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Authors: Julia Montejo

Tags: #Narrativa dramática

Violetas para Olivia (13 page)

BOOK: Violetas para Olivia
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—Vaya, vaya.

—¿Qué pasa? —preguntó Clara.

—En breve me voy a ir.

—¿Adónde?

—Lejos. Muy lejos. Cruzaré un mar muy grande.

Clara miró a su hermana con desconfianza.

—¿Me tomas el pelo? Papá nunca te dejaría irte de aquí.

Rosario se encogió de hombros.

—Pues está muy claro aquí en los posos del café. Alguien viene a buscarme. Pero, tranquila, será solo un viaje, volveré a tiempo para conocer al amor de mi vida.

Clara soltó una carcajada sarcàstica. Rosario, quizá porque era un poco menor y muy inocente, siempre le hacía sentir muy mayor.

—¿Y desde cuándo tienes tú poderes de vidente?

—Desde hace unos meses —respondió Rosario muy seria—.Escuché a una mujer en la radio diciendo que ella leía en los posos del café y me decidí a probar. Los primeros que descifré fueron los de nuestra madre. Sin que ella se diera cuenta, claro. Vi que se iba a ir al extranjero y a los pocos días se fue.

—Eso no tiene mucho mérito —replicó Clara haciendo un gesto de desprecio—. Nuestra madre siempre está viajando. Nunca pasa más de unas semanas en casa. Esa predicción la podía hacer cualquiera.

Rosario se encogió de hombros sin darse por aludida y continuó:

—Y también vi que Berni iba a perder el bebé. Y lo perdió.

Clara escudriñó el rostro de su hermana, con sus rasgos rústicos pero agradables, su candorosa mirada y la gravedad con la que hablaba de ¿brujería?

—Estás tomándome el pelo, ¿verdad?

—No —respondió Rosario—. ¿Quieres que lea los posos de tu café?

Clara retiró su taza rápidamente.

—No. Yo no creo en esas tonterías.

Pero ¡vaya si tuvo que tragarse sus palabras! Dos días después les visitó una prima lejana de su padre llamada Federica Martínez de Sancho. Se había casado por poderes con el hijo del ferretero de su pueblo, que estaba haciendo una gran fortuna en Venezuela, y, no se supo ni cómo, pero Federica y Rosario intimaron. Federica le pidió a don Néstor que su hija menor la acompañara. Y don Néstor, sorprendentemente, accedió. Clara nunca se explicó por qué. Desde que su madre se había ido hacía cosas raras, daba la impresión de que no las pensaba demasiado.

Rosario estuvo ausente casi tres meses. Clara echó de menos a su hermana, aunque nunca se lo reconoció a nadie. Además deseaba que volviera para que le leyera a ella también los posos del café. ¿Qué iba a pasar con su vida? ¿Encontraría un buen partido? ¿Tendría hijos? ¿Viajaría ella también? Por aquel entonces, Clara soñaba con visitar países lejanos, conocer gente distinta.

Para ella fue un golpe amargo que invitaran a Rosario, que nunca había expresado deseo alguno por viajar, en vez de a ella. Odió a su hermana durante meses. Para Clara la vida desde entonces se convirtió en un camino por el que los asaltantes van abusando de ti y robándote lo que es tuyo.

Por otra parte, en el tiempo en el que Rosario estuvo fuera, se obsesionó con la oportunidad que había desperdiciado de conocer su futuro. Cuando su hermana regresó y se incorporó al internado de señoritas en el que su padre las había matriculado al decidir que los preceptores privados ya no eran una opción para educarlas, el resentimiento de Clara había crecido. Rosario llegaba morena, rebosante de energía y de historias exóticas. Volvía cargada de vida. Lo más llamativo era, sin embargo, su independencia. No es que Rosario hubiera vivido hasta entonces pegada a las faldas de nadie, pero sí que Clara la había sentido siempre muy cerca. La nueva Rosario no parecía necesitarla, y quizá precisamente porque irradiaba seguridad, pronto atrajo a nuevas amigas que desplazaron a la oscura Clara.

A Rosario le gustaba divertirse, relacionarse. Clara empezó a convertirse en su contrapunto, a reafirmarse en sus posiciones de severidad frente a la ligereza de su hermana, fundamentándose en que alguien tenía que ser responsable y seria, y esa era ella, la hermana mayor. De esa forma, la alegría y autosuficiencia de Rosario empujaron a Clara a separarse de su hermana para soportar el dolor de no haber sido ella la elegida para viajar a Sudamérica, para soportar el no haber podido ella regresar henchida de color y seguridad.

Clara, sin embargo, no olvidó el asunto de los posos del café. Se sorprendió al preguntarle con sarcasmo un día si seguía haciendo de bruja, y comprobar que Rosario reaccionaba mostrando extrañeza.

—No sé de qué me hablas, Clara.

—¿Cómo que no? Antes de irte a América este verano estuviste leyendo los posos del café —le recordó Clara sin entender que su hermana lo hubiera olvidado.

—¿Ah, sí? Chiquilladas. Seguro.

—Pues entonces estabas muy convencida. Predijiste el aborto de Berni y también tu viaje —insistió Clara.

—Ya. Bueno, llego tarde a clase de gramática —dijo Rosario recogiendo los libros de encima de la mesa—. Nos vemos luego.

Clara, muy enfadada, le cerró el paso. Se encontraban solas en la habitación que compartían, un dormitorio espartano, amueblado con lo justo: dos camas, una mesita de noche, dos mesas y dos sillas y unas estanterías.

—De eso nada. ¿Qué pasa? ¿Por qué ahora no lo quieres reconocer?

Rosario la miró con el rostro pálido y disgustado.

—Porque no. Tú misma dijiste que eso eran tonterías.

—Sí, pero acertaste. Berni abortó. Vino la prima de papá y te llevó con ella.

—No quiero hablar de esto, Clara. Y te agradecería que me dejaras salir.

Pero Clara no se movió un ápice.

—No hasta que me lo expliques.

Rosario pensó en salir por la fuerza. Ella era más fornida que su hermana y seguramente podría conseguirlo, pero eso no terminaría con el problema y sabía que, cuando a su hermana se le metía una idea en la cabeza, no paraba hasta quedar satisfecha.

—Está bien. Conocí a alguien en Colombia y me di cuenta de que lo de los posos es peligroso —admitió Rosario a regañadientes.

—¿Peligroso? —repitió Clara atónita.

—Sí, peligroso, peligroso —repitió su hermana perdiendo la paciencia—. Conocer el futuro puede ser una maldición. Y yo no quiero tener nada que ver con eso.

—¿Así que aciertas? ¿Puedes ver lo que va a pasar? —estalló Clara con admiración mal disimulada.

Rosario la miró fijamente sin responder. Era una chica sencilla, sin grandes ambiciones, ni siquiera para imaginar lo que no podía ver; pero quería ser feliz y parecía que en aquel viaje se había encontrado a sí misma, había encontrado una fuente de felicidad interior que la dejaba al margen de lo que la rodeaba, especialmente fuera del negro y pesado influjo de la familia Martínez Durango. Su propio «yo» y la búsqueda de su media naranja, que sabía llegaría de un modo sorprendente y difícil de explicar, era lo único que le importaba.

—Respóndeme —exigió Clara.

—No quiero que se lo digas a nadie. Son solo tonterías.

Clara vio que se le abría una oportunidad.

—De acuerdo —convino—. Pero con una condición. Quiero que me leas los posos una vez. Venga, al menos una vez. Una vez y te dejo en paz, lo juro.

Rosario sabía que aquello no traería nada bueno, pero también sabía que no podría quitarse a Clara de encima hasta que lo hiciera. Clara podía ser un enemigo incómodo.

—Está bien.

—¿Cuándo?

—Esta noche. Tú te encargas de traerte la taza. Tienes que bebería delante de mí.

Aquella noche, cuando Rosario llegó al dormitorio, allí estalla Clara, esperándola con dos tazas de café humeante. Lo curioso es que en la mente de Clara, así como la conversación previa permanecía vivida y exacta, lo sucedido después fue ocultado por unos densos nubarrones etílicos que difuminaron su importante significado. O quizá fue solo un recurso de protección del cerebro humano que borra y desecha la información dolorosa que no somos capaces de digerir.

Rosario sacó una botella de ron venezolano. Clara nunca había bebido algo tan fuerte, ni siquiera sabía que existiera, ni mucho menos que Rosario se hubiera atrevido a guardar una botella de alcohol en el colegio. Por mucho menos habían expulsado a más de una compañera. Su hermana pequeña había cambiado mucho tras el viaje transatlántico. Rosario, con mucha ceremonia, sirvió en dos pequeños vasitos.

—Venga. De un trago —le ordenó a su hermana. Ella misma hizo los honores.

Clara miró el vaso unos segundos con recelo, pero finalmente se lo tomó. Sintió una llamarada de fuego que le recorría garganta y esófago y se hundía en el estómago. Rosario sirvió entonces otros dos vasos.

—Yo no quiero más —rechazó Clara.

—Sí, uno más —ordenó Rosario.

Clara la miró desafiante. ¿Cómo se atrevía su hermana? Pero Rosario no se inmutó. Le sostuvo la mirada, cogió el vaso y lo vació de nuevo.

—Si quieres que empecemos con el café, date prisa —le advirtió Rosario.

Y Clara no tuvo otro remedio que secundarla. Torció el gesto y, por segunda vez, aquel desagradable ardor calentó su interior. Empezaba a sentirse mareada.

—Bien. Ahora el café.

Clara empezó a tomárselo a sorbos mientras su hermana sacaba del fondo de uno de los cajones de su escritorio un paquete de cigarrillos americanos y una caja de cerillas.

—¿También fumas? Caramba, Rosario, te has vuelto todo un hombre.

Rosario esbozó una media sonrisa sarcàstica que a Clara se le antojó de grosera suficiencia, y encendió el cigarrillo, saboreando la primera calada como si del manjar más extraordinario se tratara.

—¿Has terminado? —le preguntó Rosario refiriéndose al café.

Clara le pasó la taza vacía. Todo a su alrededor empezaba a dar vueltas.

—Hablaré de esto ahora, y nunca jamás, ¿de acuerdo? —dijo Rosario.

Clara asintió, ansiosa por conocer su futuro. A la mañana siguiente no sería capaz de recordar las palabras exactas de su hermana, y esta nunca quiso volver a repetírselas.

—La sombra persigue tu existencia. Y lo hará durante décadas. Al menos durante todo el tiempo que yo soy capaz de ver en los posos. ¿Qué quieres saber?

—¿Me casaré?

—No —respondió con rotundidad.

—¿No?

—No —respondió Rosario tajante—. Nunca te casarás.

—Pero, al menos, ¿conoceré el amor? —preguntó Clara con una angustia mal disimulada.

—Más o menos.

—¿Cómo que más o menos? ¿Lo conoceré o no?

—Te engañarán —dijo Rosario tras unos segundos en los que se preparó para maquillar su horror ante la atrocidad de la lectura. Intuía que avanzar una tragedia solo aumentaría la agonía, y más en este caso, pues se trataba de una tragedia de tal calibre que jamás podría hacerse pública. La limpieza de la luz del día no sería posible. No habría posibilidad ni de epifanía ni de redención. Por eso levantó la mirada y permaneció en silencio, dispuesta a no desvelar nada más. Pero Clara no soportó más que un breve instante el silencio sobrecogedor de la predicción.

—Tonterías. Son estupideces. No me creo nada. Te lo estás inventando.

Rosario empezó a recoger, refunfuñando. Mejor aprovechar la reacción de su hermana para hacerse la enfadada y dar la sesión por concluida.

—Ya te dije que no debíamos hacer esto. Vamos a dejarlo.

—No —la detuvo Clara desesperada—. Todavía no hemos terminado. Quiero saberlo todo.

—¿No has tenido ya suficiente?

—Vale, amor no voy a tener —aceptó Clara—. Ni tampoco matrimonio. Pero monja tampoco, de eso estoy segura. ¿Qué más? ¿Seré rica?

—Sí, y poderosa. En tus manos estará la vida de tu familia.

Clara la miró interesada. El alcohol se le había subido a la cabeza y sentía que el suelo se ondulaba bajo sus pies.

—Ah, por fin algo bueno. ¿También la tuya?

—La mía, la de Rodrigo, la de nuestros padres y la de todo el que venga después.

—Entonces no va a estar tan mal. Aunque no me case, los míos me querrán.

Los ojos de Rosario destellaron de una forma especial. Veía algo que no le había dicho.

—Los míos me querrán, ¿verdad? —preguntó Clara sospechando lo peor.

—No exactamente, pero te respetarán.

—¿Qué quieres decir?

—Que serás importante en la vida de todos, los mantendrás.

—Quieres decir que os mantendré.

—Sí, nos mantendrás. De no ser por ti, la familia desaparecería. Serás como el pegamento que mantiene la masa unida.

—Eso es bonito —comentó Clara totalmente ebria. Sentía un cansancio insoportable y se tumbó en la cama—. ¿Algo más?

Sí, había algo más. Rosario veía que Clara les arruinaría a todos la vida, pero para qué necesitaba su hermana saber eso.

—¿Te parece poco?

—No, está bien —dijo Clara sumergiéndose en un sueño suave—. Seré el pegamento de nuestra familia. ¿Y quién sabe? ¿Por qué no voy a encontrar yo amor? Seguro que no aciertas en todo, ¿a que no?

Antes de que la hermana menor pudiera responder, Clara ya era presa del sueño. ¿Y Rosario? Rosario se sintió morir porque vio lo poco que podía hacer ante un destino marcado en los posos del café. A pesar de su recién ganada fama de independencia, sabía que Clara terminaría controlando su vida, porque ella no tendría las agallas necesarias para romper con su familia. Clara le arrebataría a su gran amor y lo haría porque nunca entendería... En el fondo, Rosario se sintió una cobarde. ¿Qué podía hacer una mujer sola? Desgraciadamente, el sentido práctico paterno no le había tocado con su varita mágica. Se había volcado todo, hasta la última gota, sobre Clara. Por eso, su hermana mayor terminaría cuidando de todos ellos..., cuidando a su manera. Se volvió hacia su hermana que dormía profundamente. No recordaría mucho de aquella noche y así sería mejor. Rosario ya se había dado cuenta de que conocer el futuro no traía felicidad, aunque para ella sí habría amor. Un amor tan único y especial que valdría la pena cualquier sufrimiento anterior y posterior.

La tía Clara bajó a comer sintiéndose mucho mejor, pero sin quitarse de la cabeza aquella extraña y lejana noche en la que su hermana le había dicho que ella cuidaría de todos, que sería el aglutinador de la familia. Así había sido. El resto de las predicciones quedaron diluidas por el alcohol, y la tragedia extirpada de su memoria había dejado una cicatriz imposible de soportar para el mundo... Madelaine ya estaba sentada a la mesa. Había preparado una comida fría con lo que encontró en la cocina. La anciana siempre tenía buenos productos en la despensa.

—Ah, ¿ya está todo listo? —se sorprendió la tía Clara.

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