Una madre y una hija separadas por el destino. Algunos secretos deben mantenerse ocultos, a cualquier precio.
En 1939 la bella Amy Curran solo tiene dieciocho años cuando conoce en el muelle de Southport a Barney Patterson, el gran amor de su vida. A pesar de pertenecer a clases sociales diferentes, los dos jovenes se casan poco después, esperando una vida llena de amor y felicidad. Pero al inicio de la Segunda Guerra Mundial, Barney se alista como voluntario en el Ejército y se pasa cinco largos años en el frente, donde lo internan en un campo de prisioneros. A su regreso, en 1945, Barney ha cambiado por completo: se ha convertido en un hombre introvertido, celoso y violento. Una noche, tras una acalorada disputa, muere apuñalado y Amy es condenada a cadena perpetua.
En 1971 Amy es puesta en libertad tras veinte años de carcel, y se encuentra con un mundo que ya no es el suyo, y con su hija, Pearl, una mujer independiente a la que apenas conoce. La gran pregunta que ahora se plantea es si sera capaz de volver a amar a su madre despues de lo que hizo. El reencuentro entre las dos mujeres cambiará para siempre las vidas de Amy y Pearl, quienes descubrirán no sólo el significado del perdon, sino tambien el poder del amor verdadero.
Maureen Lee
nació bajo los bombardeos alemanes en plena Segunda Guerra Mundial, cerca de Liverpool. Un nacimiento muy novelesco para una carrera que empezó tarde, pero que ha cosechado un enorme éxito. Al situar la mayor parte de sus relatos en su Liverpool natal, ha creado un vínculo muy fuerte con las lectoras de su país gracias a su capacidad para crear grandes historias familiares centradas en personas comunes. Galardonada con numerosos premios literarios, es una de las autoras más apreciadas por las lectoras de sagas familiares. El éxito de «Las chicas de septiembre» y de «Bailando en la oscuridad», también publicadas en España, demuestra que su calidad como narradora también está conquistando a sus lectores de nuestro país.
Maureen Lee
Un secreto bien guardado
Una madre y una hija separadas por el destino
ePUB v1.0
Dirdam19.02.12
Título: Un secreto bien guardado
Título original: Mother of Pearl
Autora: Maureen Lee
Traducción: Mónica Rubio
Imagen de cubierta: Lambert/Getty Images
Diseño de cubierta: Romi Sanmartí
Editorial: Maeva
Fecha de publicación: junio 2011
ISBN: 9788415120285
Para Richard
Sólo por estar aquí
Una vez más, el fascinante libro de Norman Longmate
How We Lived Then
ha resultado ser valiosísimo para la escritura de este libro, y la escrupulosa investigación de Phil Thompson en su libro
The Cavern, The Best of Cellars
es una herramienta imprescindible para todos aquellos que estén interesados en la historia reciente de Liverpool.
Abril, 1971
Hilda Dooley leía en voz alta el
Daily Mirror.
—Veo que van a soltar a esa mujer de Liverpool —anunció.
Hubo una larga pausa.
—¿Qué mujer? —preguntó Audrey Steele cuando parecía que nadie iba a decir nada. Audrey era la mayor y la más amable de las profesoras presentes. Y Hilda no le gustaba a nadie.
—Esa tal Amy Patterson. Asesinó a su marido. Lo apuñaló en el corazón, pobre tipo. Ocurrió en 1950. —Hilda exhaló un suspiro de desaprobación—. Antes de casarse, vivía en la calle junto a la nuestra, en Bootle.
—¿De verdad? —Esta vez varias cabezas se alzaron interesadas—. ¿Y dónde?
—En Agate Street. Está junto a Marsh Lane. Yo vivía en Garnet Street, y aún vivo allí —Hilda frunció los labios como si no estuviera precisamente orgullosa de ello—. Tenía unos doce años más que yo. Yo la veía en misa. No recuerdo su nombre de soltera, pero su marido era Barney Patterson. Tenían una hija, que contaba unos cinco años por entonces. No sé qué fue de ella.
—¿Cómo era? La madre, quiero decir.
—Guapa —contestó pensativa. Hilda, una mujer corriente de treinta y tantos años, con dientes de conejo y pelo escaso, no se había casado y vivía con su madre viuda—. Guapísima —le cambió la voz, se endureció—. Personalmente creo que la deberían haber colgado del cuello hasta morir.
—¿Te refieres a que el Estado debería haberla asesinado? —dijo Louisa Sutton, que era miembro de la Campaña por el Desarme Nuclear y la Amnistía. Siempre se podía confiar en que Louisa defendería la causa liberal.
Aferré mi taza de café con las dos manos, miré por la ventana e hice como que no estaba escuchando, aunque era imposible ignorar la voz penetrante de Hilda. A Barney Patterson no le habían apuñalado en el corazón, sino en la barriga. Lo habían dicho en los periódicos.
Me pregunté cómo habría reaccionado Hilda si hubiera sabido que la hija de Amy Patterson estaba sentada a pocos metros de ella. A los cinco años apenas me di cuenta de que la gente empezó a llamarme por el nombre de soltera de mi madre, Curran, en lugar de Patterson. Y ahora mi madre estaba a punto de salir de la cárcel. El corazón me dio un vuelco al oír la noticia.
—Si aprietas más esa taza, Pearl, la romperás —comentó Nan Winters, que estaba sentada junto a mí—. Me alegro de que no sea mi cuello.
Conseguí sonreír, aflojé la mano alrededor de la taza y traté de pensar en algo gracioso que contestar, pero no pude. Un día normal, a esa hora, las nueve menos veinte, el personal debería estar en sus clases esperando a que la campana sonara y empezara la jornada escolar, no cotilleando en la sala de profesores. Pero ese día llovía demasiado para que los alumnos jugaran fuera, así que los auxiliares de recreo los estaban cuidando en el interior.
Había llovido toda la semana y el tiempo estaba deprimiendo a todo el mundo, sobre todo a los niños. Estaban muy inquietos, todo el día encerrados. Muy pronto, la Escuela Infantil Católica Romana de St Kernigern en Seaforth estaría ocupada por más de doscientos cincuenta jovencitos pletóricos de energía. Todas las ventanas se llenarían de vaho y los suelos se mojarían y se volverían resbaladizos. Los zapatos sonarían mucho, las faldas gotearían y las bolsas de tela barata se empaparían, estropeando los deberes.
Todo era muy deprimente. Las profesoras se resistían a abandonar la confortable sala hasta el último minuto. Pero era viernes, un viernes muy especial. A las tres y cuarto darían comienzo las vacaciones de Pascua. Visualicé el tiempo, que cambiaría drásticamente de la noche a la mañana: el cielo se volvería azul, el sol brillaría y brotarían narcisos por todas partes. Ese pensamiento me habría alegrado considerablemente si no hubiera sido por las preocupantes noticias que Hilda acababa de leer en voz alta.
Observé cómo los niños entraban corriendo por la puerta, dejando atrás la verja y se dirigían al edificio de la escuela. Sólo unos pocos, niñas sobre todo, hicieron algún intento de esquivar los numerosos charcos, que durante la semana habían ido creciendo cada vez más. Los vestuarios serían un infierno cuando colgaran los abrigos mojados y cambiaran las botas de goma por zapatos. La verdad es que debería estar allí ayudando a los más pequeños.
Gary Finnegan entró de la mano de su madre. Había empezado el colegio en febrero. Llevaba un anorak rojo brillante y botas del mismo color. Los demás niños se burlaban de que, a diferencia de las demás madres que dejaban a sus hijos en la verja, la de Gary lo acompañaba hasta dentro y le daba un beso de despedida delante de la puerta de la clase. No lograba acostumbrarme a lo crueles que pueden ser los niños de cinco años. Empecé a reunir mi material. La primera lección del día era lectura.
Se había entablado una acalorada discusión entre Hilda y Louisa sobre los pros y los contras de la pena capital. Nadie más quiso participar. Había seis profesoras presentes incluyéndome a mí. Todas eran mujeres. El único hombre, Brian Blundy, no había llegado todavía o estaba en otra parte del edificio.
—Amy Patterson está a punto de salir de la cárcel —rabiaba Hilda—. Aquí dice que sólo tiene cuarenta y nueve años. Aún le quedan unos cuantos años por delante. Tiene una hija en alguna parte, pero su pobre marido está muerto. No me parece justo.
—Ha pasado veinte años entre rejas —dijo Louisa tranquilamente. Sabía de lo que estaba hablando. Hilda sólo fanfarroneaba—. Supongo que ha pagado por su crimen. En cualquier caso, este país abolió la pena de muerte en 1965. El Gobierno debió haberse dado cuenta de que era una barbaridad.
Hilda parecía malhumorada. Torció el labio mientras buscaba una respuesta. El teléfono de la sala de profesores sonó y ella alargó la mano para cogerlo. Era una manera de librarse de una discusión que estaba perdiendo. Unos segundos después dejó el auricular y me dijo:
—La señorita Burns quiere verte en su despacho, Pearl.
—¿Ahora?
—Ahora —confirmó Hilda. Cogió una pila de libros y abandonó la habitación. Las demás mujeres se fueron también.
Fui hasta el despacho de la directora en la parte trasera del edificio y llamé a la puerta.
—¡Adelante! —exclamó la señorita Burns.
Suspiré y entré. Sabía por qué quería verme.
—Buenos días, Pearl. Siéntate, querida. —Catherine Burns dejó la pluma y cogió una cajetilla de Marlboro. Sacó un cigarrillo, se lo puso en la boca y lo encendió con un mechero plateado. Le temblaban ligeramente las manos. Otro periódico,
The Guardian,
estaba abierto sobre su escritorio—. Supongo que adivinas por qué te he llamado.
—Sólo puede ser por mi madre. Hilda Dooley estaba hablando de ello en la sala de profesores. Al parecer la noticia está en el
Daily Mirror.
No sabía que la iban a soltar.
—Ni yo. ¿Lo sabe Charlie?
—Lo habría mencionado si lo supiera. Me pregunto si vendrá a vivir con nosotros. Tengo la impresión de que Marion y mi madre no se llevaban bien.
—No se llevaban bien —la señorita Burns negó con la cabeza—. No sería justo para Charlie tener a su hermana y a su mujer bajo el mismo techo. Amy sabe que siempre puede venir a vivir conmigo. Tu madre y yo hemos sido amigas desde que empezamos a ir al colegio a los cinco años. —Apagó el cigarrillo a medio fumar y encendió otro—. Estoy fumando uno tras otro —dijo, disculpándose—. La noticia me ha trastornado, pero no sé por qué. Estoy contenta de que vayan a soltar a Amy. Supongo que esto me ha recordado el horror de aquel momento: el asesinato, el proceso, la sentencia a cadena perpetua.
—Hilda Dooley opina que la deberían haber ahorcado. ¿Sabías que vive en Carnet Street? Conocía a mi madre antes de que se casara.
La señorita Burns pareció sorprendida.
—No, no lo sabía. Mi propia familia vivía no muy lejos —soltó una risita—. Esperemos que Hilda no sume dos y dos. Los Burns no eran precisamente ciudadanos modélicos por entonces. —Costaba creerlo. Catherine Burns, con su elegante traje azul y su recatada blusa, con su pelo castaño grisáceo de corte sencillo y su cara agradable, desprovista de maquillaje, daba una impresión de aburrida respetabilidad, aunque su manera de fumar chocaba un poco con su imagen.
—¿Qué piensas de todo esto, Pearl? —preguntó—. La noticia debe de haberte impresionado un poco.