Una mañana de mayo (31 page)

Read Una mañana de mayo Online

Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaco

BOOK: Una mañana de mayo
2.12Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Está bien —dijo Helen Bentley—. Entiendo. ¿Podría ver la tele contigo? ¿Cogéis la CNN?

—¿No quieres… comer algo? Sé que Marry ya ha…

—¿Eres norteamericana? —preguntó la presidenta, sorprendida.

Algo nuevo apareció en sus ojos. Hasta entonces la mirada había sido neutra y alerta, como si todo el tiempo se guardara algo para sí a fin de controlar la situación. Incluso la noche antes, cuando Marry la había arrastrado desde el sótano y ni siquiera era capaz de tenerse en pie, la mirada era fuerte y orgullosa.

En aquel momento reflejaba algo que podía parecer miedo, Inger Johanne no comprendía por qué.

—No —le aseguró Inger Johanne—. Soy noruega. ¡Noruega de pura cepa!

—Hablas inglés.

—Estudié en Estados Unidos. ¿Quieres que te traiga algo? ¿Algo de comer?

—Déjame adivinar —dijo la presidenta, el ápice de preocupación había desaparecido—. Boston.

Alargó la «o» en un sonido que la hizo parecer una «a».

Inger Johanne sonrió ligeramente.

—Pero, bueno, si están todas despiertas —murmuró Marry que entró cojeando con una bandeja repleta en las manos—. No son ni las siete y ya está

el mundo danzando. En mis papeles no pone

de turno de noche, eh.

La presidenta miró fascinada a Marry mientras ésta dejaba la bandeja sobre la mesa del salón.

—Cofi —dijo, señalando—. Tortitas. Huevos. Beicon.
Milk.
Zumo de naranja. Adelante.

Se cubrió la boca con la mano y le susurró a Inger Johanne:

—Lo de las tortitas lo he visto en la tele. Toman siempre tortitas para desayunar. Es rarilla esta gente. —Negó con la cabeza, acarició el pelo de Ragnhild y volvió a la cocina.

—¿Es para ti o para mí? —preguntó la presidenta, sentándose ante la comida—. En realidad creo que hay bastante para que coman tres.

—Come —dijo Inger Johanne—. Como vuelva y quede algo de comida se va a ofender.

La presidenta cogió el cuchillo y el tenedor. Daba la impresión de no saber cómo atacar la extraña comida. Rozó con cuidado la tortita que estaba enrollada con gran cantidad de mermelada y nata, y cubierta por una raya de azúcar.

—¿Qué es esto? —preguntó en voz baja—. ¿Un tipo de
crepes suzette?

—Nosotros los llamamos tortitas —susurró Inger Johanne—. Marry cree que son como las que coméis los norteamericanos para desayunar.

—Mmm. Está bueno. De verdad. Aunque muy dulce. ¿Quién es ésa?

Helen Bentley señaló con la cabeza la pantalla del televisor, estaban emitiendo otra vez el programa Redacción Uno. Tanto la NRK como TV2 seguían retransmitiendo ediciones especiales de informativos durante las veinticuatro horas del día. A partir de la una de la mañana le daban la vuelta a la baraja y volvían a poner los programas del día anterior hasta las siete y media, cuando hacían la primera emisión inédita del día.

Wencke Bencke volvía a estar en el estudio. Discutía airadamente con un policía jubilado, que se había convertido en comentarista experto en asuntos criminales después de un intento no muy logrado de trabajar como detective privado. Ambos se habían pasado los dos últimos días yendo y viniendo de un canal de televisión a otro. Nunca faltaban.

Y no se aguantaban.

—Es… escritora, en realidad. —Inger Johanne agarró el mando a distancia y murmuró—: Voy a buscar la CNN.

La presidenta se puso rígida.

—¡Espera!
Wait!

Azorada, Inger Johanne se quedó con el mando a distancia en la mano. Alternaba la mirada entre la pantalla de televisión y la presidenta. Helen Bentley tenía la boca entreabierta y la cabeza ladeada, como si estuviera profundamente concentrada.

—¿Esa mujer ha dicho «Warren Scifford»? —susurró la presidenta.

—¿Cómo?

Inger Johanne subió el volumen y empezó a escuchar.

«… y no hay ninguna razón para acusar al FBI de usar medios ilegales —decía Wencke Bencke—. Como he dicho, conozco personalmente al director de los agentes del FBI que están colaborando con la Policía noruega, Warren Scifford. Tiene…»

—Ahí —susurró la presidenta—. ¿Qué está diciendo?

El comentarista, un hombre de unos sesenta años, con gafas de piloto y camisa rosa, se inclinó hacia el presentador del programa.

—¿Colaborando? ¿Colaborando? Si la señora escritora de novelas policiacas —escupió la frase como si supiera a leche agria— tuviera la menor idea de lo que está sucediendo en este país, donde unas fuerzas extranjeras se están apoderando…

—¿Qué dicen? —preguntó la presidenta, cortante—. ¿De qué están hablando?

—Se están peleando —susurró Inger Johanne, que intentaba escuchar al mismo tiempo.

—¿Por qué?

—Espera.

Alzó la mano para interrumpirla.

«Y entonces tenemos que…»

Al presentador le costó que le escucharan.

«Aquí lo vamos a dejar por esta vez, dado que ya nos hemos pasado de tiempo. Estoy seguro de que esta discusión continuará en los próximos días y semanas. Gracias por todo.»

Sonó la sintonía del programa. La presidenta seguía con el tenedor alzado y un pedacito de tortita estaba goteando mermelada sobre la mesa sin que ella se diera cuenta.

—Esa mujer ha hablado de Warren Scifford —repitió absorta.

Inger Johanne cogió una servilleta y limpió la mesa.

—Sí —dijo en voz baja—. No me he enterado muy bien de la discusión, pero no parecían estar de acuerdo en si el FBI… Se peleaban porque…, en fin, si el FBI se estaba tomando libertades en tierra noruega, por lo que he podido entender. La verdad es que… eso se ha discutido bastante este último día.

—Pero… ¿Warren está aquí? ¿En Noruega?

La mano de Inger Johanne se detuvo en medio de un movimiento. La presidenta ya no parecía ni controlada ni majestuosa. Tenía la boca abierta de par en par.

—Sí…

Inger Johanne no sabía qué hacer, así que cogió a Ragnhild y se la colocó en el regazo. La niña se retorció como una anguila. La madre no quería soltarla.

—Bajar —chilló Ragnhild—. ¡Mamá! ¡Agni quiere bajar!

—¿Lo conoces? —preguntó Inger Johanne, sobre todo porque no se le ocurría otra cosa que decir—. Personalmente, quiero decir…

La presidenta no respondió. Respiró hondo un par de veces y luego volvió a comer. Despacio y con cuidado, como si le doliera al masticar, consiguió meterse media tortita y un poco de beicon. Inger Johanne no podía seguir manteniendo a Ragnhild en brazos, así que permitió que volviera con sus juguetes al suelo. Helen Bentley se bebió el zumo de un trago y se echó leche del vaso en la taza de café.

—Creía que lo conocía —dijo llevándose la taza a la boca.

Resultaba llamativo lo tranquila que sonaba la voz teniendo en cuenta que hacía unos segundos parecía estar en estado de
shock
. A Inger Johanne le pareció percibir un temblor en su voz cuando se acarició delicadamente el pelo y prosiguió:

—Creo recordar que se me ofreció una conexión a Internet. Como es obvio, necesito también un ordenador. Ha llegado el momento de que empiece a poner orden en este miserable asunto.

Inger Johanne tragó saliva. Volvió a tragar. Abrió la boca para decir algo, pero no salió ningún sonido. Notaba que la presidenta la estaba mirando; Bentley posó la mano con cuidado sobre el antebrazo de Inger Johanne.

—Yo también le conocí una vez —susurró Inger Johanne—. Creía que conocía a Warren Scifford.

Tal vez fue porque Helen Bentley era una extraña. Tal vez fue por la certeza de que aquella mujer no era de allí, de que no formaba parte ni de la vida de Inger Johanne ni de Oslo ni de Noruega, lo que hizo que se lo contara.
Madame Président
volvería en algún momento a su casa. Aquel día, al día siguiente, en todo caso pronto. Nunca volverían a verse. Pasados un año o dos, la presidenta apenas recordaría quién era Inger Johanne. Tal vez fue el enorme abismo que las separaba, tanto por posición como por vida y geografía, lo que hizo que Inger Johanne, por fin, después de trece años de silencio, contara la historia de cómo Warren la traicionó y de cómo ella perdió al hijo que estaban esperando.

Y cuando acabó de contar la historia, Helen Bentley se había deshecho del último resquicio de duda. Abrazó con cuidado a Inger Johanne y le acarició la espalda. Cuando el llanto por fin remitió, se levantó y pidió un ordenador.

Capítulo 5

Era el propio Abdallah quien se había inventado el nombre de Troya.

La idea le hacía mucha gracia. La elección del nombre no era imprescindible, pero había facilitado considerablemente conseguir engañar a la presidenta para que saliera de la habitación del hotel. Durante las semanas posteriores a que se anunciara que ella viajaría a Noruega a mediados de mayo, Abdallah había confundido a los servicios de inteligencia norteamericanos con tácticas de guerrilla.

Entraba como un rayo y volvía a salir enseguida.

La información que les había proporcionado era fragmentaria y, en realidad, anodina, pero de todos modos proporcionaba una especie de indicio de que algo estaba pasando. Y con un uso inteligente de palabras como «desde dentro», «ataque interior inesperado» e incluso «caballo», en una nota que encontró la CIA en un cadáver que apareció en la costa italiana, consiguió exactamente lo que quería.

Cuando la información llegó a Warren Scifford y a sus hombres, éstos mordieron el anzuelo. Lo llamaron Troya, como él quería.

Abdallah estaba de vuelta en la oficina después de dar un paseo a caballo. Las mañanas en el desierto le parecían una de las cosas más hermosas del mundo. El caballo había corrido en serio y después tanto él como el semental se habían bañado en el estanque bajo las palmeras. El animal era viejo, uno de los más viejos que tenía, y le alegró comprobar que aún conservaba rapidez, fuerza y alegría de vivir.

El día había comenzado bien. Ya había solucionado una serie de asuntos de sus negocios normales. Había respondido correos electrónicos, había hecho algunas llamadas y había leído un informe que no contenía nada de interés. A medida que la mañana pasaba a mediodía, notó que iba perdiendo capacidad de concentración.

Informó a sus colaboradores en la habitación contigua de que no quería que lo interrumpieran y se desconectó del ordenador.

En una pared, la pantalla de plasma mostraba sin sonido la emisión de la CNN.

Sobre la otra, colgaba un enorme mapa de Estados Unidos.

Una buena cantidad de alfileres con cabezas de colores estaba dispersa por todo el país. Se dirigió lentamente hacia el mapa y pasó los dedos en zigzag por los puntos. La mano se detuvo en Los Ángeles.

Tal vez eso fuera Eric Ariyoshi, pensó Abdallah al-Rahman acariciando la cabeza amarilla del alfiler. Eric era
sansei
, norteamericano de tercera generación de origen japonés. Tenía cerca de cuarenta y cinco años y no tenía familia. Su mujer lo abandonó tras cuatro semanas de matrimonio, cuando perdió el trabajo en 1983, y desde entonces había vivido con sus padres. Pero Eric Ariyoshi no había dejado que lo hundieran. Aceptó los trabajos que encontró hasta que, con treinta y dos años, se licenció en la escuela nocturna como montador de cables.

El verdadero golpe llegó al morir su padre.

El viejo había estado internado en la costa Oeste durante la Segunda Guerra Mundial. Entonces no era más que un chiquillo y había pasado tres años en un campo de concentración junto a sus padres y sus tres hermanas pequeñas. Muy pocos de los internados habían hecho nada malo. Habían sido buenos norteamericanos desde que nacieron. La madre, la abuela de Eric, murió antes de que los soltaran en 1945 y el padre de Eric nunca lo superó. Cuando se hizo mayor y se asentó a las afueras de Los Ángeles para regentar una pequeña floristería que apenas daba para mantenerlo con vida a él, a su mujer y a sus hijos, demandó al Estado. El proceso se alargó y fue caro.

Cuando el padre de Eric murió en 1945, se vio que la herencia consistía en una enorme deuda. La pequeña casa en la que el hijo se había gastado todos sus ingresos de casi quince años, aún estaba registrada a nombre del padre. El banco se quedó con la casa y Eric tuvo que volver a empezar una vez más. La demanda que había puesto su padre al Estado por internamiento injustificado quedó en nada. Lo único que le había sacado Daniel Ariyoshi a atenerse a las reglas y escuchar a abogados cada vez más caros, era una vida de amargura y una muerte en la más absoluta ruina.

Había sido fácil convencer a Eric, según los informes.

Naturalmente quería dinero, mucho dinero según su pobre vara de medida, pero también se lo merecía.

Abdallah siguió pasando el dedo de alfiler en alfiler.

A diferencia de Osama bin Laden, no deseaba usar fanáticos ni suicidas para atacar a Estados Unidos, un país al que odiaba y que nunca había comprendido.

En su lugar había construido un callado ejército de norteamericanos. De norteamericanos descontentos, traicionados, oprimidos y engañados, de gente corriente que pertenecía al país. Muchos de ellos habían nacido allí, todos residían en el país y la nación era suya. Eran ciudadanos norteamericanos, pero Estados Unidos nunca los había recompensado más que con traiciones y derrotas.


The spring of our discontent
—susurró Abdallah.

Detuvo el dedo en un alfiler de cabeza verde a las afueras de Tucson, Arizona. Tal vez representara a Jorge González, cuyo hijo fue asesinado por el ayudante del
sheriff
durante un atraco a un banco. El niño tenía seis años y por casualidad pasó en bicicleta por delante del banco. El
sheriff
declaró ante la prensa local que su excelente ayudante había creído que el niño era uno de los atracadores. Además todo había sucedido muy rápido.

El pequeño Antonio medía apenas un metro y veinticinco centímetros, y se encontraba a seis metros de distancia del policía cuando le disparó. Montaba una bicicleta verde para niños y llevaba una camiseta con un dibujo de Spiderman en la espalda que le quedaba un poco grande.

Nadie fue nunca castigado por aquel episodio.

Ni siquiera hubo acusación.

El padre, que llevaba trabajando en Wal-Mart desde que con trece años llegó a la tierra de sus sueños procedente de México, nunca superó la muerte de su hijo y la falta de respeto con la que lo trataron a él y a su familia quienes se suponía que debían defenderlo. Cuando surgió la oferta de una suma de dinero que le posibilitaría volver a su tierra como un hombre de pudientes, a cambio de un favor que no parecía peligroso, cogió la oportunidad sin pensárselo.

Other books

El dador de recuerdos by Lois Lowry
Babylon by Victor Pelevin
Go Long! by Ronde Barber
Counting on Grace by Elizabeth Winthrop
Debris by Kevin Hardcastle
Payback by James Barrington