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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Aventuras, Histórico

Una virgen de más (26 page)

BOOK: Una virgen de más
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Cada vestal era ayudada por un lictor. Como incluso el lictor del pretor estaba obligado a bajar las fasces rituales si se acercaba una virgen, los lictores eran famosos por su presunción. Las doncellas podían representar la antigua simplicidad de la que disfrutaban las hijas de un rey en épocas que se pierden en la bruma de los tiempos, pero sus guardianes modernos no se lo pensaban dos veces a la hora de acercarse y darle a uno un pisotón. Esos hombres holgazaneaban en el recinto, en el que era posible entrar aunque hacerlo levantaba sospechas incluso si se trataba de un cuidador perfectamente respetable, acompañado de su patricia esposa y de una niña apocada. En el interior del complejo había un santuario grande y ostentoso y la entrada vigilada a la casa de las vestales. Estaba perfectamente claro que yo no tenía la posibilidad de entrar en la casa o de evitar a los lictores para acceder al templo. Lo único que podía hacer era quedarme allí, con mis acompañantes femeninas, y adoptar una actitud piadosa mientras las vírgenes salían del templo y entraban en su casa que amenazaba ruina. Cuando una de las más jóvenes pasó junto a nosotros, Cloelia me dio con la punta del pie para avisarme de que se trataba de Constanza.

Con audacia, Helena Justina caminó hasta la puerta de entrada y solicitó una entrevista formal. Dijo incluso que tenía información relativa al sorteo que se avecinaba. Un ayudante le tomó el nombre con ese aire burocrático que significa: «No te molestes en quedarte en casa esperando a un mensajero».

Nos quedamos por allí un rato como panecillos sobrantes después de una fiesta. Finalmente, decidimos marcharnos y, para variar, subimos la alta escalinata que llevaba a la Vía Nova bajo la densa mole del Palatino. En lo alto de las escaleras, me volví para mirar atrás un momento porque la vista del Foro merece una pausa para admirarlo. De repente, Helena me tomó del brazo. Por la puerta trasera de la casa de las vestales salía un grupo de gente. Encabezado por un lictor, en el centro del grupo se encontraba la virgen que ese día era la encargada de coger agua de la fuente Egeria para la casa de las vestales (a la que no llegaba ninguna canalización). En la cabeza llevaba la jarra especial que tenían que utilizar las vestales y tuvimos la suerte de que ese día la aguadora fuera Constanza.

Mientras la doncella vestida de blanco recorría el tan transitado camino, Cloelia nos cogió a Helena y a mí y tiró de nosotros para que la siguiéramos.

XXVIII

Más allá del polvo y el ruido del emplazamiento del futuro anfiteatro de los Flavios y más allá de la gran explanada donde se levantará el templo de Claudio que Vespasiano estaba completando gracias a la gratitud de su protector político, se alza la colina del Celio. Este tranquilo rincón arbolado domina por la parte sur la puerta Capena y el Circo Máximo. Es una de las partes más antiguas y mejor conservadas de la ciudad. Originariamente, era el territorio de las diosas del agua, llamadas las Camenas, pero la ninfa Egeria, una joven descarada, les usurpó su dominio. Ahí está también el famoso huerto en el que el rey Numa Pompilio consultaba a la hermosa ninfa noche tras noche y ella le dictaba edictos políticos. Ahí está también la fuente que lleva el nombre de esa adorable y graciosa ninfa y a la que las vestales acuden cada día.

La fuente Egeria está a tiro de piedra del palacio del rey Numa. Éste no tenía que ir demasiado lejos en busca de inspiración. (Un ejemplo más, me cuenta Helena, de un hombre estúpido aunque bien intencionado que alcanzó más fama de la que merecía gracias a una inteligente amistad femenina.) Egeria mantuvo en forma al viejo Numa hasta los ochenta años.

Constanza se acercó al pozo con el porte majestuoso del que hacía gala su hermandad. Se supone que llevar una jarra de agua en la cabeza realza la apostura de las jóvenes; lo que sí es cierto es que hace que te fijes en las rotundas formas femeninas de un modo en que no sueles hacer con las damiselas vestidas de blanco. Llevar un cinturón con un nudo de Hércules debajo de un busto bien redondeado realza ese busto. Es probable que muchas generaciones de vestales lo hayan sabido. Sin lugar a dudas, Constanza contemplaba esos pensamientos con desdén. Parecía tener poco más de veinte años; así pues, ya debía de haber completado los diez primeros años de aprendizaje de sus tareas y, en estos momentos, ya estaba calificada para realizarlas con un estilo reverencial aunque ligeramente perturbador.

Mientras Constanza llenaba la jarra, Helena Justina tomó a Cloelia de la mano y, tras indicarme con un gesto que esperase allí, empezaron a caminar pausadamente hacia la virgen. Helena la llamó por su nombre y el lictor le indicó que se esfumase de inmediato. Al ver los amenazadores extremos de sus varas de ceremonia, Helena retrocedió.

Constanza, debido tal vez a su larga experiencia, pasó sin hacer caso del pequeño alboroto. Cuando la jarra estuvo llena, como pesaba mucho más, trató de concentrarse. Se la puso en la cabeza, con la espalda erguida y el porte majestuoso. Empecé a notar que las complejas disposiciones de las trenzas que llevan las vírgenes forman una especie de esterilla enrollada en la que apoyar las jarras y evitar lastimarse la cabeza. Con la mirada al frente, como si caminara sobre la cuerda floja, la vestal volvió a dirigirse hacia el Foro. Llevaba el brazo libre muy separado del cuerpo para mantener el equilibrio, pero se balanceaba suavemente como las mujeres de las provincias cuando van a los pozos alejados de sus poblados de adobe.

Las piedras que rodean el santuario de Egeria estaban cubiertas de algas verdes. Constanza parecía estar preparada para afrontar ése y otros problemas. Cuando su pie resbaló, recuperó el equilibrio con un aplomo encomiable. De la jarra sólo se derramó un poco de agua. Probablemente, le ocurría eso todos los días y, en cada ocasión, Constanza ponía la misma cara de preocupación cuando se le doblaba el tobillo.

Helena todavía estaba mucho más cerca de ella que yo. Creo que lo que me murmuró después, con aire de auténtico asombro e intentando que Cloelia no la oyese, debió de ser un error. Seguramente, no oyó bien lo que Constanza dijo al resbalar.

—Mira, Marco, tú piensa lo que quieras. Eres tan inocente que hasta has llegado a insinuar que Numa Pompilio no era más que un hombre a quien le gustaba trabajar con una secretaria femenina. Egeria resultó ser eficiente y, como es natural, él nunca le puso un dedo encima… Pero yo juraría que cuando la venerable virgen estuvo a punto de torcerse el tobillo, dio un respingo y soltó una maldición.

—Sí, Helena. Eso fue exactamente lo que hizo —rió con desdén la pequeña Cloelia—. Dijo: «¡Cojones!».

XXIX

Seguimos a Constanza todo el trayecto de regreso hasta la casa de las vestales y nos mantuvimos a cierta distancia por si el lictor se ponía retozón con sus varas. Helena, que podía ser terriblemente tenaz, se encaminó directamente a la puerta trasera y preguntó al portero si le habían concedido la entrevista que había pedido. Era demasiado pronto para tener respuesta. Las damas que llevan una vida de sencillez tradicional también cumplen las normas tradicionales: no responden a los mensajes hasta pasado cierto tiempo.

Constanza tenía una excusa: venía a buscar agua del santuario. Pero no cabía pensar que las vírgenes llevaran una vida tan sencilla que incluso leyeran personalmente las cartas que el público les enviaba. Al contrario, las vestales tienen mucho personal a su cargo, secretarios incluidos.

No, no creo que emplearan secretarios para que les escribieran cartas de amor. Decir eso sería una blasfemia.

Hicimos un segundo intento de alcanzar la casa. En esta ocasión, salimos del recinto por el lado de la Vía Sacra para llegar a la pequeña calle de las Vestales, frente al Regia, un palacio etrusco de Numa Pompilio, el monarca entusiasta de las ninfas a quien ya nos hemos referido. Me desabroché la faja de la toga y me eché esa calurosa y odiada prenda sobre el hombro.

Hacía mucho tiempo que el Regia estaba desocupado y apenas quedaban restos de los antiguos edificios que lo habían formado. Era una zona sagrada, utilizada durante siglos por el Colegio de Pontífices. Saben distinguir muy bien los buenos alojamientos. Algún cónsul había restaurado todo lo que se veía requisado en los botines de guerra, una expoliación tan fabulosa que con ella se habían construido las paredes y los suelos del nuevo edificio con mármol gris y blanco. Como resultado de ello, esta zona sobrevivió al gran incendio mientras que las enormes casas patricias de la Vía Sacra fueron pasto de las llamas y quedaron destruidas. En estos momentos, nos hallábamos ante el templo de Marte, en el que se guardan las lanzas que los generales blandían antes de partir hacia la batalla; un vestíbulo completo y el templo de Ops, la vieja diosa de la abundancia, en el que sólo podían entrar las vestales y el pontífice máximo. A nuestra derecha, en el extremo más alejado del complejo de edificios, había un pequeño porche bajo el cual presenciamos un pequeño revuelo.

Unos porteadores levantaban un palanquín con un águila en la parte superior y cortinas de color púrpura y comenzaban a caminar a paso ligero. Delante, avanzaba una falange con plumas en los cascos: la guardia pretoriana. Cuando se desplegaron en la calzada, haciéndose más espacio para echar a un lado a los pasajeros, comprendimos que estábamos presenciando la partida del emperador. Probablemente había estado allí en su calidad de pontífice, visitando el colegio sacerdotal por algún asunto religioso.

Yo no le habría dado ninguna importancia al hecho, pero había una multitud de gorrones esperando la marcha de Vespasiano. Cuando empezaron a dispersarse, un hombre salió de entre los demás, me vio y una expresión de alivio iluminó su cara. Aminoró el paso y gritó:

—¡Falco! Menuda coincidencia… Me habían mandado ir a buscarte y pensé que, como mínimo, tardaría medio día.

Lo reconocí. Lo había visto por última vez en Lepcis Magna hacía unas cuantas semanas. Era un esclavo tranquilo y sensato con el cargo de ayudante del mensajero del emperador, Rutilio Gálico. En aquel momento, lo último que quería era recibir una invitación social del hombre que había mandado echar a mi cuñado a los leones, pero nadie cursa sus invitaciones para cenar desde el Regia. Tenía que tratarse de otra cosa. Tal como sospeché, el mensaje era que me entrevistase urgentemente con Rutilio por un asunto oficial. Tenía que haber algún vínculo religioso. Sin embargo, no creí que tuviera nada que ver con los pavos o los pollos.

Helena me dio un beso y dijo que iría a ver a sus padres a Puerta Capena antes de llevar a Cloelia a su casa. Corrí por la calle con el ayudante, con la esperanza de encontrar todavía a Rutilio en el Regia y así evitarme tener que ir en su busca.

Allí estaba, con su túnica de senador color púrpura. Con un suspiro, me puse bien la toga y me acerqué a él.

Su esclavo se ganó una mirada de aprobación por haberme encontrado tan pronto. A mí me saludó de una manera más bien displicente. Yo conocí bien aquel escenario con ocasión de ciertas asambleas de Vespasiano y algunos altos funcionarios reunidos en las dependencias pontificias. Fuera cual fuese el motivo de esta cita, Rutilio Gálico había sido informado del plan de acción registrado en el memorándum. Todos los demás se habían marchado a casa para el almuerzo. A mi hombre de Libia lo habían dejado al cargo de una tarea problemática.

No perdí tiempo ni energías en compadecerme de él. Si me había mandado llamar, el paso siguiente era tan sencillo y tradicional como la vida cotidiana de las vestales: el noble Rutilio se quitaría un peso de encima y me lo pasaría a mí. Luego, se marcharía a casa a dar cuenta de su almuerzo. El mío, huevos con aceitunas, se lo comería la perra por la noche.

Rutilio empezó por mirar a su alrededor con aire cauteloso. Su intención no era, en verdad, la de entrevistarme en el Regia, y quería encontrar algún lugar más adecuado. Incluso en un sitio donde todos los pergaminos son catalogados automáticamente como reservados, una oficina no lo es. Mala suerte.

Me llevó al patio, una curiosa zona triangular también pavimentada con losas de mármol blanco y gris. A su alrededor había diversas habitaciones viejas que se usaban para reuniones y cuartos de escribas ocupados por los guardianes de los archivos y anales que se guardaban allí. Aislado del bullicio de la Vía Sacra por una columnata, era un lugar tranquilo, agradable y pausado. De vez en cuando se oían voces apagadas y los pasos ligeros de sandalias que conocían bien los pasillos interiores.

En el centro del patio había una gran cisterna subterránea, probablemente un viejo silo de cereales de muchos siglos atrás, de cuando el palacio de Numa estaba habitado. Rutilio me llevó hasta ella. Allí, de pie junto a la estructura, podríamos fingir que la estábamos inspeccionando y hablar sin que nadie se acercara a nosotros o se pusiera a escuchar a escondidas. Tantas precauciones y tanto secreto no eran normales. Mis temores debían de ser ciertos: Rutilio tenía un trabajo desagradable para mí.

—¿Que tal, Falco? ¿Disfrutando de tu regreso a Roma? —Le sonreí en silencio. Podía ahorrarse tanta cortesía. Se aclaró la garganta—. Felicidades por tu ascenso social. —Me puse los pulgares en el cinturón como un plebeyo redomado—. ¿Y también cuidador de las aves? —Asentí complacido. No podía considerarse un insulto aun cuando mi familia estallase en carcajadas cada vez que se mencionaba este hecho—. Eres un hombre de muchos recursos. Sí, en África lo advertí. Alguien me ha dicho que también escribes poesía. —Durante un momento que me pareció terrible, pensé que estaba a punto de confesarme que él también escribía y de pedirme si tenía tiempo de leer sus poemas.

Dejé de sonreír. ¿Poesía? A un informador nadie le pregunta por su vida intelectual. Rutilio debía de estar verdaderamente desesperado.

—El otro día, ¿mencionamos que soy sacerdote del culto de los emperadores divinizados?

—Sí, señor.
Sodalis Augustalis
. Todo un honor.

Era difícil comprender cómo lo había logrado. Un hombre nacido a los pies de los Alpes, el primero en su familia que ostentaba un rango tan elevado… Seguro que había muchos senadores con su mismo talento y mucho más conocidos. Por lo que yo sabía, su carrera era normal, con el habitual servicio civil y militar. Edil, cuestor, pretor, cónsul… Había sido gobernador de Galacia cuando el famoso general Corbulón fanfarroneaba en esa zona conflictiva. Nerón lo hizo matar porque era demasiado buen soldado. Galba, el emperador que le sucedió, tal vez esperaba aprovecharse de cualquier antagonismo que Rutilio sintiera después hacia Nerón, y era precisamente por eso por lo que había adquirido su prestigioso sacerdocio.

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