se supone que hacen las madres. A mi tía no le interesaban las joyas ni la ropa y sólo poseía la alianza y unos minúsculos pendientes de perlas que Charles le había dado como regalo de bodas: los llevaba siempre. Tenía dos trajes elegantes y un puñado de vestidos lisos, faldas y camisas, todo en colores oscuros. Nunca en su vida había llevado pantalones y se negaba a que Charles tuviera vaqueros. «No me he casado con un vaquero», decía.

Íbamos a cenar en el Lonely Bell, un
pub
en Formby no muy lejos de la playa. Aunque aún era pronto, Catherine Burns ya estaba en el piso de arriba cuando llegamos. Llevaba un traje pantalón de terciopelo azul noche con una blusa blanca de encaje debajo y un toque de maquillaje para variar. Parecía muy
glamourosa
y considerablemente más joven.

Marion protestó.

—¡Ay, Señor! —susurró—. ¡Está fumando! Sabes que no soporto el humo de los cigarrillos, Charles.

—No es culpa mía que esté fumando —susurró Charles a su vez.

—No deberías haberla invitado.

—Olvidé completamente que fumaba.

Por fortuna, la señorita Burns apagó el cigarrillo cuando nos vio llegar. Se puso de pie y besó a Marion y después a Charles.

—¡Oh, ven aquí, Pearl! —Me besó en la mejilla—. Eres la hija de mi mejor amiga en el mundo —dijo emocionada. Le olía el aliento a alcohol.

—No sirve de mucho tener una buena amiga que se pasa veinte años en la cárcel —soltó Marion mientras se sentaba. Su costumbre de decir lo que pensaba podía ser embarazosa a veces—. Es peor aún cuando a la amiga la ponen en libertad y desaparece de la faz de la tierra. ¡Menuda amiga!

—La amistad, como la generosidad, cubre un gran número de pecados —contestó la señorita Burns. Parecía más divertida que molesta.

Marion abrió la boca para decir algo más, pero cambió de idea y cerró la boca de golpe. Supuse que Charles le habría propinado una patada por debajo de la mesa.

—¿Cuándo nos vimos por última vez? —se preguntó la señorita Burns en voz alta.

—Cuando mandaron a Amy a Holloway —respondió Charles—, rú y yo fuimos a verla al mismo tiempo. Creo que fue hace unos tres años.

—Tienes razón. Y la última vez que te vi, Marion, fue en el veinticinco cumpleaños de Pearl. Deberíamos vernos más a menudo.

—Vamos, vamos —dijo Charles. Apretó los dientes; estaba segura de que Marion le había devuelto la patada. Esperaba que la velada no transcurriera con la señorita Burns y Marion lanzándose dardos envenenados la una a la otra, y Marion y Charles propinándose patadas como locos. Charles pidió una botella de vino tinto y otra de blanco y fue rellenando las copas sin preguntar. Cuando terminamos de cenar, todo era dulzura y luminosidad.

4.- Amy

Septiembre, 1939

Desde que empezaron a trabajar, Amy y Cathy se gastaban todo su dinero extra en el cine. Se sentaban en primera fila, donde los asientos costaban sólo un penique. Sabían que no todas las chicas llevaban la misma clase de vida que ellas, tenían el mismo tipo de trabajo o vivían en un lugar como Bootle. Las películas americanas, por ejemplo, mostraban a jóvenes que protagonizaban espectáculos en Broadway, y cuando no eran actrices de teatro, eran estrellas de cine, periodistas, modelos o estaban casadas con hombres riquísimos y vivían en casas muy elegantes.

En el fondo, Amy sabía que su futuro no le ofrecería esas mismas oportunidades. Lo mejor que podía esperar era un marido al que quisiera y una casa ligeramente mejor que aquella en la que había nacido y crecido. Por supuesto, habría niños: Amy quería tener cuatro y Cathy decía que sólo dos. Ambas estaban bastante satisfechas con esa visión del futuro que les aguardaba.

Pero desde el día en que Amy conoció a Barney Patterson en el muelle de Southport, la vida que siempre había tenido se convirtió en algo que iba mucho más allá de sus sueños más locos. No sabía que era posible ser tan sincera y plenamente feliz como lo era con Barney. Dormía con él; estaba con él casi cada minuto de cada día.

Había dejado su trabajo en la cantina y Barney confiaba en que la guerra empezara antes de alistarse en el Ejército; el de Tierra, la Armada o las Fuerzas Aéreas, le daba igual. Con sus veintiún años, pronto lo llamarían a filas y puede que no tuviese que presentarse voluntario. Amy esperaba que cayera una carta sobre el felpudo de un momento a otro. Pero hasta entonces, su tiempo era de ellos y podían hacer lo que quisieran. Ella rezaba mañana, tarde y noche para que ocurriera un milagro que evitara el comienzo de la guerra, pero Barney decía que era demasiado tarde.

—Las cosas han ido demasiado lejos —le aseguró. Habían llegado las máscaras de gas; había una bomba de pedal en el pasillo; el sótano se usaría como refugio antiaéreo; había que comprar material oscurecedor para hacer cortinas y pegar cinta a las ventanas para evitar que los cristales se resquebrajaran si una bomba caía cerca.

¡Una bomba! Si se hubiera permitido pararse a pensar en semejantes horrores, Amy estaba convencida de que se habría vuelto loca. De momento, conseguía ignorar todo lo que estaba pasando fuera del pisito en el que vivían ella y Barney.

El piso era el último de un edificio de cuatro plantas que daba a Newsham Park. Tenía un gran salón con una ventana en cada extremo, un dormitorio de tamaño mediano, una pequeña cocina y un cuarto de baño. Era estupendo no tener que ir al patio a usar el retrete, y tener una cocina con cuatro fuegos de gas y un horno, en lugar de una cocina económica que tanto se tardaba en limpiar y abrillantar.

Por las mañanas el sol entraba directamente en su dormitorio, despertándolos con su luz y su calor. Por las tardes se ponía frente a la ventana del salón, de modo que podían observar cómo el cielo cambiaba de color a medida que el sol desaparecía lentamente detrás de las casas vecinas. Los techos estaban tan en pendiente en algunas zonas que a veces Barney se golpeaba la cabeza. No se le había curado el último moretón y ya se estaba golpeando de nuevo.

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