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Authors: Eduardo Inda,Esteban Urreiztieta

Tags: #Ensayo, #Biografía

Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos (36 page)

BOOK: Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos
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—Es periodista, nos tiene manía y seguro que está detrás de todo lo que nos está pasando —llegó a cavilar el exjugador de balonmano, sin que aportara más lógica a su argumentación que la supuesta animadversión que le atribuía constantemente.

De no haberse producido las revelaciones del periódico, el silencio cómplice del resto de medios hubiera sepultado las pesquisas. De eso estaba seguro, pero seguía convencido de que existía alguna fuerza más que había impulsado aquel
tsunami
contra él. Buscaba culpables y se obsesionó con la figura de la princesa de Asturias y del príncipe, que se había mostrado muy duro con él en los encuentros que habían mantenido. Urdangarin y la infanta consideraban que doña Letizia quería reinar a toda costa y borrar a su alrededor cualquier elemento que le pudiera hacer sombra. Les molestaba el desdén con que les despachaba la Casa Real en contraposición con el cuidado que recibían los futuros reyes.

—Lo que es cierto es que llevamos un mes y medio con noticias y valoraciones y habrá que ver todo eso qué efecto habrá podido tener en el tema —volvía sobre el mismo asunto Pascual Vives—. Lo que está claro es que han dañado o pretendían dañar la honorabilidad de Urdangarin, que ha sido juzgado antes de tiempo —añadió a la vez que acusaba abiertamente a la prensa de actuar con mala fe. Nuevamente, argumentos jurídicos, ni uno.

Urdangarin y la Casa del Rey coincidieron durante los meses previos a la imputación solo en una cosa: en criticar las supuestas filtraciones del sumario judicial, obviando que el grueso del escándalo, las facturas y los justificantes aportados por Torres, que fueron destapados por
El Mundo
, estaban en abierto y a disposición de todas las partes personadas en el proceso.

Pero coincidieron en la necesidad de atacar por ese flanco, aparcando el fondo de la cuestión, buscando una hipotética nulidad de actuaciones y forzando con su estrategia, que llegó a contar con muy altas complicidades, que el Consejo General del Poder Judicial incoase al juez Castro unas diligencias por revelación de secretos. Las actuaciones quedaron en nada porque no había nada, pero había cumplido su función de intentar amedrentar al magistrado para que rebajase la intensidad de sus pesquisas.

Una parte residual pero destacada de la judicatura madrileña, amén de algunos periodistas cortesanos, se colocó del lado de Urdangarin enarbolando este discurso disuasorio y llegaba a calificar el amaño de concursos y el desvío de fondos públicos del duque de Palma como cuestiones meramente administrativas. Pero esta facción, plegada y pegada al poder político, comenzó a urdir un plan más perverso. Visto que no podían combatir el fondo de la cuestión, que a la luz de las nuevas pruebas la trama era cada vez más obscena en su ejecución, se obsesionaron con quitarse de encima al juez Castro y al fiscal Horrach.

La única vía para hacerlo era trasladar el sumario a la Audiencia Nacional. En Madrid descendería la presión, pensaron, y el caso se diluiría entre expedientes de terrorismo y crimen organizado. «Y también podría ocurrir que caiga en algún magistrado manejable», profundizaron en su razonamiento.

Al comprobar que ni Castro ni Horrach cederían a presiones o indicaciones, la pieza separada número 25 del caso Palma Arena había que mudarla a la calle Génova y forzar a que allí se declarasen prescritos todos los delitos. Porque ese era otro de los nuevos argumentos. Se telefoneó a destacados contertulios televisivos y radiofónicos para que repitieran, como papagayos, que los tipos penales que atribuían al duque de Palma habían prescrito, que el juez y el fiscal se habían tirado a la piscina y que, como mucho, se le podría acusar del único delito que no le imputaban el juez y Anticorrupción: el fiscal. Y, por supuesto, se les instruyó en una consigna que de tanto usar acabó desgastada: «Las filtraciones son intolerables». Obviando que todos los abogados personados tenían acceso a prácticamente toda la documentación, es más: el meollo del caso no estaba declarado secreto.

Se urdió una auténtica ceremonia de la confusión en un último intento por librar al duque de Palma de su incierto futuro. El coro orquestado para la ocasión reiteró que había que distinguir, en el caso del yerno del rey, «el plano ético del penal». La operativa se articuló desde el Gabinete de Comunicación de La Zarzuela y la batería de periodistas programados para que reprodujeran el discurso llevaba a cabo un recorrido por todas las televisiones y emisoras lanzando estas ideas sin haberse leído un solo folio del sumario judicial.

—Si le cae al juez Ismael Moreno, el problema está resuelto —presumía el duque de Palma, al que esta idea devolvió repentinamente a la vida—. Y este es un caso que, jurídicamente, debe llevar la Audiencia Nacional porque afecta a varias comunidades autónomas —razonaba.

Urdangarin volcó sus esperanzas en el titular del Juzgado de Instrucción número 2, con fama de magistrado puntilloso y poco beligerante. Al tomar este atajo para salvar los muebles contó con el apoyo del abogado de Matas, Antonio Alberca, que abrió esa nueva línea de defensa presentando un recurso en el que solicitaba formalmente la nueva asunción de competencias.

A esta estrategia de enroque se sumó, contra todo pronóstico, el sindicato Manos Limpias. La organización que dirige Miguel Bernad, que acostumbra a personarse en los grandes procedimientos por corrupción, se interesó repentinamente por el asunto. Se convirtió en una parte más del proceso para pedir, de manera insistente, que el caso lo asumiera la Audiencia Nacional.

«El recurso de Manos Limpias está muy bien fundamentado»

El duque estaba seguro de que la Casa Real movería los resortes adecuados y de que el juez Moreno asumiría las competencias y aparcaría el asunto. Su íntima convicción era la de que La Zarzuela no iba a permitir que el caso llegase a mayores. Un íntimo amigo suyo desvelaba entonces que el marido de la infanta Cristina estaba «muy tranquilo» porque sabía que aparecería «un ángel salvador» que le libraría de aquel embrollo y que este procedería de la Casa Real. Pero pasaron los días y las semanas, y Castro y Horrach, como era lógico, se opusieron a perder aquel asunto, hasta que se acabó pronunciando la Audiencia Nacional.

El instructor Moreno resolvió la discusión con un auto esquemático. Estipulaba en él que el caso Urdangarin, pese a afectar a tantas comunidades como las que había recorrido el duque de Palma para recaudar dinero, «es obvio que NO TIENE LA ENTIDAD Y SIGNIFICACIÓN SUFICIENTE —las mayúsculas son del propio juez— para conmover la confianza, que es fundamento necesario de la seguridad del tráfico mercantil o para alterar el normal desarrollo de la economía nacional».

Moreno recordó que el Supremo había acordado que la Audiencia Nacional no investigase una reciente defraudación de 20 millones de euros, «cifra esta muy superior a la que se dice puede ascender el importe de la defraudación a la que se refieren los hechos» del caso Urdangarin. Por lo tanto, Castro y Horrach debían seguir instruyendo el sumario del duque de Palma. El gozo de Urdangarin, en un pozo. Debía maquinar, por lo tanto, otra táctica.

La imputación se proyectaba sobre varios ámbitos de la vida del yerno del rey y oscurecía su futuro procesal y profesional. Personalmente se había refugiado en el deporte y combatía la ansiedad con el
footing
. Intentaba olvidarse concentrando la atención en las interminables horas que pasaba con sus hijos haciendo los deberes por las tardes y le mantenía a flote el apoyo férreo de su esposa. Salía a correr a diario embutido en unas mallas y un gorro de lana al más puro estilo Rocky. Conservaba el cuerpo atlético de antaño pero su rostro era el espejo de la tensión que le carcomía por dentro. Había adelgazado más de diez kilos y sus facciones se recortaban afilando su mentón, hundiendo sus ojos y dejando paso a unos pómulos prominentes. Su característico mechón canoso se había extendido como la ceniza sobre su cabeza y su mirada era acuosa, falta de vida y se perdía en el horizonte, carente de expresión. Abría compulsivamente las páginas de Internet de los diarios españoles en busca de las novedades sobre él. Desmenuzaba las informaciones y llamaba a Mario para comentarlas, convirtiendo al letrado en su asesor jurídico, pero también en su confesor, la única persona en la que podía confiar.

Urdangarin ocupaba el puesto de responsable de Telefónica en Estados Unidos con unas condiciones inmejorables: 1,5 millones de euros de salario anual más 1,2 millones de gastos adicionales. El duque de Palma presumía de haber logrado el contrato gracias a las gestiones hechas por su suegro con César Alierta y la compañía se hacía cargo de cualquier tipo de eventualidad en la que incurriera en Washington. Desde el colegio de los hijos a la vivienda, pasando por la seguridad. Ocho escoltas tenían asignados los Urdangarin-Borbón que se desplazaban con todoterrenos y se turnaban las veinticuatro horas del día. Telefónica lo pagaba todo. Hasta el cambio de colchones de la casa, que recién comprados y estrenados, tuvieron que ser reemplazados porque la infanta se quejaba amargamente de lo «duros» que eran.

El duque ocupaba una oficina testimonial, creada ex profeso para él, y tenía bajo su vara de mando la de Nueva York, que realmente era la operativa y en la que se cocinaban las decisiones relevantes de la compañía al otro lado del charco. Era un puesto, el suyo, representativo, vacío de contenido. Pero Urdangarin se lo tomó en serio, se creyó de verdad su nueva condición de responsable de la operadora en la primera potencia mundial y empezó a dar órdenes y a meditar decisiones importantes. Quería cambiar la estructura organizativa y que todos los empleados le reportaran al minuto sus movimientos.

La operadora, impulsada por un sector crítico de su consejo de administración, sopesó las consecuencias jurídicas de los actos llevados a cabo por su ilustre ejecutivo y encomendó al secretario general, el abogado del Estado Ramiro Sánchez de Lerín, que estudiase a fondo el sumario y calibrase las consecuencias. Tanto para el duque de Palma como, fundamentalmente, para la compañía, que iba a sufrir un desgaste inevitable.

Urdangarin reiteraba a los responsables de Telefónica que no había firmado «ni un solo cheque». «¡Ni uno solo!», enfatizaba con los ojos ausentes, descargando toda la responsabilidad en su socio Diego Torres. De ajustarse los hechos a la versión del yerno del rey, el duque de Palma podía tener escapatoria. Su defensa se centraría en su papel meramente institucional y trasladaría íntegra la culpa al que fue su vicepresidente. «El marrón que se lo coma Torres», cavilaba.

Si, efectivamente, Urdangarin decía la verdad, podía tener una puerta de salida, y Telefónica también. Si había sido engañado, si era una pobre víctima, un buen chico que cayó en las manos inadecuadas, se podía soñar con un arreglo decoroso. No obstante e independientemente de lo que se sustanciara en el procedimiento judicial, que se aventuraba largo y proceloso, lo más conveniente para Telefónica y para el duque de Palma, planteó un sector del consejo de administración, era que pidiera voluntariamente su baja para dedicarse en cuerpo y alma a defenderse. El mensaje le fue trasladado en persona al duque de Palma en Washington para alcanzar un acuerdo beneficioso para ambas partes y resolver su contrato. El nombre de Telefónica no se vería empañado por un escándalo que adoptaba ya dimensiones considerables y el marido de la infanta Cristina cobraría una sustanciosa indemnización con la que afrontaría con tranquilidad el futuro inmediato. La idea se la trasladó a Urdangarin Sánchez de Lerín y al duque le pilló tan por sorpresa que no contestó.

Solo tenía que firmar un comunicado. Dignificaría con él su posición y renunciaría a su condición de responsable en Estados Unidos de la operadora. Pero la mera posibilidad de quedarse en la calle, sin respaldo de la multinacional, le hizo palidecer y su imponente estructura de casi dos metros empezó a temblar en el salón de su vivienda del barrio de Chevy Chase. Su marcha supondría que tenía que cambiar su esquema de vida y hacerlo en el momento en el que era más vulnerable. Consideraba que el hecho de que Telefónica le retirase su apoyo constituía una condena anticipada. La cúpula del firmamento se derrumbaba, se le venía abajo y Telefónica no le podía dejar en la estacada.

Alierta y su guardia de corps atendieron a las razones humanitarias esgrimidas por Urdangarin, se solidarizaron con su soledad, la reina agradeció profusamente al presidente de la compañía lo que estaba haciendo por su hija y por su yerno en cada acto en el que coincidían —«muchas gracias por todo lo que estás haciendo por ellos, César»— y Telefónica resolvió mantenerle la confianza. Como hubieran hecho con cualquier otro alto directivo, pusieron a su disposición el gabinete jurídico de la casa para que recurriera a él en todo momento y le asignaron al letrado Marcos Fernández y al prestigioso asesor de imagen José María Urquijo. Telefónica le insistía en la necesidad de rodearse de un equipo jurídico multidisciplinar, de no confiar su defensa a un desconocido como Pascual Vives y de echarse en brazos cuanto antes de un abogado de primera división. Pero ni con esas.

—Yo solo confío en Mario. No quiero otro abogado que no sea él —repetía como un disco rayado. Se emperró con esa idea y de ahí no había quien le sacara de ella.

La cúpula de Telefónica, en consonancia con la Casa Real, era partidaria de que fuera Horacio Oliva el que cogiera las riendas del asunto. Por el bien de Urdangarin y, de nuevo, por el buen nombre de la compañía. Pero el marido de la infanta Cristina se negó en redondo. Que no, que no y que no. De repente, un día cedió a las presiones pero puso una condición:

—Me parece bien que fichemos a Oliva pero siempre y cuando esté a las órdenes de Mario —advirtió a la cúpula de Telefónica. Más de uno quería estrangularlo tras escuchar semejante bufonada. Esto es como si un entrenador de Segunda División B llega al Real Madrid y pretende que José Mourinho dependa de él.

Y siguió con Pascual Vives, que salía, puntual a su cita, cada mañana a atender a los medios y a hacer una especie de revista de prensa en la que comentaba los titulares de los diarios. Un día decía que el duque de Palma había cometido, en todo caso, meras «irregularidades administrativas». Otro, cuando se destapó el ingente fraude fiscal cometido, que su cliente había «pagado muchísimos impuestos». Y el día menos pensado se descolgaba con que podía asegurar sin riesgo a equivocarse que Urdangarin nunca se había llevado un solo euro al extranjero, pese a que el bufete Tejeiro estaba repleto de anotaciones con las iniciales del yerno del rey vinculadas a cobros en cuentas de Luxemburgo.

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