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Authors: Jim Wynorski

Tags: #Ciencia ficción

Vinieron del espacio exterior (28 page)

BOOK: Vinieron del espacio exterior
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—¿No hay otro
test
? —rogó Garry.

McReady se encogió de hombros.

—Copper tenía muchísima razón. La prueba del suero podría ser terminante si no hubiese estado… contaminado. Pero sólo queda un perro y no nos sirve ya.

—¿Pruebas químicas?

McReady meneó la cabeza.

—Nuestra química no es valiosa hasta ese punto. Intenté el microscopio…, ¿comprende?

Garry asintió.

—El perro-monstruo y el perro auténtico eran idénticos. Pero… hay que seguir adelante. ¿Qué haremos después de cenar?

Van Wall se les unió silenciosamente.

—Guardia rotatoria. La mitad del personal duerme y la otra mitad está despierta. Me pregunto cuántos de nosotros somos monstruos. Todos los perros lo fueron. Nos creímos a salvo, pero de un modo u otro eso alcanzó a Copper… o a usted.

En los ojos de Van Wall fulguró una llama de malestar.

—El monstruo puede haber penetrado en todos ustedes… Todos ustedes menos yo, quizás estén dudando, mirando. No, eso no es posible. Entonces, ustedes saltarían y me verían en la impotencia. Nosotros los seres humanos, de un modo u otro, debemos tener superioridad numérica ahora. Pero… —y Van Wall se interrumpió.

McReady rió, con una breve risita.

—Usted hace lo que Norris se quejó de haber hallado en mi —dijo—. Pero si cambia a uno solo más… Eso podría alterar el equilibrio de las fuerzas. El monstruo no lucha. No creo que luche jamás. Debe de ser un ente pacífico, a su manera… Inimitable. Nunca tuvo que luchar porque siempre obtuvo sus fines pacíficamente.

La boca de Van Wall se contrajo en una sonrisa enfermiza.

—De modo que usted sugiere que quizá el monstruo
tenga
ya superioridad numérica, pero que sólo esperan todos ellos…, todos ustedes, que yo sepa…, esperan a que yo, el último ser humano, ahogue mi fatiga en sueño. Mac…, ¿notó sus ojos, fijos en nosotros?

Garry suspiró.

—Usted no ha estado sentado aquí durante cuatro horas consecutivas, mientras todos sus ojos evaluaban silenciosamente la información de que uno de nosotros dos, Copper o yo, es un monstruo…, quizá los dos.

Clark repitió su petición.

—¿Quiere ponerle un alto al alboroto de ese pajarraco? Me está enloqueciendo. Consiga, por lo menos, que haga menos ruido.

—¿Está orando aún? —preguntó McReady.

—Orando —gruñó Clark—. No ha cesado de hacerlo ni por un momento. No me importa que rece si eso lo alivia, pero grita, canta salmos y cánticos y vocifera plegarias. Cree que Dios no podrá oírle bien desde aquí.

—Quizá no pueda —gruñó—. O habría hecho algo con ese engendro del infierno.

—Alguien intentará el
test
que usted mencionó, si no lo detiene —declaró sombríamente Clark—. Creo que un hachazo en la cabeza sería tan categórico como una bala en el corazón.

—Siga con la comida. Veré qué puedo hacer. Quizás haya algo en los armarios.

McReady se dirigió con laxitud al rincón que usara Copper como dispensario. Tres altos armarios de rústicos tablones, dos de ellos cerrados con llave, eran los depósitos de los suministros médicos del campamento. Doce años antes, McReady se había graduado, había pedido un cargo de practicante y luego había abandonado la medicina para consagrarse a la meteorología. Copper era un hombre escogido, un hombre que sabía su profesión concienzudamente y en forma moderna. Más de la mitad de los medicamentos disponibles le resultaban totalmente desconocidos a McReady; había olvidado muchos de los otros. Allí no había una gran biblioteca médica, ni colecciones de revistas para leer las cosas que había olvidado: esas cosas elementales y simples para Copper, cosas que no merecían ser incluidas en la pequeña biblioteca con la cual se había visto obligado a contentarse. Los libros son pesados y todos los suministros habían sido traídos por vía aérea.

McReady eligió con aire esperanzado un barbitúrico. Van Wall y Barclay lo acompañaron. Un hombre nunca iba a ninguna parte solo en el Gran Imán.

Ralsen había dejado su trineo y los físicos se habían apartado de la mesa, y la partida de póquer estaba interrumpida cuando volvieron. Clark sacaba la comida. El tintineo de las cucharas y los ruidos ahogados causados al comer eran los únicos signos de vida de la habitación. No se pronunciaron palabras cuando los tres volvieron: simplemente, todas las miradas se concentraron sobre ellos, interrogativas, mientras las mandíbulas se movían.

McReady, de improviso, se tornó rígido. Kinner chillaba un salmo, con voz ronca y quebrada. Miró con laxitud a Van Wall, luciendo una sonrisa que era una mueca, y movió la cabeza:

—Ajá.

Van Wall profirió con amargura una maldición y se sentó junto a la mesa.

—Tendremos que aguantarlo hasta que se canse. No podrá chillar así eternamente.

—Tiene una garganta de bronce y una laringe de hierro colado —declaró con aire salvaje Norris—. De modo que podemos tener esperanzas y sugerir que es uno de nuestros amigos. En ese caso, él podría seguir renovando su garganta hasta el día del Juicio Final.

El silencio se enseñoreó de la habitación. Durante veinte minutos, todos comieron sin pronunciar una sola palabra. Luego, Connant se levantó de un salto, con airada violencia.

—Están todos ustedes en silencio como unas imágenes talladas. No dicen una sola palabra, pero… ¡qué ojos expresivos tienen, Dios mío! Giran de un lado a otro como bolitas de vidrio que ruedan por una mesa. Guiñan y parpadean y miran fijo… y murmuran cosas. ¿No podrían mirar a otra parte para variar, por favor? Oiga, Mac. Usted es el jefe aquí. Exhibamos unas películas durante el resto de la velada. Hemos estado guardando esas películas para hacerlas durar. ¿Durar para qué? Veámoslas mientras podemos hacerlo y miremos a otros, para no mirarnos mutuamente.

—Buena idea, Connant Yo, por lo pronto, estoy totalmente dispuesto a cambiar esto en cualquier forma posible.

—Gradúe el sonido de la película para que se oiga mucho, Dutton —insistió Clark—. Quizá pueda cubrir así el alboroto de esos salmos.

—Pero no apague las luces del todo —dijo a media voz Norris.

—Las luces serán apagadas —dijo McReady moviendo la cabeza—. Exhibiremos todos los dibujos animados que tenemos. Supongo que ustedes no tendrán inconveniente en ver los dibujos viejos…, ¿no es así?

—Bravo, bravo. Precisamente me siento con ganas de ver unas películas.

McReady se volvió hacia el que había hablado, un enjuto y larguirucho nativo de Nueva Inglaterra llamado Caldwell. Éste estaba llenando lentamente su pipa, soslayando una agria mirada hacia McReady.

El gigante de bronce no podo reprimir la risa.

—Bueno, Bart. Usted se sale con la suya. Quizá nuestro estado de ánimo no sea el más adecuado para ver a Popeye y los patos de las historietas, pero algo es algo. Dutton, Barday y Benning, a cargo del proyector y el dispositivo de los mecanismos sonoros, se dedicaron en silencio a su tarea, mientras otros limpiaban el edificio de la administración y eliminaban los platos y cazuelas. McReady se encaminó lentamente hacia Van Wall y se tendió en la litera a su lado.

—Me pregunto, Van, si debo o no explicar mis ideas por anticipado —dijo, con una sonrisa forzada—. Tengo la vaga idea de algo que podría dar resultado. Pero es demasiado vaga para preocuparse con eso. Sigan con su espectáculo, mientras trato de imaginar la lógica del asunto. Ocuparé esta litera.

Van Wall miró y asintió. La pantalla cinematográfica estaría virtualmente en la misma línea de aquella litera, determinando por lo tanto que las películas distrajeran menos allí, por ser menos inteligibles.

—Quizá debiera usted decirnos cuál es su plan.

—No demorará mucho, si mis cálculos son exactos. Pero ya no quiero esas pruebas con perros. Más vale que traslademos a Copper a la litera que está exactamente encima de la mía. Tampoco mirará la pantalla.

McReady señaló con la cabeza la mole de Copper, que roncaba suavemente. Garry les ayudó a levantar y trasladar al médico.

McReady se recostó contra la litera y se sumió en un trance casi de concentración, tratando de calcular las probabilidades, las operaciones, los métodos. A penas si advirtió que los demás se situaban silenciosamente y que la pantalla se iluminaba. Las frenéticas plegarias que gritaba Kinner y los salmos que entonaba desafinando horriblemente lo fastidiaron hasta que empezó el acompañamiento del sonido. Apagaron las luces, pero las grandes superficies coloreadas de la pantalla reflejaban suficiente luz para una fácil visibilidad. Hacían brillar los ojos cuando se movían inquietos. Kinner oraba aún, gritando, Y su voz era un ronco acompañamiento de sonido mecánico. Dutton subió de tono el amplificador.

Mientras sonaba la voz, McReady sólo notó vagamente al principio que algo parecía faltar. Aunque estaba acostado, la voz de Kinner llegaba a sus oídos con bastante claridad, a pesar del acompañamiento sonoro de las películas. Bruscamente, le llamó la atención notar que ya no se oía a Kinner en el otro cuarto.

—Dutton, corte ese sonido —gritó repentinamente.

La película se proyectó por un momento sin sonido y resultó extrañamente inútil en el imprevisto y profundo silencio. El viento que arreciaba en la superficie burbujeaba melancólicas lágrimas de sonido a través de las cañerías de las estufas. McReady dijo, en voz baja:

—Kinner ya no canta.

—Entonces, por amor de Dios, pongan en marcha ese sonido. Quizás se haya interrumpido para escuchar —dijo con tono brusco Norris.

McReady se levantó y fue al otro extremo del pasillo. Barclay y Van Wall abandonaron sus sitios para seguirlo. Los centelleos abultaban y deformaban la gris ropa interior de Barclay cuando cruzó el haz de luz del proyector. Dutton encendió las luces y la película desapareció.

Norris estaba de pie en la puerta, como se lo había pedido McReady; Garry se hallaba sentado tranquilamente en la litera junto a la puerta, obligando a Clark a hacerle lugar. La mayoría de los demás se habían quedado exactamente donde estaban. Sólo Connant se paseaba lentamente por la habitación, con ritmo firme e invariable.

—Si continúa así, Connant, podemos prescindir por completo de usted, sea o no un ser humano —dijo Clark, escupiendo en el suelo—. ¿Interrumpirá de una vez ese maldito ritmo?

—Perdón.

El físico se sentó sobre una litera y se observó pensativamente los pies. Transcurrieron casi cinco minutos, cinco siglos, durante los cuales sólo se oía el murmullo del viento, y finalmente McReady apareció en el umbral.

—No teníamos suficiente dolor aquí, todavía —anunció. Kinner tiene clavado un cuchillo en la garganta, y es probable que sea ése el motivo por el cual dejó de cantar. Tenemos monstruos, locos y asesinos.

11

—¿Está en libertad Blair? —preguntó alguien.

—Blair no está en libertad. En caso contrario, habría venido aquí. Si hay alguna duda acerca del lugar de donde vino nuestro amable colaborador… esto puede aclararlo.

Van Wall mostró un largo cuchillo de fina hoja, de unos treinta centímetros de longitud, envuelto en un paño. El mango de madera estaba quemado a medias, chamuscado: le había quedado la marca de la tapa del hornillo.

Clark lo miró, absorto.

—Esa marca la dejé yo esta tarde. Olvidé ese maldito cuchillo en la cocina.

Van Wall asintió.

—Yo lo he olido. Adiviné que ese cuchillo provenía de la cocina.

—Me pregunto cuántos monstruos nos quedan —dijo Benning, mirando cautelosamente a los demás—. Si alguien pudiera escabullirse de aquí, ir de la pantalla hasta la cocina y luego a la Casa del Cosmos y volver… ya volvió… ¿verdad? Sí… todos están aquí. Pues bien… Si uno de los hombres del grupo pudo hacer todo eso…

—Quizá lo haya hecho un monstruo —insinuó en voz baja Garry—. Existe esa posibilidad.

—Al monstruo, como lo señaló usted hoy, sólo le han quedado hombres para imitar. ¿Disminuiría su…, su
stock
, digamos? —observó Van Wall—. No, sólo tenemos que vérnoslas con un miserable común y corriente, con un asesino. Usualmente, lo llamaríamos un
criminal inhumano
, supongo, pero hay que diferenciar. Teníamos asesinos inhumanos y ahora tenemos humanos asesinos. O uno, por lo menos.

—Hay un humano menos —dijo en voz baja Norris—. Quizá sean los monstruos quienes dominan ahora la situación.

—No se preocupe por eso —dijo con un suspiro McReady; y se volvió hacia Barclay—. Bar… ¿quiere traer su aparato eléctrico? Voy a cerciorarme…

Barclay se fue por el pasillo en busca del electrocutor dentado, mientras McReady y Van Wall volvían a la Casa del Cosmos. Barclay los siguió al cabo de unos treinta segundos.

El pasillo que llevaba a la Casa del Cosmos formaba un repliegue tortuoso, como casi todos los pasillos del Gran Imán, y Norris estaba en el umbral de nuevo. Pero oyeron algo ahogado, un repentino grito de McReady. Se oyó una salvaje ráfaga de golpes, de sonidos extraños.

—Bar… Bar…

Y resonó un raro grito, semejante a un maullido salvaje, que fue acallado antes todavía de que el ágil Norris llegara al recodo del pasillo.

Kinner —o mejor dicho, lo que había sido de Kinner— yacía en el suelo, partido en dos por el gran cuchillo que mostrara McReady. El meteorólogo estaba de pie contra la pared y del cuchillo que tenía en la mano goteaba sangre. Van Wall se movía apenas en el suelo, gimiendo, y su mano se frotaba de un modo casi inconsciente la mandíbula. Barclay, con un indecible fulgor salvaje en los ojos, estaba inclinado sobre la dentada arma que tenía en la mano, golpeando…, golpeando…, golpeando.

Los brazos de Kinner se habían convertido en una extraña pelambre escamosa, y la carne se había retorcido. Sus dedos se habían acortado, su mano redondeado, sus uñas convertido en garras largas y afiladas.

McReady alzó la cabeza, contempló el cuchillo que tenía en la mano y lo dejó caer.

—Bueno, quien quiera que lo haya hecho, puede hablar ahora —dijo—. Fue un asesino humano… Porque mató a un ser no humano. Juro por todo lo sagrado que Kinner era ya un cadáver cuando llegamos. Pero cuando eso descubrió que íbamos a atacarlo con la corriente eléctrica… se transformó.

Norris miró, vacilante.

—¡Oh, santo Dios! Esos seres saben orar. ¡Pensar que estuvo aquí durante horas, mascullando plegarias dedicadas a un Dios a quien odiaba! Vociferando salmos con su voz rota, entonando cánticos sobre una Iglesia que no conocía, enloqueciéndonos con sus incesantes aullidos…

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