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Authors: Jack McDevitt

Un talento para la guerra (19 page)

BOOK: Un talento para la guerra
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El alienígena usaba una prenda alargada con un cinturón y un casquete. Su cara, muy desarmónica respecto de la humana (particularmente los ojos grandes y rasgados y los caninos largos que siempre afean la sonrisa), mostraba preocupación.

Había cierta ferocidad serena en esos ojos. Me libré de ellos y traté de recuperar la lucidez. Parecía joven y tenía cierto aspecto exótico que le quedaba bien.

—Le agradezco mucho que me haya querido recibir.

Se inclinó y sentí que todos los secretos de mi vida salían a la luz.
¡Es un telépata!
Pensé que podría controlar la situación, preguntarle algunas cosas e irme. Aunque no había ninguna expresión en su cara, sabía que estaba leyendo todo.

¿Qué podía ver?

Los hermosos pechos de Quinda Arin.

¡Dios mío! ¿De dónde había salido aquello?

Me precipité a pensar en la expedición a Hrinwhar, el
Corsario
, la magnífica irrupción en la flota ashiyyurense.

No, tampoco estaba bien. Me retorcí.

Vinieron a mi mente otras mujeres. En situaciones comprometidas.

¿Cómo se puede hablar con alguien que lee los pensamientos apenas aparecen?

—Usted insistió tanto… —exclamó juntando las manos bajo la túnica y sin demostrar que se percataba del movimiento mental—. ¿En qué puedo serle útil?

No habría sido correcto decirle que estaba aterrado, aunque yo sabía que algunas personas habían sufrido daños psicológicos a partir de encuentros con el Ashiyyur. El miedo vendría más tarde, cuando estuviera un poco seguro. Por el momento solo me sentía avergonzado y humillado a causa de que nada que yo supiera o conociera era secreto para ese otro, para esos ojos indiferentes que miraban como despistados hacia un punto situado detrás de mí.

—¿Es necesario que hable? —le pregunté—. Usted sabe por qué estoy aquí. —Lo miré buscando una sonrisa, un gesto, un signo físico de que entendía mi incomodidad.

—Lo siento, señor Benedict —me explicó—, pero soy tan incapaz de evitar penetrar su
coelix
como usted de evitar oír una orquesta que tocara en la habitación contigua. Sin embargo, debería alegrarle escuchar que no es fácil interpretar toda la información. —Nunca movía los labios, pero sus ojos mostraban animación, interés, una pizca de compasión—. Trate de ignorar mi capacidad de penetración y hable como lo hace normalmente.

Dios mío, ¿cómo pueden emerger de golpe todos los detalles de una vida?: una traición en el patio de la escuela, el no saber decirle a una mujer que la pasión por ella se ha terminado, la satisfacción que se siente sin saber por qué ante el infortunio de un amigo. Pequeñeces. Lo que se acumula a lo largo del tiempo, lo que se querría cambiar.

—Si le ayuda en algo, comprenda, por favor, que esta experiencia es aún más difícil para mí.

—¿Por qué?

—¿Seguro que quiere saberlo?

Me sorprendió que tuviese un concepto tan pobre acerca de la psicología humana como para hacer la pregunta de ese modo. Yo no estaba del todo seguro; sin embargo, respondí:

—Por supuesto.

—Ustedes han evolucionado sin capacidad telepática. Consecuentemente, sus especies nunca se han visto en la necesidad directa de imponer orden y reprimir las más violentas pasiones. La intensidad de los odios y temores, las oleadas de emoción que pueden irrumpir sin previo aviso en la mente humana, el dominio de los apetitos, todo eso crea incomodidad. —Inclinó suavemente la cabeza y esbozó una sonrisa triste—. Lo siento, pero están muy mediatizados por las condiciones del ambiente.

—S'Kalian, ¿sabe por qué estoy aquí?

Confiado, ahora que no tenía que auxiliarme, S'Kalian se deslizó del escritorio y se dejó caer en un sillón.

—No sé si usted lo sabe.

—Christopher Sim.

—Sí, un gran hombre. Su gente hace bien en reverenciarlo.

—Nuestros registros de la guerra son incompletos y contradictorios. Me gustaría clarificar algunos puntos si fuera posible.

—No soy historiador.

Quinda surgió de nuevo en mi mente. Sus hombros tan suaves a la luz de los candelabros.

Traté de concentrarme en el
Corsario
, en el volumen de Tanner que estaba sobre la mesa.

S'Kalian me miraba atento.

¿Cómo sería el sexo con una hembra ashiyyurense? ¿Qué pasa en la vida sexual cuando las mentes están completamente abiertas?

—Está bien, señor Benedict —dijo S'Kalian—. Esta clase de cosas suceden siempre. No hay por qué sentirse mal. El pensamiento es, por su propia naturaleza, impredecible y, aun entre nosotros, perverso. Usted y yo podemos poner en la mente del otro vividas imágenes con solo mencionarlas.

—¿Es usted un oficial retirado? —le pregunté casi con pánico.

—Gracias —respondió con una ligera inclinación de cabeza—. No. Mi función es ayudar en comunicaciones y actuar como asesor cultural. Estoy entrenado para conversar con los humanos. Pero no soy muy efectivo según parece. —Sonrió de nuevo.

Me pregunté si ese particular gesto sería compartido a lo ancho del universo por todas las especies inteligentes. Al menos por aquellas equipadas físicamente para producirlo.

—¿Podemos hablar de la perspectiva ashiyyurense acerca de algunos aspectos de la guerra?

—Desde luego. Aunque dudo que sepa lo suficiente para ayudarle. Para empezar, nosotros lo denominamos la Incursión.

—¿Importa eso ahora?

—Tal vez no, pero son importantes los conceptos. Hay quien los toma por la realidad misma.

—Antes, cuando mencioné a Christopher Sim, usted lo describió como un gran hombre. ¿El Ashiyyur comparte ese punto de vista?

—Seguro. No hay dudas al respecto. Claro que, si hubiera sido uno de nuestros generales, lo habríamos ejecutado.

—¿Por qué? —pregunté sorprendido.

—Por violar todas las reglas de una conducta civilizada, como atacar sin aviso, rehusar el combate abierto, hacer la guerra de formas no ortodoxas. Cuando la guerra ya estaba claramente perdida, él continuó sacrificando vidas, tanto de su propia gente como de los nuestros; cualquier cosa antes que admitir la derrota. Muchos murieron en una batalla que se prolongó sin necesidad.

Me reí. Según la posición expuesta, que yo me veía inclinado a compartir, era la única respuesta apropiada. Sin embargo, él mantuvo su ecuanimidad y hasta sonrió un poco.

—En cuanto al
Corsario
—le dije—, nuestros registros lo sitúan junto con Sim en varios lugares demasiado distantes unos de otros en períodos de tiempo relativamente cortos como para que pudiera recorrer semejantes distancias. Por ejemplo, las acciones de Las Hilanderas, Randin'hal, los primeros combates en La Ranura y la aparición de Sim en Ilyanda; todo eso ocurrió en un lapso de doce días. Las distancias involucradas aquí son considerables. Hrinwhar, en Las Hilanderas, está a casi sesenta años luz de Randin'hal. Si una nave moderna entra con éxito en el espacio lineal en el área del objetivo —lo que es casi imposible—, aun así tardaría tres o cuatro días para ir de un lado a otro. Parece que Sim lo hizo mucho más rápido.

—Nuestros registros contienen esencialmente los mismos datos.

—Hay otras discrepancias similares en otros lugares y otros tiempos.

—Sí.

—¿Qué piensan de eso sus historiadores?

Entrecerró los ojos.

—Lo mismo que los suyos, solo pueden especular.

—¿Y cuáles son sus especulaciones?

—Que había otras tres naves semejantes que simulaban ser el
Corsario.
Esta proposición tampoco les es ajena a los humanos. Es la explicación más simple y, en consecuencia, la más probable. Después de todo, ¿quién sabe dónde estaba realmente Sim? Lo que es seguro es que el símbolo de la nave, teóricamente único, aparecía en varios lugares casi al mismo tiempo. La intención de Sim al crear un símbolo fue evidentemente la de hacer la guerra psicológica, y fue muy efectiva. La nave estaba en todas partes, y el efecto de su aparición llegó a ser algunas veces muy desmoralizador.

»Quizá le interese saber, señor Benedict, que existe un mito entre nuestra gente que sostiene que Sim era un alienígena. Un verdadero alienígena, de una especie desconocida tanto para los humanos como para nosotros. Era precisamente esa aura, mucho más que sus capacidades de estratega o como comandante de la flota, lo que lo hacía tan peligroso y lo que causaba que fuese tan temido. No hay razón para sospechar que uno de los varios
Corsarios
fuera destruido en Grand Salinas, y al menos uno, o quizá dos, durante las largas batallas en La Ranura.

—Es decir, que nada se sabe.

—Correcto. Puedo confirmar que su información coincide con la nuestra en lo esencial. De hecho, sus historiadores y los nuestros han colaborado desde hace tiempo en estas cuestiones pese a la falta de apoyo oficial. Pero estamos hablando de tiempos de guerra. Había entonces una confusión considerable. Parece probable que la verdad completa nunca se llegue a saber. —Se acomodó—. ¿Puedo ayudarle en algo más?

—Sí —respondí tomando los
Extractos
—. ¿Qué sabe de Leisha Tanner?

—Primera traductora de Tulisofala. Muy buena, por cierto.

—Ella también se oponía a la guerra.

—Lo sé. Es una posición que siempre me molestó.

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque las obligaciones de ella para con su especie sobrepasaban la moralidad esencial de la pelea. Una vez que la guerra estaba declarada, ambos bandos estaban comprometidos, equivocados o no. En ese punto las especulaciones filosóficas dejan de tener importancia.

—Los filósofos tienen la obligación de pensar.

—Entiendo su alusión, pero lo que digo es cierto. Hay veces en que hay que elegir. Sea lo que fuere lo que cada uno prefiera para sí mismo, hay que dar prioridad al bien general. Incluso hasta el punto de sostener una causa inmoral. Si yo hubiera sido humano, habría peleado con los dellacondanos.

—Usted representa una organización dedicada a encontrar modos de preservar la paz —dije, desconcertado.

—Y eso queremos, pero no es fácil. Para ser honesto, debo decir que en los dos bandos hay quienes quieren la guerra.

—¿Por qué?

—Porque muchos de nosotros, los que nos hemos puesto a ver el interior de la mente humana, estamos aterrorizados ante lo que encontramos. Sería muy fácil concluir que nuestra única seguridad real descansa en reducir sus especies a la impotencia. Y entre su propia gente hay muchos que creen, y quizá con razón, que la enemistad con nosotros es la argamasa que mantiene unida la Confederación.

Traté de esbozar alguna respuesta.

Él se levantó y se arregló los pliegues de su túnica.

—Sea como fuere, Alex, esté seguro de que tiene un amigo en el Ashiyyur.

10

«Nueve personas murieron en el Regal: la tripulación de ocho y Art Llandman.»

Gabriel Benedict

Cartas sueltas

«...Estas horas llenas de vino que no volverán…»

Walford Candles

Marcando el tiempo

Esa noche soñé algo salvaje y extraño, diferente de todo lo conocido antes. Jacob me despertó dos veces; la segunda vez me quedé un rato mirando el cielo raso, luego me di una ducha y salí. Pasé por casas apenas iluminadas por la luz de la luna, en medio de un viento fresco. La grava crujía placenteramente bajo mis pisadas. Después de un rato, el cielo comenzó a tornarse gris. Bajé hacia el Melony, y miré flotar los trozos de hielo mientras salía el sol. La comunidad comenzó a dar señales de vida un rato más tarde: la gente enviaba a los niños a la escuela en el bus aéreo y se reunía a conversar. Los deslizadores se elevaban en el cielo y flotaban por encima del río. Se cerraban las puertas y las voces se prolongaban en el aire cortante. Me sentí bien. Seguro.

Cuando volví a casa, Jacob me esperaba con el desayuno. Comí demasiado, arrojé un tronco al fuego y me senté frente a él con una taza de café. Me dormí en quince minutos.

Esta vez no soñé. Al menos que yo recuerde.

Pasé la tarde con
El hombre y el Olimpo.
Más tarde bajé a la ciudad para cenar con Quinda.

Si necesitaba alguna dosis adicional de realidad física para borrar la experiencia del día anterior, Quinda me la brindó con creces. Estaba resplandeciente, vestida de blanco y verde; el fajín y la blusa resaltaban sus ojos. El cabello suelto le caía sobre los hombros. Ninguno de los dos tenía demasiada hambre, así que estuvimos una hora paseando por la ribera. Entramos en librerías y galerías de arte y nos detuvimos para retratarnos con uno de los imagineros que grababa los rasgos en una hoja electrónica y después le agregaba una leyenda. Todavía guardo la suya: se la ve confusa, sus ojos conservan un aire meditabundo, los labios son blandos y redondos, tal vez con una sombra exagerada y los rizos le caen por el cuello largo e inclinado. La leyenda dice: «Una vez en la vida». Curioso que el artista hubiera dicho eso.

Mientras disfrutábamos del queso y el vino, entramos de lleno en su tema favorito.

Yo le describía mi reacción ante
El hombre y el Olimpo.
Me escuchaba paciente mientras yo hablaba. De tanto en tanto, asentía para darme coraje.

—Llegas tarde, Alex —me dijo cuando hube terminado—. Creo que se equivocaron al usarlo en la escuela. No es un libro para chicos, pero si tú lo descubres como adulto, sin demasiados prejuicios, te engancha.

—En verdad no es sobre la Grecia Antigua.

Las luces de las casas, de los embarcaderos, los diques y los restaurantes se reflejaban en el río.

—Estoy segura de que tienes razón —acotó—. El escribía sobre su propio tiempo; siempre se encuentra alguna verdad en una buena historia.

—La unidad —dije—. Estaba preocupado por la incapacidad de unirse de los mundos humanos.

—Supongo. —Tenía la mirada perdida—. Creo que apuntaba más lejos. Una unidad más profunda, fruto de una herencia común, más que una alianza política. Reconocernos como helenos, no simplemente atenienses o corintios. —Vi en su cara una expresión de tristeza—. Nunca sucederá —concluyó.

Sim relata la historia de dos colonias griegas, no recuerdo los nombres, de la costa africana. Estaban rodeadas de salvajes que les atacaban a menudo. Pese a eso, las colonias no se prestaban colaboración y, es más, de tanto en tanto se peleaban. Dice:«¡Hay un profundo y persuasivo espíritu en nuestras especies, que prefiere perseguir los fantasmas emocionales del momento que sobrevivir! Cuando se llega a reconocer esto, se ha encontrado la clave de lo que la teoría sociológica llama "teoría de motivación de grupo"».

BOOK: Un talento para la guerra
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