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Authors: Brian Lumley

Vampiros (47 page)

BOOK: Vampiros
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—Tomaré deprisa una ducha y me pondré en camino. Decídselo a Roberts cuando se despierte, ¿eh?

Gower se levantó, se acercó a Clarke y lo miró fijo.

—¿Tienes algo entre ceja y ceja, Darcy?

—No. —Clarke sacudió la cabeza, pero cambió de idea—. Sí… ¡No lo sé! Sólo quiero ir a Harkley, eso es todo. Hacer mi trabajo.

Veinticinco minutos más tarde se había puesto en camino…

Poco antes de las dos de la madrugada, Clarke aparcó su coche en la orilla elevada de la carretera, tal vez a unos cuarenta metros de Harkley, e hizo andando el resto del camino. La niebla era menos espesa y la noche empezaba a tener buen aspecto. Las estrellas iluminaban la carretera y los setos tenían un nimbo fosforescente que agudizaba sus siluetas.

Por más extraño que resulte, y a pesar de su terrible enfrentamiento con el perro de Bodescu, Clarke no tenía miedo. Lo atribuyó a que llevaba una pistola cargada y a que, en el portaequipajes de su coche, había una pequeña pero mortífera alabarda de metal. Después de relevar a Peter Keen, llevaría su coche y lo aparcaría donde estaba ahora el de Keen.

No encontró a nadie por el camino, pero oyó un perro que ladraba en el campo y otro que le respondía, ladrido a ladrido, al parecer desde kilómetros de distancia. Unas cuantas luces brillaban débilmente en los montes y, cuando pudo ver la verja de Harkley, un lejano reloj de iglesia dio puntualmente la hora.

«Las dos y sin novedad», pensó Clarke; pero vio que no era así. En primer lugar, no había rastro del inconfundible Capri rojo de Kecn. Y en segundo lugar, tampoco había rastro de éste.

Clarke se rascó la cabeza y arrastró los pies sobre la hierba donde hubiese debido estar aparcado el coche de Keen. Entre la hierba mojada apareció una rama rota y… no, no era una rama. Clarke se agachó y levantó la rota saeta de alabarda con dedos que hormiguearon de pronto. Algo iba mal allí, ¡muy mal!

Levantó la mirada y contempló la casa plantada allí como una achaparrada y sensible criatura en la noche. Ahora tenía los ojos cerrados, pero ¿qué se ocultaba detrás de los párpados entornados de sus ventanas a oscuras?

Todos los sentidos de Clarke funcionaban con la máxima eficacia: sus oídos captaron la carrera de un ratón; sus ojos brillaron para penetrar la oscuridad; podía gustar, casi
sentir
, el mal en el aire nocturno, y… y algo apestaba. Literalmente. El hedor de un matadero.

Clarke sacó una linterna delgada como un lápiz y alumbró la hierba… ¡y estaba roja y mojada y pegajosa! El dobladillo de sus pantalones se tiñó de carmesí oscuro con la sangre. Alguien (¡Dios mío, que no sea Peter Keen!) la había derramado aquí a raudales. Le temblaban las piernas y se sintió desfallecer, pero se obligó a seguir un camino ensangrentado hasta un lugar detrás del seto, oculto de la carretera. Y allí fue mucho peor. ¿Podía
tener
un hombre tanta sangre?

Clarke tuvo ganas de vomitar, pero eso lo incapacitaría y, precisamente entonces,
no se atrevía
a estar incapacitado. Pero la hierba… estaba sembrada de cuajarones de sangre, jirones de piel y pedazos… ¡de carne! ¡Carne humana! Y alumbrado por el rayo de su linterna, había algo más, algo que podía ser… ¡Dios mío, un riñon!

Clarke corrió, o más bien flotó, voló, nadó, se dejó llevar por la corriente como en una pesadilla, hacia su coche, y volvió como un loco a Paignton y entró en tromba en la suite de INTPES. Estaba aturdido, no recordaba nada del viaje, salvo lo que había visto y se había grabado en su memoria. Se dejó caer en un sillón y se repantigó en él; jadeaba, temblaba; temblaban su boca, su cara, todos sus miembros, incluso su mente.

Guy Roberts se había despertado a medias cuando Clarke entró corriendo. Lo vio, vio el estado de sus pantalones, la palidez mortal de su semblante, y acabó de despertarse en un instante. Puso a Clarke en pie y le dio dos sonoras bofetadas que colorearon de nuevo sus mejillas e inyectaron sangre en sus ojos antes desvaídos. Clarke se irguió, furioso; gruñó y mostró los dientes, y saltó sobre Roberts como un loco.

Trevor Jordan y Simon Gower se apartaron de Roberts, sujetaron fuerte a Clarke y éste al fin se derrumbó. Sollozando como un chiquillo, contó toda la historia. Lo único que no dijo fue algo que saltaba a la vista: por qué le había afectado aquello tan profundamente.

—Es evidente, sí —dijo Roberts a los otros, acariciando la cabeza de Clarke y meciéndolo como a un niño pequeño—. Ya sabéis cuál es la facultad de Darcy, ¿no? Sí, tiene eso que vela por él. ¡Podría cruzar un campo minado y salir indemne de él! Y ahora se está culpando de lo ocurrido. Esta noche tuvo diarrea y no pudo estar de servicio. Pero no fue nada de lo que comió lo que le revolvió las tripas. ¡Fue su maldita facultad! En otro caso, habría sido él, y no Peter Keen, el hombre hecho añicos…

Martes, seis de la mañana. Alec Kyle fue despertado bruscamente por Carl Quint. Krakovitch estaba con Quint, y ambos tenían los ojos ojerosos por el viaje y la falta de sueño. Habían pasado la noche en el Dunarea, donde se habían registrado momentos antes de la una de la noche. Tal vez habían dormido cuatro horas. Krakovitch había sido despertado por el telefonista nocturno para atender a una llamada de Inglaterra para sus invitados ingleses; Quint, que gracias a sus facultades sabía que algo había en el aire, también se había despertado.

—He hecho que pasasen la conferencia a mi habitación —dijo Krakovitch a Kyle, que todavía se estaba despabilando—. Es alguien llamado Roberts. Quiere hablar con usted. Dice que es de máxima importancia.

Kyle se sacudió y miró a Quint.

—Algo se está tramando —dijo Quint—. Lo he sospechado desde hace un par de horas. He estado dando vueltas en la cama, durmiendo sólo a ratos, pero demasiado cansado para reaccionar.

Los tres en pijama, fueron aprisa a la habitación de Krakovitch. Mientras andaban, preguntó el ruso:

—¿Cómo saben dónde están ustedes? Es cosa de ellos, ¿no? Quiero decir que no habíamos proyectado estar aquí esta noche.

Quint arqueó una ceja, a su manera acostumbrada.

—Somos del mismo oficio que usted, Félix, ¿no se acuerda?

Krakovitch estaba impresionado.

—¿Un adivino? ¡Muy inteligente!

Quint no se tomó el trabajo de desengañarlo. Ken Layard era bueno, sí, pero no tanto. Cuanto más conocía a una persona o una cosa, con más facilidad podía encontrarla. Había localizado a Kyle en Bucarest; entonces habían preguntado en todos los hoteles importantes. Y como el Dunarea era uno de los mejores, debió de haber sido uno de los primeros de la lista.

Kyle recibió la llamada en la habitación de Krakovitch.

—¿Guy? Aquí, Alec.

—¿Alec? Tenemos un gran problema. Temo que muy grave. ¿Podemos hablar?

—¿No podrías hacerlo vía Londres?

Kyle estaba ya despierto por completo.

—Se tardaría mucho tiempo —respondió Roberts—. Y el tiempo es importante.

—Espera —dijo Kyle. Preguntó a Krakovitch—: ¿Puede ser probable que esta línea esté intervenida?

El ruso encogió los hombros y sacudió la cabeza.

—Que yo sepa, no.

Se dirigió a la ventana y descorrió las cortinas. Pronto amanecería.

—Está bien, Guy —dijo Kyle, por teléfono—. Habla.

—Sí —dijo Roberts—. Aquí son ahora las cuatro de la mañana. Retrocedamos dos horas…

Y contó a Kyle toda la historia y detalló después lo que habían hecho desde el atropellado regreso de Clarke al hotel de Paignton.

—Confié el asunto a Ken Layard. Estuvo magnífico. Fijó la situación de Keen en alguna parte de la carretera, entre Brixham y Newton Abbot. De Keen y de su coche, arruinado, quemado. Comprobé la versión de Layard y, desde luego, estaba en lo cierto; tuvimos la seguridad de que Peter estaba… estaba muerto.

»Llamé a la policía de Paignton y les dije que estaba esperando a un amigo y que éste se retrasaba mucho; les di su nombre y sus señas y una descripción del coche. Dijeron que había sido un accidente y que lo estaban sacando del coche, pero que había llegado ya una ambulancia y que el conductor del vehículo siniestrado sería llevado a urgencias del hospital de Torquay. Tardé diez minutos en llegar y cuando lo trajeron estaba allí. Lo identifiqué…

Hizo una pausa.

—Prosigue —dijo Kyle, a sabiendas de que aún no había oído lo peor.

—Me siento responsable, Alec. Deberíamos haber aumentado las precauciones. Lo malo de este juego es que confiamos demasiado en nuestras facultades. Casi hemos olvidado el empleo de la simple tecnología. Deberíamos haber tenido radioteléfonos portátiles, mejores contactos. ¡Hubiésemos debido dar más importancia a ese monstruo asesino! Dios mío, ¿cómo he podido dejar que ocurriese esto? Tenemos percepción extrasensorial, facultades especiales, y Bodescu no es más que un hombre…

—¡Es más que un hombre! —lo interrumpió Kyle—. Y nosotros no tenemos el monopolio de estas facultades. Él también las tiene. No es culpa tuya. Y ahora, por favor, cuéntame lo demás.

—Él… Peter estaba… ¡Oh, no se produjo las lesiones propias de un accidente de automóvil! Había sido rajado por la mitad, ¡destripado! Todo lo tenía al aire. Y su cabeza…, Dios mío,
¡estaba partida en dos!

A pesar del horror provocado por la descripción de Roberts, Kyle trató de pensar desapasionadamente. Conocía bien a Peter Keen y lo apreciaba. Pero ahora debía dejar esto a un lado y pensar sólo en el trabajo.

—¿Por qué se estrelló el coche? ¿Qué esperaba ganar con ello aquel bastardo?

—En mi opinión —respondió Roberts—, sólo trató de encubrir el asesinato y lo que había
hecho
al cuerpo de Peter. La policía dijo que había un fuerte olor a gasolina dentro y alrededor del automóvil. Supongo que Bodescu llevó a Peter hasta allí, puso la directa, colocó el coche cuesta abajo y lo dejó rodar. Siendo él como es, unos cuantos cortes y rasguños, al saltar del coche, no tendrían importancia. Probablemente derramó primero mucha gasolina dentro del vehículo, para quemar las pruebas. Pero la manera en que rajó al pobre muchacho fue… Jesús, ¡fue horrible! Quiero decir,
¿por qué
lo hizo? Peter debía de estar muerto mucho antes de que aquel espíritu necrófago terminase su obra. Si lo hubiese torturado, al menos tendría algún sentido. Quiero decir que, por horrible que fuese, habría podido comprenderlo. Pero no se puede aprender nada de un muerto, ¿verdad?

Kyle casi dejó caer el teléfono.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró.

—¿Eh?

Kyle no dijo nada; estaba petrificado por la impresión.

—¿Alec?

—Sí que se puede —respondió Kyle al fin—. Se puede aprender mucho de un muerto…, todo, en realidad, ¡si se es un nigromante!

Roberts había visto la ficha de Keogh. Ahora recordó y comprendió el significado de las palabras de Kyle.

—¿Te refieres a Dragosani?

—¡Quiero decir
exactamente
como Dragosani!

Quint lo había captado casi todo.

—¡Santo Dios! —Asió a Kyle de un codo—. Lo sabe todo acerca de nosotros. Sabe…

—¡Todo! —dijo Kyle a Quint y a Roberts—. Lo sabe todo. Lo arrancó de las entrañas de Keen, de su cerebro, de su sangre, ¡de sus pobres órganos violados! Ahora escucha, Guy, pues esto es importante. ¿Sabía Keen cuándo pensáis atacar Harkley?

—No. Yo soy el único que lo sabe. Estas fueron tus instrucciones.

—Está bien. ¡Bravo! Al menos podemos dar gracias a Dios por esto. Ahora escucha: voy a ir a casa. Esta noche… ¡quiero decir hoy! En el primer vuelo posible. Carl Quint se quedará aquí y cuidará de poner fin a todo; pero yo voy para ahí. No me esperéis, si no puedo llegar a tiempo a Devon. Seguid como tenemos proyectado. ¿Entendido?

—Sí. —La voz del otro era siniestra—. ¡Oh, sí, lo entiendo perfectamente! ¡Y por Dios que lo espero con ansiedad!

Kyle entrecerró los ojos, que brillaron de furia.

—Haz quemar el cuerpo de Peter —dijo—, por si acaso… Y después quemad a Bodescu. ¡Quemad a todos los bastardos chupadores de sangre!

Quint le tomó delicadamente el teléfono de la mano y dijo:

—Guy, aquí Carl. Escucha, esto es de máxima prioridad. Envía a dos de nuestros mejores hombres a A.S.A.P. de Hartlepool. En especial, a Darcy Clarke. Hazlo ahora, antes de salir para Harkley.

—Está bien —dijo Roberts—. Lo haré. —Entonces captó la intención del otro. Su exclamación fue perfectamente audible, incluso a través de la conexión no demasiada clara—. Claro que lo haré. ¡Ahora mismo!

Kyle y Quint, pálidos, se miraron con los ojos muy abiertos. No hacía falta que expresasen con palabras lo que estaban pensando. Yulian Bodescu había aprendido casi todo lo que le interesaba acerca de ellos. Keen había tenido acceso, como todos ellos, a la ficha de Keogh. Lo que daba más miedo a los vampiros era que se descubriese lo que eran. Bodescu trataría de destruir a cualquiera que sospechase de él.

INTPES sabía lo que era, y el foco, el
jinni loci
, de INTPES, era alguien llamado Harry Keogh…

Darcy Clarke había consumido dos coñacs dobles, en rápida sucesión, antes de insistir en volver al trabajo. Esto había sido poco antes de la llamada de Roberts al Hotel Dunarea de Bucarest. Roberts, al principio vacilante, había dejado al fin que Clarke volviese a Harkley, pero con esta advertencia:

—Darcy, permanece en tu coche. No lo abandones, pase lo que pase. Sé que tu talismán funciona, pero, en este caso, podría no ser bastante. Necesitamos que alguien vigile aquella casa diabólica, al menos hasta que podamos movilizarnos plenamente, y ya que te ofreces voluntario…

Clarke había conducido el coche con cuidado, fríamente, hacia Harkley y había aparcado sobre la hierba rígida y negra, cerca de donde había estado el de Keen. Trataba de no pensar en el terreno donde se hallaba su automóvil, ni en lo que había ocurrido allí. Lo recordaba, nunca lo olvidaría, pero lo mantenía en la periferia de su conciencia, no dejaba que lo estorbase. Y así, con la pistola y la ballesta cargadas a su lado, se quedó vigilando la casa, sin apartar un momento la mirada de ella.

El miedo se había convertido en odio en el corazón de Clarke; estaba aquí de servicio, sí, pero era más que esto. Bodescu podía salir, podía mostrar la cara, y si lo hacía… Clarke se desesperaba por matarlo.

En la casa, Yulian estaba sentado en la oscuridad, junto a la ventana de su ático. También él había tenido un poco de miedo, casi de pánico. Pero ahora estaba, como Clarke, tranquilo, frío, calculador. Pues ahora sabía, con una excepción importante, todo lo que necesitaba saber sobre los que lo vigilaban. Lo único que ignoraba era cuándo vendrían. Pero sin duda sería pronto.

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