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Authors: Brian Lumley

Vampiros (48 page)

BOOK: Vampiros
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Miró en la oscuridad y pudo sentir que se acercaba la aurora. Allá abajo, más allá de la verja, en un coche aparcado al otro lado de la carretera, otro hombre estaba vigilando. Ah, pero éste estaría mejor preparado. Yulian proyectó sus sentidos de vampiro en la fría y nebulosa penumbra que precede al amanecer, y tocó ligeramente una mente. Una ráfaga de odio lo azotó, antes de que se cerrase aquella mente, pero no antes de que él la reconociese. Yulian sonrió.

Envió un mensaje telepático al sótano abovedado:

Vlad,
un viejo amigo tuyo está vigilando la casa. Quiero que tú lo vigiles a él. Pero no dejes que te vea, ni trates de atacarlo. Ahora están alerta, esos vigilantes, y tensos como muelles. Si ése te viera, podrías pasarlo mal. Sólo obsérvalo, y, si se mueve o hace algo además de vigilarnos, házmelo saber. Ahora, ve

Una sombra grande y negra, de orejas caídas y ojos feroces, subió sin ruido los estrechos peldaños del pequeño edificio de detrás de la casa. Salió al jardín, se volvió hacia la verja y se puso a la sombra de los árboles y arbustos. Con la lengua colgando,
Vlad
se apresuró a obedecer…

Yulian llamó a las mujeres a la sala de estar de la planta baja. La habitación estaba a oscuras por completo, pero todos podían verse perfectamente. Quisieran o no, la noche era ahora su elemento. Cuando estuvieron reunidos, Yulian se sentó al lado de Helen en un sofá, esperó un momento, para asegurarse de que las mujeres le prestaban toda su atención, y después habló.

—Señoras —empezó, mofándose de ellas, en voz grave y siniestra—, pronto amanecerá. No puedo estar seguro, pero me imagino que será una de las últimas auroras que veréis. Vendrán unos hombres que tratarán de mataros. Esto puede no ser fácil, pero están resueltos y lo intentarán por todos los medios.

—¡Yulian! —Su madre se puso de repente en pie y preguntó, con voz impresionada y temerosa—: ¿Qué has hecho?


¡Siéntate!
—le ordenó, mirándola con irritación. Ella obedeció, pero de mala gana. Y cuando se hubo sentado de nuevo en el borde de su sillón, Yulian prosiguió—: He hecho lo que tenía que hacer para protegerme. Y vosotras, todas vosotras, tendréis que hacer lo mismo, o moriréis. Pronto.

Helen, fascinada y horrorizada al mismo tiempo por Yulian, con la piel de gallina por el miedo que sentía, le tocó tímidamente un brazo.

—Yo haré lo que tú me pidas, Yulian.

El la empujó a un lado, casi derribándola del sofá.

—¡Lucha por ti, zorra! Es lo único que te pido. No por mí, sino por ti…, ¡si es que deseas vivir!

Helen se apartó de él.

—Yo sólo…

—¡Cállate! —gruñó él—.
Debéis
defenderos vosotras, porque yo no estaré aquí. Me iré al amanecer, cuando ellos menos se lo esperen. Pero vosotras tres os quedaréis. Mientras estéis aquí, se imaginarán que yo también estoy.

Asintió con la cabeza y sonrió.

—¡Mírate, Yulian! —silbó de pronto su madre, con veneno en la voz—. Siempre fuiste un monstruo por dentro, ¡y ahora lo eres también por fuera! No quiero morir por ti, pues incluso esta media vida es mejor que ninguna; pero tampoco pretendo luchar por ella. ¡Nada de lo que puedas decir o hacer me obligará a matar para salvar lo que has hecho de mí!

El se encogió de hombros.

—Entonces morirás muy pronto. —Se volvió a Anne Lake—. ¿Y tú, querida tía? ¿Volverás también pasivamente a tu hacedor?

Anne tenía los ojos desorbitados y los cabellos desgreñados. Parecía loca.

—¡George está muerto! —balbució, llevándose las manos a la cabeza—. Y Helen está… cambiada. Mi vida ha terminado. —Dejó de mesarse los cabellos, se inclinó hacia adelante en su sillón y miró con furia a Yulian—. ¡Te odio!

—¡Oh, ya lo sé! —dijo él, asintiendo con la cabeza—. Pero ¿vas a dejar que te maten?

—Muerta estaré mejor —dijo ella.

—¡Ah, pero una muerte
así
! —dijo él—. Viste morir a George, querida tía, y sabes lo terrible que fue. La estaca, la cuchilla y el fuego.

Ella se puso en pie de un salto y sacudió frenéticamente la cabeza.

—Ellos no lo harán… La gente… ¡no lo hace!

—Pero
esa
gente sí —y la miró con los ojos muy abiertos, casi inocentemente, remedando su expresión—. Lo harán, porque saben lo que sois. ¡Saben que sois wamphyri!

—¡Podemos salir de este lugar! —gritó Anne—. Vamos, Georgina, Helen…, ¡nos marcharemos ahora mismo!

—¡Sí, marchaos! —dijo Yulian, harto de ellas—. Marchaos todas. Dejadme… partid ahora…

Lo miraron con incertidumbre, pestañeando al mismo tiempo sus ojos amarillos.

—No os detendré —les dijo, encogiéndose de hombros. Se puso en pie, como si fuese a salir de la habitación—. No, yo no os detendré. ¡Lo harán
ellos
! ¡Os matarán! Ahora están allá fuera, vigilan… y esperan…

—¿Adonde irás tú, Yulian?

Su madre se levantó y pareció que iba a agarrarlo, a detenerlo. Él la contuvo sólo con un gruñido de advertencia y pasó por su lado.

—Tengo que hacer preparativos —dijo— para mi partida. Me imagino que también vosotras tendréis algunas últimas cosas que hacer. ¿Tal vez rezar a un dios inexistente? ¿Mirar fotografías muy apreciadas? ¿Recordar viejos amigos o amantes, mientras podáis?

Sonrió despectivamente y las dejó para que hicieran lo que quisiesen…

Martes, ocho cuarenta de la mañana, hora de Europa central. Aeropuerto de Bucarest.

El avión de Alec Kyle debía despegar dentro de veinticinco minutos, y acababan de llamar a los pasajeros. Kyle estaría en Roma dentro de dos horas y media y, si no había problemas con el enlace, llegaría a Heathrow alrededor de las dos de la tarde, hora local. Con un poco de suerte, alcanzaría su lugar de destino en Devon una hora antes de que Guy Roberts y su equipo fuesen a «limpiar» Harkley. Y aunque se equivocase en el cálculo del tiempo, Roberts estaría
in situ
, en la casa, cuando al fin llegase él. Las últimas etapas de su viaje serían en helicóptero desde Heathrow hasta Torquay, y en otro del servicio de socorro marítimo hasta Paignton, por cortesía de la guardia costera de Torquay.

Kyle había hecho estos arreglos finales por teléfono, desde el aeropuerto y vía John Grieve, en Londres, tan pronto como había descubierto que éste era el primer avión que podría tomar. Por fortuna pudo, al menos una vez, establecer comunicación sin grandes dificultades.

Al oír la llamada para embarcar, Félix Krakovitch dio un paso adelante y asió la mano de Kyle.

—Muchas cosas han pasado en poco tiempo —dijo—. Pero he tenido mucho gusto… en conocerlo.

Se estrecharon la mano, con torpeza, pero sinceramente. Sergei Gulhárov fue mucho más expresivo: abrazó a Kyle y lo besó en las mejillas. Kyle encogió los hombros y sonrió, esperaba que con no demasiada timidez. Se alegró de haberse despedido de Irma Dobresti la noche anterior. Carl Quint lo saludó con la cabeza y levantó los dos dedos pulgares.

Krakovitch llevó el equipaje de mano de Kyle hasta la puerta de salida. Desde allí, Kyle avanzó solo, cruzó las puertas y salió al asfalto, encontrando un sitio entre los pasajeros que se empujaban. Miró una vez hacia atrás, agitó la mano, se volvió y apretó el paso.

Quint, Krakovitch y Gulhárov esperaron hasta que dobló la esquina de la maciza torre de control y se perdió de vista. Después salieron rápidamente del aeropuerto. Ahora estaban dispuestos a emprender su propio viaje: hacia la vieja Moldavia, donde cruzarían en automóvil la frontera rusa por el río Prut. Krakovitch había hecho ya las gestiones necesarias, a través, naturalmente, de su segundo en el mando, en el
château
Bronnitsy.

En el aeropuerto, Kyle se acercó a su avión. Cerca del pie de la escalera móvil, un tripulante uniformado los saludó y comprobó por última vez su tarjeta de embarque. Entonces se acercó un oficial sonriente, que miró también aquella tarjeta.

—¿Señor Kyle? Un momento, por favor.

Su voz era inexpresiva, no revelaba nada. Como tampoco lo revelaba el sistema interior de alarma de Kyle. ¿Por qué había de hacerlo? Aquí no había nada que no fuese natural. Antes al contrario, lo que se preparaba era muy corriente, pero terrible a pesar de todo.

Al desaparecer los últimos pasajeros en el interior del avión, tres hombres salieron de detrás de la escalera. Llevaban abrigos ligeros y sombreros de fieltro de un gris oscuro. Aunque vestían de paisano para guardar el anonimato, era como si vistiesen uniforme; su identidad era inconfundible. Aunque Kyle no los hubiese conocido, habría reconocido las maletas que llevaba uno de ellos. Eran las suyas.

Dos de los hombres de la KGB le cerraron el paso sin sonreír, mientras el tercero se le acercaba mucho, dejaba sus maletas en el suelo y tomaba el equipaje de mano. Kyle sintió una punzada de miedo, un momento de pánico.

—¿Hace falta que me presente? —dijo el agente ruso, mirando fijamente a los ojos de Kyle.

Kyle recobró su aplomo, sacudió la cabeza y consiguió sonreír tristemente.

—Creo que no —respondió—. ¿Cómo está usted esta mañana, señor Dolgikh? ¿O debería llamarle simplemente Theo?

—Diga «camarada» —respondió Dolgikh, sin humor—. Eso será suficiente…

Cualesquiera fuesen las intenciones de Yulian Bodescu, no había salido de casa Harkley al amanecer.

A las cinco de la mañana llegaron Ken Layard y Simon Gower para relevar a Darcy Clarke, que regresó entonces a Paignton. A las seis, Trevor Jordan se reunió con Layard y Gower; los tres se separaron, formando los vértices de un triángulo. Una hora más tarde, había dos hombres más, refuerzos que Roberts había pedido a Londres. Todas estas llegadas fueron debidamente comunicadas por
Vlad
, hasta que Yulian ordenó al perrazo que bajase al sótano. Ahora era de día y
Vlad
habría sido visto al ir de un lado a otro. El alsaciano era la retaguardia de Yulian y no convenía que sufriese daño por ahora.

La fuerza numérica del enemigo había acorralado a Yulian; pero igualmente malo, desde su punto de vista, era que no había nubes en el cielo y el sol brillaba con fuerza. La niebla de la noche se había levantado pronto y el aire era claro y olía a fresco. Detrás de la casa, más allá del muro que marcaba la linde de la finca, los árboles se encaramaban hasta la cima de un monte poco elevado. Había un camino entre aquéllos y uno de los vigilantes había conseguido llevar su coche hasta allá arriba. Ahora estaba sentado allí, observando la casa con unos prismáticos. Yulian habría podido verlo fácilmente desde una de las ventanas de atrás del piso alto, pero no tuvo necesidad de ello. Sentía que estaba allí.

Delante de la casa había otros dos vigilantes: uno no lejos de la verja, plantado al lado de su coche, y el otro a unos cuarenta o cuarenta y cinco metros de distancia. Sus armas no eran visibles, pero Yulian sabía que tenían alabardas. Y sabía el dolor que le produciría una saeta de madera dura. Dos hombres más guardaban los flancos, uno a cada lado de la casa, cuyo jardín podían observar por encima de los muros.

Yulian estaba atrapado… de momento.

¿Luchar? Ni siquiera podía abandonar la casa sin que ellos lo viesen. Y aquellas alabardas serían mortalmente precisas. El día siguió avanzando; pasó el mediodía y llegó la tarde, y Yulian empezó a sudar. A las tres llegó un sexto hombre, conduciendo un camión. Yulian lo observó cuidadosamente desde detrás de las cortinas de la ventana del ático.

El conductor del camión debía de ser el jefe de aquellos malditos espías psíquicos. Al menos, el jefe de este grupo. Estaba gordo, pero no era en modo alguno torpe; su mente debía de ser dura y clara, pero guardaba sus pensamientos como si fuesen oro. Empezó a distribuir elementos indeterminados de equipo pesado en bolsas de lona, y también envases de comida y de bebida, entre los otros hombres. Pasó algún tiempo con cada uno de ellos, hablándoles, mostrándoles ciertas piezas de equipo y dándoles instrucciones. Yulian sudó todavía más. Ahora sabía que sería esta tarde. El tráfico rodaba por la carretera como era costumbre en otoño; había parejas que paseaban bajo el sol, asidos de la mano; los pájaros cantaban en los bosques. El mundo parecía el mismo de siempre, pero aquellos hombres habían resuelto que fuese el último día de Yulian Bodescu.

Resguardándose lo más posible, el vampiro arriesgó el pellejo haciendo excursiones fuera de la casa. Empleaba una ventana de atrás de la planta baja, disimulada por unos arbustos, y también la salida del sótano a través del edificio exterior. Si hubiese estado debidamente preparado, habría podido escapar en dos ocasiones, cuando los vigilantes de la parte de atrás y de un lado de la casa bajaron a la carretera en busca de sus pertrechos; las dos veces habían vuelto mientras él estaba calculando todavía las probabilidades. Ahora se puso aún más nervioso y su pensamiento se volvió errático.

En la casa, siempre que se cruzaba con una de las mujeres, sacudía los brazos, gritaba, maldecía. Su nerviosismo se contagió a
Vlad
, y el perrazo andaba continuamente de un lado a otro en el sótano vacío.

Entonces, a eso de las cuatro, Yulian percibió de pronto una extraña quietud psíquica, la calma mental que precede a la tormenta. Aguzó hasta el máximo sus sentidos de vampiro…, nada pudo detectar. Los vigilantes habían aislado sus mentes, de manera que no pudiesen traslucir sus ideas, sus intenciones. Pero, al hacerlo así, descubrieron su último secreto, dijeron a Yulian el tiempo que habían fijado para su muerte.

Iba a ser ahora, dentro de esta hora, y la luz sólo empezaba a menguar al descender el sol hacia el horizonte.

Yulian apartó a un lado el miedo. ¡Era wamphyri! Aquellos hombres tenían poderes, sí, y eran fuertes, Pero él los tenía también, y tal vez podría demostrar que era más fuerte que ellos.

Bajó al sótano y habló a
Vlad:

Me has sido fiel como sólo puede serlo un perro
, dijo, mirando a los ojos al gran animal,
pero tú eres más que un perro. Puede que los hombres de allá fuera lo sospechen, y puede que no. Sea como fuere, serás el primero en enfrentarte a ellos cuando vengan. No les des cuartel. Si sobrevives, ven a buscarme

Y entonces «habló» al Otro, a aquella asquerosa extrusión de él mismo. Era la implantación de sugerencias en un espacio en blanco, la impresión de una idea sobre un vacío, la marca al hierro candente en el pellejo de un animal. Las losas del suelo se combaron en un oscuro rincón, el suelo se movió y cayó polvo de la baja bóveda. Esto fue todo. Tal vez lo había comprendido, o tal vez no…

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