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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

Utopía (33 page)

BOOK: Utopía
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«Dirigir algo como Utopía…»

Se movió inquieta en la silla. El orden era un factor crítico para Sarah; la engrandecía.

Utopía era el paradigma del orden, un sistema cerrado complejo absolutamente estructurado. John Doe era el elemento que había introducido el desorden, el caos.

Se inclinó hacia delante y apoyó la barbilla en las manos.

—¿Qué debo hacer, Georgia? —preguntó—. Por lo visto, es la primera vez que no sé qué hacer.

La única respuesta fue un leve movimiento de la adolescente dormida, un suave suspiro.

De pronto, Sarah deseó que Fred Barksdale estuviese allí. En cualquier otro momento habría rechazado el deseo por considerarlo algo sentimental o una muestra de debilidad.

Ahora no. Freddy sabría exactamente qué decir para ayudarla a salir de este trance.

Cuando había llegado a Utopía, nada podía estar más alejado de su mente que una relación sentimental, y la última persona de la que hubiera creído que podría enamorarse era Fred Barksdale. Siempre le habían gustado los hombres como Warne: Carismáticos de una manera un tanto austera, un poco arrogantes, sin miedo a demostrar su brillante; Freddy era todo lo contrario. Por supuesto, su brillantez era indiscutible; la manera como había encarado los increíbles desafíos informáticos de un lugar como Utopía y la creación de la infraestructura digital era un logro notable. Pero era demasiado perfecto: sus aristocráticos modales británicos, su aspecto de galán de cine, su erudición literaria eran casi un cliché del hombre ideal.

Entonces, una noche, dos meses atrás, se encontraron casualmente en una de las mesas de ruleta del casino de Luz de Gas. Había sido poco antes de que la oficina central decidiera que no sería bien visto que los ejecutivos visitaran los casinos. Barksdale había perdido un poco más de lo que esperaba y sin embargo la había deleitado con unas cuantas frases de Falstaff sobre los peligros del juego. Habían acabado tomando una copa en Moriarty’s. A la semana siguiente habían cenado en el mejor restaurante francés de Las Vegas. Fred había sido toda una revelación. Había dedicado veinte minutos a discutir la carta de vinos con el escanciador. No había sido una muestra de afectación o un afán de aparentar; le interesaba de verdad, y había quedado claro que sabía mucho más del Châteuux Saint-Emilion que el camarero. Había pasado gran parte de la cena dedicado a responder a las preguntas de Sarah sobre los vinos de Burdeos, y le había hablado de añadas y denominaciones de origen.

Sarah conocía demasiado a los hombres que se sentían en la necesidad de mostrarse tan fuertes como ella, ir de machos, actuar como dueños del cotarro. Hasta entonces no se había dado cuenta de lo mucho que deseaba ser tratada sencillamente como una mujer: que la invitaran a cenar a un restaurante de lujo, que le dijeran que era bonita, que admiraran su inteligencia, que la educaran en la buena vida, quizá que la pusieran en un pedestal de vez en cuando. En realidad solo habían pasado tres semanas desde que una soleada mañana de sábado, al despertarse, había comprendido que sus sentimientos por Fred Barksdale eran mucho más profundos de lo que había imaginado.

Exhaló un suspiro y se irguió en la silla. Utopía y Freddy eran en ese momento las dos cosas más importantes de su vida. De hecho, las únicas cosas. Tenía que protegerlas a cualquier precio.

Sarah se levantó, se acercó a la cabecera de la cama y recuperó el control de sus emociones. Tendría que abandonar el centro médico en cuestión de minutos para hacer acto de presencia en unos cuantos lugares escogidos. Después buscaría a Bob Allocco para hablar del control de daños…

Oyó que alguien golpeaba suavemente con los nudillos en el tabique del cubículo. Se entreabrió la cortina y Fred Barksdale asomó la cabeza. La mirada de sus llorosos ojos azules se clavó primero en la cama y después en el rostro de la directora de operaciones.

—¡Sarah! —exclamó. Luego, tras mirar rápidamente a la niña dormida, hizo una mueca y bajó la voz—. Hola, me dijeron que te encontraría aquí.

Por un momento, a Sarah le costó hablar. La sorpresa de su presencia, después de lo que acababa de pasar por su mente, le produjo una inesperado estallido emocional. Se acercó a su amante.

—Fred. Oh, Freddy. Me siento destrozada por dentro.

Barksdale le sujetó las manos.

—¿Por qué? ¿De qué se trata?

—He cometido un terrible error. Dejé que mi cólera contra John Doe me nublara el juicio.

Chris Green, lo sucedido en Aguas Oscuras, todo es culpa mía.

—¿Cómo puedes decir eso, Sarah? Aquí el único responsable es john Doe. Cúlpalo a él, no a ti. Además, el plan fue de Allocco. Tú solo lo aprobaste.

—Cosa que me hace responsable. —Sacudió la cabeza, poco dispuesta a dejarse consolar—.

¿Recuerdas lo que dijiste e en el área de espera del Viaje Galáctico? Afirmaste que el plan era peligroso. Irresponsable. Que nuestra primera responsabilidad era con los visitantes. En mi afán por detener a Doe, cometí el error de olvidarlo.

Barksdale la dejó hablar sin interrumpirla.

—No dejo de pensar en la manera como entró en mi despacho, como me habló. No puedo explicarlo. Fue como si me conociera de antaño, como si supiera lo que yo quería oír, lo que era importante para mí. Me refiero a mí como persona. Sé que suena extraño, pero me habló como si solo deseara lo mejor para mí, mientras me clavaba la puñalada. Lo más curioso de todo fue que yo quería creerle. —Exhaló un suspiro—. Dios, ¿quién es este tipo?

¿Por qué nos escogió a nosotros para torturarnos?

Barksdale no respondió. Parecía alelado.

—Freddy… —Sarah se asombró al ver lo mucho que él parecía sentir su angustia. Barksdale la miró—. ¿No hay nada de Shakespeare que pueda resultar oportuno para esta ocasión? —preguntó con una sonrisa forzada—. ¿Algo reconfortante?

Barksdale permaneció en silencio durante unos segundos más. Luego salió de su ensimismamiento.

—¿Algo de, digamos, los dos «terroristas» de Verona? —Le devolvió la sonrisa con otra muy débil—. La verdad es que no se me ocurre nada adecuado, excepto quizá un título: «Bien está lo que bien acaba».

Parecía estar dominado por un profundo conflicto interior.

—Sarah —añadió súbitamente—, ¿qué te parece sí nos dejamos de todo esto, si dejamos todo atrás?

—Lo haremos —respondió Sarah—. Cuando todo esto se acabe, tú y yo nos iremos a algún lugar donde no tengan teléfonos, donde nadie lleve zapatos. Buscaremos alguna playa solitaria y la reclamaremos como propia. Una semana, quizá dos. ¿De acuerdo?

—No —comenzó Barksdale—. No es a eso a lo que me refería. Yo… —se interrumpió—. ¿Lo dices de verdad, Sarah?

—Por supuesto.

—¿No importa lo que ocurra?

Ver la angustia de Barksdale le devolvió parte de su fortaleza.

—No pasará nada. Sobreviviremos a esto. Te lo prometo.

—Ruego con toda mi alma para que tengas razón —manifestó Barksdale en una voz tan baja que ella casi no lo oyó.

Pasó el momento emotivo. Sarah miró de nuevo la cama.

—Es la hija de Warne, ¿no? —preguntó Barksdale—. ¿Qué tal está?

—Solo tiene algunas magulladuras.

Barksdale asintió. Sarah levantó una mano para acariciarle el rostro y después lo besó.

—De una manera u otra, esto no tardará en acabarse —dijo Sarah—. Será mejor que te prepares.

—Por supuesto. —Barksdale sostuvo su mirada durante un momento y luego se volvió hacia la cortina.

—Recuerda mi promesa —dijo Sarah.

Barksdale titubeó. Después asintió sin volverse y salió del cubículo.

Sarah escuchó cómo se desvanecía el ruido de sus pisadas.

Arregló la manta de Georgia, acarició la frente de la niña y se volvió dispuesta a marcharse. En aquel momento se entreabrió la cortina y una enfermera asomó la cabeza.

—Señorita Boatwright, el señor Allocco está al teléfono en la mesa de entradas. Dice que es importante.

—Muy bien —respondió; pero, cuando seguía a la enfermera, oyó el suave zumbido de la radio en el bolsillo. Se detuvo en el acto, sin salir del cubículo, y sacó la radio del bolsillo—.

Sarah Boatwright.

—Sarah. —La voz de John Doe era casi dulce, de nuevo amable.

—Sí.

—Espero que la lección no le haya resultado muy dolorosa.

—Hay quienes no estarían de acuerdo.

—En realidad la intención era que resultase mucho más dura de lo que fue. Considérelo como un golpe de suerte.— Se escuchó una risa seca—. Sin embargo, la suerte no se volvería a repetir.

Sarah permaneció en silencio.

—No pretendo que sea una amenaza. Solo quiero que sea muy consciente de las consecuencias de nuevas acciones irresponsables.

Sarah continuó a la escucha.

—¿Estaría dispuesta a pagar la penitencia por su traición? —preguntó John Doe con la misma voz tranquila.

—¿A qué se refiere?

—Una compensación por todos los problemas causados por su comité de bienvenida. Sería un paso considerable para restablecer nuestras buenas relaciones. ¿Qué le parece si me da a Andrew Warne? Ha resultado ser una persona muy esquiva.

Sarah apretó con fuerza la radio, pero no respondió.

—No, ya veo que no. Es usted una mujer encantadora, Sarah, pero comienzo a aburrirme.

Le daré una oportunidad más para que entregue el Crisol.

—Adelante.

—La entrega tendrá lugar en la sala de los espejos holográficos, a las cuatro en punto.

Sarah miró su reloj: eran las tres y cuarto.

—Se ocupará de que en la sala no haya visitantes ni empleados a partir de las cuatro menos diez. ¿Me sigue?

—Sí.

—Ah, una cosa más, Sarah. He estado pensado. Todo ese asunto en extremo desagradable del Viaje Galáctico fue idea suya, ¿verdad?

Sarah prefirió no responder.

—Así que esta vez usted me entregará el disco en persona. Considero que es lo más aconsejable, a la vista de la buena relación entre nosotros.

Silencio.

—¿Ha quedado claro?

—Sí.

—Entre en la sala como haría cualquier visitante. La estaré esperando. Solo usted. Estoy seguro de que no es necesario advertirle sobre la presencia de otras personas no deseadas.

Sarah esperó con la radio apretada contra la mejilla.

—No es necesario, ¿verdad?

—No.

—Ya lo sabía. Permítame que me despida con un último comentario. En
El alma del hombre bajo el Socialismo
, Oscar Wilde dijo que cualquier obra de arte creada con el propósito de obtener un beneficio es malsana. Hasta cierto punto, no estoy de acuerdo. Verá, he convertido a Utopía en mi obra de arte. Tengo la intención de obtener un beneficio, y será un beneficio considerable. Pero sí que será malsano para cualquiera que intente cruzarse en mi camino. Algunas veces el arte puede ser terrible en su belleza, Sarah. Por favor, téngalo presente.

Sarah se forzó a respirar.

—Espero con ansia volver a encontrarnos.

15:15 h.

Al transcurrir la tarde, y cuando el cielo azul sobre el desierto de Nevada comenzaba a mostrar las primeras señales del atardecer, los sesenta y seis mil visitantes de Utopía llegaban a lo que los psicólogos del parque denominaban la etapa «madura». Ya habían pasado por el pico de excitación inicial. El ritmo disminuía a medida que los padres —con los pies doloridos y físicamente cansados— buscaban un refugio temporal en los restaurantes, las representaciones en vivo o espectáculos como «El príncipe encantado», donde podían descansar sentados en cómodas butacas. Solo un pequeño porcentaje de los visitantes, poco dispuestos a enfrentarse con las caravanas de salida, marcharon temprano hacia el Nexo y el monorraíl, donde encontraron que había aumentado la frecuencia de los trenes de salida. Sin embargo, una amplia mayoría prefirió hacer un viaje más en su atracción favorita o quizá un recorrido por un Mundo que les quedaba por visitar, mientras esperaban que se hicieran las ocho y media. A esa hora empezaba el mayor de los espectáculos de Utopía: cuatro exhibiciones pirotécnicas simultáneas, sincronizadas por ordenador, lanzadas desde cada uno de los Mundos, que estallaban en un fantástico juego de color y música debajo de la cúpula. A esto seguía otra exhibición todavía más grande, que se elevaba muy por encima de la cúpula: el regalo de despedida a los visitantes que abandonaban el parque y emprendían el camino de regreso a Las Vegas y Reno.

Un lugar donde no se notaba ningún cambio en la afluencia de público era en las colas para subir a las montañas rusas y caídas libres de Utopía. En las principales atracciones como Horizonte Espacial y Dientes de Dragón se apiñaban las multitudes, y la atmósfera de entusiasmo y alegre aprensión era tan cargada como siempre.

Esto era especialmente cierto en la entrada de la más famosa atracción de Paseo, la Máquina de los Alaridos. La Máquina como la llamaban todos, era una soberbia recreación de la montaña rusa que se había hecho famosa en Coney Island en ya década de 1920.

Semejaba una reliquia perfectamente conservada: una enorme maraña de vigas y travesaños, cuidadosamente tratados por los expertos del parque para ofrecer aspecto de ser muy viejos. La simple visión de las caídas casi verticales y las vueltas y revueltas de las curvas hacía que muchos se decidieran por diversiones más tranquilas.

La Máquina, como todas las montañas rusas, tenía más relación con la psicología que con la ingeniería. En realidad era una estructura de acero, disfrazada con mucho ingenio para que pareciera la tradicional montaña rusa de madera. El metal permitía giros más cerrados y daba más «tiempo de vuelo», momentos de gravedad negativa donde los viajeros se veían levantados de los asientos. El intrincado recubrimiento de madera, por su parte, acentuaba el efecto de «valla» de una montaña rusa de madera: las vigas y los travesaños, colocados a muy poca distancia de los viajeros, hacían que la velocidad de ochenta kilómetros por hora pareciera el doble o el triple. Además, los diseñadores habían reforzado la sensación de peligro con la colocación de carteles en la entrada donde se advertía de los riesgos de la aceleración en las curvas y la presencia de una enfermera en la plataforma de desembarque. Por lo tanto, no tenía nada de particular que las camisetas con la leyenda: «Yo sobreviví a la Máquina», solo disponibles en Paseo, fuesen uno de los productos de mayor venta en el parque.

Eric Nightingale había dispuesto que la Máquina de los Alaridos tuviera una bajada más alta —88 metros— que la de cualquier otra montaña rusa al oeste del Mississippi. Esto había sido todo un reto: con tanta altura, la monumental subida se habría acercado a la cúpula lo suficiente para acabar con la perspectiva artificial. Los ingenieros habían resuelto el problema con un diseño que situaba la parte final de la primera caída por debajo del nivel de la calle. Cortaron una parte de los niveles A y B debajo de Paseo para alojar los dobles raíles de la Máquina. Después de subir la pendiente inicial, los viajeros bajaban casi verticalmente hasta un túnel donde reinaba la más absoluta oscuridad, el cual subía luego bruscamente para llevar de nuevo a la luz a los viajeros, que sufrían las consecuencias de un tirón equivalente a tres veces la fuerza de la gravedad y no advertían que, durante unos segundos, habían estado viajando por debajo del parque.

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