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Authors: Caroline L. Jensen

Tags: #Humor

Una vecina perfecta

BOOK: Una vecina perfecta
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A la señora Bengtsson le encanta ser ama de casa, y para ella el mejor momento de la semana llega cuando puede servirse un vaso de vino blanco y pasearse por su inmaculado hogar con las zapatillas satinadas de tacón que tienen pompones en la punta. Su vida parecía destinada a transcurrir entre bollos de canela, aspiradoras y cursillos de caligrafía, hasta que un fatídico día decidió darse un baño y usar el hidromasaje, y eso lo cambió todo. Era un martes cualquiera, y la señora Bengtsson murió. Pero Dios, que ese día la estaba observando, decidió darle una segunda oportunidad y la devolvió a la vida. Aunque algo debió de salir mal, porque desde entonces la señora Bengtsson se comporta de un modo extraño, tanto en casa —para sorpresa de su estupefacto marido—, como fuera de ella —para asombro de sus tranquilos vecinos—. ¿Será que la señora Bengtsson ha dejado de ser la vecina perfecta?

Caroline L. Jensen

Una vecina perfecta

ePUB v1.0

Dirdam
12.06.12

Título original:
Fru Bengtssons andliga uppvaknande

Caroline L. Jensen, 2010

Traducción: Pontus Sánchez Giménez

Editorial: Planeta, S. A.

Edición española: abril de 2012

ISBN 978-84-08-00459-2

Editor original: Dirdam (v1.0
)

ePub base v2.0

A mi querido Magnus,

la persona más divertida

que conozco

Prólogo

Capítulo 1

—¡Señor! ¡Señor!

El Todopoderoso suspiró satisfecho mientras contemplaba la cadena de ADN que acababa de trenzar.

—Esto los dejará pasmados —dijo entre dientes con una sonrisita. Después le dirigió su atención al ángel, que había entrado como un torbellino.

—¿Qué ocurre, Número uno?

El ángel se estremeció de placer.

Número uno. Ese apodo lo hacía sentirse especial.

—Es la señora Bengtsson esa otra vez. ¡Está planeando algo de lo más blasfemo! Piensa…

—Ya sé —lo interrumpió Dios— qué está planeando la pequeña Bengtsson.

El ángel esperaba que el Señor emitiera su habitual suspiro de arrepentimiento por haber permitido la libertad de que lo cuestionaran, cosa que de vez en cuando se planteaba seriamente abolir, pero no se oyó nada.

—Pásame la cánula del carbono catorce, si eres tan amable —se limitó a decir, y de nuevo se sumió en el nacimiento de su última creación—. Creo que esto será un fósil.

El ángel le pasó lo que le había pedido y se sintió satisfecho con la respuesta: aquello sólo podía significar que Dios también tenía un plan.

Primera parte

Entre dos martes

Capítulo 2

Aunque pueda resultar irritante, el día en que murió la señora Bengtsson no tuvo nada de especial.

Ni había dejado de fumar del todo, ni había salvado el mundo, ni tampoco se le había ocurrido ningún invento para facilitarle la futura existencia a la humanidad. Ni siquiera fue un día en el que hubiese hecho algo extremadamente malvado.

Sin que nada relevante hubiera ocurrido, la señora Bengtsson simplemente estiró la pata.

Su marido, el señor Bengtsson, seguiría afirmando durante bastante tiempo que no había muerto y que a ver si se tranquilizaba un poco, porque así no había quien se concentrara en el periódico.

—¿Cómo te puede costar tanto
escuchar activamente
lo que te estoy contando, cariño? Podría estar aquí diciéndote que pienso abandonarte esta noche y tú seguro que ni levantabas los ojos de los titulares deportivos, ¿verdad?

Lo dijo sin ninguna expectativa de obtener una respuesta. Estaba examinando su imagen en el espejo del recibidor mientras hablaba hacia el salón. A veces hasta daba la impresión de que apenas se escuchaba a sí misma.

El martes pasado, la señora Bengtsson había muerto.

El señor Bengtsson, quien opinaba que su mujer no había dicho nada sorprendente desde el cambio de milenio, más o menos, y que por eso tampoco había prestado atención aquella vez, respondió con un simple «Ajá…» en un tono estudiado para que pareciera que estaba participando de la conversación, mientras, ausente, seguía pasando las páginas del periódico del viernes. Normalmente la charla de la señora Bengtsson giraba en torno al nuevo cursillo que se le había metido entre ceja y ceja: cocina, cerámica, caligrafía. Curioso que todos empezaran por «c». Al igual que la idea que ahora tenía en mente.

Estaba pensando en Cosmética.

La señora Bengtsson sacó unas pinzas y comenzó a quitarse los pelillos del entrecejo con soltura.

—Cariño.

—¿Mmm?

—Si yo no hubiese vuelto aquí, donde los vivos, ¿verdad que te habrías encargado de que los de la funeraria me maquillaran como suelo hacer yo? Así, meticulosamente.

—Claro.

Aquello era importante y, aunque el señor Bengtsson no lo creyera, su esposa sabía perfectamente cuándo le estaba prestando atención y cuándo no. Pero es que el tema no siempre era relevante. Normalmente le bastaba con su «ajá» o con su «mmm», puesto que ella sólo quería hablar para desahogarse. ¡Pero ahora no era el caso!

Hurgó un rato en su neceser de color rosa y luego fue a sentarse en las rodillas de su marido con el regazo lleno de pinturas.

—Escúchame un momentito, cariño, para mí esto es importante. Mira.

El periódico era ahora un inalcanzable amasijo de papel arrugado bajo sus nalgas, y como todavía amaba a su mujer, de forma lógica y sensata, el señor Bengtsson suspiró profundamente y le prestó la atención que demandaba.

—Esto —le dijo ella mientras le mostraba un pequeño cilindro de color marrón con detalles dorados— es el pintalabios que sabes que casi siempre utilizo cuando vamos de fiesta y cuando… bueno, ya sabes, cuando estoy más ansiosa de lo normal de que vuelvas del trabajo.

Él sonrió y le abrazó los muslos. Sabía perfectamente a qué pintalabios se refería. Uno… de color rosa, se atrevería a decir. Con un montón de puntitos de purpurina que le dejaban los labios carnosos y húmedos. Qué peligro. Cuando se lo ponía, el señor Bengtsson solía pensar que los labios de su mujer eran como una aventura mágica en alguna playa de Oriente. Aunque ella no tenía ni idea de que su marido fuera así de poético. Digamos que a él no se le daba muy bien transmitir ese tipo de cosas.

—Mmm, tu pintalabios de golfilla —dijo, le dio un beso en la mano que lo sujetaba y pensó que no sería mala idea si se lo ponía ahora.

La señora Bengtsson se quedó patidifusa.

—Pero ¿qué tienes en la cabeza? Yo intentando explicarte cosas importantes sobre los arreglos de mi funeral por si me muero antes que tú, ¿y tú te pones a pensar en sexo? ¡Eres increíble!

Con ese tono estaba claro que por el momento no habría nada de sexo.

—Perdón —dijo él, resignado—. Continúa.

—Vale. O sea, yo me moriría… —Y se dio cuenta de lo que acababa de decir y soltó una risita—. O mi espíritu se desmayaría de vergüenza si algún empleado de la funeraria me pusiera un rojo furcia asqueroso o, Dios me libre, un naranja hortera cuando estuviera ahí metida, en el ataúd. Quiero que te encargues de que utilicen mi maquillaje, y no cualquier potingue para muertos que no se salga del presupuesto. Si me sobrevives. Ahora mira esto, el rímel…

La señora Bengtsson vio que su marido ya se estaba abstrayendo en lo suyo, lo cual no era muy de extrañar. A pesar de llevar diecinueve años casados todavía tenía que apuntarle el nombre del perfume que quería que le comprara en los días señalados (y eso que su preferido, el que pedía cada año desde la adolescencia, era siempre el mismo). Teniendo en cuenta lo caro que a él le parecía, no dejaba de sorprenderle que no se le hubiese quedado el nombre en la memoria, ya fuera adrede o de forma involuntaria.

Diecinueve años de matrimonio y diecinueve años cuando se casó con él. Sí, así de joven era cuando miró a su elegante pretendiente a través del velo. El rato que duró el paseo hasta el altar no pudo dejar de pensar que se sentía como dentro de una mosquitera.

«La próxima vez tendré que escoger un velo más fino para que no lo vuelva a ver todo… a cuadritos blancos», pensó cuando llegaron al altar, pero se arrepintió en cuanto vio a Jesús crucificado allí arriba, al mismo tiempo que reflexionaba sobre lo que acababa de pasar por su cabeza: «¿Cómo que la próxima vez?»Luego se puso a pensar en Freud y, antes de darse cuenta, había encadenado una larga sarta de ideas, como una de esas que le venían a la cabeza justo antes de dormirse. Algunos eslabones eran compactos y lógicos, mientras otros eran como espacios vacíos, a pesar de estar conectados al anterior y al que le seguía. Intentó desprenderse de esos pensamientos que no podían ser sino de mal augurio y trató de dejar la mente en blanco.

Se puso a rumiar en lo pálidas que suelen pintar las estatuas de Jesús en las iglesias, ese matiz un poco plástico. Eso le recordó al pintauñas que se había puesto y que, pensándolo bien, para su gusto también era demasiado plástico. Menos mal que no se había pintado las uñas de los pies, porque habrían parecido aún más feos. Unos pies que, además, pedían a gritos un poco de espacio, aire y librarse de los zapatitos de seda, que por ley tenían que mantenerlos bien aprisionados. Sí, el dichoso velo también parecía una especie de cárcel, una mosquitera tiesa. Encima, estaba sudando.

De pronto oyó algo sobre el amor. Que todo lo perdona y nada exige. Y como era tan joven que aún no había tenido tiempo de cansarse de los, sin duda, hermosos pero desgastados versículos de la Biblia —que por lo visto se tienen que leer en todas y cada una de las bodas que se celebran en Suecia, hasta que pierdan cualquier sentido para los amables invitados—, se conmovió y pensó: «Es verdad, es justo así.» Y se sintió feliz de poder casarse con el hombre que hacía posible aquel sentimiento.

Y, tal como debía, se olvidó de sus constreñidos pies durante el resto de la ceremonia, en la que, por cierto, más gente de lo normal rompió a llorar por lo bonito que resultó el acto.

—¿Sabes qué, cariño? Creo que mejor te lo dejo apuntado. ¿Dónde están nuestros testamentos?

—Pero ¿cómo vas a escribir eso? —El señor Bengtsson se movió un poco bajo el peso de su mujer.

—¡Pues claro que sí! Voy a hacer un anexo detallado para el mío en el que voy a describir exactamente qué productos quiero que utilicen y la cantidad. Cuando esté en el ataúd no quiero parecer un payaso. O un cadáver, mejor dicho. ¿Dónde están los testamentos?

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