El doctor Rubicundo Loachamín ladeó la cabeza para ordenar los recuerdos, y así llegó la imagen del hombre, no muy joven y vestido a la manera montuvia. Todo de blanco, descalzo, pero con espuelas de plata.
El montuvio llegó hasta la consulta acompañado de una veintena de individuos, todos muy borrachos. Eran buscadores de oro sin recodo fijo. Peregrinos, los llamaban las gentes, y no les importaba si el oro lo encontraban en los ríos o en las alforjas del prójimo. El montuvio se dejó caer en el sillón y lo miró con expresión estúpida.
—Tú dirás.
—Me los saca toditos. De uno en uno, y me los va poniendo aquí, sobre la mesa.
—Abre la boca.
El hombre obedeció, y el dentista comprobó que junto a las ruinas molares le quedaban muchos dientes, algunos picados y otros enteros.
—Te queda un buen puñado. ¿Tienes dinero para tantas extracciones?
El hombre abandonó la expresión estúpida.
—El caso es, doctor, que los amigos aquí presentes no me creen cuando les digo que soy muy macho. El caso es que les he dicho que me dejo sacar todos los dientes, uno por uno y sin quejarme. El caso es que apostamos, y usted y yo nos iremos a medias con las ganancias.
—Al segundo que te saquen vas a estar cagado y llamando a tu mamacita —gritó uno del grupo y los demás lo apoyaron con sonoras carcajadas.
—Mejor te vas a echar otros tragos y te lo piensas. Yo no me presto para cojudeces —dijo el dentista.
—El caso es, doctor, que, si usted no me permite ganar la apuesta, le corto la cabeza con esto que me acompaña.
Al montuvio le brillaron los ojos mientras acariciaba la empuñadura del machete.
De tal manera que corrió la apuesta.
El hombre abrió la boca y el dentista hizo un nuevo recuento. Eran quince dientes, y, al decírselo, el desafiante formó una hilera de quince pepitas de oro sobre el tapete cardenalicio de las prótesis. Una por cada diente, y los apostadores, a favor o en contra, cubrieron las apuestas con otras pepitas doradas. El número aumentaba considerablemente a partir de la quinta.
El montuvio se dejó sacar los primeros siete dientes sin mover un músculo. No se oía volar una mosca, y al retirar el octavo lo acometió una hemorragia que en segundos le llenó la boca de sangre. El hombre no conseguía hablar, pero le hizo una señal de pausa.
Escupió varias veces formando cuajarones sobre la tarima y se echó un largo trago que le hizo revolverse de dolor en el sillón, pero no se quejó, y tras escupir de nuevo, con otra señal le ordenó que continuase.
Al final de la carnicería, desdentado y con la cara hinchada hasta las orejas, el montuvio mostró una expresión de triunfo horripilante al dividir las ganancias con el dentista.
—Sí. Esos eran tiempos —murmuró el doctor Loachamín, echándose un largo trago.
El aguardiente de caña le quemó la garganta y devolvió la botella con una mueca.
—No se me ponga feo, doctor. Esto mata los bichos de las tripas —dijo Antonio José Bolívar, pero no pudo seguir hablando.
Dos canoas se acercaban, y de una de ellas asomaba la cabeza yaciente de un hombre rubio.
El alcalde, único funcionario, máxima autoridad y representante de un poder demasiado lejano como para provocar temor, era un individuo obeso que sudaba sin descanso.
Decían los lugareños que la sudadera le empezó apenas pisó tierra luego de desembarcar del Sucre, y desde entonces no dejó de estrujar pañuelos, ganándose el apodo de la Babosa.
Murmuraban también que antes de llegar a El Idilio estuvo asignado en alguna ciudad grande de la sierra, y que a causa de un desfalco lo enviaron a ese rincón perdido del oriente como castigo.
Sudaba, y su otra ocupación consistía en administrar la provisión de cerveza. Estiraba las botellas bebiendo sentado en su despacho, a tragos cortos, pues sabía que una vez terminada la provisión la realidad se tornaría más desesperante.
Cuando la suerte estaba de su parte, podía ocurrir que la sequía se viera recompensada con la visita de un gringo bien provisto de whisky. El alcalde no bebía aguardiente como los demás lugareños. Aseguraba que el Frontera le provocaba pesadillas y vivía acosado por el fantasma de la locura.
Desde alguna fecha imprecisa vivía con una indígena a la que golpeaba salvajemente acusándola de haberle embrujado, y todos esperaban que la mujer lo asesinara. Se hacían incluso apuestas al respecto.
Desde el momento de su arribo, siete años atrás, se hizo odiar por todos.
Llegó con la manía de cobrar impuestos por razones incomprensibles. Pretendió vender permisos de pesca y caza en un territorio ingobernable. Quiso cobrar derecho de usufructo a los recolectores de leña que juntaban madera húmeda en una selva más antigua que todos los Estados, y en un arresto de celo cívico mandó construir una choza de cañas para encerrar a los borrachos que se negaban a pagar las multas por alteración del orden público.
Su paso provocaba miradas despectivas, y su sudor abonaba el odio de los lugareños.
El anterior dignatario, en cambio, sí fue un hombre querido. Vivir y dejar vivir era su lema. A él le debían las llegadas del barco y las visitas del correo y del dentista, pero duró poco en el cargo.
Cierta tarde mantuvo un altercado con unos buscadores de oro, y a los dos días lo encontraron con la cabeza abierta a machetazos y medio devorado por las hormigas.
El Idilio permaneció un par de años sin autoridad que resguardara la soberanía ecuatoriana de aquella selva sin límites posibles, hasta que el poder central mandó al sancionado.
Cada lunes —tenía obsesión por los lunes— lo miraban izar la bandera en un palo del muelle, hasta que una tormenta se llevó el trapo selva adentro, y con él la certeza de los lunes que no importaban a nadie.
El alcalde llegó al muelle. Se pasaba un pañuelo por la cara y el cuello. Estrujándolo, ordenó subir el cadáver.
Se trataba de un hombre joven, no más de cuarenta años, rubio y de contextura fuerte.
—¿Dónde lo encontraron?
Los shuar se miraron entre sí, dudando entre responder o no hacerlo.
—¿No entienden castellano estos selváticos? —gruñó el alcalde.
Uno de los indígenas decidió responder.
—Río arriba. A dos días de aquí.
—Déjenme ver la herida —ordenó el alcalde.
El segundo indígena movió la cabeza del muerto. Los insectos le habían devorado el ojo derecho y el izquierdo mostraba todavía un brillo azul. Presentaba un desgarro que comenzaba en el mentón y terminaba en el hombro derecho. Por la herida asomaban restos de arterias y algunos gusanos albinos.
—Ustedes lo mataron.
Los shuar retrocedieron.
—No. Shuar no matando.
—No mientan. Lo despacharon de un machetazo. Se ve clarito.
El gordo sudoroso sacó el revólver y apuntó a los sorprendidos indígenas.
—No. Shuar no matando —se atrevió a repetir el que había hablado.
El alcalde lo hizo callar propinándole un golpe con la empuñadura del arma.
Un delgado hilillo de sangre brotó de la frente del shuar.
—A mí no me vienen a vender por cojudo. Ustedes lo mataron. Andando. En la alcaldía van a decirme los motivos. Muévanse, salvajes. Y usted, capitán, prepárese a llevar dos prisioneros en el barco.
El patrón del Sucre se encogió de hombros por toda respuesta.
—Disculpe. Usted está cagando fuera del tiesto. Esa no es herida de machete. —Se escuchó la voz de Antonio José Bolívar.
El alcalde estrujó con furia el pañuelo.
—Y tú, ¿qué sabes?
—Yo sé lo que veo.
El viejo se acercó al cadáver, se inclinó, le movió la cabeza y abrió la herida con los dedos.
—¿Ve las carnes abiertas en filas? ¿Ve cómo en la quijada son más profundas y a medida que bajan se vuelven más superficiales? ¿Ve que no es uno, sino cuatro tajos?
—¿Qué diablos quieres decirme con eso?
—Que no hay machetes de cuatro hojas. Zarpazo. Es un zarpazo de tigrillo. Un animal adulto lo mató. Venga. Huela.
El alcalde se pasó el pañuelo por la nuca.
—¿Oler? Ya veo que se está pudriendo.
—Agáchese y huela. No tenga miedo del muerto ni de los gusanos. Huela la ropa, el pelo, todo.
Venciendo la repugnancia, el gordo se inclinó y olisqueó con ademanes de perro temeroso, sin acercarse demasiado.
—¿A qué huele? —preguntó el viejo.
Otros curiosos se acercaron para oler también los despojos.
—No sé. ¿Cómo voy a saberlo? A sangre, a gusanos —contestó el alcalde.
—Apesta a meados de gato —dijo uno de los curiosos.
—De gata. A meados de gata grande —precisó el viejo.
—Eso no prueba que éstos no lo mataran.
El alcalde intentó recobrar su autoridad, pero la atención de los lugareños se centraba en Antonio José Bolívar.
El viejo volvió a examinar el cadáver.
—Lo mató una hembra. El macho debe de andar por ahí, acaso herido. La hembra lo mató y enseguida lo meó para marcarlo, para que las otras bestias no se lo comieran mientras ella iba en busca del macho.
—Cuentos de vieja. Estos selváticos lo mataron y luego lo rociaron con meados de gato. Ustedes se tragan cualquier babosada —declaró el alcalde.
Los indígenas quisieron replicar, pero el cañón apuntándoles fue una imperativa orden de guardar silencio.
—¿Y por qué habrían de hacerlo? —intervino el dentista.
—¿Por qué? Me extraña su pregunta, doctor. Para robarle. ¿Qué otro motivo tienen? Estos salvajes no se detienen ante nada.
El viejo movió la cabeza molesto y miró al dentista. Este comprendió lo que Antonio José Bolívar perseguía y le ayudó a depositar las pertenencias del muerto sobre las tablas del muelle.
Un reloj de pulsera, una brújula, una cartera con dinero, un mechero de bencina, un cuchillo de caza, una cadena de plata con la figura de una cabeza de caballo. El viejo le habló en su idioma a uno de los shuar y el indígena saltó a la canoa para entregarle una mochila de lona verde.
Al abrirla encontraron munición de escopeta y cinco pieles de tigrillos muy pequeños. Pieles de gatos moteados que no medían más de una cuarta. Estaban rociadas de sal y hedían, aunque no tanto como el muerto.
—Bueno, excelencia, me parece que tiene el caso solucionado —dijo el dentista.
El alcalde, sin dejar de sudar, miraba a los shuar, al viejo, a los lugareños, al dentista, y no sabía qué decir.
Los indígenas, apenas vieron las pieles, cruzaron entre ellos nerviosas palabras y saltaron a las canoas.
—¡Alto! Ustedes esperan aquí hasta que yo decida otra cosa —ordenó el gordo.
—Déjelos marchar. Tienen buenos motivos para hacerlo. ¿O es que todavía no comprende?
El viejo miraba al alcalde y movía la cabeza. De pronto, tomó una de las pieles y se la lanzó. El sudoroso gordo la recibió con un gesto de asco.
—Piense, excelencia. Tantos años aquí y no ha aprendido nada. Piense. El gringo hijo de puta mató a los cachorros y con toda seguridad hirió al macho. Mire el cielo, está que se larga a llover. Hágase el cuadro. La hembra debió de salir de cacería para llenarse la panza y amamantarlos durante las primeras semanas de lluvia. Los cachorritos no estaban destetados y el macho se quedó cuidándolos. Así es entre las bestias, y así ha de haberlos sorprendido el gringo. Ahora la hembra anda por ahí enloquecida de dolor. Ahora anda a la caza del hombre. Debió de resultarle fácil seguir la huella del gringo. El infeliz colgaba a su espalda el olor a leche que la hembra rastreó. Ya mató a un hombre. Ya sintió y conoció el sabor de la sangre humana, y para el pequeño cerebro del bicho todos los hombres somos los asesinos de su camada, todos tenemos el mismo olor para ella. Deje que los shuar se marchen. Tienen que avisar en su caserío y en los cercanos. Cada día que pase tornará más desesperada y peligrosa a la hembra, y buscará sangre cerca de los poblados. ¡Gringo hijo de la gran puta! Mire las pieles. Pequeñas, inservibles. ¡Cazar con las lluvias encima, y con escopeta! Mire la de perforaciones que tienen. ¿Se da cuenta? Usted acusando a los shuar, y ahora tenemos que el infractor es gringo. Cazando fuera de temporada, y especies prohibidas. Y si está pensando en el arma, le aseguro que los shuar no la tienen, pues lo encontraron muy lejos del lugar de su muerte. ¿No me cree? Fíjese en las botas. La parte de los talones está desgarrada. Eso quiere decir que la hembra lo arrastró un buen tramo luego de matarlo. Mire los desgarros de la camisa, en el pecho. De ahí lo tomó el animal con los dientes, para jalarlo. Pobre gringo. La muerte tiene que haber sido horrorosa. Mire la herida. Una de las garras le destrozó la yugular. Ha de haber agonizado una media hora mientras la hembra le bebía la sangre manando a borbotones, y después, inteligente el animal, lo arrastró hasta la orilla del río para impedir que lo devorasen las hormigas. Entonces lo meó, marcándolo, y debió de andar en busca del macho cuando los shuar lo encontraron. Déjelos ir, y pídales que avisen a los buscadores de oro que acampan en la ribera. Una tigrilla enloquecida de dolor es más peligrosa que veinte asesinos juntos.
El alcalde no respondió ni una palabra y se marchó a escribir el parte para el puesto policial de El Dorado.
El aire se notaba cada vez más caliente y espeso. Pegajoso, se adhería a la piel como una molesta película, y traía desde la selva el silencio previo a la tormenta. De un momento a otro se abrirían las esclusas del cielo.
Desde la alcaldía llegaba el lento tipear de una máquina de escribir, en tanto un par de hombres terminaban el cajón para transportar el cadáver que esperaba olvidado sobre las tablas del muelle.
El patrón del Sucre maldecía mirando el cielo pringado y no dejaba de putear al muerto. El mismo se encargó de rellenar el cajón con un lecho de sal, sabiendo que no serviría de mucho.
Lo que debía hacerse era lo acostumbrado con toda persona muerta en la selva, que por absurdas disposiciones jurídicas no podía ser olvidada en un claro de jungla: abrirle un buen tajo del cuello a la ingle, vaciarle el triperío y rellenar el cuerpo con sal. De esa manera llegaban presentables hasta el final del viaje. Pero, en este caso, se trataba de un condenado gringo y era necesario llevarlo entero, con los gusanos comiéndoselo por dentro, y al desembarcar no sería más que un pestilente saco de humores.
El dentista y el viejo miraban pasar el río sentados sobre bombonas de gas. A ratos intercambiaban la botella de Frontera y fumaban cigarros de hoja dura, de los que no apaga la humedad.