Una tienda en París (14 page)

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Authors: Màxim Huerta

Tags: #Romántico

BOOK: Una tienda en París
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—Toma, prueba esto —me dijo Modi, tendiéndome la botella.

—¿Qué es? —le pregunté.

—Pruébalo y verás —me dijo mientras se sentaba a mi lado. El líquido era demasiado potente. Me ardía en la boca e hizo que se me revolviera el estómago. La botella no llevaba ni etiqueta.

—Oye, Modi —dijo Kiki abriéndose paso hacia nosotros. Le agarró del brazo y le guiñó los ojos—: Cuando quieras poso para ti.

Las palabras de mi nueva amiga salían con tanto fuego como el trago que me acababa de meter. Pero curiosamente el pintor no la escuchó, y dijo mirándome:

—Encantado de conocerte.

Sonreí.

—¿Eres parisina? —me preguntó.

—Sí —dije de forma escueta.

Mi barrio era igual de parisino que este, pero no parecía París. Qué le iba a contar a un hombre borracho que me estaba mirando el escote.

—¿Tú eres la modelo de Kisling?

Asentí.

—Encantada de conocerle —le dije, extendiendo mi mano hacia la suya.

—No te preocupes. No tengas miedo. Eres muy bella —me dijo con el semblante serio—. Bella y distante. Pero me gustan las modelos así, porque son obras de arte antes de ser pintadas.

Un nerviosismo empezó en mi interior como una abeja zumbando en la boca del estómago. Noté cómo me miraba, aunque yo bajé los ojos hacia mis manos, los dedos me temblaban.

—Los desnudos de Modigliani son sexualmente francos, abiertos, incitantes, y expresan estados sexuales específicos: incitación, promesa y satisfacción.

Había empezado a hablar Berthe Weill, dueña de una galería de arte, que presumía de tener a Picasso y Matisse entre sus artistas.

—El día de la inauguración, este salvaje borracho me llevó al cielo y al infierno, no puedo con estos virtuosos, van a acabar conmigo —comentó a voces mientras pedía otra botella de champán para todos. Modigliani agarró su botella y dio otro trago a morro. La señora Weill pidió que le escucharan entre el griterío alegre de bebidas y humo—. Colgamos los cuadros el domingo, y abrimos el lunes 3 de diciembre. Suntuosos desnudos, rostros angulosos, cuadros de los buenos.

—Lo recuerdo perfectamente —dijo Kisling antes de echarse a reír.

—¡Oh, qué gran noche y qué locura!

Me guiñó un ojo haciendo ademán para que la escuchara.

—Llegaron todos los invitados, cae la noche, encendemos las luces de la sala. Los transeúntes, intrigados al ver tanta gente en el local, se detenían, sorprendidos.

—Aquello era una fiebre —dijo Kisling moviendo las manos.

—Todo el mundo quería saber qué pasaba dentro, dos transeúntes, tres…, la multitud iba creciendo ante la puerta. Mi vecino de enfrente, que es el jefe de la policía del distrito, empezó a preocuparse. «Pero ¿qué es esto? ¡Un desnudo!».

—Había un desnudo que se veía desde su ventana —añadió Kisling.

—Lo mejor es que envió a un agente vestido de paisano con un acento absolutamente provinciano: «El comisario le ordena que quite ese desnudo de ahí». «¡Dios mío! ¿Por qué?» El agente repitió con voz aguda: «El comisario le ordena que quite ese cuadro de ahí». «¡Dios mío! ¡Si ni tan siquiera lo ha mirado!… y en la ventana no hay ningún desnudo». Lo quitamos. Los invitados se reían nerviosamente sin entender qué pasaba. Yo tampoco entendía nada. Afuera, la multitud era cada vez más numerosa y empezaba a alborotar. ¡Peligro!

—¡Y tanto!

—Nosotros sin saber qué pasaba con los cuadros.

—Y ¿qué pasaba? —dije inocente.

—Vete sospechando.

Me encogí de vergüenza.

—El policía volvió al cabo de un rato para decir que el comisario quería verme. Vino al despacho, lleno de gente. Pregunté: «¿Quiere verme?». «Sí, ¡y le ordeno que retire toda esa basura!». El tono era de una exquisita insolencia. Imposible discutir con él. Envalentonado y aupado por las risas de los imbéciles que estaban en el despacho, va más allá y añade: «¡Y si mis órdenes no se cumplen de inmediato, voy a confiscarle todos esos malditos cuadros!». Yo no sabía qué cara poner: «¿Qué tienen de malo esos desnudos?».

—Recuerdo tu cara —dijo Nils fanfarroneando.

—Y exclamó, con ojos desorbitados: «Estos desnudos… estos desnudos… ¡tienen p-p-p-pelo!»
[2]
.

Me puse roja mientras todos cacareaban la anécdota repitiendo «¡tienen pelo, tienen pelo!». Recordé en ese preciso momento cuando me quité toda la ropa por primera vez y los pintores me miraron el sexo. Crucé las piernas inconscientemente como si me estuvieran viendo desnuda otra vez. Quizá nadie lo notó, pero sentí un rubor caliente desde mi pecho hasta mi cara que solucioné bebiéndome de un trago el champán. Kiki estaba desencajada de risa y al moverse se le salían los pechos del escote, avergonzándome más a mí que a ella. Siguieron con el cuento mientras Weill me explicó, ya en voz baja, que a pesar de que solo se exponían cuatro desnudos, tuvieron que cerrar la galería inmediatamente; los invitados que se habían quedado dentro ayudaron a descolgar los cuadros de las paredes.

Escuchamos unas risotadas provenientes del centro del salón y nos giramos como los demás para ver qué pasaba. Un grupo de hombres estaba rodeando a Kiki, que, con una botella en la mano, estaba jugando a girarla en el suelo, y allí donde se detenía les dejaba elegir entre beber un trago o dejarse tocar los pechos. Si la tocaban, la que bebía era ella. Localicé a Kisling entre el grupo, estaban desbordados por el escándalo. Tuve la sensación de que Kiki quería ser la protagonista eterna del local. Modi me miró con deseo. Era guapo, no tanto como Nils, pero su atractivo superaba al de los demás hombres peripuestos y acicalados con trajes caros y pañuelos de seda. Tal vez esa falta de almidón era lo que le acercaba a los hombres a los que yo estaba acostumbrada a ver por mi barrio.

—Eres encantadora. Quiero pintarte. Quiero que poses para mí.

Tartamudeé, sin saber qué decirle. En cada una de sus palabras pude escuchar que también quería acostarse conmigo. Él estaba muy borracho, yo empezaba a estarlo. Se me estaba subiendo a la cabeza tanto alcohol y no sabía asimilar el vuelco que había dado mi vida. Pero sobre todo, no podía asimilar que, de pronto, estaba siendo deseada. No estaba preparada para tanto libertinaje, la rara era yo. Qué problema había. Ninguno. Me retorcí las manos y me acordé de las palabras de mi madre. Modi debió de notar mi incomodidad porque cuando puso la mano en mi pierna la retiró instantáneamente. Después de un rato volvió a hacerlo. En vez de inquietarme, me dejé.

Kiki comenzó a hacer aspavientos en el centro de la sala y cayó al suelo borracha. No llevaba bragas. Todos la vieron tirada entre las mesas, descompuesta. Ella ya estaba acostumbrada a que los hombres la vieran implorando su compañía y ahí, tirada en el suelo, parecía frágil, quebradiza. Nada que ver con esa mujer fuerte que todos estaban coreando como una reina de Montparnasse. La tapé antes de que aquello fuera un espectáculo mayor y me fui con ella hasta la calle para que nos diera el aire.

—Te he visto coquetear con Modi —me dijo mascullando, ebria.

Kisling le pidió a Thora que me buscara un vestido para la exposición de Taitbout. Quería que estuviera a la altura del acontecimiento. Esas fueron sus palabras. Así se lo dijo y a mí me sonó a «voy a vestirte de la mujer que debes aparentar ser». Nunca había tenido que aparentar nada porque mi vida había sido transparente para todo el mundo, como la de toda mi familia. Cuando eres pobre no existes. Solo los francos te hacen visible: «El dinero tiene campanillas —decía mi madre—, todas las cosas caras hacen mucho ruido». Por eso casi siempre nos callábamos al ver pasar a una mujer rica por los bulevares para escuchar el sonido de su bolso, sus tacones, sus pulseras, sus pendientes… Por eso aquella tarde a las cuatro en punto me callé al entrar en el cielo del lujo. Enmudecí.

La mujer de Nils conocía a la familia Lanvin y me llevó hasta su taller de moda del Faubourg Saint-Honoré. Entramos en un edificio tan lleno de riqueza que a mí me pareció estar llegando a la residencia del alcalde de París. Eso es lo que yo había imaginado como lujo. Unas escaleras de mármol en curva subían en espiral perdiéndose en una cúpula de cristal. Y allí dentro, el esplendor.

Empujamos la puerta de cristales de colores que reflejaban un arcoiris en el suelo por la luz de la ventana que rebotaba en todos los lugares como un caleidoscopio. La imagen de mi madre llegando cansada de la maternidad y barriendo la ceniza de la chimenea cruzó rápidamente mi cabeza. Traté de adoptar un aire de seguridad, como si nada me sorprendiera, cuando en realidad me sentía lanzada a probarme todos aquellos vestidos que, dispuestos en maniquíes de terciopelo, poblaban el salón como invitados a una fiesta de fin de siglo.


Bonjour
, madame.

Jeanne se giró hacia Thora y le susurró:

—Es muy bella. Creo que tiene esa exquisitez de las mujeres inteligentes.

Jeanne me estaba observando. Su mirada me hizo sentir tan acomplejada que me hundí en la alfombra de aquel salón. Un gran salón. Techos altos, lámparas de lágrimas de cristal en todos los rincones, estanterías llenas de libros de piel, sillones tapizados de telas de colores, una mesa gigante llena de zapatos de mujer de más o menos tacón, telas en bobinas que hacían abanicos gigantes. Una alfombra sobre la moqueta roja que daba miedo pisar. Dos espejos gigantescos de suelo a techo que duplicaban la realidad haciendo que todo fuera doblemente espléndido. Un aroma a perfume sutil, más fuerte cerca de los sillones, transportaba a otro lugar. ¿Era posible otro lugar?

—Eres la modelo estrella de la exposición, según me ha dicho Kisling. Tienes una delgadez elegantísima. ¿De qué parte de París eres?

Recordé mi calle, con sus ventanales estrechos destartalados, los puestos de fruta apiñados entre los portales, los charcos que igualaban con agua los socavones del pavimento, el olor a ceniza, a cebolla, a queso, a ropa vieja tendida, a pobreza. Quizá, debido al vestido que llevaba prestado por Kiki, no había notado que yo venía de ese otro París que no participa de las telas que allí tenía colocadas como joyas, un París que se abriga más que se viste, que corre más que pasea, que se moja más que se baña. Escondí mi mirada entre aquel montón de muebles de maderas brillantes, avergonzándome de repente de mi familia. Me sentía de pronto demasiado humillada.

—Vivo un poco lejos de aquí.

—Eres muy mona —dijo la señora Lanvin—. ¿Qué tipo de vestido te gustaría?

Thora, al ver mi cara desencajada, salvó la situación.

—Creo que habíamos pensado ponernos en sus manos, Jeanne, es un atrevimiento darle consejos a usted.

—Ya sabes que os adoro. ¿Qué tal está Nils?

—Oh, bien, bien. Estoy tan feliz con él.

—Es un gran hombre.

Me puse a mirar las telas que en grandes piezas se amontonaban detrás de un sofá de terciopelo. Andaba perdida como jamás lo había estado. No quería meter la pata, ni siquiera empeorar mi humillación haciendo ningún comentario que diera a entender de dónde venía. Seguramente cuando se puso a susurrar a Thora había visto la desdicha reflejada en mis ojos. Aquel sitio lleno de espejos no podía reflejar más que la realidad, que yo no pertenecía a ese mundo. Sin embargo, me gustaba.

—Sois tan jóvenes, tan adorables.

Thora suspiró asintiendo.

—Vamos a tomarle medidas —me dijo una chica, pasándome una cinta por debajo del pecho—. ¿Le importaría levantar los brazos?

—Oh, no —le contesté.

Allí estaba yo, crucificada en medio de la riqueza, estirando las manos, trataba de no pensar en el precio de las cosas que me rodeaban, pero me era imposible apartar la mirada de las lámparas. Estaba hechizada. Escudriñé el techo lleno de dibujos y encontré un pájaro azul que me llevó a la niñez. Uno que se paraba en la ventana y al que daba de comer cuatro migas. No sé por qué, pero tuve necesidad de cerrar los ojos unos segundos.

Cuando los abrí, la señora Lanvin empezó a explicarme que por mi constitución de huesos y delicadas curvas lo más apropiado para brillar en la exposición como una musa era algo inspirado en las deidades grecorromanas. Desplegó una tela blanca de seda que flotaba formando olas en el aire y me dijo que mi vestido llevaría los hombros descubiertos, anudado al cuello dejando la espalda desnuda, la cintura estaría marcada por un vuelo discreto y caería con todo el peso de la tela hasta mis pies, «un poco más largo, que cubra bien tus zapatos, como una escultura».

—Encima de los hombros llevarás una capa con mangas que te dará un aspecto de ángel —me dijo colocándose tras de mí, reflejadas las dos en el espejo gigante.

Me temblaron las manos, pensé en mi madre, volví a notar las lágrimas escociéndome los ojos.

Thora estaba sentada en una butaca verde. Más acostumbrada que yo al lujo, me miró con complicidad y dijo:

—Vas a ser una diosa.

—Esta chica ya es una diosa —contestó Jeanne mirando a la chica de la cinta de las medidas y a mi amiga.

—Absolutamente.

Aquella noche, cuando cambié el uniforme de una niña de París llamada Alice por el de mademoiselle Humbert, advertí que había entrado en un mundo nuevo. Quizá resulte demasiado exagerado llamar
mundo nuevo
a una forma de vida, pero en mi padrenuestro de todas las noches en casa este lugar en el que ahora entraba no cabía en mis sueños. Nadie reparó en que yo era la chica que suplicó trabajo en la rue Grande Chaumière, excepto yo, que comencé a asumir mi rumbo. Fingí que me parecía normal todo aquel
show
de ricos contemplando cuadros y brindando a cada paso. Yo era consciente de quién era, pero me olvidé. Mi entrada en la sala de la galería Taitbout fue excitante.

—Tiene una espalda bellísima.

—¡Qué gran chica!

—Es superior a la obra.

—¡Oh, Kisling es un artista!

Yo continué caminando entre los invitados, pero más lentamente. Al principio estaba tan excitada que corría pisándome la pequeña cola del Lanvin marfil, disimulando con pequeños parones para admirar las obras del pintor y de sus alumnos. Tiraba de la tela y la desencajaba del tacón. La gente me sonreía. Yo me extrañaba cuando me saludaban por mi nombre. «Encantada, hola, encantada, muy bien…, encantada». Era evidente que lo estaba. Luego seguí más calmada, sabiendo que no era necesario correr ni disimular. Estaba en medio de la vida. Tan extraño se me hacía todo que tenía la nariz helada, las manos frías y la piel pálida como la cera, pensé que estaba muerta. Nada podía ser real. Quizá lo estaba. Y recorrí mi vida desde aquel día como un fantasma. Quizá ya estaba muerta. Aquel Lanvin era la mortaja cerúlea para una chica nadie. Sin lugar, sin edad, sin pasado. Si llevaba semanas desnuda, por qué aquello no era el cielo de los finados. Quizá. Una vez fuera de mi lugar, de mi calle, cómo era posible que perteneciera al mundo en el que me hallaba ahora. ¿Cómo? Empecé a dar rodeos por la sala, buscaba algún sillón o butaca donde apoyarme, el vino estaba mareándome, el enajenamiento también. Al contemplarme en aquel lienzo colorista y extraño no me reconocí, pero no era difícil imaginar que aquellos pechos, las piernas abiertas, la postura provocadora, mi cabello, mi tristeza…, sobre todo esto último, eran míos.

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