Viaje a Ixtlán (23 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: Viaje a Ixtlán
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Cubrí primero la periferia de la cima. Mi intención era ir en espiral hacia el centro. Pero cuando hube cubierto la circunferencia de la cima, don Juan me hizo detenerme.

Me acusó de permitir que mi preferencia por las rutinas tomara las riendas. En tono sarcástico añadió que ciertamente cubría yo el área en forma sistemática, pero de un modo tan seco y estéril que no sería capaz de percibir el sitio convenientes Dijo que él mismo sabía donde estaba dicho sitio, de modo que no había posibilidad de improvisaciones por mi parte.

—¿Qué debería hacer entonces en lugar de esto? —pregunté.

Don Juan me hizo sentarme. Luego arrancó una sola hoja de diversos arbustos y me las dio. Me ordenó acostarme de espaldas y aflojar mi cinturón y poner las hojas contra la piel de mi región umbilical. Su­pervisó mis movimientos y me indicó presionar con ambas manos las hojas contra mi cuerpo. Luego me ordenó cerrar los ojos y me advirtió que, si deseaba resultados perfectos, no debía soltar las hojas, ni abrir los ojos, ni tratar de sentarme cuando él moviese mi cuerpo a una posición de poder.

Me agarró por el sobaco derecho y me dio vuelta. Tuve un invencible deseo de atisbar a través de mis párpados entreabiertos, pero don Juan me puso la mano sobre los ojos. Me ordenó ocuparme únicamen­te de la sensación de calor que saldría de las hojas.

Después de yacer inmóvil un momento, empecé a sentir una extraña calidez que emanaba de las hojas. Primero la noté en las palmas de las manos, luego se extendió a mi abdomen, y por fin invadió literal­mente todo mi cuerpo. En cuestión de minutos mis pies ardían con un calor que me recordaba momen­tos en que tuve alta temperatura.

Hablé a don Juan de la sensación desagradable y el deseo de quitarme los zapatos. Él dijo que me iba a ayudar a incorporarme, que no abriera los ojos hasta que él me dijese, y que continuara apretando las hojas contra mi estómago hasta encontrar el sitio adecuado para descansar.

Cuando estuve de pie, me susurró al oído que abriera los ojos y caminara sin plan, dejando que el poder de las hojas me jalara y me guiara.

Empecé a caminar al azar. El calor de mi cuerpo era desagradable. Creí que tenía fiebre, y me abstraje tratando de concebir por qué medios la había producido don Juan.

Él caminaba tras de mí. De pronto soltó un grito que casi me paralizó. Explicó, riendo, que los ruidos bruscos espantan a los espíritus no gratos. Achiqué los ojos y anduve de un lado a otro durante cosa de media hora. En ese tiempo, el incómodo calor de mi cuerpo se convirtió en una tibieza placentera. Expe­rimenté una sensación de ligereza al recorrer la cima hacia adelante y hacia atrás. Sin embargo, me sentía desilusionado; por algún motivo había esperado no­tar algún tipo de fenómeno visual, pero no había el menor cambio en la periferia de mi campo de visión: ni colores insólitos, ni resplandor, ni masas oscuras.

Por fin me cansé de tener los ojos entrecerrados y los abrí. Me hallaba frente a una pequeña saliente de piedra arenisca, uno de los pocos lugares yermos y rocosos en la cima; el resto era tierra con pequeños arbustos muy espaciados. Al parecer la vegetación se había quemado algún tiempo antes y los nuevos bro­tes no maduraban aún por completo. Por alguna razón desconocida, la saliente arenisca me pareció hermosa. Estuve largo rato parado mirándola. Y lue­go, simplemente, me senté en ella.

—¡Bien! ¡Bien! —dijo don Juan y me palmeó la espalda.

Luego me dijo que sacara cuidadosamente las hojas de bajo mis ropas y las colocase en la roca.

Apenas hube retirado las hojas de mi piel, empecé a refrescarme. Me tomé el pulso. Parecía normal.

Don Juan rió y me dijo «doctor Carlos» y me pre­guntó si no le tomaba el pulso también a él. Dijo que lo que sentí fue el poder de las hojas, y que ese poder me despejó y me permitió cumplir mi tarea.

Afirmé, con toda sinceridad, que no había hecho nada en particular, y que me senté en ese sitio por­que estaba cansado y porque el color de la piedra me resultó muy atrayente.

Don Juan no dijo nada. Estaba parado cerca de mí. Súbitamente saltó hacia atrás, corrió con agilidad increíble y, saltando unos arbustos, llegó a una alta cresta de rocas, a cierta distancia.

—¿Qué pasa? —pregunté, alarmado.

—Vigila la dirección en la que el viento se llevará tus hojas —dijo—. Cuéntalas rápido. El viento viene. Guarda la mitad y vuélvetelas a poner en la barriga.

Conté veinte hojas. Metí diez bajo mi camisa, y entonces una fuerte racha de viento esparció las otras diez en una dirección occidental. Al ver volar las ho­jas, tuve la extraña sensación de que una entidad real las barría deliberadamente hacia la masa amorfa de matorrales verdes.

Don Juan volvió a donde me hallaba y se sentó junto a mí, a mi izquierda, mirando al sur.

No dijimos palabra en largo tiempo. Yo no sabía qué decir. Estaba exhausto. Quería cerrar los ojos, pero no me atrevía. Don Juan debe haber notado mi condición y dijo que estaba bien dormirse. Me indicó poner las manos en el abdomen, sobre las hojas, y tratar de sentir que me hallaba suspendido en el le­cho de «cuerdas» que él me había preparado en el «sitio de mi predilección». Cerré los ojos, y el recuer­do de la paz y plenitud que experimenté durmiendo en aquel otro cerro me invadió. Quise descubrir si en verdad podía sentirme suspendido, pero me dormí.

Desperté justamente antes del crepúsculo. El sueño me había refrescado y vigorizado. Don Juan también se había dormido. Abrió los ojos al mismo tiempo que yo. Soplaba viento, pero yo no tenía frío. Las hojas sobre mi estómago parecían haber actuado como estufa, como una especie de calentador.

Examiné el derredor. El sitio que había elegido para descansar era como una pequeña cuenca. Era posible sentarse en él como en un diván largo; había suficiente muro rocoso para servir de respaldo. Tam­bién descubrí que don Juan había traído mis libre­tas y las había puesto bajo mi cabeza.

—Hallaste el sitio correcto —dijo con una son­risa—. Y toda la operación tuvo lugar como yo te dije. El poder te guió aquí sin ningún plan de tu parte.

—¿Qué clase de hojas me dio usted? —pregunté.

El calor que irradiaba de las hojas y me conser­vaba en un estado tan cómodo sin mantas ni ropa gruesa, era en verdad un fenómeno absorbente para mí.

—Nada más eran hojas —dijo don Juan.

—¿Quiere usted decir que yo podría agarrar hojas de cualquier arbusto y me producirían el mismo efecto?

—No. No quiero decir que tú mismo puedas hacer eso. Tú no tienes poder personal. Quiero decir que cualquier clase de hojas ayuda, siempre y cuando la persona que te las dé tenga poder. Lo que te ayudó hoy no fueron las hojas, sino el poder.

—¿El poder de usted, don Juan?

—Supongo que puedes decir que fue mi poder, aunque eso no es realmente exacto. El poder no per­tenece a nadie. Algunos de nosotros podemos guardarlo, y luego se le podría dar directamente a otra persona. Verás, la clave del poder así guardado es que sólo puede usarse para ayudar a alguien más a guardar poder.

Le pregunté si eso significaba que su poder estaba limitado exclusivamente a ayudar a los otros. Don Juan explicó pacientemente que él podía usar su po­der personal en la forma que quisiera, en cualquier cosa que deseara, pero cuando se trataba de darlo directamente a otra persona, era inútil a menos que esa persona lo utilizara para su propia búsqueda de poder personal.

—Todo lo que hace un hombre gira sobre su po­der personal —prosiguió don Juan—. Así pues, para quien no tiene, los hechos de un hombre poderoso son increíbles. Se necesita poder hasta para concebir lo que es el poder. Esto es lo que he estado tratando dé decirte todo el tiempo. Pero sé que no entiendes, no porque no quieras sino porque tienes muy poco poder personal.

—¿Qué debo hacer, don Juan?

—Nada. Sigue como vas. El poder hallará el modo.

Se puso de pie y dio la vuelta en circulo completo, clavando la mirada en todo lo que había en torno. Su cuerpo se movía al mismo tiempo que sus ojos; el efecto total era el de un hierático juguete mecá­nico que giraba ejecutando un movimiento circular preciso e inmutable.

Lo miré con la boca abierta. Él ocultó una sonrisa, consciente de mi sorpresa.

—Hoy vas a cazar poder en la oscuridad del día —dijo y tomó asiento.

—¿Cómo dijo?

—Esta noche te aventurarás en aquellos cerros des­conocidos. En la oscuridad esos no son cerros.

—¿Qué son?

—Son otra cosa. Algo que no te imaginas, porque nunca has presenciado su existencia.

—¿Qué quiere usted decir, don Juan? Siempre me asusta usted con esas cosas fantasmagóricas.

Se rió y pateó suavemente mi pantorrilla.

—El mundo es un misterio —dijo—. Y no es para nada cómo te lo representas.

Pareció reflexionar un momento. Su cabeza empezó a subir y bajar rítmicamente; luego sonrió y añadió:

—Bueno, también es como te lo representas, pero eso no es todo lo que hay en el mundo; hay mucho más. Has estado descubriendo eso todo el tiempo, y a lo mejor esta noche añades un pedazo más.

Su entonación me dio escalofríos.

—¿Qué planea usted? —pregunté.

—Yo no planeo nada. Todo lo decide el mismo poder que te permitió encontrar este sitio.

Don Juan se puso en pie y señaló algo a la dis­tancia. Supuse que deseaba que me levantase a mi­rar. Traté de incorporarme de un salto, pero antes de que pudiera enderezarme por entero don Juan me empujó hacia abajo con terrible fuerza.

—No te pedí seguirme —dijo con voz severa—. Luego suavizó el tono y añadió: —Esta noche la vas a pasar un poco difícil, y necesitarás todo el poder personal que puedas juntar. Quédate donde estás y guárdate para más tarde.

Explicó que no estaba señalando nada, sino sólo cerciorándose de que ciertas cosas estaban allí. Me aseguró que todo se hallaba en orden y que yo debía sentarme en silencio y ocuparme en algo, porque tenía mucho tiempo para escribir antes de que la oscuridad terminara de cubrir la tierra. Su sonrisa era contagiosa y muy confortante.

—¿Pero qué vamos a hacer, don Juan?

Meneó la cabeza de lado a lado en un gesto exa­gerado de incredulidad.

—¡Escribe! —ordenó y me volvió la espalda.

No me quedaba nada más que hacer. Trabajé en mis notas hasta que oscureció demasiado.

Don Juan conservó la misma posición todo el tiem­po que estuve trabajando. Parecía absorto en con­templar la distancia hacia el oeste. Pero apenas me detuve se volvió hacia mí y dijo en tono jocoso que las únicas maneras de callarme eran darme de comer, hacerme escribir o dormirme.

Sacó de su mochila un bulto pequeño, y ceremo­niosamente lo abrió. Contenía trozos de carne seca. Me dio uno y tomó otro para sí y empezó a mascarlo. Me informó, como al descuido, que era comida de poder, necesaria para ambos en esa ocasión. Yo estaba demasiado hambriento para pensar en la posibilidad de que la carne contuviese alguna sustancia psicotró­pica. Comimos en completo silencio hasta que la car­ne se acabó, y para entonces la oscuridad era total.

Don Juan se puso en pie y estiró los brazos y la espalda. Me sugirió hacer lo mismo. Dijo que era buena costumbre estirar todo el cuerpo después de dormir, estar sentado o caminar.

Seguí su consejo y algunas de las hojas que conser­vaba bajo la camisa se escurrieron por las piernas de mi pantalón. Me pregunté si debería tratar de reco­gerlas, pero él dijo que lo olvidara, que ya no había ninguna necesidad de ellas y que las dejase caer don­de quisiera.

Entonces don Juan se acercó mucho y me susurró en el oído derecho que yo debía seguirlo muy de cerca e imitar todo lo que hiciera. Dijo que estába­mos a salvo en el sitio donde nos hallábamos, porque estábamos, por así decirlo, al filo de la noche.

—Esto no es la noche —susurró, pateando la roca donde pisábamos—. La noche está allá afuera.

Señaló la oscuridad que nos circundaba.

Luego revisó mí red portadora para ver si los gua­jes de comida y mis cuadernos de notas estaban ase­gurados, y en voz suave dijo que un guerrero siempre se cercioraba de que todo estuviese en orden, no por­que creyera que iba a sobrevivir la prueba que se hallaban a punto de emprender, sino porque era parte de su conducta impecable.

En vez de producirme alivio, sus admoniciones crea­ron la absoluta certeza de que mi fin se acercaba. Quise llorar. Don Juan, sin duda, tenía plena con­ciencia del efecto de sus palabras.

—Confía en tu poder personal —me dijo al oído—. Eso es todo lo que uno tiene en todo este mundo mis­terioso.

Me jaló con gentileza y echamos a andar. Tomó la delantera un par de pasos frente a mí. Lo seguí con la vista fija en el suelo. Por algún motivo no osaba mirar en torno, y enfocar los ojos en el suelo me daba una extraña calma; casi me hipnotizaba.

Tras un corto camino, don Juan se detuvo. Su­surró que la oscuridad total estaba cerca y que él iba a adelantarse, pero me daría su posición imitando el canto de cierto buho pequeño. Me recordó que yo ya conocía su imitación particular: rasposa al prin­cipio y después fluida como el canto de un buho ver­dadero. Me advirtió cuidarme muchísimo de otros cantos de tecolote que no llevaran esa marca.

Al terminar don Juan de darme esas instrucciones, yo era ya presa del pánico. Lo aferré por el brazo y me negué a soltarlo. Traté dos o tres minutos en calmarme lo suficiente para poder articular mis pala­bras. Una oleada nerviosa corría a lo largo de mi estómago y abdomen y me impedía hablar con cohe­rencia.

En voz tranquila y suave, don Juan me instó a dominarme, porque la oscuridad era como el viento: una entidad desconocida e indómita que podía enga­tusarme si no me cuidaba, para vérmelas con ella tenía que estar perfectamente calmo.

—Tienes que dejarte ir para que así tu poder per­sonal se aúne con el poder de la noche —me dijo a oído.

Dijo que iba a adelantarse y tuve un ataque de miedo irracional.

—Esto es una locura —protesté.

Don Juan no se enojó ni se impacientó. Rió calla­damente y me dijo al oído algo que no acabé de entender.

—¿Qué dijo usted? —pregunté en voz alta, mientras mis dientes castañeteaban.

Don Juan me puso la mano en la boca y susurró que un guerrero actuaba como si supiera lo que ha­cía, aunque en realidad no sabía nada. Repitió una frase tres o cuatro veces, como si quisiera que yo la memorizara. Dijo:

—Un guerrero es impecable cuando confía en su poder personal sin importar que sea pequeño o enorme.

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