—Quería saber los secretos, como otras niñas quieren dulces…, quería el poder que esos secretos podían darle. Estudió los caminos escondidos alrededor de los Lugares de Curación para poder deslizarse por ellos y espiar, oculta en la oscuridad. Todo poder debe pagarse, pero ella tomó los secretos de otros más grandes que ella y los corrompió, los manchó…, los envenenó como envenenó el mismo corazón de la Gruta…, ¡sí, claro que lo envenenó!…, y volvió nuestra fuerza contra nosotros mismos.
Jenny meneó la cabeza, extrañada.
—Dromar dijo algo por el estilo —recordó—. Pero ¿cómo es posible corromper un hechizo? Podéis manchar vuestra propia magia, porque da color a vuestra alma cuando la forjáis, pero no podéis manchar la magia de otro. No lo entiendo.
Mab la miró de forma penetrante, como si de pronto hubiera recordado que ella estaba allí y que no pertenecía al pueblo de los gnomos.
—No estaría bien que lo entendieras —dijo en su voz suave, aguda—. Son cosas que tienen que ver sólo con la magia de los gnomos. No son de los seres humanos.
—Zyerne parece haberlas convertido en humanas. —Jenny cambió su peso a los talones, para aliviar la presión del suelo de piedra, a través del almohadón maltrecho, sobre las rodillas—. Si fue en realidad en los Lugares de Curación donde aprendió las artes que la han convertido en la maga más poderosa del reino.
—¡Bah! —dijo la maga gnomo con desprecio—. Los Curadores de la Gruta eran más poderosos que ella…, por la Piedra,
yo
era más poderosa…
—
¿Erais?
—dijo Jenny, perpleja—. Sé que la mayor parte de los Curadores de la Gruta murieron cuando llegó el dragón; pensé que ninguno de los que sobrevivieron era suficientemente poderoso para desafiarla. La magia de los gnomos es diferente de los hechizos de los hombres, pero el poder es el poder. ¿Cómo puede Zyerne haber disminuido el vuestro?
Mab sólo sacudió la cabeza con furia, y su cabello pálido, del color de una telaraña, golpeó a un lado y a otro, y luego dijo:
—Eso son cosas de gnomos.
Durante esos días, Jenny no vio mucho a Zyerne, pero la hechicera estaba siempre en su mente. La influencia de Zyerne permeaba la corte como el aroma leve de su perfume a canela; Jenny la sentía cuando estaba dentro de los límites del palacio. La forma en que Zyerne hubiera adquirido el poder o lo que hubiera hecho con él desde entonces no tenía importancia: lo que Jenny nunca olvidaba era que su poder era mucho más grande que el de ella. Cuando dejaba de lado los tomos de magia que John lograba robar de la biblioteca de palacio para sentarse con su cristal encantado a mirar las pequeñas imágenes mudas de sus hijos que retozaban peligrosamente en los terrenos cubiertos de nieve del fuerte, sentía una punzada de culpa. Zyerne era joven, al menos diez años más joven que ella; su poder brillaba como el sol. Jenny ya no se sentía celosa y honestamente no podía estar enojada con Zyerne por tener lo que ella no tenía, no mientras no estuviera dispuesta a hacer lo que debía para obtenerlo. Pero sentía envidia, eso sí, la envidia de un viajero que mira desde afuera el calor de una habitación iluminada en una noche muy fría.
Pero cuando preguntaba a Mab sobre Zyerne —sobre los poderes que una vez habían sido menores que los de Mab y ahora eran más grandes; sobre la razón por la que los gnomos le habían prohibido entrar en la Gruta— la pequeña maga decía con empecinamiento:
—Eso son cosas de gnomos. No tienen nada que ver con los hombres.
Mientras tanto, John seguía adelante, favorito de los jóvenes de la corte que se reían de su barbarismo extravagante y lo llamaban salvaje domesticado, mientras él seguía hablando de la ingeniería y las costumbres de cópula de los cerdos, o citaba autores clásicos en su acento horriblemente lento de norteño. Y sin embargo, todas las mañanas, el rey pasaba a su lado en la galería y volvía sus ojos apagados para no mirarlos y la etiqueta de la corte impedía que Gareth le dirigiera la palabra.
—¿Por qué este retraso? —preguntó John cuando él y Gareth salieron de los pórticos arqueados de la galería a la luz pálida, fría del sol en el patio desierto después de otro día inútil de espera. Jenny se les unió en silencio. Venía de los escalones del jardín desierto con el arpa en la mano. Había estado tocando sobre las rocas por encima de la empalizada del mar mientras los esperaba y observaba las nubes de lluvia que corrían lejos, sobre las aguas. Era una estación de vientos y de ráfagas súbitas, y en esa estación, en el norte, el clima se hacía frío y lleno de neviscas, pero aquí, había días de sol alto y sin calor alternados con nieblas y lluvias ventosas. Se podía ver la luna, mate, blanca, en el cielo azul del día, hundiéndose en la pared de nubes sobre el mar; Jenny se preguntó qué era lo que le preocupaba del avance firme del astro hacia la media luna. Las ropas brillantes de Zyerne y sus cortesanos se destacaban contra los colores pardos de la tierra en barbecho cuando pasaron todos al jardín, y Jenny oyó la voz de la maga levantada en una imitación exacta y mal intencionada del lenguaje agudo de los gnomos. John continuó:
—¿Es que está esperando que el dragón caiga sobre la ciudadela y le ahorre el trabajo del sitio?
Gareth negó con la cabeza.
—No lo creo. Sé que Policarpio tiene catapultas para arrojar combustible en las torres más altas. El dragón mantiene la distancia.
A pesar de la traición del Señor de Halnath, Jenny oía en la voz del príncipe un dejo de orgullo por los actos de su viejo amigo.
A diferencia de John, que había alquilado un traje de corte fuera de las puertas del palacio, en un negocio especializado para los peticionarios del rey, Gareth tenía al menos una docena de ellos…, criminalmente caros, como todos los trajes de corte. El que usaba hoy era verde y rosado y, a la luz incierta de la tarde, hacía que su piel pálida se viera amarilla.
John se ajustó los anteojos sobre el puente de la nariz.
—Bueno, te digo que no me gusta mucho la idea de seguir saltando sobre mis talones como un cazador de ratas, esperando a que el rey decida que quiere mis servicios. Vine a proteger a mi tierra y a mi gente, y en este momento no están consiguiendo nada de mí ni del rey que debería preocuparse por ellos.
Gareth había estado mirando al jardín, al grupito amontonado junto a la estatua de mármol manchada de hojas de dios Kantirith como si no se diera cuenta de adonde miraba. Ahora volvió la cabeza con rapidez.
—No podéis iros —dijo, con preocupación y miedo en su voz.
—¿Y por qué no?
El muchacho se mordió el labio y no contestó, pero su mirada volvió al jardín, nerviosa. Como si sintiera el toque de esa mirada, Zyerne se volvió y le arrojó un beso juguetón y Gareth desvió la vista. Parecía cansado y carcomido y Jenny se preguntó de pronto si todavía seguiría soñando con Zyerne. El silencio incómodo fue quebrado no por él sino por la voz aguda de Dromar.
—Milord Aversin… —El gnomo salió a la galería y pestañeó con dolor en la luz del cielo pálido y nublado. Las palabras venían lentamente, como si fueran poco familiares a sus labios—. Por favor…, no te vayas.
John lo miró con firmeza.
—Vosotros tampoco os habéis destacado por vuestros gestos de bienvenida y ayuda, ¿verdad?
La mirada del viejo embajador lo desafió.
—Te he trazado los mapas de la Gruta. Por la Piedra, ¿qué más puedes desear, señor?
—Mapas que no mientan —dijo John con frialdad—. Sabéis tan bien como yo que los mapas que dibujasteis tienen muchas secciones en blanco. Y cuando uní los mapas de los distintos niveles y los de las rutas de acceso de uno a otro, que me muera si el lugar en blanco no era el mismo en todos. No me interesan los secretos de vuestra maldita Gruta, pero no sé lo que puede pasar ni dónde puedo terminar jugando al escondite en la oscuridad con el dragón y me gustaría tener un mapa exacto para hacerlo.
Había un rastro de enojo en su voz tranquila y un rastro de miedo. Dromar debió de oír los dos, porque el brillo de desafío murió en su rostro y se miró las manos, aferradas una con otra sobre los nudos de su cinturón.
—Ésa es una cuestión que no tiene nada que ver con el dragón, nada que ver contigo, lord —dijo con voz reposada—. Los mapas son exactos…, lo juro por la Piedra en el corazón de la Gruta. Lo que he dejado fuera es asunto de los gnomos y sólo de ellos…, es el verdadero secreto del corazón de la Gruta. Una vez, uno de los hijos de los hombres espió en ese corazón y desde ese momento hemos tenido causas para lamentarlo amargamente.
Levantó la cabeza de nuevo. Ojos pálidos y en sombras bajo pobladas cejas nevadas.
—Te ruego que confíes en mí, Vencedor de Dragones. Va contra nuestras costumbres pedir ayuda a los hijos de los hombres. Pero tú debes ayudarnos. Somos mineros y comerciantes, no guerreros y lo que necesitamos es un guerrero. Día tras días, más y más personas de nuestro pueblo tienen que dejar esta ciudad. Si la ciudadela cae, muchos de mi pueblo van a ser asesinados con los rebeldes que les han dado refugio en esos muros y hasta les ofrecieron el pan de sus raciones en el sitio. Las tropas del rey no les dejarían abandonar la ciudadela aunque quisieran…, y créeme, hay muchos que lo han intentado. Aquí en Bel, el precio del pan aumenta y pronto moriremos de hambre si es que no nos matan las multitudes de las tabernas. En poco tiempo, seremos demasiado pocos para defender la Gruta aunque podamos volver a pasar por sus puertas.
Extendió las manos, pequeñas como las de un niño y llenas de nudos grotescos con la edad, pálidas y blancas contra las capas negras y suaves de sus mangas extrañamente cortadas.
—Si tú no nos ayudas, ¿quién lo hará entre los hijos de los hombres?
—Ah, vamos, Dromar, vete. —Limpia y dulce como un cuchillo de plata, la voz de Zyerne interrumpió las últimas palabras del gnomo. La maga llegó subiendo los escalones del jardín, leve como un pimpollo de almendro que flotara en la brisa, los velos de bordes rosados echados hacia atrás por el viento sobre las cascadas negras e intrincadas de su cabello—. ¿No es suficiente que trates de forzar al rey a sufrir tu presencia día tras día sin que además molestes a esta pobre gente con política fuera de lugar y de estación? Los gnomos tal vez sean vulgares hasta el punto de hablar de negocios y tratar de acorralar a sus superiores en la noche, pero aquí pensamos que una vez que el día se termina, es tiempo de divertirse. —Hizo gestos como para echar a un perro con sus manos bien cuidadas y se enfurruñó de impaciencia—. Ahora, vete —agregó en tono de broma—, o llamaré a los guardias.
El viejo gnomo se quedó allí por un instante, los ojos clavados en los de ella, su cabello blanco y nuboso como una telaraña alrededor de su cara arrugada en el aire de los vientos del mar. Zyerne tenía una expresión de empecinamiento infantil, como un niño bienamado que exige que le dejen salirse con la suya. Pero Jenny, de pie detrás de ella, vio la arrogancia y el deleite que había detrás de su triunfo en cada línea, en cada músculo de su espalda delgada. No tenía dudas de que Zyerne llamaría a los guardias si hacía falta.
Evidentemente, Dromar tampoco lo dudaba. Embajador de la corte de un monarca en la de otro durante treinta años, se volvió y partió ante la orden de la amante del rey. Jenny lo vio alejarse por el sendero de piedras grises y lavanda a través del jardín, con Servio Clerlock, pálido y frágil, que imitaba sus pasos a su espalda.
Zyerne ignoró a Jenny, como siempre, deslizó una mano sobre el brazo de Gareth y le sonrió.
—Viejo traicionero —hizo notar—. Tengo que ver a tu padre para la cena dentro de una hora, pero seguramente hay tiempo para dar un paseo junto al mar, ¿no te parece? Las lluvias no comenzarán hasta la hora de comer.
Puede decirlo con seguridad, pensó Jenny; con sus hechizos, las nubes vienen y van como perritos falderos que esperan que les den de comer.
Con la mano todavía en el brazo de Gareth, Zyerne apoyó su leve peso sobre la altura del muchacho y lo llevó hacia los escalones que daban al jardín. Los cortesanos se dispersaban ya y los senderos estaban vacíos bajo las ráfagas de viento que creaban remolinos de hojas fugitivas. Gareth echó una mirada desesperada a John y Jenny que estaban de pie, juntos, en la galería, ella con la capa y la chaqueta de cuero de oveja del norte, y él con los rasos ornamentados, azules y crema de la corte, los anteojos de escolar colgados de la nariz. Jenny empujó a John con amabilidad.
—Ve con ellos.
Él la miró con una media sonrisa.
—¿Así que me promueves de payaso a carabina de la virtud de nuestro héroe?
—No —dijo Jenny, la voz baja—. A guardaespaldas de su seguridad. No sé lo que tiene Zyerne, pero él también lo percibe. Ve con ellos.
John suspiró y se inclinó para besarla.
—El rey tendrá que pagarme extra por esto. —Su abrazo fue como si la abrazara un león satinado. Luego, John se fue. Bajó los escalones al trote y los llamó en su horrible dialecto del campo norteño mientras el viento jugaba con sus mantos y le daba el aspecto de una gran orquídea en el jardín gris.
En total, pasó una semana antes de que el rey mandara a llamar a su hijo.
—Me preguntó dónde había estado —dijo Gareth con voz serena—. Me preguntó por qué no me había presentado antes. —Se volvió y golpeó con el puño contra el poste de la cama, los dientes apretados para luchar contra las lágrimas de rabia y confusión—. ¡Jenny, en todos estos días, ni siquiera me ha visto!
Se volvió con rabia. La luz desvaída de la tarde que caía sobre los paneles de la ventana cortados en forma de diamante, tocaba con suavidad el raso blanco y cidra de los mantos de la corte y titilaba, fantasmal, en las viejas joyas redondas, sin facetas, de sus manos. Tenía el cabello cuidadosamente rizado para la audiencia con su padre y como correspondía a la naturaleza de su cabello fino, colgaba perfectamente recto de nuevo alrededor de su rostro, excepto uno o dos rizos perdidos. Se había vuelto a poner los anteojos después de la audiencia, los anteojos rotos y torcidos, incongruentes en medio de todo el lujo; los lentes estaban salpicados de la lluvia fina que enfriaba el vidrio de la ventana.
—No sé qué hacer —dijo en una voz estrangulada—. Dijo…, dijo que hablaríamos sobre el dragón cuando nos viéramos de nuevo. No entiendo lo que pasa…
—¿Zyerne estaba allí? —preguntó John. Estaba sentado en el escritorio largo, que, como el resto del piso superior de la casa de huéspedes que ocupaban él y Jenny, estaba lleno de libros. Después de ocho días, toda la habitación parecía una biblioteca saqueada; había libros apoyados unos sobre otros, puntos marcados por las páginas de notas de John y objetos de distinto tipo, ropa u otros libros, y en un caso una daga, introducidos entre las hojas.