Una Princesa De Marte (17 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Una Princesa De Marte
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Saltó rápidamente del
doat
y, abrazando mi cuello con sus adorables brazos, se volvió hacia Sola y le dijo con tranquila dignidad:

—¡Huye, Sola! Dejah Thoris se queda a morir con el hombre que ama.

Esas palabras están grabadas en mi corazón. Con cuánto gusto ofrendaría mi vida cien veces, sólo para poder escucharlas una vez más. Pero en ese momento no podía abandonarme ni un segundo al éxtasis de su abrazo. Uní por primera vez mis labios con los de ella, la alcé en vilo y volví a colocarla en su asiento, detrás de Sola, ordenándole terminantemente a ésta que la retuviera allí aunque fuera a la fuerza; y luego, pegándole al
doat
en las ancas, vi cómo se alejaban y cómo Dejah Thoris luchaba hasta el final, tratando de zafarse de Sola.

Al volverme vi a los guerreros verdes que subían por el cerro en busca de su jefe. Lo vieron enseguida y luego me vieron a mí; pero apenas me descubrieron comencé a disparar, echado boca abajo en el musgo. Tenía aún cien balas en el cargador de mi rifle y otras tantas en el cinturón, a mi espalda. Mantuve una descarga continua de fuego hasta que vi que todos los guerreros que en un principio habían regresado de detrás del cerro, estaban muertos o corrían a esconderse.

La tregua, sin embargo, duró poco, ya que el grupo entero, que sumaba alrededor de mil hombres, pronto apareció cargando en loca carrera hacia mí. Disparé hasta que mi rifle quedó descargado. Ya casi estaban sobre mí, pero entonces, al asegurarme de un vistazo de que Dejah Thoris y Sola habían desaparecido entre las colinas, salté, me deshice de mi rifle inútil y comencé a alejarme en la dirección opuesta a la que las dos mujeres habían tomado.

Si alguna vez los marcianos tuvieron una exhibición de salto, fue la que presenciaron aquellos guerreros atónitos, aquel día, años atrás. Sin embargo, mientras esto los alejaba de Dejah Thoris, no distraía su atención de su propósito de capturarme.

Corrían salvajemente detrás de mí, hasta que finalmente, mi pie chocó contra una piedra y caí con los brazos y las piernas extendidos sobre el musgo.

Cuando levanté la vista, ya estaban sobre mí, y aunque saqué mi espada larga en un intento de vender mi vida tan cara como me fuera posible, todo terminó pronto. Sus golpes, que caían sobre mí a raudales, me hicieron tambalear y mi cabeza comenzó a dar vueltas. Entonces todo se volvió negro y caí desvanecido.

18

Encadenado en Warhoon

Debieron de haber pasado varias horas antes que recobrara el sentido. Recuerdo perfectamente el sentimiento de sorpresa que me invadió cuando descubrí que no estaba muerto.

Estaba tendido en una pila de sedas y pieles de dormir, en un ángulo de una habitación pequeña en la que había varios guerreros verdes. Inclinada sobre mí estaba una anciana horrible.

Cuando abrí los ojos se volvió hacia uno de los guerreros diciendo:

—¡Vivirá, oh, Jed!

—Muy bien —contestó éste, levantándose y acercándose a mi cama—. Nos suministrará un precioso deporte para los grandes juegos.

En ese momento mis ojos cayeron sobre él. Vi que no era Tharkiano, ya que sus ornamentos y armas, no eran los de esa horda. Era un tipo inmenso, con horribles cicatrices en la cara y en el pecho, con un colmillo roto y una oreja menos. A ambos lados del pecho pendían cráneos humanos y de éstos, a su vez, pendían manos humanas disecadas.

Su referencia a los grandes juegos, de los que tanto había oído hablar mientras estaba entre los Tharkianos, me convenció de que no había hecho más que saltar del purgatorio al infierno.

Después de intercambiar unas pocas palabras más con la mujer, cuando ella le aseguró que ya estaba preparado para el viaje, el Jed ordenó que montáramos y cabalgáramos detrás de la columna principal.

Me ataron y me montaron en un
doat
tan salvaje y rebelde como nunca había visto, con un guerrero montado a cada lado para evitar que la bestia me tirara. Cabalgamos al galope tendido en persecución de la columna. Tan maravillosa y rápidamente habían ejercido su terapia los emplastos e inyecciones de las mujeres, y tan hábilmente me habían vendado y enyesado las lesiones, que las heridas me dolían apenas. Poco antes de oscurecer alcanzamos el cuerpo principal de las tropas, a poco de acampar para pasar la noche. Fui conducido inmediatamente ante el jefe, que parecía ser el Jeddak de las hordas Warhoonianas. Al igual que el Jed que me había llevado, tenía espantosas cicatrices y también se adornaba el pecho con cráneos y manos humanas disecadas que parecían identificar a todos los grandes guerreros entre los Warhoonianos, así como indicar su horrible ferocidad, la que sobrepasaba ampliamente a la de los Tharkianos.

El Jeddak, Bar Comas, que era relativamente joven, era objeto del odio feroz y celoso de su anciano lugarteniente Dak Kova, el Jed que me había capturado, de suerte que no pude menos que notar los esfuerzos intencionales que éste realizaba para agraviar a su superior.

Omitió por completo el saludo formal al presentarnos ante el Jeddak, y cuando me empujó rudamente ante el principal, exclamó en tono fuerte y amenazador.

—He traído una criatura extraña que lleva las armas de los Tharkianos. Tendré gran placer en verla luchar con un
doat
salvaje en los grandes juegos.

—Si muere, morirá como Bar Comas, tu Jeddak, lo crea conveniente —contestó el joven líder, con énfasis y dignidad.

—¿Si muere? —rugió Dak Kova—. Por las manos muertas que tengo en mi garganta que morirá, Bar Comas. Ninguna debilidad sensiblera de tu parte lo salvará. ¡Oh, si Warhoon estuviera gobernado por un verdadero Jeddak, en vez de gobernarlo un corazón débil a quien aun el viejo Dak Kova podría arrancar sus armas con sus manos desnudas.

Bar Comas miró al desafiante insubordinado por un momento, con una expresión arrogante de desprecio y odio, y luego, sin sacar una sola arma y sin decir palabra se arrojó a la garganta del difamador.

Nunca había visto hasta entonces a dos guerreros verdes batirse con sus armas naturales. La exhibición de ferocidad animal que siguió fue una cosa terrible que ni la más desordenada imaginación podría pintarla. Se rasgaban los ojos y las orejas con las manos, y con sus brillantes colmillos se punzaban y acuchillaban de continuo hasta que ambos quedaron prácticamente hechos jirones de pies a cabeza.

Bar Comas llevaba la mejor parte de la pelea, ya que era más fuerte e inteligente. Pronto pareció que el encuentro había terminado, salvo la estocada final, cuando Bar Comas se deslizó para zafarse de una llave. Fue la oportunidad que Dak Kova necesitaba, y arrojándose contra el cuerpo de su adversario, incrustó su único pero poderoso colmillo en la ingle de aquél, y con un último y tremendo esfuerzo destrozó al joven Jeddak de pies a cabeza, hiriéndolo por fin, con su gran colmillo, en los huesos de la mandíbula.

Vencedor y vencido rodaron, uno exhausto y el otro sin vida, por el musgo, como una gran masa de carne destrozada y sangrante.

Bar Comas estaba tan muerto como una roca. En cuanto a Dak Kova, éste se salvó del destino que se merecía, gracias a los denodados esfuerzos de sus mujeres. Tres días después ya caminaba sin ayuda hacia el cuerpo de Bar Comas —el que por costumbre no había sido movido del lugar donde yacía—, y entonces, colocando el pie sobre el cuello de su antiguo gobernante, tomó el título de Jeddak de Warhoon.

Se le sacaron las manos y la cabeza al Jeddak muerto, para sumarlas a los ornamentos de las conquistas del vencedor, y luego las mujeres quemaron los restos entre carcajadas horribles y salvajes.

Las lesiones de Dak Kova habían retrasado la marcha tanto tiempo que se decidió desistir de la expedición —que tenía el objetivo de irrumpir sobre las pequeñas comunidades Tharkianas en represalia por la destrucción de la incubadora—, hasta después de los grandes juegos.

La tropa íntegra de guerreros, que sumaban unos diez mil, volvió hacia Warhoon. Mi presentación a esta gente cruel y sedienta de sangre no fue más que un indicio de las escenas que iba a observar casi diariamente mientras estuviera con ellos. Eran una horda más pequeña que la de los Tharkianos, pero mucho más feroz. No pasaba un solo día sin que alguno de los miembros de las comunidades Warhoonianas se trabara en lucha mortal. He llegado a ver hasta ocho duelos mortales por día.

Llegamos a la ciudad de Warhoon después de casi tres días de viaje. De inmediato fui arrojado dentro de un calabozo y fuertemente encadenado al piso y a las paredes. Me daban comida a intervalos, pero debido a la oscuridad cerrada del lugar, no sé si estuve tendido allí días, semanas o meses. Fue la experiencia más horrible de toda mi vida. El hecho de que el sentido no me abandonara a pesar de los terrores que se escondían en esa oscuridad absoluta, fue un milagro. El lugar estaba lleno de cosas que se arrastraban; cuerpos fríos y sinuosos que pasaban sobre mí. En la oscuridad tuve visiones ocasionales de ojos brillantes y feroces que me miraban con horrible insistencia. No me llegaba ningún sonido del mundo exterior y mi carcelero no emitía una sola palabra cuando me traía la comida, aunque al principio lo bombardeaba a preguntas.

Finalmente todo el odio y la maniática aversión hacia las terribles criaturas que me habían arrojado en ese horrible lugar se centró —por el deterioro de mi razón— sobre ese único emisario que representaba a la horda entera de Warhoon.

Había notado que siempre avanzaba con su débil antorcha hasta donde pudiera poner la comida para que yo la alcanzara. Cuando se detenía para ponerla en el suelo, su cabeza quedaba prácticamente a la altura de mi pecho. Por lo tanto, con la astucia de un loco, retrocedí hacia el ángulo opuesto de mi celda cuando volví a oír que se acercaba, y recogiendo una pequeña parte de la cadena que me sujetaba de la mano, esperé su llegada agazapado como una bestia de rapiña. Cuando se detuvo para dejar mi comida en el suelo, descargué la cadena sobre su cabeza y golpeé los eslabones con todas mis fuerzas sobre su cráneo. Sin emitir un solo gruñido cayó al suelo muerto como una piedra.

Riendo y parloteando, como que me estaba transformando rápidamente en un idiota, me arrojé sobre su cuerpo y mis dedos buscaron su garganta muerta. En ese momento éstos, tropezaron con una pequeña cadena de cuyo extremo colgaban algunas llaves. El contacto de mis dedos con esas llaves me hizo recuperar de inmediato la razón, y entonces mi idiotez se esfumó y volví a ser un hombre sano y cuerdo. Ahora tenía en mis propias manos los medios para escapar.

Mientras tanteaba en el cuello de mi víctima para sacar la cadena, eché un vistazo en la oscuridad y vi seis pares de ojos brillantes, fijos, que ni siquiera pestañeaban, sobre mí. Lentamente se acercaron y lentamente retrocedí con horror. De nuevo en mi ángulo, me agazapé sosteniendo mis manos con las palmas hacia arriba, ante mí. Los horribles ojos avanzaron furtivamente hasta llegar al cadáver que estaba a mis pies Entonces, lentamente se retiraron, pero esta vez con un extraño sonido chirriante. Por ultimo desaparecieron en un hueco negro y distante del calabozo.

19

El combate en la arena

Lentamente recobré mi compostura y por fin, volví a intentar retirar las llaves del cadáver de mi antiguo carcelero. Pero cuando busqué en la oscuridad para localizarlo, descubrí con horror que había desaparecido. Entonces la verdad se me apareció como un relámpago: los dueños de esos ojos brillantes habían arrastrado mi premio lejos de mí para devorarlo en su guarida cercana. De ese modo habían estado esperando durante días, semanas y meses, toda esa horrible eternidad de mi encarcelamiento, para arrastrar mi propio cadáver y darse un festín.

Durante dos días no me trajeron comida, pero luego apareció un nuevo guardián y mi encarcelamiento siguió como antes. Sin embargo, no volví a permitir que mi razón se trastornara, a pesar de mi horrible situación.

Poco después de este episodio trajeron a otro prisionero y lo encadenaron cerca de mí. A la tenue luz de la antorcha vi que era un marciano rojo. Apenas pude esperar que se fuera el carcelero para entablar conversación. Cuando sus pasos dejaron de oírse saludé suavemente al marciano con una palabra de recibimiento: “koar".

—¿Quién eres, tú que hablas en la oscuridad? —me contestó

—John Carter, un amigo de los hombres rojos de Helium.

—Soy de Helium, pero no recuerdo tu nombre.

Entonces le conté mi historia tal cual la he relatado en este libro omitiendo mencionar mi amor por Dejah Thoris. Le alegró mucho tener noticias de la princesa de Helium. Parecía bastante persuadido de que ella y Sola podían haber llegado fácilmente a un lugar seguro. Dijo que conocía bien el lugar porque el paso que habían atravesado los guerreros warhooníanos, cuando nos descubrieron, era el único que usaban cuando se dirigían al sur.

—Dejah Thoris y Sola entraron por las colinas a menos de diez kilómetros de un gran acueducto y probablemente ahora estén a salvo —me aseguró.

Mi compañero de prisión era Kantos Kan, un
padwar
[2]
de la flota de Helium. Había sido uno de los miembros de la expedición que había caído en poder de los Tharkianos, durante la cual habían capturado a Dejah Thoris. Me relató brevemente los sucesos que siguieron a la derrota de las naves.

Muy averiadas y casi incapaces de funcionar habían vuelto lentamente a Helium: pero mientras pasaban la ciudad vecina de Zodanga, la capital de los enemigos hereditarios de Helium entre los hombres rojos de Barsoom, habían sido atacados por un gran cuerpo de naves de guerra. Salvo la nave de la que procedía Kantos Kan, todas fueron destruidas y capturadas. Su nave fue perseguida durante días por tres de las naves de guerra de Zodanga, pero finalmente pudo escapar durante la oscuridad de una noche sin luna.

Treinta días después de la captura de Dejah Thoris, más o menos hacia nuestra llegada a Thark, su nave había llegado a Helium con un número aproximado de diez sobrevivientes de una tripulación original de setecientos oficiales y soldados. De inmediato se habían formado siete grandes flotas —cada una con cien poderosas naves de guerra— para que buscaran a Dejah Thoris. De estas naves se habían separado dos mil naves más pequeñas en la búsqueda inútil de la princesa perdida.

Dos comunidades de marcianos verdes fueron borradas de la superficie de Barsoom por una de las flotas vengadoras, sin que se encontraran rastros de Dejah Thoris. Habían estado buscando entre las hordas del norte y sólo en los últimos días habían extendido su búsqueda hacia el sur.

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