Venganza en Sevilla (24 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: Venganza en Sevilla
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No pude reprimir la sorpresa.

—¿Los banqueros compran el oro y la plata del rey? —exclamé con grande admiración.

—No, no es así es como se administra el asunto —me explicó el señor Juan—. Verás, los metales del Nuevo Mundo llegan en pasta hasta España, es decir, con forma de barras de plata y tejos de oro. Los banqueros pagan sumas enormes a la Real Hacienda para adquirir esas partidas y la Casa de Contratación se las entrega en cuanto los metales han sido numerados y anotados. Dicen que en la Torre del Oro los oficiales ya han terminado con los tejos y que en la Torre de la Plata les falta poco para acabar con las barras, por eso don Agustín tenía prisa por vender sus viejas herramientas y, como no encontraba a nadie que deseara comprárselas, le vine como caído del cielo cuando le ofrecí mil escudos por ellas.

—Entonces, ¿quién se queda con el oro y la plata de las Indias? —quise saber, cada vez más confundida—. ¿Los banqueros?

—No, el oro y la plata son del rey y el rey se los queda —me explicó Rodrigo—, pero no en pasta. Los banqueros tienen fundiciones y allí convierten los tejos y las barras en lingotes después de afinar los metales a la ley y al peso oficial. En cuanto los llevan a la Casa de la Moneda, recuperan lo que pagaron, que fue como una fianza, más una cantidad por el trabajo de fundir, afinar y fabricar los lingotes.

—Para eso se usan las herramientas que hoy le he comprado a don Agustín —apuntó el señor Juan muy complacido—, que será banquero y todo lo que se quiera, mas lisio no lo es mucho, el pobre, pues podría haberme sacado hasta dos mil escudos, que las herramientas los valen, y sin embargo cuando le ofrecí mil, se conformó.

—Pues, ¿qué herramientas le habéis comprado? —me alarmé, temiendo lo peor.

—¡Oh, querido muchacho! —exclamó él complacido, ignorando, como siempre hacía, mi apariencia de dueña—. ¡Unas muy buenas! Hornillos, fuelles, crisoles, tenazas...

—... yunques, martillos, balanzas —siguió refiriendo Rodrigo con fingida calma—, rieleras para fabricar lingotes, calderas, palas...

—¡Santo Dios! —grité—. ¿Cómo pensáis que vamos a cargar con todo eso cuando nos marchemos?

Rodrigo sonrió jactanciosamente entretanto el señor Juan aparentaba una completa ingenuidad.

—¿Cuál es el problema? —preguntó candorosamente.

—El mismo que ya os señalé yo —le echó en cara Rodrigo—: el peso de las mercaderías.

—¿Se ha vuelto loca vuestra merced, señor Juan? —le espeté a la cara, voceando—. ¡No podemos acarrear esas pesadas herramientas!

—¡Ah, pues nada, nada! —declaró él alegremente—. Ya alquilaré yo unos carros y unas mulas y lo llevaré todo hasta mi zabra.

—¡Mi zabra! —estallé.

—Eso, tu zabra —confirmó—. Tú no te preocupes por nada, muchacho. Yo, como Juanillo, no te soy preciso aquí. Puedo, por consiguiente, abandonar Sevilla cualquier día de éstos y llegar a tiempo a ese puerto de Portugal que has mencionado.

Rodrigo se pasó las manos por la canosa cabeza.

—Tengo para mí que deberías consentirlo —me dijo mi compadre—. Si permites que Juanillo retrase su viaje, podrían partir juntos y el señor Juan cuidaría del muchacho. Nadie sospecharía de un mercader que carga herramientas para vender en Lisboa.

Las puertas del comedor se abrieron y las criadas retiraron los platos sucios. Suspiré e intenté sosegarme. No era mala la proposición y, en verdad, Juanillo estaría mucho más seguro.

—Sea —dije recobrando la calma y procurando ordenar mis pensamientos—. Devuélveme la misiva para Luis de Heredia pues ahora tengo que escribir otra.

Los lacayos entraron con bandejas de quesos y naranjas y todo lo comimos remojándolo con vino fuerte.

—Una sola cosa más tengo que solicitarte, muchacho —masculló el señor Juan con la boca llena de nuevo—, y es que, antes de que le mates, me permitas vender las herramientas a Arias, el Curvo que queda en Cartagena. ¡De cierto que le saco a lo menos cuatro mil escudos!

—¿A Arias Curvo...? —No se me alcanzaba para qué podría querer Arias los útiles de un banquero.

—No me van a faltar ofertas —afirmó el señor Juan muy complacido—, pues de seguro que todos los que tienen granjerías en las minas del Pirú y acuden a los mercados de Cartagena van a sentirse muy complacidos pudiendo adquirir herramientas tan adelantadas como las mías, mas como Arias y Diego... en fin, Diego no, ya que ahora vive aquí y es conde; pues como Arias es uno de los grandes propietarios de plata de Tierra Firme, estoy cierto de que va a querer conseguirlas y eso significa muchos caudales para mí.

—¿Arias Curvo es uno de los grandes propietarios de plata de Tierra Firme? —inquirió Rodrigo, exponiendo con claridad la pregunta que a mí se me había quedado en el pico de la lengua.

El señor Juan nos observó a ambos con incredulidad.

—¿No lo conocíais?

Rodrigo y yo negamos con la cabeza.

—¡Por mi vida! ¡Si es cosa sabida! ¡Si yo mismo os lo relaté a ambos hace algunos años, cierto día que andabais por el mercado de Cartagena preguntando acerca de los negocios de Arias y Diego
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!

Rodrigo y yo nos miramos y, al punto, se nos iluminó la memoria. Fue el triste día en que mi señor padre quiso saldar sus deudas con Melchor de Osuna y recuperar así sus propiedades. El hideputa de Melchor no sólo se negó a devolvérselas sino que, por más, le dijo que rezaba todos los días por su muerte, pues cuando mi padre falleciera él pasaría a ser beneficiario absoluto de la Chacona, la tienda pública y la casa de Santa Marta. A mi señor padre le afectaron tanto esas palabras que salió de la casa del primo de los Curvos con el juicio totalmente perdido. Tras aquello, en cuanto lo dejé a salvo en la nao y Rodrigo regresó de comprar el tabaco que vendíamos de contrabando a los flamencos, le pedí a mi compadre que me acompañara al puerto para ver qué podíamos averiguar sobre aquellos dos ricos y poderosos familiares de Melchor de Osuna, Arias y Diego Curvo, pues sospechábamos que protegían a Melchor por tener con él negocios deshonestos, trapacistas y fulleros. Y, en el puerto, con quien topamos fue, precisamente, con el señor Juan, que estaba de charla con el tendero Cristóbal Aguilera, amigo también de mi padre, y ambos nos contaron todo cuanto se decía en Cartagena de aquellos dos importantes mercaderes, de cuenta que, entre otras muchas cosas, nos relataron que, sin que hubiera forma de explicarlo, los Curvos disponían en todo momento de aquellas mercaderías que faltaban en Tierra Firme por no haber llegado suministro en las flotas y que podían vendérselas a quien tuviera los muchos caudales necesarios para pagar sus fuertes precios, generalmente mercaderes del Pirú que disponían de la plata del Cerro Rico del Potosí.

—¿Y tanta conseguían Arias y Diego a trueco de mercaderías —balbucí en cuanto me fue posible hablar— como para llegar a poseer tan grandes cantidades de ese metal?

—Pues sí debían de conseguirla, sí —aseguró el señor Juan—. Se rumorea en Cartagena que son muchos cientos de quintales de plata los que Arias atesora en sus bien guardados almacenes y así debe de ser puesto que, como es sabido, jamás ha declarado plata en sus cargamentos hacia España. Considera, por más, que las minas del Potosí se hallan en un lugar montañoso, de caminos imposibles, alejadas del resto del mundo y que allí todo se paga en metal puro pues no hay otra moneda y que si el mercader dice que unas botas de cuero valen una arroba
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de plata y el minero tiene esa arroba y muchas más y camina descalzo, pues paga y se va tan feliz con sus botas o con su jubón nuevo o con su vino o su nuevo esclavo. La escasez de mercaderías hace que los precios los fije la necesidad.

—¿Y qué se le da de acumularla sin más en sus almacenes? —se interesó Rodrigo, echando el cuerpo tan hacia delante que casi se comía la mesa.

—Me pides mucho, compadre —renegó el señor Juan, limpiándose los labios y la barbilla con la falda del mantel, pues también él tenía la servilleta hecha una pena—. En el Nuevo Mundo las cosas van a su manera. Quien puede se aprovecha, como es normal. Si Arias enviara a Sevilla toda esa plata, tendría que pagar una cantidad extraordinaria de impuestos. Eso en el caso de que no le fuera incautada por el rey, que ya sabéis que acostumbra a confiscar el oro y la plata de los particulares en cuanto tiene ocasión. No sé qué se le da de acumularla sin más en Cartagena, pero la acumula. —Hinchó el pecho para tomar aire y dejó descansar las manos sobre la mesa—. Una vez, hace algún tiempo, oí decir a uno de sus esclavos que estaban embalando plata para mandarla a México y pensé que sería para venderla en Filipinas, pues en México ya tienen mucha y, por otro lado, del puerto de Acapulco sale el galeón de Manila todos los años. Mas, como aquel esclavo no era de mucho seso, no di valor a sus palabras.

—Imposible lo de Acapulco —declaró Rodrigo enfadado—, pues está prohibido mandar oro y plata a las Filipinas. Hay cédulas reales muy severas que sólo permiten viajar hasta allí con pequeñas cantidades para mercadear sedas, porcelanas y especias de la China.

—Que no se te cueza la sangre, compadre —le dije a Rodrigo muy tranquila pues ya lo había comprendido todo—. Arias no manda la plata de contrabando a Manila. Ten por cierto que esa plata de la que hablamos se halla toda en Sevilla, en las casas de sus hermanos, convertida en objetos decorativos o incluso en moneda.

Ambos quedaron en suspenso un instante, pasmados.

—¿Y cómo la hace llegar hasta aquí, eh? —me desafió el señor Juan—. ¡Nunca ha consignado plata en los registros de sus naos ni tampoco se la han hallado de contrabando ya que, de ser así, a estas horas estaría en la cárcel!

—Eso, señor Juan, es lo más increíble de todo.

Los dos Juanes (Juanillo y el señor Juan) partieron hacia Portugal el último día del mes de noviembre del año de mil y seiscientos y siete, quedando en volver a reunimos a bordo de la Sospechosa antes de la fiesta de la Natividad, el veinte y cinco de diciembre como muy tarde. Juanillo, a desgana y un tanto despechado, nos deseó mucha suerte y se alejó del palacio Sanabria con lágrimas en los ojos.

Las dos semanas siguientes fueron de febriles diligencias. De la mañana a la noche mil y un quehaceres nos ocuparon a todos: Damiana, encerrada en su alcoba, preparaba sobre un hornillo las últimas y laboriosas pociones que ejecutaría en Sevilla; Rodrigo y yo practicábamos el arte de la espada en unas caballerizas ahora vacías por haberme desprendido de todos los coches salvo de uno (el más ligero y rápido) y de todos los caballos menos de los picazos. Tampoco había ya demasiados criados en palacio pues, con grande generosidad, a todos los había mandado a sus casas con quince días de adelanto para que celebrasen las fiestas con sus familias. Me probé mil veces mi nuevo vestido para no errar en sus artificios y ensayé mis personajes frente al espejo como lo ejecutaría un recitante de feria. Pretextando un retiro espiritual previo a la Natividad dejé de hacer visitas, de recibirlas y de asistir a fiestas; sólo en una ocasión acudí, disfrazada de humilde criada, a casa de Clara Peralta, y fue por despedirme de ella y por agradecerle lo mucho que me había favorecido. Le regalé el más valioso de mis broches, de oro y piedras preciosas, y ella, tras llorar abundantes lágrimas y abrazarme como una madre, me dio promesa de trasladar mi eterno agradecimiento al marqués de Piedramedina, para quien le entregué un valioso anillo como no había otro igual en Sevilla, salido derechamente del botín pirata de mi isla. También me hizo esperar un largo tiempo en tanto que escribía esforzadamente una cariñosa misiva para madre a quien sabía que ya no volvería a ver en vida pero a la que siempre llevaría en su corazón pues no hay afectos más grandes y duraderos, dijo, que los afectos nacidos en la juventud.

Fray Alfonso Méndez, a quien solicité el favor de actuar conmigo en una de las representaciones, acompañaba siempre a su hijo Carlos cuando éste traía nuevas de Alonso, que seguía feliz y encantado con su cometido de galán pues a doña Juana Curvo no sólo no se le pasaban los ardores sino que se le aumentaban y estaba cada vez más enamorada de él, de suerte que principiaba a despistarse en las cautelas y algunos criados de la casa comenzaban a recelar. El padre Alfonso, que era padre también en el sentido terrenal, apareció un día por mi palacio con sus dos hijos menores: Lázaro, a quien ya conocíamos, y Telmo, de hasta cuatro años de edad, tan avisado y dispuesto como sus hermanos mayores y, como ellos, rubio y de ojos zarcos. A buen seguro, con semejantes probanzas nadie podría poner en duda la paternidad del fraile. Lázaro y Telmo jugaron encantados en los fríos patios en tanto fray Alfonso, Rodrigo y yo arreglábamos los pormenores de nuestros asuntos. Al finalizar, ya levantados de los asientos, el franciscano se detuvo y echó una mirada en derredor de la sala de recibir.

—¿Qué haréis con todas estas propiedades cuando os marchéis de Sevilla, doña Catalina? —me preguntó.

—Abandonarlas —afirmé sin pesar, caminando hacia la puerta que daba al patio.

—¿Abandonarlas? —se maravilló—. ¡Dádmelas a mí!

Rodrigo y yo nos echamos a reír, pensando que se trataba de una broma.

—¿Dároslas a vos, fray Alfonso? —repuse, divertida—. ¿Acaso no os he dicho que voy a matar a ciertas personas por venganza y que la justicia me perseguirá el resto de mi vida? Todas mis posesiones en Sevilla serán incautadas y, a no dudar, pasarán a manos de la Real Hacienda en menos de lo que canta un gallo.

—Sí, eso es la verdad —admitió con disgusto—, mas me hubiera gustado ofrecerles a mis hijos una vida mejor.

—Lo lamento mucho, fray Alfonso —le dije—. Todos los objetos de valor ya me los han ido vendiendo de a poco desde el mismo día en que inauguré el palacio. Os aseguro que hay muchas alcobas completamente vacías. Sólo queda lo necesario para vivir y para evitar las murmuraciones de los criados y también aquello que no me puedo llevar y que doy por perdido.

Fray Alfonso apretó los labios y, a través de los cristales, miró hacia el patio en el que jugaban sus dos hijos con grande alboroto. Al punto, inspirado por algún súbito pensamiento, giró sobre sus talones y me echó una mirada de águila:

—¿Podría vuestra merced llevarnos a mis cuatro hijos y a mí a las Indias?

Quedé en suspenso, confundida por la solicitud.

—¡Dejad de decir sandeces, fraile! —exclamó Rodrigo frunciendo el entrecejo como hacía siempre que estaba enfadado o muy decidido, que para esos dos talantes él no mostraba diferencias en el rostro. Bueno, ni para los demás tampoco.

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