Una tienda en París (23 page)

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Authors: Màxim Huerta

Tags: #Romántico

BOOK: Una tienda en París
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—Sé que ha pasado el tiempo y también sé que su enfermedad es un chantaje para tenerme a su lado, pero… ya no puedo cargar con más culpas. No lo soportaría, tampoco soy tan fuerte. Además, la exposición es sobre la mujer francesa y sé, conociendo a mi padre, que es una forma de expiar sus pecados recordando a mi madre. He reconocido sus manos en un cartel que están preparando en la imprenta, no podría olvidar los dedos finos de mi madre, vacíos de anillos, llenos de vida. Ese gesto tan suyo de agarrarse con una mano el pulgar y apretar las manos.

Me erguí y alargué la mano tratando de recuperar su cercanía.

—No le niegues estos días, Laurent, yo podría ayudarte a estar más cerca de él.

Pensé que era una forma de decir también que así estaba también más cerca de él. Había tardado más de quince años en aparecer y el azar lo había puesto a mi lado de nuevo. Sin embargo, noté en su cara, cuando tuve el valor de mirarle, que en el fondo no había perdonado a su padre y que su presencia en París era circunstancial. Pero él, que quería controlarlo todo, había tragado con la exposición, con su padre y con los recuerdos. Esperé a que bajara la intensidad de su respiración para abrazarme a su pecho y farfullé incapaz de ordenar mi frase.

—¿Y yo?… Nuestro París, te vas, ¿verdad?

Me miró con generosidad.

—No sé qué hacer. Quiero ayudarle en la exposición porque es su último sueño, pero no soporto tenerle cerca.

Tragué saliva. Sentí una sordera hueca que me impidió escuchar su justificación.

CAPÍTULO 29

Unos días después de que Ërno partiera hacia Nueva York empecé a trabajar en el taller de Coco Chanel. ¿Cómo olvidar la perturbadora imagen de aquel lugar? Ella era la emperatriz de aquella flota de modistas ordenadas entre mesas amplias llenas de telas, tijeras e hilos. Las chicas de la costura entonaban siempre la misma canción en voz muy baja y parecía la banda sonora de unas tardes que para ellas eran rutina y para mí todo un acontecimiento indiscutible que me resulta imposible expresar dada mi fascinación: no cesaban de llegar junto a sus sirvientas señoras de la burguesía que se dejaban aconsejar por mademoiselle sin rechistar. Para Chanel no eran más que clientas a las que imponía su sencillez impersonal. Cuando le preguntaban el porqué, se encogía de hombros. Entraban sin cesar cartas, equipajes, paquetes del extranjero, regalos…

—¡Déjelo ahí! —decía al mensajero después de darle una propina. No les miraba a la cara, supongo que por si alguno llegaba en vano a parecerse a «Boy».

Para mí, aquel lugar era un salón de baile en el que todo se movía con una armonía de ejército eslavo, como alguna de las costureras, siempre luminoso y recién encerado. Mamá habría sido feliz con solo mirar mi felicidad tras alguno de los biombos que cubrían las esquinas. Pensaba llevarle algo de todo lo que acababa sin uso. A veces, sentía el impulso de volver a casa y contarle cómo era aquel lugar en el que mi dolor se había traducido en fiesta.

—Un gran fotógrafo de la Croisette nos tomó una imagen con un sombrero parecido a aquel, querida Gabrielle —dijo una clienta bellísima mientras se dejaba caer en la
chaise-longue
—. Aquella noche no faltaban admiradores —añadió.

—Lo recuerdo —cortó voluntariamente Coco—. No vale la pena.

—Llevé veinte sombreros —insistió en recordar.

—¡Veinte! Son muchísimos, ¿no? —dejó escapar una de las chicas a mi lado.

Había en el tono de voz la misma sorpresa que la que sentía yo.

—Anoche yo perdí uno —explicó otra en voz baja—, vete a saber tú dónde.

—Lo que no habrás perdido tú.

—¡Calla! Podrás tú hablar.

La vida no acababa nunca de pasar en aquel taller. Las pillerías de la vida alegre de las chicas, nosotras, se mitigaban cuando las señoras, como princesas de sombrero blando echado hacia la nuca, narraban con entusiasmo sus viajes por Niza, San Petersburgo, Deauville, hoteles bajo el sol de Saint-Tropez… Calladas, atendíamos a las crónicas —¿cómo ignorarlas?— y descubríamos que las clientas no hablaban más que de amantes, generales, lecturas, mobiliarios, cristales de Lalique, alhajas de Cartier y películas de cine en las que aparecían los modelos que querían tener. La reacción de Coco, en esos momentos sumida en las tinieblas, era de aversión. No quería adornos porque le sobraba todo atavío superfluo, cualquier artificio iba directo a la papelera de los diseños, sin miramientos. Del mismo modo que arrugaba un patrón con mucha compostura, se burlaba sin pudor de las horteras que cuanto más dinero, más lazo pedían. «No», era su respuesta. Coco era una mujer frágil pero fuerte, y entonces comprendí qué adecuadas eran aquellas dos letras. Era el último muro que se erguía entre mi anterior vida y yo. Yo también aprendí a decir que no. Algo que a Kiki y a las chicas les pareció terrible.

—El amor no está reñido con la diversión, querida.

—Es que estoy agotada, me paso las mañanas con Coco —me excusaba para no unirme a sus correrías nocturnas—, debo madrugar. Se lo he prometido a Ërno.

—Aburrida, ¿lo sabes? La futura señora Hessel es una mujer aburrida.

—Sabes que estoy deseando que vuelva…

—¡Oh, no! No lo había notado. Entre tú y Thora voy a quedarme sin amigas. Menos mal que me quedan los hombres.

—¿Todos?

—Si hace falta, ¡todos! No hago ascos. Además, contigo menos en el mercado tocan a más.

—Cuando vuelva Ërno hacemos planes, ahora quiero sacar todo el provecho a los talleres de mademoiselle, esto es apasionante, ni te imaginas… De hecho, me ha dicho que me ayudará si quiero montar mi propio negocio.

—¿Estás a vueltas con tu tienda?

—Sabes que sí.

Kiki balbuceó. Tenía la boca apretada, como si estuviera tratando de leer mis pensamientos. Lo mejor y lo peor de mi amiga era que sabía leer entre líneas, hasta callada conseguía arañar mis preocupaciones. Hubiese dado mi vida por saber qué estaba pensando en ese momento, y, aun así, pudiendo preguntarle, no tuve más remedio que callar para evitar una radiografía.

—Quiero que sepas que estaré a tu lado, como lo estuve cuando salías manchada de pintura y carmín de los otros talleres —me dijo Kiki mientras salíamos del café.

Hizo su típico chasquido de dedos para cambiar de tema, se puso más carmín y agarrada a mi brazo me acompañó de nuevo hasta la puerta de los talleres de Coco. Ese chasquido resonó en toda mi sien. Mi camarada sabía perfectamente que yo era una mujer que venía de ese otro París que no viste vestidos de chifón ni juega con las perlas a la salida de los restaurantes, yo conocía el sabor de la cebolla y había mendigado queso para compartir con mis hermanos. Tenía el estómago hecho a todo y la piel acostumbrada al frío, por eso mi mayor miedo ahora era descender en caída libre si me fallaba el apoyo de Ërno en la alta sociedad. Con él podían cerrarse todas las demás puertas que ahora tenía abiertas. Todo irá bien, pensé. Contuve la respiración para despedirme de Kiki y observé cómo buceaba dentro de mí zambullida en el océano de mis quebraderos.

—A las amigas nunca las separa un hombre, ni dos. Sabes que estoy.

—Lo sé, Kiki.

—Recuerda que Leopold es un
playboy
, que Ërno es su amigo…, que son hombres, que a los hombres…

—¡Para ya!

—Te lo digo con cariño, porque te quiero… No vayas a hacer demasiados planes. Ellos son de una manera, nosotras somos de otra.

Y me daba cuenta, aunque fuera fingidamente, de que mi rabieta para no oír a Kiki era simple y llanamente para no escuchar mis contradicciones. Tal vez tenía razón. Pero yo quería, suplicaba, que fuera solo tal vez.

—Por cierto, me voy rápido, que me están esperando —soltó meciendo las puntas de su melena
garçon
para frivolizar el momento—. No quiero desaprovechar ¡ni un minuto!

La reina de Montparnasse estaba enredada en otro de sus amores pero seguía combinándolo, como siempre, con ron y con canciones. De hecho, ahora había empezado a ser una más de las estrellas que poblaban los escenarios, actuando, cantando, pintando y dejándose fotografiar por su media naranja, Man Ray, en todo tipo de publicaciones. Siempre desnuda. Desprovista de pudor y de miedos. Mi adorada Kiki era el centro de París y agotaba las veinticuatro horas del día con tanta pasión que renacía y moría cada día como una mariposa de seda. Yo, en cambio, me reprimía para evitar la tentación. Los miedos nunca desaparecieron en mí, por eso me maquillaba tanto.

Cuando Kiki se marchó hacia su destino yo me subí a los talleres de la rue Cambon. Pensaba, sin embargo, que había tocado mi punto débil, y el de mis miedos sobre mi futuro. Para que sucedan los sueños tienen que soñarse muchas veces, y yo estaba tan temerosa de perderle que no conseguía dar dos puntadas seguidas. La clave de mi seguridad la tenía en mi mundo, en aquel barrio de Mouffetard, que ya era un simple recuerdo, pero fuera de él necesitaba de otros asideros. La clave ahora era él. Y todos mis esfuerzos por estar atenta a las tijeras y a los hilos eran vanos.

Todavía estaba sumida en mis pensamientos y mi lugar en el mundo cuando vi que Coco avanzaba hacia mí, como siempre vestida de negro de la cabeza a los pies. Su mirada se cruzó con la mía, perdida en la ventana, y fingí que no me daba ni cuenta. Por desgracia para mí, lo que tenía entre manos era un vestido de madame Arnauld, amiga de la jefa. «Lección número 1: estar atenta. Lección número 2: no manchar las telas». Volví la cabeza con brusquedad y me di cuenta de que había empezado a sangrar en el patrón.

—¡Lo siento, mademoiselle Chanel! —me azoré limpiándome en la falda la sangre que chorreaba de mi mano.

Desconcertada como yo, me extendió su pañuelo para que me cubriera la herida.

—Alice, he visto cómo te cortabas con las tijeras y no te dabas ni cuenta.

—No volverá a pasar —dije avergonzada por haber manchado la tela.

—Claro que no volverá a pasar.

—Lo sé.

—¿Qué te pasa? Yo había conocido a una chica segura de sí misma, atrevida incluso. Y me encuentro ahora a una muchacha que parece que venga por primera vez a la ciudad.

—Lo siento.

—Ya sé que lo sientes. Lo que quiero saber es qué te pasa. Cómo has cambiado desde que te conocí… No puedes negar que no pueden ser solo nervios.

Las chicas de la costura disimulaban escuchando nuestra conversación.

—¡Volved a lo vuestro! —dijo con cierta arrogancia.

—Es… ¿cómo decirlo? Miedo.

—¿Miedo? ¿Sobre qué?

—Bueno, miedo a estar aquí, a fallarle, a no estar a la altura de lo que espera de mí…

Me miró en silencio, con la mano apoyada en la cintura y otra en la mesa donde había quedado una mancha de sangre junto a las tijeras. Permaneció así largo rato, indiferente, mirándome con sus ojos abiertos. Me pareció que no me creía y, al final, terminé por ser honesta.

—Yo no soy una mujer como aparento. Y temo que Ërno se dé cuenta.

Su mirada se tiñó de discrepancia. Cogió las tijeras y, decidida, rasgó por completo la tela en la que había caído la sangre.

—¿Qué hace? ¡Podía limpiarla!

—Mi querida Alice, esta tela es solo un trozo de vestido. La señora Arnauld puede pagar doscientos vestidos como este. Más incluso. Yo misma puedo convencerla para que elija otro color, otro diseño, otra tela. Sin embargo, no puedo convencer a un hombre que ha decidido amar a una mujer. Ërno está enamorado de ti, le conozco bien y no hay tijeras que puedan romper sus sentimientos.

Dio media vuelta y al llegar hacia la puerta de su despacho se giró de nuevo.

—¡Y no vuelva a manchar otra tela! —me advirtió esperando una reacción del resto de las chicas del taller.

Concluida mi jornada, llegué a casa. Mi apartamento era tan acogedor que casi olvidaba que era una mujer feliz y enamorada. Todavía tenía el pañuelo de Coco apretado entre mis dedos para parar la herida; al retirarlo, seco y pegado, descubrí que en las líneas de mi mano había quedado otro surco que partía en dos la línea de la vida.

Reconocí mi miedo en el espejo pero no reconocí mi cara debilitada por el pesimismo. Busqué en el armario la gargantilla de las esmeraldas que me había regalado Ërno la noche de la gran cena y la acaricié como si estuviera rozando la cicatriz de su cuello vestido como en esa foto de general. Luego reparé en que al apretarla entre mis dedos, la herida también se había abierto y estaba manchando las piedras.

Temblé mecánicamente.

CAPÍTULO 30

El viaje de Ërno se estaba retrasando y las palabras de Kiki no hacían más que machacarme la cabeza. Mal que me pese, si tardaba más acabaría dándole la razón a ella. Un día sí y otro también tenía que ausentarme del taller para mojarme las sienes, mareada por la presión de los días y la ausencia. Nueva York estaba tan lejos que contaba los días de la travesía como si por ello fuese a acelerar las máquinas del buque, cuando lo único que hacía era acelerar mi corazón. Vomitaba cada vez que pensaba en Ërno mirando por la cubierta en esa bañera gigantesca de mar. Como si fuera a llegar cada tarde, ilusa, miraba el reloj y, acelerada, ordenaba mis cosas del taller para marcharme a casa. Creía que por correr a cambiarme de ropa y esperar su llegada haría que todo fuese más fugaz. Coco me entendía bien. «Los nervios son lo mejor para empezar a parecer una amada», según sus palabras.

—Ojalá yo pudiera nadar para encontrarlo.

Hablaba de ella. De su pérdida. Entonces entendí que yo podía esperar, ella no. Y que esperar puede ser tan angustiante como feliz.

—Ojalá.

Lo dijo tocando una de las telas que por mi tensión empezaba a descolgarse de la mesa de los patrones. Me parecía injusto y disimulé mi cosquilleo de emociones para liquidar mi tensión en segundos. Despaché mis asuntos entre hilos y telas y salí raudamente. No sé ni cómo llegué a casa. Tal vez el «ojalá» de Coco me había lanzado por la borda de mi angustia. Cuando me di cuenta estaba en la bañera, en casa, jugando con las burbujas y mirándome en las pompas de jabón que me reflejaban de manera infinita vuelta del revés.

Yo, en medio de mi mar.

Soplé las pompas como quien despliega las velas de un barco a sotavento.

Él estaría en medio de otro mar.

Hice lo que todas las tardes desde que partió a Nueva York, cada día de cada semana, esperando…, esperándole… Elegí el vestido que mejor me quedaba, comprobé que el pelo estaba perfecto, me perfumé y, después de mirarme en el espejo no sé ya ni cuántas veces porque iba y venía corriendo del baño al vestidor, me ajusté el collar al cuello para que Ërno se encontrara a la Alice que esperaba. Así me quedé un rato. «Pensaba que no ibas a llegar, pensaba que te habías olvidado de mí, pensaba que…».

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