Sabía que mi esperanza era huir de la ciudad de Zodanga, por los cuatro guardias muertos por los que tendría que dar explicaciones. Como nunca podría volver a mi puesto original sin un guía, la sospecha caería sobre mí, seguramente, tan pronto como fuera descubierto deambulando perdido por el palacio.
En ese momento di con un camino en espiral que conducía a un piso inferior. Seguí bajando por él varios pisos hasta que llegué a la puerta de un gran cuarto en el que había varios guardias. Las paredes de esta habitación estaban cubiertas de tapices transparentes; detrás de los cuales me escondí sin ser descubierto.
La conversación de los guardias versaba sobre temas generales y no me despertó el interés hasta que un oficial entró en la habitación y les ordenó a los cuatro hombres que relevaran al grupo que vigilaba a la Princesa de Helium. Ahora sabía que mis problemas se agudizarían y que de seguro pronto estarían sobre mí, ya que apenas salieron de la habitación cuando uno de ellos volvió a entrar sin aliento, gritando que había encontrado a sus cuatro camaradas asesinados en la antecámara.
En un instante, el palacio entero se pobló de gente: guardias, oficiales, cortesanos, sirvientes y esclavos corrían atropelladamente por los corredores y los cuartos llevando mensajes y órdenes, y buscando algún rastro del asesino.
Esa era mi oportunidad y, aunque parecía pequeña, me aferré a ella. Cuando un grupo de soldados apareció apresuradamente y pasó por mi escondite, me coloqué detrás de ellos y los seguí a través de los laberintos del palacio, hasta que, al pasar por un gran vestíbulo, vi la bendita luz del día que entraba a través de una serie de grandes ventanales.
Allí abandoné a mis guías y deslizándome hasta la ventana más cercana busqué una vía de escape. Las ventanas daban a un gran balcón sobre una de las anchas avenidas de Zodanga. El suelo estaba a unos diez metros debajo de mí, y más o menos a la misma distancia del edificio había una pared de unos siete metros de alto, de vidrio pulido de medio metro de espesor. A un marciano rojo, escapar por ese lado le hubiera parecido imposible; pero para mí, con mi fuerza terráquea y mi agilidad, parecía cosa fácil. Mi único temor era ser descubierto antes que oscureciera, ya que no podía saltar a plena luz del día mientras el patio de abajo y la avenida, más allá, estaban colmados por una multitud de Zodanganianos.
Entonces busqué un escondite y lo encontré accidentalmente al ver un gran ornamento colgante, que pendía del techo del vestíbulo, a unos tres metros del piso. Salté dentro de la amplia vasija con facilidad y, apenas me introduje en ella, oí que un grupo de personas entraba en el cuarto y se detenía debajo de mi escondite. Podía escuchar claramente cada una de sus palabras.
—Esto es obra de los Heliumitas —dijo uno de los hombres.
—Sí, Jeddak, pero ¿cómo entraron en palacio? Puedo creer que aun a pesar del solícito cuidado de tus guardias, un hombre solo pudiera haber alcanzado los recintos internos, pero cómo una fuerza de seis u ocho guerreros pudo haberlo hecho, está más allá de mi entendimiento. Sin embargo, pronto lo sabremos, ya que aquí llega el psicólogo real.
Otro hombre se unió al grupo y después de saludar formalmente al gobernador dijo:
—¡Oh, poderoso Jeddak! Es un extraño mensaje el que leí en la mente de tus fieles guardias muertos. No fueron asesinados por un grupo de guerreros sino por un solo contrincante.
Hizo una pausa para dejar que el peso de su afirmación impresionara a sus oyentes, pero la exclamación de impaciencia que se escapó de los labios de Than Kosis puso de manifiesto que no lo creía.
—¿Qué tipo de fantasía me estás contando, Notan? —gritó.
—Es la verdad, mi Jeddak —contestó el psicólogo—. Es más, la impresión estaba fuertemente marcada en el cerebro de los cuatro guardias. Su antagonista era un hombre muy alto, provisto de las armas de tus propios guardias. Su habilidad para la lucha era casi milagrosa, ya que peleó limpiamente contra los cuatro y los venció con una destreza sorprendente y una fuerza sobrehumana. Aunque llevaba las armas de los Zodanganianos, un hombre tal no ha sido visto jamás ni en ésta ni en ninguna otra ciudad de Barsoom. La mente de la princesa de Helium, a quien he examinado e indagado, estaba en blanco para mí. Tiene perfecto control de su mente y no pude leer nada en ella. Dijo que había sido testigo de parte del encuentro y que cuando miró, no había más que un hombre con los guardias. Un hombre que no reconoció y que nunca había visto.
-¿Dónde está mi salvador? —preguntó otro de los del grupo, por cuya voz reconocí que era el primo de Than Kosis, al que había rescatado de los guerreros verdes—. Por las armas de mis antepasados, la descripción encaja con él a la perfección, especialmente por su habilidad para luchar.
—¿Dónde está ese hombre? —gritó Than Kosis—. Que lo traigan ante mí de inmediato —¿Qué sabes de él, primo? Me parece extraño, ahora que lo pienso, que hubiera tal guerrero en Zodanga cuyo nombre ignorásemos hasta hoy. ¡Su nombre también, John Carter! ¿Quién ha oído alguna vez tal nombre en Barsoom?
Pronto se corrió la voz de que no me podían encontrar por ningún lado, ni en el palacio ni en mis anteriores cuartos en el cuartel de reconocimiento aéreo. Habían encontrado y preguntado a Kantos Kan, pero él no sabía nada de mi paradero ni de mi pasado. Les había dicho que me había conocido hacía poco, ya que se había encontrado conmigo entre los warhoonianos.
—No pierdan de vista a este otro —ordenó Than Kosis—. También es un extraño y es probable que los dos pertenezcan a Helium. Donde esté uno, pronto encontraremos al otro. Cuadrupliquen la patrulla aérea y que todo hombre que abandone la ciudad, por tierra o por aire, sea objeto del más cuidadoso registro.
En ese momento entró otro mensajero con la noticia de que todavía estaba dentro del palacio.
—Hoy ha sido rigurosamente examinado el aspecto de cuantas personas han entrado y salido de palacio —concluyó aquél— y nadie se parece a ese nuevo miembro de la Guardia.
—Entonces lo capturaremos dentro de poco —comentó Than Kosis satisfecho—. Mientras tanto, vayamos a las habitaciones de la Princesa de Helium y pidámosle que trate de recordar el incidente. Es posible que sepa más de lo que quiso decirte a ti, Notan. ¡Vamos!
Dejaron el salón, y como había oscurecido me deslicé lentamente de mi escondite y corrí hacia el balcón. Había poca gente a la vista. Esperé, pues, un momento en que parecía no haber nadie cerca, y salté rápidamente hacia la pared de vidrio y, desde allí, a la avenida que se extendía fuera de las tierras del palacio.
Perdido en el espacio
Sin hacer esfuerzos por ocultarme, corrí hasta las proximidades de nuestras habitaciones, donde estaba seguro de poder encontrar a Kantos Kan. Cuando me acerqué al edificio tuve más cuidado, ya que seguramente el lugar estaría vigilado. Varios hombres con ropajes civiles ociaban cerca de la entrada del frente y otros en la parte de atrás. Mi único medio para llegar sin ser visto a los pisos superiores, donde estaban situadas nuestras habitaciones, era a través de un edificio lindero. Después de considerables vueltas logré alcanzar el techo de un negocio, a varias puertas de distancia.
Saltando de techo en techo llegué a una ventana abierta del edificio donde esperaba encontrar al Heliumita. Un minuto más tarde ya me hallaba en la habitación delante de él. Estaba solo y no se mostró sorprendido de mi llegada. Dijo que me esperaba mucho más temprano, ya que el regreso de mi turno de guardia debía haber sido más temprano.
Vi que no estaba enterado de los sucesos del día en el palacio; de modo que, cuando le informé lo acaecido, se excitó muchísimo. La noticia de que Dejah Thoris había prometido su mano a Sab Than lo llenó de preocupación.
—¡No puede ser! —exclamó—. ¡Es imposible! ¿Es que acaso hay alguien en todo Helium que no prefiera la muerte a la venta de nuestra amada princesa a la casa gobernante de Zodanga? Debe de haber perdido la cabeza para acceder a un pacto tan siniestro. Tú, que no sabes cómo la gente de Helium ama a los miembros de nuestra casa real, no puedes apreciar el horror con que contemplo una alianza tan impía. ¿Qué podemos hacer, John Carter? Eres un hombre ingenioso. ¿No puedes pensar alguna forma de salvar a Helium de esta desgracia?
—Si pudiera arreglarlo con mi espada —contesté—, resolvería la dificultad en lo que a Helium concierne, pero por razones personales preferiría que otro diese el golpe que libere a Dejah —Thoris.
Kantos Kan me miró fijamente antes de hablar.
—La amas —dijo—. ¿Lo sabe ella?
—Ella lo sabe, Kantos Kan, y sólo me rechaza porque está comprometida con Sab Than.
Mi espléndido compañero se puso de pie de un salto, y asiéndome por el hombro levantó su espada a la vez que exclamaba.
—Si la elección hubiera sido dejada a mi juicio, no podría haber encontrado alguien más adecuado para la primera princesa de Barsoom. Aquí está mi mano sobre tu hombro, John Carter, y mi palabra de que Sab Than caerá bajo mi espada, por el amor que tengo por Helium, por Dejah Thoris y por ti. Esta misma noche trataré de llegar a sus habitaciones en el palacio.
—¿Cómo? —pregunté—. Estás fuertemente custodiado y han cuadruplicado la fuerza que patrulla el cielo,
Inclinó la cabeza para pensar un momento y luego la levantó con aire confiado,
—Sólo necesito pasar entre esos guardias y lo puedo hacer —dijo por último—. Conozco una entrada secreta al palacio a través del pináculo de la torre más alta. Di con ella, por casualidad, un día que pasaba sobre el palacio cumpliendo una misión de patrulla. En este trabajo se requiere que investiguemos todo hecho inusual del que seamos testigos. Una cara espiando desde el pináculo de la alta torre del palacio era, para mí, sumamente inusual. Por lo tanto me dirigí hacia las cercanías y descubrí que el dueño de la cara que espiaba no era otro que Sab Than. Estaba evidentemente contrariado por haber sido descubierto y me ordenó mantener el secreto, explicándome que el pasaje de la torre conducía directamente a sus habitaciones y solamente él lo conocía. De llegar al techo del cuartel y alcanzar mi máquina, puedo estar en las habitaciones de Sab Than en cinco minutos; pero no puedo escapar del edificio si está tan vigilado como dices.
—¿Están muy vigilados los cobertizos de las máquinas? —pregunté.
—Generalmente no hay más de un hombre de guardia, por la noche, en el techo.
—Ve al techo de este edificio, Kantos Kan, y espérame allí.
Sin detenerme a explicarle mis planes volví a la calle por el mismo camino por el que había llegado y corrí hacia las barracas.
No me animaba a entrar en el edificio, lleno como estaba de personal del escuadrón de reconocimiento aéreo. Estos, junto con toda Zodanga, me estaban buscando.
Era un edificio enorme, que se elevaba a más de trescientos metros en el espacio. Aunque pocos edificios de Zodanga son más altos que esas barracas, algunos tienen varios metros más de altura. Los desembarcaderos de las grandes naves de guerra de la escuadra quedaban a unos quinientos metros del suelo, mientras que las estaciones de carga y pasajeros de los escuadrones comerciales se elevaban casi hasta la misma altura.
Era larga la subida del frente del edificio, y cargada de muchos peligros, pero no había otra forma. Por lo tanto, ensayé la tarea. El hecho de que la arquitectura Barsoomiana tenga tantos ornamentos lo hizo mucho más simple de lo que había imaginado, ya que encontré bordes y salientes que formaban una escalera perfecta hacia el techo del edificio. Allí encontré mi primer obstáculo. El tejado se proyectaba unos siete metros de la pared por la que había escalado, y aunque di la vuelta alrededor de todo el edificio, no encontré ninguna abertura en él.
El piso superior estaba iluminado y lleno de soldados ocupados en los menesteres que les eran propios, de modo que no podía alcanzar el techo por el interior del edificio.
Había una remota y desesperada posibilidad, y decidí intentarla. Tratándose de Dejah Thoris, ningún hombre hubiera dejado de arriesgar su vida mil veces. Asido a la pared con los pies y una mano, aflojé una de las largas correas de mis arneses, de cuyo extremo pendía un gran garfio. Con este garfio todos los navegantes del aire se cuelgan de los costados y de la base de las naves para efectuar reparaciones y con él bajan los elementos de aterrizaje.
Balanceé el garfio cautelosamente hacia el techo, varias veces, hasta que finalmente pude engancharlo. Entonces tiré con cuidado para afianzarlo, pero no sabía si soportaría mi peso. Podría estar apenas trabado en el mismo borde del techo, con lo cual mi cuerpo, balanceándose en su extremo, podía caer y estrellarse contra el pavimento a unos trescientos metros más abajo.
Dudé un momento y luego, soltándome del ornamento me balanceé en el espacio en el extremo de la rienda. A mis pies estaban las calles brillantemente iluminadas, el duro pavimento y la muerte. Hubo un ligero sacudón en la parte superior del tejado y el desagradable rechinar de un deslizamiento que hizo que el corazón se me paralizara de terror.
Luego, el gancho se prendió y estuve a salvo.
Escalé rápidamente, me aferré del borde del tejado y salté hacia la superficie del techo. Cuando recobré el equilibrio me topé con el centinela de guardia que me apuntaba con su revólver.
—¿Quién eres y de dónde vienes? —gritó.
—Soy un aviador de reconocimiento, amigo, muy cerca de estar muerto, ya que escapé por un pelo de caer a la avenida que está abajo —contesté.
—Pero ¿cómo llegaste al techo? Nadie ha aterrizado ni despegado en el edificio durante la última hora. Rápido: explícate o llamaré a los guardias.
—Mira aquí, centinela, y verás cómo he venido y qué cerca he estado de no poder llegar en absoluto —repuse volviéndome hacia el borde del techo donde, a siete metros más abajo, es decir en la punta de la correa, pendían todas mis armas.
Llevado por un impulso de curiosidad, el sujeto se acercó a mí y eso lo perdió, porque cuando se inclinó para mirar sobre el borde del tejado lo tomé del cuello y del brazo que empuñaba la pistola y lo arrojé pesadamente sobre el techo. El arma se le cayó de la mano y mis dedos impidieron que gritara en demanda de auxilio. Luego lo amordacé, lo até y lo suspendí del techo como había estado yo unos momentos antes. Sabía que hasta la mañana no lo encontrarían, y yo necesitaba ganar todo el tiempo que fuese posible.