Un talento para la guerra (41 page)

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Authors: Jack McDevitt

BOOK: Un talento para la guerra
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—Treinta segundos para descender, Alex.

—Bien. —Clavé la vista en el panel de instrumentos.

—Llegarás al atardecer-informó Chase—. Vas a tener tres horas de luz antes de que anochezca.

—Bien.

—No salgas de la cápsula por la noche. No conoces el lugar. Es mejor que te mantengas en vuelo. Lejos de las zonas oscuras.

—Sí, mamá.

—Y… ¿Alex?

—¿Sí?

—Haz lo que has dicho. Mantén encendidas las cámaras. Estaré contigo.

—Bueno.

La cápsula tembló al activarse los magnetos. Después, caí a través de las nubes.

Llovía sobre el océano. La cápsula descendió en medio de una neblina gris y se niveló a varios miles de metros. Dobló hacia el sudoeste, según el curso preestablecido, que quedaría paralelo a la dirección del
Corsario.
Había miles de islas desparramadas en el océano: en realidad, no había modo de buscar en todas. No obstante, el
Corsario
se había quedado en órbita.

Estaba seguro ahora de que había habido una conspiración. No estaban claras su forma y extensión, pero no tenía dudas de quién había sido la víctima principal. Pero ¿por qué abandonar la nave? ¿Para torturarlo tal vez? ¿O como signo de que volverían a buscarlo? Cualquiera que fuera la posibilidad, los conspiradores, con un planeta entero para elegir, lo habrían dejado en su ruta, cerca de su órbita.

Encerrado en el interior de la cabina, me sentía abrigado y seguro. La lluvia caía en pesadas gotas sobre el plexiglás.

—¿Chase?

—Aquí estoy.

—Hay muchas islas.

—Las veo. ¿Cómo te va?

—El viaje resulta un poco molesto. No sé qué pasará si sopla mucho viento.

—Se supone que la cápsula se mantiene estable. Pero es pequeña. No está preparada para estos recorridos. —Seguía preocupada—. Quizá quieras trazar un plano de búsqueda.

Yo planeaba buscar en un radio de ochocientos kilómetros de ancho, centrado en una línea trazada directamente debajo de la órbita del
Corsario.

—Puede que la zona trazada sea demasiado estrecha.

—Es mucho trabajo.

—Ya lo sé.

—Te vas a quedar sin comida mucho antes de haber terminado de recorrer las islas. Y tendrás suerte si no tienes que atravesar el continente.

—Eso no me importaría —dije—. Hace mucho frío allí. —Eso le debió parecer un comentario críptico, pero no me presionó.

El primer grupo de islas estaba muy adelante. Parecían yermas, llenas de arena y piedra con peñascos y árboles agrestes.

Seguí volando.

Hacia el crepúsculo, la tormenta había pasado. El cielo se puso de color púrpura y el mar se volvió transparente y luminoso. Un conjunto de criaturas grandes de cuerpo negro se deslizaban por la superficie, mientras cúmulos atravesados por la luz del sol cubrían el horizonte del oeste.

El océano estaba salpicado de formaciones rocosas, arrecifes, colmas, isletas. Los grupos de islas tenían varios kilómetros de longitud. Había además solitarios fragmentos de roca en la superficie.

—Si supiera lo que buscas, tal vez podría ayudarte —comentó Chase, exasperada.

—A Sim y los Siete —respondí—. Buscamos a Christopher Sim y los Siete.

No veía aves por ninguna parte, pero los cielos estaban llenos de flotadores. Eran mucho más grandes que sus primos de Rimway y de La Pecera y, por cierto, más que los de cualquier otro sitio. Esos globos vivientes, cuyas variedades habitan en muchos de los mundos, se dejan llevar por las corrientes de aire. Se elevan y mueven sincronizadamente y hacen torbellinos como globos frente a una ráfaga repentina. Todos los flotadores de los que había oído hablar eran animales. Estos parecían diferentes. Después me di cuenta de que mis hipótesis no eran incorrectas. Sus sacos de gas eran verdes y tenían apariencia vegetal. Los más grandes tendían a moverse menos. Algunos flotaban en largas hileras y los más sedentarios flotaban en la superficie. No parecían tener ojos ni ningún otro rasgo animal. Sospeché que aquel era uno de esos ecosistemas que producían animados, especies que no tienen la clara diferenciación entre animal y planta que caracteriza a la mayoría de los mundos vivientes.

Algunos se aproximaron a la cápsula, pero no podían mantener la altura. Aunque sentía curiosidad, decidí no descender. Me mantuve en movimiento. Al día siguiente se vería.

Pasé sobre un grupo de islas desiertas mientras terminaba de caer el sol. Se alineaban simétricamente a izquierda y a derecha, alternándose.
Huellas del Creador
, había dicho Wally Candles de un archipiélago semejante en Khaja Luan. Debo decir que para ese entonces ya me había hecho un experto en Candles. Candles y Sim: ¿qué sabía el poeta?

Nuestros hijos enfrentarán nuevamente la furia silenciosa

y lo harán sin el Guerrero,

que camina bajo las estrellas

en la lejana Belmincour.

Sí pensé:
Belmincour. Sí.

Crucé el hemisferio sur al atardecer del día siguiente y me aproximé a una isla en forma de cuña, dominada por un enorme volcán. Era un lugar de naturaleza exuberante: arbustos de color verde y púrpura, flores blancas, verdes enredaderas que colgaban de las rocas. El cielo se reflejaba en lagunas plácidas, y había un puerto natural y una cascada. Me dije que era un sitio idílico mientras aterrizaba en una playa angosta entre la selva y el mar.

Salí de la cápsula, preparé la cena en el fuego y miré pasar al
Corsario
como una estrella sin brillo en el cielo que se oscurecía. Esa noche comí carne y tomé cerveza. Traté de imaginarme cómo me sentiría si la cápsula cuyas luces brillaban a unos pocos metros se fuera. Y si Chase se fuera.

Me quité las botas y me puse a caminar por la orilla del mar. La marea sorbía la arena debajo de mis pies. El océano estaba oscuro. El aislamiento de ese mundo se me volvía tangible. Activé el intercomunicador.

—¿Chase?

—Aquí estoy.

—Puedo ver el
Corsario.

—Alex, ¿has pensado lo que vas a hacer con esto?

—¿Te refieres a la nave? No estoy seguro. Creo que la llevaremos a casa.

—¿Cómo? No tiene armstrongs.

—Debe de haber alguna manera de arreglar ese tema. Llegó aquí. Escucha, deberías ver esta playa.

—¡Estás fuera de la cápsula! —me dijo acusadoramente.

—Lamento que no estés aquí.

—Alex, ¡tengo que vigilarte todo el tiempo! ¿Tienes algo ahí para defenderte? No vi que cogieras ningún arma.

—No te preocupes. No hay animales grandes. Nada que pueda ser peligroso. A propósito, si miras al cielo un poco al norte, verás algo interesante.

Escuché los movimientos por el intercomunicador y luego su aliento cortado. La Rueda de Wally Candles. El conjunto de estrellas parecía horadar los cielos: un halo de luz que dominaba la noche, algo de sobrenatural belleza.

Volví a la cápsula a buscar dos mantas.

—¿Qué vas a hacer, Alex?

—Voy a dormir en la playa.

—Alex, no lo hagas.

—Chase, la cabina me ahoga y aquí la noche es hermosa.

Así era. El oleaje me hipnotizaba y el aire tenía gusto a sal.

—Alex, en realidad no conoces el lugar. Podrían comerte durante la noche.

Me reí del modo en que lo hace la gente cuando quiere sugerirle a alguien que es un alarmista, e hice una reverencia frente a una de las cámaras. Sin embargo, logró preocuparme; me habría vuelto a la cabina de haber podido hacerlo sin quedar mal.

Miré con cierta desconfianza la selva, que no estaba muy lejos, y estiré una de las mantas sobre la arena en un lugar bastante cercano a la cápsula.

—Buenas noches, Chase.

—Buenas noches, Alex.

Por la mañana exploré la isla durante una hora, pero no encontré nada. Disgustado, sobrevolé una buena porción del océano. A media mañana un chaparrón me obligó a elevarme un poco para eludirlo. El tiempo estuvo inestable durante todo el día. Inspeccioné otros lugares, unas veces con sol, otras con lluvia. Vi miles de flotadores que se refugiaban de las tormentas bajo los árboles cercanos a los acantilados.

Mis instrumentos eran más efectivos en recorridos bajos, de modo que me mantuve a cincuenta metros de la superficie. Chase me urgía a elevarme, argumentando que la cápsula podía verse afectada por los fuertes vientos y que una ráfaga intensa podría arrojarme al océano.

Hasta la tercera tarde había recorrido unas veinte islas. Nada prometedor. Me iba a aproximar a otra, grande y parecida a un volcán, cuando algo extraño me hizo observar con atención. No estaba seguro de qué se trataba, aunque guardaba relación con una nube de flotadores que se desplazaban sin rumbo por encima de la superficie, a medio kilómetro hacia el norte de la isla.

Puse el control en manual y aumenté la velocidad.

—¿Qué pasa?

—Nada, Chase.

—Estás perdiendo altura.

—Ya lo sé. Estoy mirando los flotadores. —Varios reaccionaron de un modo que me sugirió que se percataban de mi presencia, igual que el día anterior. Pero debieron de pensar que no había peligro.

No hacía viento. El océano permanecía en calma.

Persistía la idea de que había algo raro en el conjunto: mar, cielo, animados.

Apareció una gran ola.

Venía del lado de los flotadores; se aproximaba, verde y blanca, con la cresta alzada. Rodó sobre el mar silencioso.

La isla era larga y estrecha, con una costa de rocas altas en el este, que descendía para terminar en un bosque verde y una costa amplia del lado opuesto. Junto a los árboles se veían tranquilas lagunas.

—El tipo de lugar que me gusta —murmuró Chase, no sin irritación.

Descendí en medio del aire fresco de la tarde y me asenté en la arena al lado del agua. El sol, hacia el horizonte, estaba casi violeta. Abrí la capota, salí y me dejé caer a tierra.

Miré ese océano que nunca había sido surcado por barco alguno.

Era un día hermoso de verano, cálido, encantador, con solo el frío justo en el aire salado.

Aquí. Si algún lugar de este mundo era apropiado para conspirar, tenía que ser este.

Pero yo sabía que no era así. Los controles habían demostrado que no había evidencia de que este lugar hubiera sido habitado con anterioridad.

Nadie había puesto los pies en esta playa.

Más allá de las rompientes, los flotadores planeaban en el aire.

Otra vez la ola. Era rara. Tenía una superficie demasiado simétrica, como diseñada. Era tal vez demasiado rápida. De hecho, aceleraba.

Curioso.

Caminé a lo largo de la costa. Un par de caracoles, uno casi tan grande como la cápsula, descansaban sobre un banco de arena. Una pequeña criatura con un montón de patas se percató de mi presencia y se escondió en la arena. Pero dejó su cola al descubierto. Y algo más: un chispazo de luz brilló un instante en el agua y se fue.

Algunos de los flotadores se volvieron hacia la ola, que se disipó. Estaban nerviosos. Muchos se elevaron todo lo que pudieron; otros, más pequeños, de colores más brillantes, quizá más jóvenes, se agruparon y tomaron altura en el cielo de la tarde.

Los contemplé fascinado.

No pasó nada.

Uno por uno los flotadores volvieron hacia la superficie hasta que casi toda la bandada estuvo de nuevo a nivel del agua. Pensé que se alimentaban de algo equivalente al plancton.

El océano seguía en calma.

Pero yo sentía que seguían inquietos.

Estaba por regresar a la cápsula cuando volvió la ola. Mucho más cerca.

Me arrepentí de no tener los prismáticos a mano. Estaban en la parte trasera del asiento; no quería perder tiempo en ir a buscarlos hasta el aparato, que estaba a unos doscientos metros de la costa.

La ola se dirigía directamente a los flotadores, aproximándose en un curso más o menos paralelo a la línea de la costa. De nuevo me pareció que ganaba velocidad y que se hacía más y más grande. Una línea delgada de espuma se iba formando en la cresta.

Me pregunté qué clase de órganos sensoriales tendrían los flotadores. No tenían nada parecido a ojos, pero se movían con nerviosismo en hileras, como atraídos por el agua.

La ola se abalanzó sobre ellos.

Hubo un chillido inesperado, una especie de silbido en el límite de lo audible. Los flotadores se levantaron hacia el cielo simultáneamente, como pájaros asustados. Por lo visto, eran capaces de bombear aire a través de la bolsa de gas central y lo estaban haciendo con mucha energía, tratando de ganar altura, con mayor dificultad los más grandes, que resultaban más lentos.

Con todo, la colonia entera logró estar bien arriba cuando pasó la ola. ¿Por qué había pánico en ese grito conjunto?

La ola adquirió una forma angular y afilada como si se estuviera solidificando. Y pasó sin hacerles daño, bajo la bandada de flotadores, según me pareció.

Pero algunas de las criaturas fueron violentamente arrojadas hacia la superficie y comenzaron a agitarse y a moverse, perturbadas. Dos se enredaron en sus propios cilios. La ola volvió a cambiar de dirección. Hacia la playa. Hacia donde yo estaba.

—¡Alex! ¿Qué está pasando? —preguntó Chase.

—La hora de alimentarse —respondí—. Hay algo raro en el agua.

—¿Qué es? No lo veo bien.

Me hacía una pregunta tras otra, mientras la pared de agua crecía y se hacía cada vez más alta. Era tan larga como la playa; para recorrerla habría necesitado más de quince minutos.

Salí corriendo en dirección a la cápsula, que parecía estar a una distancia infinita. La arena resultaba pesada. Yo tenía la vista fija en el aparato y oía a mis espaldas el rugido de la ola amenazante. Perdí el equilibrio y me caí; me levanté y seguí, arrastrando dos piernas tiesas, como de madera.

Chase se había quedado en silencio. Estaría mirando por los vídeos. Eso me hacía pensar, como si todo transcurriera a cámara lenta, que mi carrera desesperada por la playa demostraba un nivel de terror del que me avergonzaría más adelante. Si es que había un más adelante. Sentí su aliento contenido, lo que me angustió más todavía.

Repasé lo que debería hacer para elevarme enseguida. Abrir la capota. Dios mío, ¿la había cerrado? ¡Sí! Ahí estaba, gris, brillante y cerrada. Activar los magnetos. Energizar los sistemas internos. Presionar el elevador.

Podía activarlos desde donde me hallaba murmurando la instrucción en el intercomunicador, pero tenía que tener calma, respirar normalmente. Eso me haría perder tiempo, ya que mi cuerpo se movía solo. No podía detenerlo.

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